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LA LIBERACIÓN DE JUANA

Isla de Patmos, mar Egeo

24 de marzo de 101 d. C., hora sexta

La puerta de madera gruesa de aquella celda se abrió y dejó que un haz de luz del exterior penetrara en el interior lúgubre de aquella estancia de aire olvidado. Era apenas un rayo tímido filtrado por nubes y viento y tiempo pero para Juan resultó cegador. El viejo cristiano se llevó las manos al rostro para protegerse. ¿Iban a ejecutarlo ya? Quizá de eso se trataba, pues la comida se la dejaban a través de una pequeña compuerta en la base de la puerta de madera. Además solía ser de noche, de forma que nunca entraba luz. La única ventilación venía por un hueco en lo alto de la celda por donde se colaba aire fresco de cuando en cuando. No mucho. Sólo el suficiente para sobrevivir.

—¡Levanta! —dijo uno de los legionarios que lo custodiaban. Juan hizo lo que se le pedía, pero con mucho esfuerzo. Los años, la cárcel y los padecimientos de la tortura sufrida en Roma lo tenían muy debilitado. Hubo un tiempo en que los guardias le dejaban una lámpara de aceite, y papiro, y tinta y un stilus para escribir, pero luego todo aquello cambió. Hubo un relevo y él quedó allí sepultado en el olvido de todos, o eso pensaba. Empezó así su reclusión en la oscuridad absoluta.

—¡Por todos los dioses, levanta de una vez! —repitió aquella voz, y Juan sabía que aquel desdén con el que se le hablaba era sólo el preludio de un golpe.

—¿No ves que no puede, hombre? —interpuso alguien; por lo poco que Juan podía ver se trataba de otro legionario. Alguien más piadoso. Aquellos hombres de guerra de Roma no eran ni mejores ni peores que el resto; en su mayoría estaban embrutecidos por su oficio, pero no todos. Juan siempre se acordaba de aquel alto oficial que negoció con él la salida de los cristianos de las ruinas de la asediada Jerusalén: un oficial honesto que les permitió partir de aquella destrucción sin ser molestados por los ejércitos romanos que rodeaban la ciudad en llamas. Juan sintió entonces que alguien lo ayudaba. Era, sin duda, el legionario que había intercedido.

—Hoy los ayudas y mañana querrán matarnos a todos —dijo el que había hablado a Juan con desprecio. Luego el silencio.

Andando con lentitud, con los ojos cerrados, guiado por el guardia que parecía más compasivo, Juan llegó al patio exterior. El sol era cegador, así que el anciano cristiano mantuvo los ojos cerrados mientras un tercer hombre, un oficial seguramente, le hablaba.

—Nos han llegado órdenes de liberarte. Yo personalmente no lo haría, pero son órdenes que vienen desde el mismísimo palacio imperial de Roma, así que eres libre.

Juan asintió, pero corrigió al oficial.

—Libres seremos todos cuando dejemos este mundo. Entretanto cargamos con demasiados crímenes. Todos.

El oficial romano resopló.

—Ya nos dijeron los que te custodiaban antes que hablabas siempre con enigmas, pero no tengo tiempo para adivinanzas y juegos. Eres libre. Llevadlo a la puerta y soltadlo.

Fue entonces cuando Juan sintió miedo. Casi ciego y solo en medio de aquella isla… la cárcel era horrible, pero sintió el pánico a lo desconocido. Intentó serenarse mientras uno de los legionarios lo guiaba de nuevo hasta la puerta de la prisión. Juan trataba de organizar su mente. Si se sentaba un rato, quizá recuperara algo la vista. Luego ya pensaría. Escuchó cómo se abría una gran puerta de hierro y cómo se volvía a cerrar a sus espaldas. Medio a tientas caminó unos pasos para detenerse bajo la sombra de un árbol. No sabía qué hacer y apenas veía.

Unas siluetas difusas se acercaban.

—Maestro… —empezó uno de aquellos cuerpos borrosos que fueron rodeándolo—; las noticias de que el emperador liberaba a Juan nos llegaron hace días; el nuevo emperador ha detenido las persecuciones. Es una señal de Dios. Hemos venido a llevar al maestro Juan a Éfeso. Allí podrá recuperarse.

Juan cogió entonces la mano que se le tendía y asintió al tiempo que agradecía la compasión del Señor, pero de pronto se detuvo.

—Mis escritos, mis escritos —dijo Juan—; mis escritos se han quedado en la celda.

—Yo iré a por ellos —respondió el que le había dado la mano, y desapareció mientras el resto lo ayudaban a sentarse y a esperar. Le preguntaron cómo se encontraba y si tenía hambre, y le ofrecieron comida y bebida, cuando ya estaba de regreso quien había ido a por sus escritos.

—Me los han entregado sin poner problemas. Han dicho que no querían nada de un cristiano… ¿Son éstos?

Juan palpó los rollos de papiro y los contó y abrió los ojos un poco para estudiarlos un instante.

—Sí, son éstos. Gracias. Ahora ya podemos marcharnos.

Y la comitiva de cristianos se alejó camino abajo en busca del puerto.