LAS CUADRAS DE ROMA
Región IX de la ciudad de Roma
Marzo de 101 d. C.
Celer,[1] el veterano y victorioso auriga de la corporación de cuadrigas de los rojos, se acercó a las cuadras de Roma situadas entre el Capitolio y el circo Flaminio para comprobar que todo estaba en orden. Su nombre era Cayo, uno de los praenomina comunes en la familia Menenia, que él mismo eligió en honor del senador que tan bien se había portado con él y con su padre en el pasado, pero tras sus primeras victorias todo el público empezó a llamarlo Celer por lo extremadamente veloces que eran sus caballos, y con ese sobrenombre decidió quedarse. Era veterano pese a sus veinte años porque había empezado a competir, como tantos otros, cuando apenas dejaba de ser niño, en la adolescencia, y era victorioso porque llevaba más de treinta carreras ganadas para desesperación de los patronos del resto de las corporaciones. Los rojos, después de muchos años de derrotas, habían vuelto a la gloria con él y a conquistar la simpatía de un público que había odiado a otras corporaciones victoriosas como la de los azules desde el día en que el malogrado emperador Vitelio ordenara asesinar en el mismo Circo a más de cincuenta personas que habían abucheado a los azules, su equipo preferido. Pero todo eso había quedado en el pasado. La plebe había aprendido a valorar la técnica y la velocidad de Celer y sus cuadrigas rojas. Incluso muchos espectadores habían dejado de desear ver un choque entre diferentes carros —accidentes terribles con los que la plebe disfrutaba sobremanera, cuanto más sangrientos mejor— si corría aquel joven y capaz auriga de los rojos. Sí, si él corría, el público prefería disfrutar de una buena carrera y, si era posible, incluso de una carrera limpia, sin accidentes ni jueces comprados. Y Celer sabía todo esto. Estaba en la cima de su popularidad. Pero no se sentía seguro. Los rumores de su supuesta relación sacrílega con la vestal Menenia lo habían puesto nervioso y lo habían hecho desconfiar de todo y de todos. Los rumores eran falsos. Ella y él eran amigos de la infancia. Lo único cierto era que él, en secreto, la amaba con locura, pero siempre se había guardado aquel sentimiento. Ella lo sabía, pero, al igual que él, callaba. Siempre hablaban de otras cosas y siempre bajo la mirada atenta de la Vestal Máxima, siempre vigilados. Celer ni siquiera podía tocar a Menenia, cogerla de la mano y mucho menos abrazarla, como cuando eran niños. Ella era ahora una vestal, era sagrada y nadie podía tocarla. El auriga sacudió la cabeza como si intentara borrar de su mente los recuerdos dulces de la niñez que ahora se tornaban amargos ante la imposibilidad de seguir al lado de Menenia.
—¿Habéis dormido aquí toda la noche? —preguntó Celer a los aurigatores, sus ayudantes encargados de velar por la tranquilidad de los caballos la víspera de una gran carrera.
—Sí, Celer —dijo un muchacho de apenas quince años—. No ha venido nadie a molestar a los caballos y éstos han descansado bien.
El descanso de los animales la velada previa a una gran carrera no era un asunto de menor importancia. Calígula ordenaba que su propia guardia pretoriana se ocupara de que nadie hiciera ruido cerca de las cuadras donde se alojaban los caballos por los que él apostaba.
Celer asintió mientras acariciaba a uno de aquellos animales, que ya empezaba a piafar presintiendo que el amanecer traía una nueva carrera donde tendría que emplearse a fondo.
—Bien —repitió Celer sin dejar de pasar la palma de su mano por el cuello de Niger, el negro, su caballo más valiente, no el más rápido, ése era Orynx, que corría por el exterior del tiro. Niger, sin embargo, era el que galopaba por la parte de dentro, el que tenía que acercar la cuadriga lo máximo posible a la spina central del Circo pero sin chocar. Si la cuadriga tocaba el muro de la spina (en ocasiones sólo rozarlo) podía suponer la muerte para todo el tiro de cuatro caballos y para el mismísimo auriga.
—Todos dependemos de ti, Niger. Tú lo sabes. —Y Celer puso su frente en el cuello del animal para sentir el calor de aquella bestia repleta de fuerza y control al mismo tiempo.
—Ahí está —dijo uno de los aurigatores.
Celer se separó de su caballo favorito y miró hacia donde señalaba uno de sus ayudantes. Un hombre fornido, con cara de muy pocos amigos, caminaba por entre las diferentes cuadras en dirección al recinto donde estaban los caballos de los rojos.
—Es Acúleo —dijo el aurigator mayor—, el nuevo auriga de los azules.
Celer lo miró fijamente a los ojos. Había oído hablar del nuevo auriga. Se había puesto aquel nombre latino que significaba «poco amigable» y que, sin duda, lo definía muy bien, pero en realidad era tracio. ¿Qué hacía un tracio en las carreras de Roma? Bueno, el Circo Máximo atraía a los mejores aurigas del mundo y de éste decían que era de lo mejor que se había visto nunca. También uno de los más violentos durante la carrera. Celer lo estaba mirando cuando Acúleo se detuvo y le sonrió.
—Tú debes de ser Celer —dijo fríamente. Estaban en la cuadra de los rojos, por la que había que pasar antes de llegar a la de los azules, y los caballos de Celer ya habían sido aderezados con muchos colgantes y talismanes del color rojo de su equipo. Todos conocían el nombre del auriga principal de aquella corporación victoriosa, incluso, por lo que se veía, los aurigas recién llegados.
—Sí —replicó Celer con sequedad. No presentía nada bueno de aquel encuentro.
Hubo un silencio extraño mientras Acúleo examinaba con detenimiento los caballos de los rojos, sus rivales directos, mirando por encima del hombro de Celer. Luego dijo una sola frase:
—Eres hombre muerto, muchacho. —Y con esas palabras Acúleo reemprendió la marcha sin esperar respuesta. En la cuadra de los rojos todos callaban; los aurigatores se afanaban en reemprender sus tareas cuando Celer se dirigió al nuevo auriga tracio de los azules en voz alta y potente.
—¡Eso habrá que verlo en la arena del Circo Máximo!
A todos los que trabajaban en la cuadra de los rojos les gustó la respuesta de su líder, pero todos compartían también cierto nerviosismo extraño. Aquél parecía un amanecer distinto y ese maldito tracio, algo mayor que Celer, venía precedido de un aura de invicto y violento que a todos atemorizaba. De hecho, las apuestas, por primera vez en mucho tiempo, no estaban claramente a favor de Celer, sino que se habían igualado en los últimos días. Había mucha expectación y también una enorme cantidad de dinero en juego.
Por su parte, Acúleo se alejaba sin volver la mirada atrás. Había escuchado la respuesta de su competidor, pero en lugar de detenerse se limitó a sonreír siniestramente en silencio y a apretar los puños con fuerza.