23

LA LEY DE ROMA

Circo Máximo, Roma

24 de marzo de 101 d. C., hora séptima

En el palco de las vestales

—Creo que es un buen momento ahora para retirarse —dijo Tullia mirando al resto de las sacerdotisas de Vesta. Todas asintieron, incluida Menenia, y se alzaron y emprendieron la marcha para regresar a la Casa de las Vestales en el centro del Foro de Roma.

Menenia caminaba cabizbaja; estaba feliz, pero se esforzaba en no mostrar más sus sentimientos. La tensión de la carrera y, en particular, el momento en el que Celer se había arrojado de su carro, la habían traicionado y ahora intentaba parecer más fría, más distante a todo lo que había acontecido en la arena del Circo Máximo. Tullia agradecía aquella actitud de Menenia.

En las cuadras del Circo

Cuando Acúleo llegó a los carceres pidió agua. Estaba deshidratado. No dejaba de sudar.

—Aquí —dijo uno de sus aurigatores al acercarle un jarro grande con agua fresca. Acúleo bebió todo el contenido de un largo trago sin pausa alguna—. Toma —respondió y devolvió el jarro vacío a su ayudante. Acúleo se sentía algo mejor, pero seguía sudando. No podía dejar de pensar en aquellos a quienes había fallado: sus patronos habían invertido mucho dinero en comprar a varios jueces y él había perdido pese a todo aquel esfuerzo. No se lo iban a perdonar nunca y no sabía qué podía hacer para resarcirlos. Seguía sudando, pero ya no era por el ejercicio físico extremo. Ahora sudaba de miedo.

En el palco imperial

Trajano se había levantado y miraba hacia donde estaba Suburano. El jefe del pretorio se aproximó, pero el propio emperador avanzó varios pasos para poder hablar a solas con su prefecto del pretorio, algo alejado del resto.

Plotina los observaba en silencio sin moverse de su asiento. Las carreras iban a continuar, pero la que acababa de concluir era la más importante de la jornada y era probable que el César decidiera retirarse ya del Circo Máximo. Quizá por ello hablaba con Suburano, para que éste preparara bien la guardia para escoltarlos de regreso al palacio imperial. Todos estaban expectantes cuando, por fin, Suburano dio media vuelta y desapareció. En ese momento, Lucio Licinio Sura se acercó al César.

—Una carrera magnífica, ¿verdad, augusto? —dijo el editor de aquellos juegos, satisfecho por lo espectacular de aquella competición.

—Sin duda, magnífica —respondió Trajano.

Mientras el emperador hablaba con Sura, Adriano fue junto a su tía segunda, la emperatriz de Roma.

—La acusación contra la vestal ya es firme, me lo ha dicho un senador. ¿Va a hacer algo? —inquirió Adriano en un susurro.

—No lo sé —respondió Plotina en voz baja sin dejar de mirar hacia la arena del Circo Máximo—, pero éste no es el sitio ni el momento para que tú y yo hablemos.

Adriano apretó los dientes y se retiró sin decir más.

En las cuadras del Circo

Celer se abrazaba a sus caballos entre la admiración y el júbilo de todos los ayudantes de los rojos, pero también entre el respeto de muchos de los blancos, verdes y hasta algunos de los azules. Había sido una victoria genial y brillante y ante eso todos se inclinaban. ¿Todos?

Acúleo se abría paso a empujones entre unos y otros. Quería recriminarle su maniobra de arrojarse y dejar que los caballos cabalgaran solos hacia la victoria, pero sabía que no podía hacerlo y, aun así, deseaba llegar hasta aquel miserable y demostrarle su desprecio en público. Poco más podía hacer.

Celer lo vio aproximarse y se separó de Niger, Orynx, Tigris y Raptore dedicando unas últimas palmadas cariñosas a cada uno de ellos en el cuello, para así recibir a su enemigo de la pista justo detrás de los carceres. Ante la mirada fija de Celer, todos se volvieron y automáticamente se abrió un pasillo entre el auriga de los rojos y el auriga derrotado de los azules, que caminaba con paso militar.

—Sigo vivo —dijo Celer a Acúleo como palabras de bienvenida y con todo el rostro iluminado por una rotunda sonrisa de satisfacción y victoria a partes iguales. Aún seguía cubierto de sangre por los cortes y raspaduras que se había hecho al arrojarse del carro, pero aquella sangre aún lo hacía más heroico ante su enemigo.

