Machran
Algo había cambiado. Una especie de corriente había atravesado a los hombres que luchaban y morían en la barbacana de la puerta principal del sur, como el pellejo de un caballo sacudiéndose ante la picadura de una mosca. Rictus lo sintió; lo había vivido antes, en otras batallas, pero aquella pelea era tan encarnizada y brutal que casi le pasó desapercibido.
La apretujada masa delante de él pareció relajarse un poco. Oyó gritos de hombres, no los ladridos incoherentes del othismos, sino una especie de noticia que corría por las líneas enemigas como un incendio de verano sobre una colina.
Fornyx estaba a su lado, empujado por la mortífera presión de la batalla. Al principio de la mañana habían estado separados por un sentón de hombres, pero todos habían caído.
—El ejército de la Liga está huyendo, Rictus —gritó. Había sangre en su boca y por todo su cuello, aunque todos los hombres estaban cubiertos de ella. Hasta el final, sería imposible decir si era sangre propia o de otros—. ¿Los oyes? Corvus lo ha conseguido; ha derrotado al ejército que venía a ayudar a Machran.
La presión aflojó. Los hombres habían empezado a retroceder, todavía en cierto orden, pero al oír aquella noticia conocieron el inicio de la desesperación. Luchaban automáticamente, y la esperanza estaba abandonando las miradas; era algo imposible de explicar a ningún hombre que no hubiera estado en el núcleo de una batalla encarnizada, pero Rictus también lo percibió.
—¡Cabezas de Perro! —Su voz era un graznido duro como la grava. Invirtió al fin su lanza rota para usar el regatón. Había armas en abundancia tiradas a sus pies, pero todas estaban rotas. Los hombres luchaban con espadas, pero había poco espacio para blandirlas, y las drepanas eran difíciles de manipular en la abarrotada falange—. ¡Cabezas de Perro, a mí! ¡Adelante!
Fornyx estaba a su izquierda, Kesiro a su derecha. El estandarte de los Cabezas de Perro revoloteaba a cinco pies por encima de sus cabezas, pero estaba salpicado de sangre de todas formas. Rictus vio a Valerian a un lado; había perdido el yelmo, y de su rostro mutilado chorreaba sangre. Los demás veteranos de los Cabezas de Perro parecían haber avanzado a través de las filas, y estaban en las primeras líneas. Los hombres recién entrenados eran buenos, mejores que cualquier otro lancero en el campo, pero aún no eran los veteranos endurecidos del viejo grupo de Rictus, y no se sentían tan unidos a él como aquellos hombres.
—Las mismas caras de siempre —dijo Fornyx con una sonrisa—. Simplemente, no puedes librarte de nosotros, Rictus.
—El mismo juego de siempre, hermano. Un empujón más, y habremos salido de aquí. ¿Puedes sentirlo?
Los Cabezas de Perro avanzaron. Hasta entonces, había sido como empujar un muro de piedra con el hombro. De repente, fue como si empujaran una puerta oxidada. Hubo movimiento. La pelea cambió de signo, y los hombres de Machran retrocedieron pie a pie, muriendo a cada paso. La terrible presión de la barbacana se aflojó.
Y el sol volvió a estar sobre sus rostros. Habían cruzado la puerta, y se encontraban en la plaza abierta de detrás. Los hombres de Rictus estaban formando en línea, sentón por sentón. Los centuriones estaban a pocos pasos de distancia, tantas bajas habían sufrido. Pero había suficientes capas rojas para defender un lado de la plaza.
Rictus levantó la vista y vio a su izquierda la cúpula blanca del Empirion, elevándose sobre el laberinto de calles frente a él, intacto e inviolado, mientras que a su izquierda estaba la silueta de la colina de la Kerusia, en la distancia, con sus villas encaladas aferradas a ella como hileras de nidos de golondrina. Las puertas habían sido capturadas, y tras los Cabezas de Perro estaban entrando nuevas morai de lanceros.
