Las nieves habían desaparecido de las profundas cañadas, aunque el blanco de las montañas aún resplandecía contra el horizonte azul. Atravesaron el río, sintiendo el pinchazo del agua fría; el hielo no había acabado de deshacerse.
Rictus cruzó el arruinado umbral de lo que una vez había sido su hogar. Las paredes resistían, negras y rotas, piedra sobre piedra. Se abrió paso entre los escombros y se arrodilló frente a la chimenea en forma de colmena, donde Aise había hecho el pan. La chimenea seguía en su sitio. En las rendijas abiertas entre las losas de piedra crecían briznas de hierba.
Levantó una viga, que se convirtió en carbón entre sus manos. Fragmentos de cerámica rota crujieron bajo sus pies. Sobresaltó a un mirlo, que salió volando de las ruinas con un grito indignado.
Pasó a través de lo que había sido la puerta lateral, en dirección al espacio donde había dormido con Aise.
Y se arrodilló allí, recordando. Algo relució al sol, y Rictus se inclinó y rebuscó entre las cenizas. Un trozo de cristal aguamarina, un fragmento de recuerdo. Lo apretó en su mano y se dobló con el dolor repentino de las imágenes que el cristal conjuró en su mente.
Finalmente volvió a levantarse, respirando con dificultad y con los ojos ardiendo. Levantó la vista, y había golondrinas en el aire sobre su cabeza, trazando alegres arcos en el cielo. Dejaban caer barro al descender, construyendo sus nidos en las rendijas de las paredes.
Salió de la casa para reunirse con los demás bajo el sol y junto al tranquilo resplandor del río. Por encima de él, los bosques se aferraban a las pendientes de la cañada, y había hojas nuevas de punta verde en hayas, robles y abedules. El canto de los pájaros llenaba el aire.
Rian le tomó una mano. Levantó a Ona para abrazarla, y la niña le rodeó el cuello con los brazos.
Miró a Fornyx y Philemos.
—Será mejor que empecemos, supongo. Hay mucho que hacer.