La casa de la colina
El primer impacto contra la puerta les había sobresaltado más que el rugido de la caída de la ciudad. Era inmediato, más personal y a escala más humana. Su miedo, que hasta el momento había sido algo vago e indefinido, se convirtió de pronto en algo parecido al terror.
No había ruido en el exterior, ni gritos de las multitudes. Sólo los golpes contra las robustas puertas de la casa de Karnos, como si un ariete gigantesco tratara de abrirlas con malevolencia ciega.
La madre de Philemos se puso histérica. Ella y sus dos hijas pequeñas estaban encerradas en una parte alejada de la casa. Cuando Philemos cerró la puerta de la estancia, oyó el ruido de muebles arrastrados y amontonados contra ella en el interior.
Las amplias puertas delanteras de la casa eran muy sólidas, de roble y bronce. Kassia, Rian, Ona, Philemos y Polio empezaron también a trasladar muebles, arrastrando los hermosos divanes construidos por Framnos, orgullo y alegría de Karnos, a través del patio de la fuente y apretándolos con fuerza contra la puerta. Podían oír gruñidos de hombres en el exterior, y el traqueteo de ruedas sobre la calle adoquinada antes de cada impacto.
—¡Hay hombres armados aquí dentro! —gritó Philemos—. ¡Cruzad las puertas y os cortaremos el cuello!
La única respuesta fue un coro de carcajadas, y luego las puertas fueron golpeadas de nuevo. Se movieron un poco hacia dentro, y en la madera negra aparecieron grietas blancas que se abrían y cerraban.
—Tal vez deberíamos encerramos en habitaciones diferentes —dijo Kassia, con el rostro pálido y exangüe de miedo. Pensaba en Aise la noche de su llegada, en aquella expresión de sus ojos. No podía imaginar qué le habrían hecho para que tuviera aquella mirada, pero iba a ocurrir de nuevo. A todas ellas.
Rian permanecía tranquila, con un cuchillo de carnicero en la mano. Abrazó a Ona.
—Tienes que intentar esconderte —dijo a su hermana—. Ona, ¿podrás encontrar un espacio pequeño donde nadie pueda encontrarte?
Un tablón saltó de la puerta y resbaló sobre las piedras del patio.
—¿Podrás hacerlo? Vendré a buscarte más tarde, te lo prometo.
La niña la miró aturdida, con sus ojos grandes y oscuros bajo una masa de cabello castaño rojizo.
—Te lo prometo —repitió Rian, y su voz tembló al pronunciarlo.
Ona rodeó el cuello de su hermana con los brazos, solemne pero curiosamente impasible. Luego se volvió y echó a correr. Pudieron oír sus pies recorriendo la casa. Hubo un momento de silencio. Philemos apoyó una mano en el brazo de Rian. Ella se secó las lágrimas.
—Ojalá hubiera muerto en Andunnon, con Eunion. Deberíamos haber muerto todos juntos allí.
—No dejaré que te toquen —dijo Philemos con fiereza—. Te protegí una vez, y volveré a hacerlo.
La puerta estalló hacia dentro cuando el pestillo se desenganchó de la madera.
Estaban juntos, cuatro personas unidas por algún capricho de Phobos. Una hermana, una hija, un esclavo y un hijo.
Las puertas se abrieron. El pestillo que las había mantenido juntas saltó por los aires. Los pesados divanes arañaron las piedras del patio, y sus patas se partieron. Vieron lo que parecía una carretilla. Fue arrastrada hacia atrás, rechinando, apartada de la entrada recién abierta. Voces de hombres en la calle.
Entraron, un grupo de vagabundos flacos y de aspecto hambriento, sucios y con los ojos brillantes. Sertorius les dirigía, y cuando entró en el patio de la fuente, Rian retrocedió horrorizada y Philemos pareció tambalearse. Sertorius les vio, y su rostro se abrió en una amplia sonrisa.
—¿Qué es esto? ¿Un comité de bienvenida? ¡Estoy conmovido! Mirad esto, muchachos. ¿No es una bonita imagen?
Otros seis hombres entraron en el patio tras él, sacudiéndose el polvo de las manos y secándose el sudor de las caras.
—Ahí está mi preciosa morenita. Niña, tengo algo para ti; todos lo tenemos. Te lo he estado guardando desde que te entregamos a Karnos.
—La otra tampoco está mal —dijo Bosca, pasándose los dedos por la boca.
—Ya os dije que encontraríamos cosas bonitas en este sitio, ¿no es cierto?
Los hombres se abrieron en forma de abanico. Las cuatro personas frente a ellos retrocedieron, hasta que sus talones chocaron con el borde del estanque.