Pero los hombres de Machran aún no estaban derrotados. Formaron al otro lado de la plaza, y empezaron a avanzar de nuevo. Los dirigía un portador de la Maldición, cuya armadura negra parecía un agujero en la luz del sol. Levantó la lanza y dio la orden de avance, y cientos de hombres le siguieron, rugiendo.
—Necesitamos que ese cabrón muera —dijo Fornyx—. Si ven caer a un portador de la Maldición, creo que les tendremos.
Los Cabezas de Perro bajaron las lanzas, quienes aún las tenían, y cargaron. Mantuvieron las líneas intactas en su avance, mientras que el enemigo que se abalanzaba sobre ellos había perdido la formación, convertido en una multitud de hombres enloquecidos y vestidos de bronce.
Pero tenían inercia. Cuando los dos bandos chocaron, los Cabezas de Perro fueron detenidos en seco por la brutalidad del asalto de Machran, y por toda la plaza la batalla volvió a entablarse en serio.
La pelea en la barbacana había sido dura; aquélla rozó la locura. Cuando los hombres caían se agarraban a las piernas de sus enemigos, o metían la mano bajo los quitones cortos para tirar de sus genitales. Rictus sintió que le arrancaban una sandalia. Aplastó un rostro hostil con el talón, y clavó el regatón en la órbita de un ojo.
El portador de la Maldición enemigo estaba casi frente a él. Rictus abandonó su propia línea para golpear el rostro del otro hombre con el asta de su lanza. Rebotó en su yelmo, haciéndole volver la vista. Rictus blandió el escudo y lo estrelló contra el torso de un soldado de delante, le pateó en la rodilla y desenvainó la drepana. Lanzó una estocada hacia abajo como si se tratara de un cuchillo de gran tamaño, sin detenerse a ver el daño que causaba. Liberó el arma de la carne temblorosa, confió en que Fornyx acabara el trabajo, y se lanzó contra la línea enemiga, completamente ajeno al rugido animal que surgía de sus propios labios, decidido a pelear contra el hombre de la coraza negra.
Sus escudos chocaron. El otro hombre le acuchilló con la parte inferior de la lanza, y la punta del regatón golpeó el borde del escudo de Rictus, tintineó sobre el bronce y se deslizó por la superficie de su armadura. La presión había aumentado de nuevo, y Rictus no podía levantar la espada. La soltó, alargó la mano y atrapó la lanza del portador de la Maldición. El regatón le abrió la palma, pero consiguió arrancarla del apretón del otro hombre. Su enemigo estaba fatigado. Tenía un cuello musculoso y delgado bajo el yelmo, con una gran vena azul latiendo a la sombra de la orejera.
Rictus hizo girar el asta de la lanza. Los dos estaban pecho contra pecho en la apretada masa de la melé. Miró a los ojos del otro hombre a través de la ranura, experimentó una extraña sensación de reconocimiento, y luego le acuchilló hacia abajo, en dirección al cuello. El regatón se enterró tan profundamente que todo el bronce se perdió de vista, y el portador de la Maldición cayó inerte al suelo.
Algo parecido a un lamento se elevó entre los hombres de Machran que les rodeaban.
—¡Karnos ha muerto, Karnos ha muerto! —gritaron.
Fue el punto de inflexión. La línea se fragmentó, y los Cabezas de Perro entraron en las aberturas con profesionalidad metódica. Los hombres eran atravesados mientras se volvían para huir, derribados y acuchillados antes de que pudieran salir del alcance de las lanzas, aprisionados por la masa de hombres que bullía detrás de ellos. La batalla de la plaza se desintegró: en cuestión de momentos cambió de forma y se convirtió en una masacre.
—Fornyx —dijo Rictus, jadeando—. Mantén la presión. No dejes que vuelvan a formar.
—¿Te encuentras bien?
—Estoy bien. Sigue adelante. Os alcanzaré.
Fornyx dirigió a los Cabezas de Perro plaza arriba con un rugido que desmentía la delgadez de su cuerpo. Los defensores de Machran se retiraban, y los Cabezas de Perro rompieron la formación para emprender la persecución. Tras ellos llegaron cientos de hombres más, los sentones de Teresian y Demetrius y, al mirar atrás, Rictus vio jinetes también en la puerta, los primeros hombres de la caballería de Corvus.
