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LAS LEGIONES DE ROMA

Pasadizo subterráneo entre la Domus Flavia (palacio imperial) y el Circo Máximo, Roma

24 de marzo de 101 d. C., hora quinta

Longino, uno de los hombres de confianza del César, había acudido a aquel pasadizo junto con Lucio Quieto. Ambos estaban expectantes. Era el día siguiente a la celebración del Tubilustrium, la fiesta en la que se purificaban las trompetas de guerra, y los dos sabían que Trajano nunca elegía fechas al azar.

—El César quiere que os unáis a él en el pasadizo que conduce al Circo Máximo —les había anunciado un tribuno de la guardia pretoriana mientras desayunaba con Quieto en uno de los atrios del palacio imperial. Longino intuía que Trajano quería decirles algo importante pero sin llamar en exceso la atención, por eso no los convocaba a una reunión que no hubiera pasado desapercibida para nadie de la familia imperial o para los muchos senadores que siempre se podía encontrar uno por la Domus Flavia. No, el César quería hablar con ellos de algo importante pero sin que nadie se enterara. Longino conocía a Trajano desde la adolescencia, desde que cazaran juntos en las montañas de la Bética, al sur de Hispania. Se llevó en ese momento la mano izquierda al brazo derecho medio inválido. Un accidente de caza junto con un entonces joven Trajano lo dejó tullido para siempre, prácticamente inservible para el ejercicio militar; sin embargo, el emperador lo había mantenido en activo y contaba siempre con él en sus campañas, para sorpresa de muchos. Sólo unos pocos, como Lucio Quieto, aceptaban la compañía de Longino de buen grado, pues sabían de su valor y su lealtad, pero el propio Longino intuía que incluso el noble Quieto, en el fondo, pensaba que Trajano se equivocaba al tener tan próximo a él a alguien de limitadas capacidades en el combate. Ni Longino ni Trajano hablaban nunca de aquel accidente de caza.

Al poco de llegar a la puerta del túnel apareció el emperador con todo su séquito. Marco Ulpio Trajano abría la marcha del cortejo imperial seguido por su esposa y su hermana, su sobrina y sobrinas nietas, todas ellas a una prudencial distancia de él. Longino y Quieto se situaron de inmediato al lado del emperador con la aquiescencia de unos pretorianos que, convenientemente aleccionados, se hicieron a un lado para dejar sitio a aquellos oficiales de confianza del César.

Los seguía de cerca Suburano, el veterano prefecto del pretorio, atento a que nadie desconocido osara acercarse al emperador mientras cruzaban aquel largo pasadizo subterráneo que unía la Domus Flavia con el gran palco imperial del Circo Máximo. En un túnel como el que estaban atravesando en ese momento mataron a Calígula y Suburano no estaba dispuesto a que un asesinato similar volviera a ocurrir. No con él al mando de la guardia pretoriana. Suburano no quería aquel puesto de jefe del pretorio. Aceptó por amistad, por haber sido un gran amigo del padre de Trajano. Por amistad y por lealtad. Una vez en el puesto, como no podía ser de otra forma, se tomó la tarea con gran seriedad: reemplazó a la mayor parte de los oficiales pretorianos afines al terrible Domiciano, pero aún había bastantes senadores y ciudadanos romanos que no veían con buenos ojos a aquel emperador hispano, aquel emperador extranjero. Muchos aún se preguntaban qué hacía un provincial al frente del Imperio. Por eso Suburano mantenía siempre los ojos bien abiertos. Además, aquella serie de juicios contra senadores corruptos había aumentado peligrosamente la lista de enemigos del emperador. Suburano observó que Trajano departía con sus oficiales de confianza. Eso estaba bien. Mientras un emperador estuviera entre sus hombres leales no había peligro. Si Julio César no se hubiera separado de Marco Antonio aquella mañana no habrían podido asesinarlo. Lástima que uno de los hombres de confianza de Trajano fuera un tullido. Pero hablaban. Suburano ralentizó algo más sus pasos. No quería escuchar una conversación en la que no estaba invitado.