—Ponte detrás de mí —dijo Philemos a Rian.
—Hay dinero en la casa —dijo Polio en voz alta—. Puedo llevaros hasta él, y ahorraros algo de tiempo. Ésta es la casa de Karnos, recordad. Es un hombre poderoso. Si nos hacéis daño, encontrará el modo de hacéroslo pagar.
—Karnos está muerto, viejo cabrón —gruño Bosca—. La noticia ha corrido por toda la ciudad. El tal Corvus está al mando ahora. Probablemente nos dará las gracias por hacer su trabajo.
—¿Muerto? —repitió Kassia—. ¿Karnos ha muerto?
—¿Qué es esto? ¿Lloras por él, preciosa? —Sertorius sonrió—. Eso es una tragedia. Deja que te consolemos en tu momento de dolor.
—Basta —espetó Adurnos—. Vamos a hacerlo y a dejarnos de palabras, jefe.
Se acercaron como lobos. Polio avanzó a su encuentro, blandiendo el cuchillo. Adurnos le agarró la muñeca, y uno de los arkadianos el otro brazo. Lo mantuvieron estirado entre ellos, retorciéndose, hasta que Sertorius le apuñaló en el corazón. El anciano cayó sin emitir un sonido, con su barba blanca como lana de oveja sobre la tierra y los ojos aún abiertos.
Otros dos hombres de Sertorius agarraron a Kassia, y le arrancaron la ropa de la espalda. Uno la sostenía por detrás mientras el otro la desnudaba, riendo mientras ella pateaba y les gritaba.
Philemos se mantuvo inmóvil al lado de Rian, y tras ellos estaba la fuente. Levantó la espada y la movió de lado a lado mientras Sertorius y sus hombres se acercaban a él.
Sertorius parecía de muy buen humor. Se quedó mirando a Philemos con una especie de tolerancia divertida.
—Siempre supe que tenías espíritu, chico, por el modo en que luchaste en las montañas por esa preciosidad que está detrás tuyo. Pero tienes que aprender cuándo retirarte de una pelea. Tu padre debió enseñártelo antes de morir. Ahora ya no te queda tiempo para aprenderlo.
Philemos no le miraba. Sus ojos estaban fijos en algún lugar por encima del hombro de Sertorius, en las puertas rotas de detrás, y su rostro era la viva imagen de la estupefacción. Sertorius frunció el ceño y se volvió.
Había dos hombres en la alta entrada de la casa. Llevaban quitones y capas escarlata, y uno iba cubierto con la Maldición de Dios. En sus manos relucían drepanas ensangrentadas, y su armadura estaba cubierta de sangre.
—¿Qué diablos…? —dijo Sertorius. Todos sus hombres se volvieron con él. Los dos que sostenían a Kassia la soltaron, y ella echó a correr hacia Rian, desnuda y sollozando.
Rian tenía los ojos brillantes y llenos de lágrimas.
—Padre —dijo.
Rictus y Valerian entraron en el patio. Había una luz en los ojos de Rictus que hizo retroceder a los siete hombres frente a él.
—¿Rian?
Ella le dirigió una mirada desolada. La respiración entraba y salía de su cuerpo como si acabara de salir de debajo del agua. Rictus miró a los hombres frente a él, y vio a Philemos.
—¿Dónde está mi esposa?
Sertorius hizo un gesto con la cabeza en dirección a Adurnos, y el hombretón empezó a deslizarse en torno a Rictus con los dos arkadianos.
—¡La violó! —gritó Rian—. ¡La violaron, y ella se mató! —Se derrumbó, y unos sollozos desgarradores surgieron de su garganta—. Papá, la mataron, la mataron. Está muerta, está muerta. —Cayó de rodillas.
Los ojos de Rictus se convirtieron en rendijas de muerte pálida.
—Ve por la izquierda —dijo a Valerian, un sonido animal que apenas contenía palabras reconocibles.
—Hay mejores modos de solucionar esto, amigo —dijo Sertorius—. Lo hecho, hecho está…
Rictus saltó hacia delante, con la capa roja arremolinada a su alrededor como una nube ensangrentada. La drepana saltó en su mano, un destello rápido como el ataque de un halcón.
Uno de los arkadianos cayó de lado con la garganta abierta. El otro blandió frenéticamente la espada y falló cuando Rictus se hizo a un lado, desequilibrándolo. Levantó la rodilla y la estrelló contra la cara del hombre, rompiéndole el hueso. El arkadiano cayó.
El corpulento Adurnos atacó como un toro barbudo, propinando un puñetazo a Rictus en la boca y acuchillándole con su propia espada en el mismo momento.