Se inclinó y vomitó sobre las piedras empapadas de sangre, dejó caer el escudo y se quitó el yelmo, jadeando para respirar.
Luego se acercó al portador de la Maldición, que yacía entre un montón de cadáveres de los suyos, con el asta de la lanza surgiendo de modo obsceno por encima de su clavícula, y la sangre cayéndole en una corriente incesante sobre la armadura negra. Se arrodilló y tiró del yelmo del otro hombre.
Karnos le miró con unos ojos muy abiertos y blancos y, al cabo de un momento, sonrió, mientras de sus labios también brotaba sangre.
—¿Rictus de Isca? ¿Acaso estoy muerto ya?
—Karnos. —El rostro redondo había desaparecido. Karnos se había convertido en otro hombre, al mismo tiempo familiar y diferente. Un guerrero delgado que llevaba la Maldición de Antimone como si hubiera nacido para ello—. Pronto lo estarás —dijo Rictus. Tomó la mano del moribundo, sintiendo una tristeza indefinida. No había pensado demasiado en el orador y traficante de esclavos que una vez había tratado de contratarle, pero el hombre que yacía ante él en aquel momento era alguien diferente—. Has luchado bien. No creí que fueras capaz.
Karnos cerró un momento los ojos.
—Oh, Phobos, maldito cerdo.
—¿Qué sucede, Karnos?
—Escúchame. —Karnos tosió y escupió una bocanada de sangre, atragantándose, y Rictus se la limpió de la boca. Se inclinó para escuchar la débil respiración del hombre—. Tengo a tus hijas en mi casa. Tus hijas, ¿me entiendes? Lo siento, Rictus. Traté de usarlas contra ti. Están en la colina de la Kerusia.
—¿Mis hijas?
—Perdóname. Phaestus y yo pensamos…
El rostro de Rictus era una máscara pálida y ensangrentada de ira y sobresalto.
—¿Mi familia?
—Ya conoces la casa; la gran villa con las paredes de color tierra. Están allí, a salvo.
—¡Mi esposa! —dijo Rictus, levantando la voz—. ¿Qué hay de mi esposa? ¿Qué has hecho, Karnos?
Pero Karnos había muerto ya.
El pánico se extendió en oleadas por toda la ciudad. Algunos hombres derrotados de Arkadios y Avennos empezaron a bajar de la muralla, dirigiéndose al Mithannon, mientras los soldados de Machran seguían luchando sin esperanzas.
Su polemarca, Kassander, hizo reaccionar a una docena de sentones bajo la alta cúpula del propio Empirion y los condujo de nuevo a la refriega, pero las fuerzas de Corvus controlaban ya gran parte del barrio de Avennon, y las torres de asedio habían roto las defensas en el este, en la puerta de Goshen.
La mitad de las murallas había sido capturada por el enemigo o abandonada por los defensores, y más sitiadores iban entrando por las puertas minuto a minuto, una marea que parecía imparable. Los ciudadanos de Machran empezaron a desplazarse hacia el noroeste, lejos de la batalla. Había decenas de miles de personas en movimiento por las calles, y en algunos lugares la presión era tan intensa como en una falange de combatientes.
—La ciudad ha caído —dijo Sertorius—. Ya está, muchachos, os lo digo de veras. Todo esto está a punto de venirse abajo. Bosca, en nombre de Phobos, ábrenos paso. Adurnos, ayúdale.
Avanzaban contra la corriente, un puñado de hombres decididos batallando contra la fuerza de la multitud aterrada, abriéndose paso con la amenaza de las espadas desenvainadas y, en ocasiones, golpeando con ellas el rostro de alguien. Las calles que conducían al barrio de Goshen eran un manicomio de mujeres y niños que chillaban, y hombres ensangrentados que huían de la batalla perdida en las murallas.
Por encima de ellos, la colina de la Kerusia se alzaba en su risco como una visión, más allá del humo y el estrépito de las calles de abajo. Estaban a menos de dos pasangs de las torres de asedio de Druze.
