LA HERMANA DEL REY
Palacio real de Sarmizegetusa, reino de la Dacia al norte del Danubio, más allá de las fronteras del Imperio romano
Marzo de 101 d. C.
Dochia lo vio entrar en palacio desde una de las ventanas de su dormitorio. Sabía que Diegis, uno de los nobles más poderosos del reino, venía para hablar con ella. La pretendía como esposa, como el pileatus Vezinas, como tantos otros. Ella sabía que era una mujer hermosa, pero dudaba sobre el motivo real de aquellos nobles para querer casarse con ella. Intuía que lo que realmente la hacía atractiva a los ojos de todos era el hecho de ser la hermana de Decébalo, el rey de la Dacia, un rey sin esposa ni hijos, lo que hacía que casarse con su hermana aproximara a cualquiera a la sucesión al trono. Incluso si los dacios elegían en ocasiones a sus reyes, estar emparentado con el actual monarca era un arma poderosa en aquella corte al norte del Danubio. Además, su hermano Decébalo parecía estar a gusto yaciendo con esclavas y concubinas y no daba la impresión de que fuera a buscar esposa. Eso convertía a Dochia en un objetivo aún más interesante para los nobles dacios.
Dochia salió de su habitación, bajó la escalera y se sentó en una silla sencilla junto al trono vacío de su hermano, que había salido de caza aquella mañana. Un guardia abrió la puerta principal de aquella gran sala y anunció la llegada de aquel visitante.
—El noble Diegis, mi señora —dijo el soldado, y se hizo a un lado para dejar paso a aquel pileatus de la Dacia.
Diegis se acercó a Dochia hasta quedar a tan sólo un par de pasos.
—Mi señora.
Dochia inclinó levemente la cabeza como saludo antes de responderle.
—El noble Diegis siempre es bienvenido a este palacio.
—Sé que soy bienvenido por mi rey, pero no estoy seguro de si soy igual de bienvenido por su hermana, la hermosa Dochia.
Dochia sonrió de forma conciliadora. No temía a Diegis y no le molestaba ni su presencia en la corte ni sus constantes indirectas, y a veces no tan indirectas, a su supuesta belleza.
—El noble Diegis también es bienvenido por mí y él lo sabe.
—Es dulce escuchar esas palabras, pero no estoy tan seguro de que sean pronunciadas con la pasión que a mí me gustaría. ¿Acaso la hermana del rey siente esa pasión que anhelo por otro de los pileati? ¿Quizá por Vezinas?
Dochia negó con la cabeza. Vezinas era un ser despreciable para ella, violento y servil ante su hermano, pero vil y traicionero en cuanto se le daba la espalda. Aceptaba el poder de su hermano porque Decébalo había conseguido tantas victorias sobre Roma que era difícil oponérsele, pero Dochia desconfiaba de él.
—No, no siento esa pasión que mencionas ni por Vezinas ni por ningún otro, pero… —Dochia sabía que alguna vez tendría que casarse con alguien y Diegis era, al menos, noble y leal y atento con ella; no, no lo quería, pero, sin duda, era la mejor opción.
—¿Pero…? —preguntó entre desesperado y nervioso Diegis.
—Pero contemplo como agradables las visitas del noble Diegis.
—Agradables —repitió el joven pileatus con evidente desánimo, y suspiró—; en cualquier caso me tomaré ese «agradables» como un posible principio de algo más importante.
Dochia se limitó a sonreír. Se hizo entonces un silencio. Diegis paseó unos instantes por la sala del trono hasta detenerse frente a las insignias de la legión V Alaudae y la legión XXI Rapax, los trofeos de guerra más valiosos obtenidos jamás por ningún rey de la Dacia. Dochia respetó aquel silencio. Presentía que Diegis quería decir algo importante, pero no estaba segura exactamente sobre qué.
—Parto hacia el sur —empezó al fin el noble—. He de ir a Roma, por orden del rey.