La hoja resbaló sobre la Maldición de Dios. Rictus absorbió los golpes, retrocedió un paso, con la sangre corriéndole por la barbilla, y volvió a acercarse. Uno, dos, tres destellos de frío hierro, un golpe cuando su drepana chocó contra la espada de Adurnos, y la hoja del hombretón cayó al suelo. Rictus levantó la punta de la drepana y la hundió suavemente en la entrepierna de Adurnos. El hombre se detuvo en seco, con la boca abierta y una mirada de total incredulidad en el rostro.
Rictus hizo girar la hoja y tiró de ella, y el cuerpo de Adurnos se abrió como un saco lleno de carne humeante. Sus entrañas cayeron a las piedras del patio con un golpe húmedo. Las miró, palpándose la gran herida mientras la visión abandonaba sus ojos, y cayó al suelo.
Valerian había derribado a uno de los avenios, pero el otro, junto con Bosca y Sertorius, le estaba empujando hacia la entrada, golpeándole con la espada. El avenio que quedaba cayó de repente con un fuerte grito de dolor; Philemos se le había acercado y lo había acuchillado por detrás.
Sertorius lanzó un grito de furia y se volvió hacia el chico.
Rictus empujó a Philemos, metiéndose en la pelea como un rojo avatar de la ira. La espada de Sertorius rebotó en la coraza negra, y Rictus bajó su propia hoja con un gruñido, cortando el brazo de Sertorius cerca de la muñeca. El hombre gritó, levantó el muñón sangrante y lo apretó con la mano libre.
—¡No, no! —gritó.
El sonido distrajo a Bosca, y Valerian le acuchilló en las costillas. Cuando el hombre se dobló sobre si mismo, Valerian levantó la espada y la bajó con las dos manos, acuchillando a Bosca en la base de la nuca. La drepana atravesó carne y hueso. La cabeza quedó colgando, unida al cuerpo sólo por hebras de tendones y piel, y Bosca cayó al suelo, retorciéndose. Durante unos segundos, sus ojos rodaron en su cabeza, y luego quedó inmóvil.
Sertorius había caído de rodillas, todavía aferrando el muñón de su brazo. Tenía el rostro pálido como el yeso.
—¡El gran Rictus! —dijo, y consiguió emitir algo parecido a una carcajada—. Bueno, es algo grande haber conocido a una leyenda.
Rictus permaneció un momento ante él, jadeante, y se limpió la sangre de la barbilla. Miró a Rian. Philemos la sostenía en sus brazos, y ella le miraba con los ojos muy abiertos e inyectados en sangre. A su lado, Kassia estaba de rodillas, desnuda, aturdida y silenciosa.
Valerian también miraba a Rian. Se fijó en cómo la miraba Philemos, y cerró un segundo los ojos.
Rictus quería preguntar a Sertorius lo que le había hecho a Aise. Por algún motivo, tenía que saberlo. El dolor inmenso y devastador que sentía en el pecho tenía que escuchar algo, saber algo sobre el fin de Aise, por malo que hubiera sido.
—¿Qué le hicisteis a mi esposa? —preguntó a Sertorius, y su voz vibraba de tensión, un dolor que no sabía que pudiera sentir. Una agonía más intensa que nada de lo que hubiera sentido desde que era un niño.
Sertorius hizo una mueca de desprecio.
—Phaestus tenía razón. Rictus, el hombre de familia. Bueno, amigo mío, usamos a tu esposa como a una putita. Le…
La hoja de la drepana lo silenció, deslizándose en su boca con facilidad, cortándole la lengua y abriéndole las mejillas en una amplia sonrisa final. Sertorius gorgoteó, asfixiándose con su propia sangre.
Rictus se quedó inmóvil, sosteniendo la hoja, manteniendo al ladrón en posición vertical mientras éste se ahogaba y se retorcía. Finalmente, todo terminó. Rictus inclinó la espada, y Sertorius se deslizó por ella como carne ensartada en un asador.
Se volvió, increíblemente cansado, reacio a contemplar la desolación que se abría ante él.
Uno de los hombres de Sertorius seguía con vida, el de la cara rota. Rictus hizo una señal con la cabeza a Valerian, y el joven lo mató con una sola estocada limpia. Luego miró a Rian, pero ya no había esperanza en sus ojos.
Rictus se arrodilló frente a su hija.
—¿Dónde está Ona?
—Escondida.
—Rian —dijo Rictus. Su voz se quebró. Su hija avanzó hacia él y Rictus la abrazó, enterrándole el rostro en el cabello, aplastándola contra el pectoral negro e inflexible del Don de Antimone—. Estoy aquí. Estoy aquí. Todo está bien. Todo irá bien ahora.