—A la izquierda —gritó Sertorius por encima del tumulto—. Por aquí. —Dejaron la avenida principal, y la multitud se volvió menos densa. Hombres y mujeres bajaban por la colina empujando carretillas cargadas con sus pertenencias amontonadas y niños llorones demasiado pequeños para andar. Sertorius guio a sus hombres contra la corriente de aquel éxodo, sintiendo que la colina ascendía bajo sus pies.
—Ya no está lejos —dijo—. La de Phaestus es aquella casa a la derecha, más arriba, la de las tejas amarillas. Nos encargaremos de él primero.
—Y de esa mierdecilla de hijo que tiene —gruñó Bosca—. ¡Quiero divertirme un poco con él antes de que muera!
—A condición de que nos demos prisa —dijo Sertorius—. Recordad, el verdadero premio está en la cima de la colina. Y no olvidéis a los esclavos; también los quiero. Son oro en potencia, hermanos.
Los hombres que le rodeaban gruñeron de anticipación.
Las puertas de la villa alquilada eran robustas, hechas de madera reforzada con hierro, y estaban bien cerradas al caos de las calles. A una señal de Sertorius, Bosca y Adurnos se arrojaron sobre una familia que empujaba una carretilla, arrojaron a los niños del vehículo, y cuando el hombre protestó le propinaron una paliza, dejándolo convertido en una ruina humana en la calle mientras su familia chillaba a su alrededor.
—Ahora, muchachos, a la de tres —dijo Sertorius.
Estrellaron la carretilla contra las pesadas puertas, haciéndola correr con un rugido, y el pestillo se separó de la madera. Lanzaron un grito de alegría, y se precipitaron al interior con las espadas desenvainadas. Un hombre de cabello oscuro que estaba en su camino quedó inmóvil, y fue derribado sin apenas una pausa.
—¡Phaestus! ¡Phaestus, cabrón embustero! ¡Soy yo, Sertorius! ¡He venido a por ti!
Corrieron por la casa como niños enloquecidos, pateando muebles, registrando cajones y armarios. No había una sola lámpara encendida; aparte del hombre muerto cerca de la entrada, el lugar parecía desierto.
Fue Adurnos quien lo encontró y gritó para llamar a los otros. Se reunieron en la puerta de la habitación, respirando pesadamente.
—El muy cabrón se nos ha escapado —dijo Adurnos, malhumorado.
Phaestus yacía sobre la cama como una imagen de cera, cubierto con una manta hasta la barbilla. Su rostro estaba pálido como el marfil viejo. Sertorius se inclinó y lo tocó.
—Frío como un pez. Antimone le atrapó antes que nosotros.
—Prendamos fuego a la casa —sugirió Bosca—. No hay ni un ratón; hace tiempo que la han vaciado.
—No, nada de incendios —dijo Sertorius—. No le daré una pira a ese hijo de perra. Dejemos que se pudra aquí. —Se irguió—. Vamos a por esa carretilla, muchachos. La casa de Karnos esta un poco más arriba, y no quiero quedarme sin diversión por segunda vez.
Se volvieron y echaron a correr por la casa como una oscura galerna, una maldición de Phobos que hubiera adquirido forma humana.
Rictus estaba exhausto, pero avanzaba por pura fuerza de voluntad. Había arrojado el escudo y el yelmo y tomado una drepana abandonada. Luchaba por avanzar hacia el este a través de las calles como un salmón nadando contra corriente. Tras él iba Valerian. Había habido otros Cabezas de Perro con él, pero se habían separado en el tumulto.
Fornyx aún dirigía al grueso de los hombres en la destrucción del último núcleo de resistencia de Kassander.
No quedaba más resistencia organizada en la ciudad, pero toda la población de Machran parecía estar en las calles. La mayoría trataba de avanzar hacia el norte, en dirección a los distritos que el ejército de Corvus aún no había capturado. En sus mentes no parecía haber otro plan para después. Medio enloquecidos de hambre y miedo, eran totalmente incapaces de pensar.
