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LAS PUERTAS DE HIERRO

Gargantas del Danubio, norte de Moesia Superior

Finales de marzo de 101 d. C.

Apolodoro estaba deprimido. Había tomado la decisión de salir de Vinimacium en dirección este, es decir, río abajo, con la esperanza de que en algún punto fuera más fácil franquear el gran Danubio, pero llevaban dos días enteros avanzando por las más profundas gargantas que hubiera visto nunca. El río navegaba empotrado entre altas murallas de roca que se elevaban centenares de pies y emergían como monstruosas diosas decididas a impedir cualquier posibilidad de levantar un puente. El arquitecto había detenido la marcha en varias ocasiones con la esperanza de que, al menos, la profundidad del río se redujera y de esa forma aprovecharse de alguno de aquellos estrechamientos para poder intentar construir el puente en ese punto, pero las mediciones estaban resultando desmoralizadoras.

—¡La cuerda no llega ni a tocar fondo, arquitecto! —dijo uno de los legionarios que se habían adentrado en el río con la balsa que habían construido para hacer aquellas mediciones—. ¡Y mide hasta cincuenta pies de profundidad!

El soldado gritaba para hacerse oír por encima del ruido de la corriente del Danubio, que parecía rugir en medio de aquellas paredes infinitas. Apolodoro no necesitaba que le recordaran la longitud de la cuerda que estaban utilizando. Ya sabía él cuánto medía. Aquélla era una misión de locos: cuando el río era menos hondo se hacía anchísimo y cuando se estrechaba se hacía inmensamente profundo.

—¡Quiero saber exactamente la profundidad del río, así que buscad una cuerda más larga si es preciso! —les gritó Apolodoro desesperado desde la orilla. El soldado lo miró con desprecio, pues como sus compañeros, consideraba que todo aquello era absurdo, pero miró al duplicarius, el segundo oficial de la turma, y vio cómo éste, Tiberio Máximo Claudio de nombre, le devolvía la mirada con rabia. El legionario escupió en el suelo y fue a por más cuerda a la orilla del río donde tenían los caballos.

Tiberio Claudio Máximo había ido ascendiendo gracias a ser disciplinado. La misión era asistir a aquel arquitecto y eso iban a hacer, y al que no le gustara aquello más le valía callarse o ahogarse en aquel maldito río. El veterano duplicarius se acercó a Apolodoro. Había recibido órdenes del decurion, que se había adelantado a inspeccionar el terreno con otros jinetes, de proteger a aquel hombre, escoltarlo por la región y facilitarle lo que necesitara, y en ello estaba, pero era cierto que aquello no tenía mucho sentido.

—Que yo sepa sólo se mide la profundidad de un río cuando se quiere hacer un puente —dijo Tiberio Máximo, pero no obtuvo respuesta alguna del arquitecto. Tiberio optó por unirse a aquel silencio mientras veía cómo los soldados ataban hasta tres cuerdas diferentes. Apolodoro se separó y volvió a caminar por aquel camino de piedra y barro que serpenteaba junto al transcurso del río.

—¿Por qué está todo tan embarrado si no ha llovido? —preguntó el arquitecto al duplicarius.

—Es por el río. Tiene crecidas y lo inunda todo a su paso —respondió Tiberio.

Apolodoro comprendía cada vez más que el Danubio era un oponente inmenso, incontrolable.

—Ya están sumergiendo las cuerdas —dijo el duplicarius.

—Bien, ahora sabremos de una vez por todas la profundidad en este punto —apostilló el arquitecto.

Apolodoro había abandonado la idea de intentar levantar el puente allí, pues pese a que era el punto más estrecho del río hasta el momento, con sólo unos 400 o 500 pies de ancho, la profundidad era excesiva, pero sentía curiosidad y quería saber hasta dónde se hundían las aguas. Además no se trataba de un cálculo inútil. Si sabía la profundidad en aquel punto podía hacerse una idea del espacio que el río necesitaría de anchura para repartir toda esa agua por una zona menos profunda. Para su desesperación, Apolodoro vio cómo la cuerda que manejaban los soldados se hundía y se hundía en las espumosas aguas de la corriente del río, sin tocar fondo.

Los soldados romanos de la balsa se miraban entre ellos. Ya habían sumergido el equivalente a dos cuerdas, cien pies, y seguían sin llegar al lecho del río.

—¡Por todos los dioses! —exclamó Apolodoro—. ¡No es posible que sea tan profundo!

Pero la cuerda seguía hundiéndose y hundiéndose aún más en el río. Por un momento el arquitecto consideró la posibilidad de que la corriente fuera tan fuerte que estuviera arrastrando la piedra que estaba atada al final de la cuerda y que, en consecuencia, estuvieran midiendo en diagonal y no en línea recta hacia abajo, pero descartó la idea: la piedra pesaba un quincux[4] y estaba redondeada y pulida para evitar que opusiera resistencia a la corriente; eran necesarios varios soldados para moverla. No, no se trataba de eso. Lo que pasaba es que aquel río era increíblemente profundo en aquel punto.

—¡Hace fondo! ¡Hace fondo! —exclamó uno de los soldados al fin. El arquitecto no necesitaba que le dijeran la profundidad. Habían sumergido prácticamente la totalidad de las tres cuerdas que habían atado. El Danubio tenía una profundidad de unos ciento cincuenta pies en aquel punto. Apolodoro nunca había visto nada igual en su vida. Se sentó en una roca y suspiró mientras miraba al suelo.

—¡Ciento cuarenta y nueve pies! —aulló uno de los soldados.

—¡Está bien! ¡Regresad a la orilla! —exclamó el duplicarius.

Apolodoro hacía cálculos. Era posible que encontraran otro lugar donde el río sólo tuviera unos veinte pies de profundidad, que sería donde deberían hacer o intentar hacer el puente, pues con eso sí que podrían trabajar, pero resultaría inevitable que ese lugar fuera inmensamente ancho. El puente tendría que ser muy largo y cuanto más largo, más pilares serían necesarios para sostener la estructura. Estaban ante un trabajo de años, pero no tenía claro que el emperador estuviera dispuesto a esperar tanto tiempo.