24

La furia de los dioses

Ardashir canturreaba entre dientes una canción de cuna que había aprendido en el Imperio. La melodía volvía a él de vez en cuando, despierto o dormido, y siempre le hacía pensar en un mundo más cálido, de cielos azules y calor resplandeciente sobre campos amarillos. Parecía un sueño de otra vida, pero había cierto consuelo en él.

Los caballos de los Compañeros se movían y pateaban el suelo, inquietos. Estaban a la izquierda de una línea que ocupaba poco menos de dos pasangs, mirando al sur a través de la enorme concavidad parda que una vez había sido el fértil campo en torno a Machran. Ante ellos, el ejército de la Liga Avenia se estaba acercando, una línea de escudos de bronce que el sol naciente capturaba y encendía en oleadas repentinas y cegadoras de luz amarilla. Ardashir miró al cielo. Al menos habría sol aquel día, algo de color y calidez en aquel desolado país.

Corvus estaba montado en su caballo junto a él, con su portaestandarte al lado. El líder del ejército se había quitado el alto yelmo con su resplandeciente penacho blanco, y sonreía. La luz se reflejaba en sus ojos y les prestaba una llama violeta. Aquel día parecía más un kefren de huesos finos que un miembro de la raza impasible y sólida de los macht. Los huesos eran de su madre, pensó Ardashir. Debía tener el espíritu de su padre.

Corvus se volvió hacia él como si hubiera captado su pensamiento.

—Buena caza, hermano —dijo.

Los lanceros macht a su derecha se habían unido al Peán. Los hombres de las morai de Teresian y Demetrius entonaban la antigua canción al unísono con sus compatriotas del otro lado. Era una canción que encendía la sangre, un lamento fúnebre que al mismo tiempo llamaba a la batalla.

Los caballos en las filas de los Compañeros conocían aquel sonido, y empezaron a moverse y relinchar bajo sus jinetes. Estaban mal alimentados y exhaustos, pero aún tenían la sangre de Niseia, la de los mejores caballos de guerra jamás criados, y la anticipación de la batalla les hacia sudar y patear en sus puestos. Los jinetes kefren, con sus brillantes armaduras, les hablaron y les llamaron por sus nombres. Pronto podrían arrojarse sobre los hombres que cantaban y que se iban acercando minuto a minuto.

Ardashir se volvió a su izquierda. Shoron llevaba la lanza en una mano, las riendas en la otra, y un cuerno de bronce colgado de su coraza.

—¿Crees que tendrás suficiente saliva para hacer sonar esa cosa? —le preguntó Ardashir, sonriendo.

—La soplaré en tu oreja y dejaré que lo juzgues.

—Buena caza, Shoron.

—Buena caza.

Corvus se levantó en la silla, en equilibrio sobre las rodillas. Se volvió a la derecha y agitó un brazo.

—Xenosh, la señal. Dala ahora.

Tras él, su portaestandarte levantó la larga bandera del cuervo y la movió adelante y atrás.

Hubo un momento en que no ocurrió nada, pero luego una serie de órdenes recorrieron las líneas de los lanceros macht. Los centuriones de penachos transversales se movieron hacia el principio de la línea principal, levantaron las lanzas y gritaron a sus sentones.

Los hombres de Teresian y Demetrius empezaron a moverse, tres mil soldados de infantería pesada. El Peán decayó un poco cuando se pusieron en marcha, y luego volvió a cobrar fuerza. El ritmo de la canción marcaba sus pasos. La falange se movía para enfrentarse al desafío de los hombres que se acercaban por el sur, y que les superaban en número en más de dos a uno.

—El yunque está en camino —dijo Corvus—. Hermanos, nosotros somos el martillo.

A casi seis pasangs de distancia, los defensores de la puerta principal del este inclinaban los cuellos para ver que sucedía en el sur, cuando alguien emitió un grito de sorpresa.

Su atención se trasladó a las tropas enemigas en la carretera imperial. No avanzaban, pero detrás de ellas algo se movía. Surgiendo de la luz matutina aparecieron seis torres enormes, el estrépito de su avance audible incluso desde las murallas de la ciudad. Cada una de ellas tenía la altura de diez hombres o más. Estaban coronadas de almenas, y envueltas en pieles de todos los colores imaginables. Y se movían sobre ruedas.