La capa roja y la Maldición de Dios abrieron paso a Rictus; la gente retrocedía al verle llegar. O tal vez se debía a la expresión de su rostro. Ya no le importaba si Machran resistía o caía, o si era incendiada y reducida a cenizas. Sólo sabía que tenía que averiguar si Karnos había dicho la verdad. Si su familia estaba en aquella ciudad, destruiría el lugar ladrillo a ladrillo para encontrarla. Hubiera derribado al mismo Phobos si el dios se hubiera interpuesto en su camino.
Kassia y Rian cerraron la puerta con llave, echaron el pesado pestillo y apoyaron las espaldas contra ella.
—Mejor aquí dentro que fuera —dijo Kassia, apoyando una mano en el hombro de Rian—. Los esclavos han sido estúpidos.
—Ya no eran esclavos —dijo Rian—. Era decisión suya; podían irse o quedarse, según prefirieran.
Philemos permanecía a un lado con una espada corta y una coraza de soldado demasiado grande para él. Tenía círculos rojos en torno a los ojos.
—Nos quedaremos aquí hasta que las cosas se calmen. Más tarde puedo salir y ver qué ha ocurrido.
Polio sacudió la cabeza.
—Joven amo, ¿oyes eso?
Se callaron. La agonía de la ciudad ascendía por la colina de la Kerusia, decenas de miles de personas gimiendo y gritando. Sus pies levantaban un murmullo en la tierra.
—Es el ruido de la caída de una ciudad —dijo Polio, y su rostro se retorció de dolor—. Karnos ha fracasado. ¿Habéis mirado hacia el este? Han traído torres a las murallas. Pero la pelea allí ya ha terminado; el enemigo está en el interior de la ciudad. —Respiró profundamente—. Yo me quedaré aquí, y esperaré a Karnos. Si está vivo, volverá. Durante los próximos días, no habrá un lugar más peligroso en el mundo que las calles de ahí fuera, especialmente para las mujeres.
Señoras, tendréis que confiar en estas paredes.
—Mi madre quiere marcharse en cuanto oscurezca; conocemos gente en Arienus —dijo Philemos miró a Rian.
—Ahora tú eres el jefe de la familia —dijo Polio—. Te corresponde a ti decidir lo que haréis. Tu madre tiene que aceptarlo, Philemos.
El muchacho asintió.
—Pero es difícil. Todo esto es nuevo para mí.
Rian le tomó una mano.
Las lágrimas corrían en silencio por el rostro de Kassia, pero consiguió soltar una carcajada.
—¡Míranos, imaginando lo peor! Polio, si alguna vez han existido dos hombres capaces de sobrevivir a un desastre, ésos son Karnos y mi hermano. Volverán, ya lo veréis. Aunque Machran caiga, no podrán detenerlos.
Polio asintió gravemente.
—Creo que tienes razón, señora.
—¿Qué hacemos, entonces? —preguntó Rian—. ¿Quedamos quietos y esperar a que se restablezca el orden?
—Sí —dijo Polio. Extrajo un largo cuchillo de hierro de los pliegues de su himatión inmaculado—. Una cosa más: todos deberíamos armarnos.
—Un cuchillo de cocina no hará gran cosa —dijo Kassia.
—Será mejor que nada —le dijo Rian—. Kassia, aunque la ciudad se pierda, los hombres de mi padre estarán ahí fuera. Fornyx y Kesiro… —lanzó una mirada rápida y extraña a Philemos—, y Valerian. Los Cabezas de Perro nos encontrarán.
—Amigos en los dos bandos —dijo Kassia, con una sonrisa pequeña y amarga—. Lo siento, Rian. A veces se me olvida. Tienes amigos entre los hombres de fuera de las murallas.
—También tengo amigos dentro, Kassia —dijo Rian.
Corvus cabalgaba a través de la plaza de Avennos con una escolta de Compañeros. Ardashir estaba a su lado, y abarrotando la plaza había centenares de lanceros de los mandos de Teresian y Demetrius. Estaban demasiado agotados para unirse a la persecución general que recorría las calles de la ciudad.