Acúleo sabía que no podía recriminarle nada. Celer había corrido bien, había sido más valiente y tenía unos caballos infinitamente mejor adiestrados, pero el auriga de los azules no pensaba irse de allí sin sembrar la duda en el ánimo de Celer. Acúleo quería, como fuera, enturbiar aquella victoria perfecta de su enemigo y pensaba hacerlo de un modo u otro.

—Yo nunca dije que fueras a morir en una carrera —declaró Acúleo de forma enigmática.

Y consiguió su objetivo. Acúleo no se detuvo para entablar conversación, sino que siguió caminando para salir de aquellas malditas cuadras mientras las preguntas de un Celer nervioso e inquieto lanzadas a su espalda lo llenaban de cierta calma con la que afrontar la peor de sus derrotas.

—¿Qué quieres decir con eso, Acúleo? —Y Celer elevaba su voz aún más a medida que veía cómo el silencioso auriga de los azules se alejaba de allí sin dar respuesta a su pregunta—. ¿Qué insinúas con eso, maldito?

Pero la respuesta a las preguntas de Celer llegó de forma inesperada por el lado contrario. Una veintena de pretorianos se abrían paso por los establos del Circo Máximo a empujones y voces autoritarias ante las que todos se hacían a un lado.

—¡Paso a la guardia del emperador! ¡Paso, por Júpiter, paso a la guardia del emperador!

El pasillo por el que hacía unos instantes había pasado Acúleo se hizo ahora tres veces más ancho para que los pretorianos pudieran pasar sin ser molestados.

—¿Quién de todos vosotros es el auriga Celer? —espetó un veterano Suburano mirando a un lado y a otro de aquellas cuadras.

Todos allí conocían al jefe del pretorio de Roma. El silencio se hizo profundo. De pronto ya nadie pensaba en la gran victoria, en la magnífica carrera, en lo espectacular de las maniobras del auriga de los rojos. Todo estaba cambiando. Celer dio un paso al frente.

—Yo soy el hombre por el que preguntas, vir eminentissimus.

Sexto Atio Suburano lo miró de arriba abajo. Le gustó aquella decisión de Celer al identificarse, no sólo porque simplificaba enormemente su trabajo sino porque el jefe del pretorio, como viejo militar que era, apreciaba en lo que valía la valentía y el honor. Si aquel auriga hubiera optado por esconderse lo habría despreciado de inmediato, pero así le pareció que, al menos, estaba hablando con un hombre valiente.

—Bien —dijo Suburano; se calló entonces un momento y tragó algo de saliva. No era fácil lo que tenía que decir. En su larga vida al frente de las legiones había detenido a muchos hombres por infinidad de infracciones o de delitos, en algunos casos con acusaciones terribles sobre ellos, pero nunca antes se había dirigido a alguien para detenerlo por uno de los peores crímenes por los que un hombre podía ser acusado en Roma—. Celer, auriga de los rojos, yo, Sexto Atio Suburano, prefecto de la guardia imperial, te detengo por orden del Imperator Caesar Augustus y Pontifex Maximus Marco Ulpio Trajano bajo la acusación de perpetrar crimen incesti con la vestal Menenia.

Todos callaron. Sólo se oía el vuelo de alguna mosca y el relincho de algún caballo que aún intentaba recuperar el resuello después del brutal esfuerzo de la carrera. Celer asintió muy lentamente. Ya estaba claro a lo que se refería Acúleo, lo que le perturbaba ahora era cómo es que aquel auriga de los azules podía saber que se le iba a acusar formalmente de una mentira tan enorme, pero, a la vez, tan peligrosamente mortal.

—Yo nunca he cometido semejante atrocidad —respondió Celer con convicción.

—Eso no me compete a mí decidirlo —respondió el jefe del pretorio—. ¿Vas a hacer esto fácil o difícil?

Celer sabía que no había opción alguna. Incluso si pudiera echar a correr y consiguiera huir, eso sólo empeoraría las cosas, en particular para Menenia. Lo lógico era que hubiera un juicio. Allí tendría que aclararse todo.

—No voy a oponer resistencia, vir eminentissimus, si es eso a lo que te refieres.

