LA SEGUNDA VUELTA
Circo Máximo, Roma
24 de marzo de 101 d. C., hora sexta
En la arena del Circo
Celer vio varias cosas a la vez: observó con el rabillo del ojo cómo el primero de los delfines de bronce situado en el extremo occidental de la spina caía indicando que había terminado la primera vuelta. Quedaban seis. Celer vio también cómo los dos carros blancos que lo precedían tomaban mal el giro: los aurigas de esa corporación, muy jóvenes e inexpertos, incapaces de controlar bien a los caballos se alejaban demasiado al girar en torno a los tres conos que marcaban el final de cada recta. Los conos, que se elevaban como pequeños obeliscos, pero redondeados, como cipreses pétreos, servían junto con su gran pedestal conjunto de protección a las numerosas decoraciones de la ostentosa spina. Sin ellos las estatuas y hasta el gran obelisco egipcio que el divino Augusto trajera del lejano Egipto[3] habrían sido ya dañados en múltiples ocasiones por los carros que continuamente chocaban contra ellos. Aquellas columnas cónicas, conocidas por todos como metae, eran la pesadilla de cualquier auriga: si se pasaba muy lejos de ellas perdían mucho espacio y tiempo en cada giro y si se acercaba demasiado se corría el riesgo de estrellarse. Las metae eran la clave de las carreras.
Tenían demasiado miedo. Ésa fue la conclusión de Celer. Los jóvenes aurigas de los blancos tenían demasiado miedo como para acercarse a las columnas metae. Eso le daba una ventaja. Pasaron por la recta frente al palco imperial en la misma posición, con Acúleo claramente destacado. Se acercaban ya al primer giro de la segunda vuelta. El auriga blanco que precedía a Celer volvía a alejarse de las columnas cónicas. Era su oportunidad. Celer aulló una nueva orden a Niger.
—Niger, ad laevam, ad laevam! —Para que una vez más el valiente Niger recortara por dentro de la curva de aquel giro mortal y así intentar adelantar al auriga de los blancos. Era el adelantamiento más peligroso posible, pero podía hacerse.
Niger galopaba a toda velocidad, pero frenó un poco, viró hacia la izquierda y se encaminó directo hacia los terribles conos tal y como le había ordenado su amo. Niger obedecía ciegamente. Su dueño lo había entrenado durante años y todo salía siempre bien.
—¡Orynx, rápido, rápido! —gritaba Celer mientras Niger dirigía aquel giro frenético. Las ruedas del carro rozaron muy levemente uno de los conos, pero no pasó nada. El adelantamiento se completó a la perfección cuando Orynx, junto con los veloces Tigris y Raptore, aceleraron como centellas y se despegaron del sorprendido auriga de los blancos, que había quedado completamente rebasado. Celer era ahora sexto. La multitud, enardecida por aquella peligrosa maniobra, se levantó de sus asientos y vitoreó a Celer. Resultaba evidente para todos que era imposible que el auriga de los rojos pudiera vencer, pero la plebe agradecía el espectáculo. Quizá aún vieran más accidentes. En particular, si Celer seguía conduciendo su carro con aquella agresividad.
Situación de carrera