Muchos de los hombres estaban sentados sobre los escudos, sin yelmo y con la boca abierta. En aquel momento, se alegraban demasiado del mero hecho de estar vivos para permitirse disfrutar del triunfo de la captura de la ciudad. Pero cuando Corvus entró en la plaza y se quitó el yelmo, se pusieron en pie, y empezaron a golpear los escudos con las lanzas y a lanzar vítores.
Cientos de hombres, tal vez miles, vitoreando en aquel gran espacio lleno de cadáveres, mientras el Empirion se erguía blanco detrás de ellos y la agonía de la ciudad era el telón de fondo de su alegría. Corvus levantó una mano, y los vítores se redoblaron. Empezaron a corear su nombre. El sonido recorrió la ciudad como una ola, inconfundible, aplastando la esperanza de los últimos defensores que aún resistían a la desesperación.
Fornyx se abrió paso a través de la masa de lanceros que vitoreaban. Tenía la mano apoyada en el hombro de un tipo alto y ancho de hombros, que llevaba el signo de Machran pintado en su armadura. La multitud de lanceros les abrió paso, sacudiendo las armas en el rostro del hombre alto. Éste les ignoró. Caminaba como si estuviera hipnotizado, y sólo pareció reaccionar cuando se encontró delante de Corvus.
—Corvus —dijo Fornyx, con el rostro abierto en una amplia sonrisa—. Tengo una sorpresa para ti. Este tipo se llama Kassander, y es el polemarca de Machran. Sus hombres han arrojado las armas al pie del Empirion, no hace ni diez minutos. Han sido los últimos. Les he prometido sus vidas y su libertad, porque han luchado bien. Confío en que respetarás mi promesa.
—Será un placer, Fornyx —dijo Corvus. Se inclinó en la silla y estrechó la mano del portador de la Maldición—. Has hecho bien. Yo hubiera hecho lo mismo.
Se volvió a Kassander, que permanecía sereno e impasible, aunque levantó la vista para mirar al joven del caballo negro con una especie de curiosidad melancólica.
—Me alegro de verte con vida, Kassander —le dijo Corvus—. He oído decir que eres un buen hombre.
Kassander gruñó. Era la viva imagen de la violencia; estaba empapado de sangre y le faltaba la parte superior de una oreja. La sangre del corte había trazado un río negro sobre un lado de su cuello.
—¿Y tu amigo Karnos? ¿Sabes dónde puede estar?
La pregunta pareció penetrar la niebla. Kassander tragó saliva, y miró al azul invernal del cielo. No se veía una sola nube, pero Phobos era un espectro pálido y redondo en lo alto, un fantasma de sonrisa fría.
—Karnos ha muerto. Estará tumbado en algún lugar. Tus mercenarios le han matado. Llevaba una coraza negra, pero supongo que ya se la habrán quitado.
El rostro de Corvus se transformó.
—Es una lástima. Hubo un tiempo en que hubiera deseado su muerte, pero ya no. Tú y él habéis resistido muy bien, Kassander. Os saludo por ello.
Kassander volvió sus ojos inyectados en sangre hacia Corvus.
—La ciudad es tuya ahora, y todos estamos en tus manos. Dicen que Antimone revela los corazones de los hombres no sólo en la derrota, sino también en la victoria. Tu nombre estará unido a esta victoria para siempre, Corvus, y lo que tus hombres hagan ahora en Machran te seguirá mientras queden macht para recordarlo.
Corvus asintió.
—Lo sé; es algo que siempre he sabido. No necesitas tener miedo por Machran, Kassander. Ahora será mi capital, y su pueblo también es mi pueblo.
Kassander inclinó la cabeza a un lado, entrecerrando los ojos bajo el sol.
—¿Lo es?
—Todos somos un solo pueblo —dijo suavemente Corvus—. Hemos luchado entre nosotros durante demasiado tiempo.
Kassander se frotó el rostro con una mano, manchándolo de sangre.
—Acabemos con ello, entonces —dijo.