—¿A Roma? ¿De nuevo? —Dochia no ocultó su preocupación. Diegis había acudido años atrás para negociar con el emperador Domiciano un tratado de paz por el cual los romanos pagaban una cantidad importante de oro y plata a los dacios a cambio de que éstos no cruzaran el Danubio.
—Es preciso. Los romanos llevan tres años sin pagar lo estipulado —explicó Diegis, que recibió la preocupación de Dochia como un signo esperanzador con relación a los sentimientos que ésta pudiera tener por él.
—Entiendo —dijo Dochia, y bajó la mirada pensativa mientras seguía hablando—; por eso mi hermano ha estado atacando las provincias romanas de Panonia y Moesia, porque llevan tiempo sin pagar…
—En efecto —la interrumpió Diegis para confirmar el razonamiento de la joven—. Ahora ya saben lo que les espera si no nos entregan el oro que pactamos. Mi viaje es para parlamentar con el nuevo emperador de Roma y ofrecerles la paz y una frontera tranquila si vuelve a hacer efectivos los pagos acordados con Domiciano.
—¿Y qué se sabe de ese nuevo emperador? —preguntó Dochia.
Diegis volvió a pasear frente a las águilas de los estandartes de las legiones V y XXI.
—No mucho. No está claro que tenga un control férreo en Roma. Parece que las legiones lo respetan, pero seguramente tendrá enemigos en el Imperio, en su Senado… En cualquier caso, lo esencial para nosotros es que lleva ya tres años en el poder y no paga lo acordado. Esto debe cambiar o tu hermano declarará una guerra total contra Roma.
Dochia negó con la cabeza.
Diegis sabía que la joven estaba en contra de una nueva guerra, incluso aunque la anterior terminara bien para los dacios. Ya había tenido oportunidad de escuchar los motivos que la hermana del rey aducía para evitar una nueva confrontación: los romanos eran más y al final, en una guerra larga, vencerían y eso sería el fin de la Dacia. Ni Diegis ni Decébalo ni ningún noble del reino tenían esa visión del asunto. Dochia, a fin de cuentas, era sólo una mujer, una mujer hermosa, eso sí, pero sólo una mujer, y las mujeres no entendían de guerras. Excepto quizá las de los sármatas, pero éstos eran unos bestias algo atrasados que luchaban bien, nada más. Cualquier comparación con ellos era absurda. Los sármatas eran buenos aliados, pero, en el fondo, estaban sometidos a los dacios. La voz de Dochia se filtró de pronto en la cabeza de Diegis.
—Te deseo que tengas un buen viaje y que Zalmoxis te proteja haciendo que ese nuevo emperador romano, sea cual sea su respuesta, sea noble y permita tu regreso sano y salvo a este palacio —dijo Dochia, y se levantó de su asiento. Diegis entendió que la visita había llegado a su fin y estimó oportuno no formular una petición de matrimonio en ese momento. Además, a quien debía convencer y a quien debía pedir la mano de Dochia era a su hermano, al rey Decébalo, pero le gustaría hacerlo cuando supiera que ella iba a acceder de buen grado.
—Gracias, mi señora. —Dio media vuelta y salió de la sala del trono real del palacio de Sarmizegetusa para reunirse con un grupo de jinetes que lo esperaban, armados y dispuestos para marchar hacia el sur.
Dochia se quedó a solas en aquella enorme sala vacía. ¿Regresaría Diegis vivo de aquella embajada? ¿Respetaría aquel nuevo emperador de Roma su vida? Se dio cuenta de que sentía lástima por Diegis, pero la lástima no es amor. ¿Podría ella alguna vez sentir esa pasión de la que Diegis siempre hablaba, la que él parecía sentir por ella? Y si fuera así, ¿sentiría ella esa pasión por Diegis o por otra persona, quizá alguien que aún no conociera? Los poetas de la corte hablaban del amor, pero ¿realmente existía algo así?