—Quería comentaros una cosa —dijo Trajano a Longino y a Quieto sin detener la marcha camino del Circo Máximo. El emperador hablaba en voz baja. Longino y Quieto se acercaron más aún al César.

—Sí. ¿Qué quiere el emperador? —dijo Quieto sin emplear el preceptivo «augusto» al final de su pregunta. Sólo él o Longino se atrevían a tanta familiaridad y sólo en conversaciones privadas como aquélla.

—Quiero reunir varias legiones —dijo Trajano sin detenerse.

—¿Cuántas? —inquirió Longino.

—Tantas como sea posible reunir en poco tiempo sin dejar desasistidas las fronteras. Pero hemos de conseguir agrupar una fuerza importante para poder realizar una gran ofensiva.

—Sí, César —respondió Lucio Quieto contento de que, por fin, su respetado Trajano quisiera volver a combatir. Tanto él como Longino se sentían deprimidos, asfixiados viviendo en las comodidades y el lujo de Roma y su palacio imperial. Ellos necesitaban de la austeridad militar de un campamento de frontera. Una nueva campaña sería algo magnífico.

—¿Dónde hay que reunir esas legiones? —preguntó entonces Longino, siempre más atento a precisar qué debía hacerse.

Trajano le puso la mano izquierda en el hombro derecho mientras todos seguían caminando, en aquel hombro de un brazo partido por una absurda cacería en la lejana adolescencia, en la distante Hispania, de la que el emperador tampoco parecía olvidarse nunca.

—En Moesia Superior —respondió. Siguieron entonces caminando unos instantes sin que nadie dijera nada. A sus espaldas se oían las risas inocentes de las jóvenes sobrinas nietas del emperador, emocionadas por asistir nuevamente a una de esas apasionantes carreras de cuadrigas. Trajano giró la cabeza un instante. Rupilia Faustina y Matidia Menor se reían. Vibia Sabina, su sobrina nieta favorita, recién casada con Adriano, no. Caminaba en silencio mirando al suelo.

—Moesia Superior es grande —interpuso esta vez Quieto—. ¿Dónde exactamente?

Trajano tardó un momento en responder. Volvió a girar la cabeza y, apartando de su pensamiento la mirada triste de Vibia Sabina, miró al legatus africano.

—En Vinimacium. Necesito varias legiones en Vinimacium para esta misma primavera —dijo—. No podremos retrasarlo mucho más.

Nuevamente hubo un breve silencio. Ahora fue Longino el que se atrevió a realizar la pregunta que tanto él como Quieto tenían en mente.

—¿Retrasar qué?

Trajano no los miró al responder. Se limitó a darles una explicación concisa de la situación sin frenar su marcha marcial hacia el palco imperial del Circo Máximo.

—Hace tiempo que ordené detener los pagos al rey Decébalo de la Dacia, el dinero que Domiciano enviaba al norte del Danubio para que dacios y sármatas y el resto de sus aliados no crucen el gran río. Decébalo ya ha estado atacando varias guarniciones de la frontera y realizando saqueos como respuesta a mi negativa a seguir pagando y no tardará en responder con una incursión más agresiva. Conociéndolo, primero enviará a alguien a parlamentar, pero ya debe de estar preparando lo inevitable. Nosotros también debemos ir preparando la guerra. El que ataque primero, como siempre, será el que lleve el mando en la campaña. —Entonces se detuvo en seco y todos lo imitaron; habló en voz muy baja, un susurro apenas audible excepto para Quieto y Longino, pero que éstos sí escucharon con nitidez perfecta—: Nosotros atacaremos primero. Sus incursiones al sur del Danubio nos dan el casus belli para conseguir el apoyo del Senado. Atacaremos primero.

Y Marco Ulpio Trajano, emperador del mundo, reemprendió la marcha. La conversación había terminado y Longino y Quieto se quedaron allí en pie, mientras el resto del cortejo imperial los adelantaba para acceder ya a la luz blanca, casi cegadora, que anunciaba la salida hacia las gigantescas gradas del ciclópeo Circo Máximo.