—Bien, pues vámonos entonces —dijo Suburano, y se hizo a un lado para que Celer se situara frente a él, rodeado por el resto de los pretorianos. Nunca antes había sido detenido un auriga victorioso por la guardia pretoriana. Los mozos de cuadra de los rojos estaban perplejos; el resto de los presentes guardaba silencio. El ruido de las pesadas pisadas de los pretorianos al marchar rodeando a Celer parecía triturar los pensamientos de todos.

En el pasadizo del Circo Máximo a la Domus Flavia

Trajano caminaba con paso firme, rostro serio y mirando al suelo por el túnel que lo conducía de regreso al palacio imperial. Plotina, Quieto, Longino, Adriano, Vibia Sabina y sus hermanas, Marcia y el resto de los miembros de la familia imperial seguían a Trajano. El César, no obstante, que aparentemente había coincidido de nuevo con Plinio al salir del palco, inició una conversación sobre la carrera de cuadrigas y éste, invitado por el emperador, lo acompañaba en aquel camino de regreso a la Domus Flavia. Habían departido sobre lo bien adiestrados que estaban los caballos de los rojos que habían terminado victoriosos cuando, de pronto, el emperador bajó la voz.

—El senador Menenio es amigo tuyo, ¿no es cierto, Plinio? —preguntó el César.

—Así es, augusto —respondió Plinio también controlando el volumen de su voz. Le había parecido extraño que el emperador se decidiera a entablar conversación con él precisamente al salir del palco pero ahora empezaba a intuir que, como casi todo en Trajano, aquel diálogo tenía un fin.

—Las acusaciones contra su hija se han hecho oficiales —continuó el emperador y, sin mirar a Plinio, formuló la pregunta clave—. ¿Te ha pedido Menenio que defiendas a su hija llegado el juicio? Eres un buen abogado, quizá el mejor de Roma.

Plinio tardó en contestar. No sabía bien qué decir: había dado ya su palabra a Menenio pero tampoco podría contravenir una instrucción recibida de forma directa por el emperador si ésta era en sentido opuesto, es decir, si Trajano le ordenaba, aunque sólo lo hiciera como sugerencia, que no se inmiscuyera en todo aquel enojoso asunto.

—Menenio es un hombre honesto —respondió Plinio a modo de salida temporal de aquel laberinto que no terminaba de entender aún.

Trajano no dijo nada y siguió caminando. Comprendió de inmediato que Plinio había debido de hablar ya con Menenio y pactado defender a su hija y que, seguramente, temía que él, el César, le ordenara lo contrario.

—La hija de Menenio se merece la mejor defensa posible —dijo entonces el emperador a un todavía más confundido Plinio, que no terminaba de entender nada, pues Trajano, como Pontifex Maximus, estaría obligado a ejercer la acusación contra la vestal; pero el emperador continuaba hablando—. Tengo muchas ocupaciones para los próximos meses. Dejo el asunto de la defensa de Menenia en tus manos. —Lo miró un instante a los ojos—. No me falles, Plinio.

—No será una defensa fácil —se aventuró a decir el senador y abogado.

—Por supuesto que no. Nada fácil —confirmó Trajano—, pero tampoco lo fue la acusación contra Mario Prisco y allí lo hiciste bien. Ahora tengo que ver a Quieto y Longino. A partir de ahora será mejor que tú y yo ya no hablemos hasta que el asunto del juicio quede resuelto. —Y aceleró el paso al tiempo que levantaba su mano derecha sin ni siquiera mirar atrás. Plinio se detuvo y se hizo a un lado mientras el resto de la comitiva imperial pasaba ante él. Pudo ver cómo Quieto y Longino aceleraban para situarse junto al emperador. Plinio miró al suelo. Trajano le había encargado la defensa de Menenia. ¿Por qué? Y el César esperaba que todo fuera como en el caso de Prisco, es decir, que ganara el juicio. Sólo había un pequeño gran problema: en Roma siempre era mucho más fácil conseguir una condena, como con el gobernador corrupto Prisco, que una absolución. Y las cuatro últimas vestales acusadas de crimen incesti estaban muertas.

La comitiva imperial pasó a su lado y luego toda la guardia pretoriana. Cayo Plinio Cecilio Segundo se quedó a solas en la penumbra de aquel largo túnel.