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UN MENSAJERO SIN NOMBRE

Moesia Inferior

24 de marzo de 101 d. C., hora sexta

Mario Prisco, arrodillado en el suelo, examinaba los conductos medio en ruinas por donde debía circular el aire caliente que caldeara la casa. Ante la incapacidad de sus esclavos había decidido rebajarse él, que fuera gobernador y senador, y estudiar personalmente el estado del horno anexo a la domus y los conductos adyacentes para ver cómo acometer las reparaciones necesarias. Estaban a finales de marzo, pero en aquel remoto rincón del norte del Imperio la primavera no parecía tener prisa por llegar y el frío era descarnado.

—Amo… hay alguien que quiere verlo.

Mario Prisco se levantó.

—¿Quién? —preguntó irritado. Hacía unos días se habían presentado algunos granjeros con quejas por la falta de protección de sus campos y cosechas contra los bandidos de la zona. Como si a él eso le importara un ápice. Los recibió y habló con ellos para obtener información sobre la región. Nada de lo que aprendió le gustó: como imaginaba, Moesia Inferior estaba medio abandonada, faltaban recursos, tropas, organización y hasta había grupos de dacios o sármatas que se atrevían a cruzar el Danubio y saquear la región de cuando en cuando. Las tropas romanas estaban concentradas en Moesia Superior, en Vinimacium, muy lejos de allí, y en Moesia Inferior sólo había pequeñas guarniciones o las reducidas unidades de las torres de vigilancia junto al Danubio, a todas luces insuficientes para vigilar la frontera de forma eficaz. Lo primero que hizo Prisco al despedirse de aquellos granjeros fue levantar un muro aún más elevado alrededor de toda aquella villa y contratar a unos cuantos libertos, algunos renegados de la legión, de eso estaba seguro, para tener un pequeño ejército con el que protegerse de los bárbaros. A eso le habían abocado Trajano y sus seguidores.

—Este hombre que ha venido no ha querido decir su nombre —respondió el esclavo.

En cuanto Prisco escuchó aquellas palabras su semblante cambió por completo. Ya no había irritación sino una mueca de preocupación evidente. «No ha querido decir su nombre.» Mario Prisco imaginó de quién podía tratarse, pero le extrañaba que se hubiera desplazado hasta allí para hablar con él. En cualquier caso aceleró el paso y lo más rápido que pudo entró en el atrio de su residencia. Allí, en medio del aún destartalado patio, un hombre alto, delgado, fuerte, vestido como tribuno de una legión, con un rostro serio e impenetrable del que emergía una inmensa y alargada nariz, lo miraba en silencio.

—Es una sorpresa y un honor recibir una visita de… —empezó Mario Prisco inclinándose, pero el hombre de la nariz larga lo interrumpió bruscamente.

—No he venido para que me adule un senador condenado al destierro por corrupción.

Se hizo el silencio.

Prisco miró a su alrededor y todos los esclavos comprendieron. Al instante estaban solos el senador desterrado y aquel visitante.

—Hace tiempo que se te proporcionó mucho dinero a cambio de tus servicios —dijo el hombre de la nariz larga retomando la palabra— y no se han visto muchos resultados. En Roma aquel a quien servimos se impacienta.

Mario Prisco asintió lentamente para disponer de un momento en el que meditar bien su respuesta.

—Es difícil ponerlo todo en marcha desde tan lejos… quizá si se me ayudara a regresar a Roma o a un destino más próximo a la urbe podría conseguir resultados con mayor rapidez…

—Sabes que aquel a quien servimos no admite excusas ni retrasos —insistió el hombre alto y delgado sin moverse un paso del centro del atrio. Era alguien acostumbrado a estar en situación de poder y control y, sin embargo, Prisco lo sabía, no era más que un emisario de alguien aún más poderoso. Sólo aquel visitante sabía el nombre de quien hablaba. Mario Prisco había pensado en intentar sobornarlo algún día para averiguar quién era el que lo mandaba desde Roma, pues le gustaba saber para quién trabajaba, pero las maneras marciales y distantes y frías de aquel hombre no aconsejaban una maniobra de ese tipo. Prisco meditaba cuando el tribuno volvió a hablar—. Sabes que aún no es posible ni conseguir tu perdón ni obtener permiso del emperador para tu regreso o aproximación a Roma. Consigue resultados y obtendrás todo lo que anhelas.

—¿Venganza incluida? —interpeló Prisco con rapidez.

—Consigue resultados antes de pedir nada, Mario Prisco. La paciencia tiene límites. Consigue resultados. El emperador ha de empezar a tener problemas más bien pronto que tarde. —Y sin decir nada, aquel hombre dio media vuelta y salió del atrio. Prisco caminó hasta el umbral de la puerta y vio cómo el tribuno montaba sobre su caballo y se reunía galopando con un nutrido grupo de jinetes de las legiones de Roma para alejarse al fin cabalgando hacia el sur.

—Pronto empezarán esos problemas —masculló Prisco entre dientes. Crearle problemas a un emperador no era tan difícil si se tenía suficiente dinero, y era cierto que se lo habían proporcionado, pero la cuestión era si alguna vez le pedirían que fuera más allá. ¿Le ordenarían algún día que se atentara contra la vida de alguno de los más próximos al César? Prisco le guardaba especial rencor a aquel maldito tullido llamado Longino, por ser quien lo arrestó en su residencia en Roma para conducirlo al Senado para su juicio por corrupción. Aquel asqueroso Longino. No, no se olvidaba de él. Lo vería muerto, un día u otro lo vería morir. ¿O le pedirían alguna vez que se atentara contra la vida del propio César? ¿Se atreverían a ordenar tanto? Mario Prisco seguía aún con la mirada a los jinetes que poco a poco se desvanecían en la distancia. Hizo un gesto con la mano y los esclavos cerraron las puertas de los muros que protegían su residencia en Moesia Inferior. Dio media vuelta y entró de nuevo en el atrio. Ojalá un día se atrevieran a pedirle algo así. Podía hacerse y podía cobrarse mucho dinero por hacerlo. Tenía ideas, pero no había nadie con el suficiente arrojo para pedir algo de esa envergadura… ¿o sí?