Unos doscientos hombres tiraban de cada torre, y había más empujando por detrás.

Cuando los seis gigantes alcanzaron las líneas de los hombres de Druze, la infantería empezó a avanzar con ellos. En las torres de las ciudades, los hombres empezaron a tensar los inmensos arcos de las balistas.

En la puerta principal del sur, un centurión gritaba a los sentones y morai que esperaban abajo.

—¡El enemigo avanza al encuentro del ejército de la Liga!

Kassander paseaba entre las hileras de hombres expectantes.

—Esto va en serio, muchachos —dijo con calma—. Salid rápidamente, pero no os quedéis apelotonados junto a la puerta. Formad fuera, con vuestros centuriones. —Luego gritó a los hombres de la barbacana—. ¡Abrid! ¡Machran, vamos a salir!

Las puertas giraron chillando sobre sus antiguos goznes, empujadas por esforzados soldados. Kassander se dirigió a la cabeza del primer sentón y levantó su lanza. Las tropas de Machran, Arkadios y Avennos empezaron a seguirle desde la puerta, casi cuatro mil hombres con armadura completa.

Karnos estaba en la tercera morai. El corazón le latía con fuerza en el pecho mientras esperaba, y cuando le llegó el momento empezó a marchar, manteniendo la lanza apretada contra su costado para no estorbar al hombre de al lado. Nadie hablaba, y todos los hombres tenían aquella mirada dura y distante propia del inicio de las batallas. Podían oír el Peán entonado por las formaciones de la llanura, y por debajo, el rumor sordo de miles de caballos.

La caballería de los Compañeros de Conrus estaba en marcha.

—Manteneos firmes —dijo Rictus, levantando la voz para ser oído—. Manteneos en vuestras posiciones hasta que dé la orden.

Estaba frente a los Cabezas de Perro, igual que todos sus centuriones. Sus hombres habían formado en punta de flecha. Las primeras filas estaban compuestas por mercenarios de capas rojas, entrenados por los Cabezas de Perro originales durante las semanas anteriores, hasta ser considerados dignos del color.

Tras ellos estaban las morai prestadas por Teresian y Demetrius, una mezcla de lanceros veteranos y reclutas recientes, aunque la distinción entre ambos se había difuminado durante la campaña. Y en los flancos, manteniéndose retrasados como carroñeros, estaban los centenares de exploradores igranianos.

Fornyx tenía la izquierda, Valerian la derecha, y Kesiro estaba cerca de Rictus, manteniendo en alto el antiguo estandarte de los Cabezas de Perro, confiado a Rictus por Jason más de veinte años tras. Jason, cuyo hijo llevaba ahora a dos mil jinetes hacia el este del ejército de la Liga, mientras varios sentones de la caballería se separaban del cuerpo principal sin detener su avance. Fuera cual fuera el plan de Corvus para enfrentarse a las fuerzas de la Liga, Rictus lo desconocía.

La guarnición de la ciudad estaba aún saliendo de la puerta principal del sur y desplegándose en una línea irregular. Rictus contó los signos, y asintió para si. Ninguna sorpresa. Karnos había destinado a media guarnición a aquella salida, arriesgándolo todo por la oportunidad de entrar en contacto con las morai de la Liga. Él hubiera hecho lo mismo.

—Nunca había visto un campo de batalla tan jodidamente complicado —dijo Kesiro, y su voz sonó hueca en el interior del yelmo—. Mira, Rictus: las máquinas infernales de Parmenios están en marcha. Había apostado con Valerian a que nunca conseguirían sacarlas de la zona de las carretas.

A unos cinco pasangs, las partes superiores de las torres de asedio eran visibles por encima de las murallas de la ciudad. Avanzaban como titanes malhumorados, y Rictus pudo distinguir motas de fuego cruzando el aire en dirección a ellas.

—Han prendido fuego a los proyectiles de las balistas. Van a intentar quemarlas.

—Phobos —dijo Kesiro—. Me alegro de estar sobre mis propios pies y no encerrado en una de esas malditas cosas.

—Atento, Kesiro —dijo Rictus mientras recorría la línea, mirando en todas direcciones—. Es casi el momento.

Ocupó su lugar al principio de la punta de flecha. No era el de siempre, todavía no; no había recuperado por completo las fuerzas perdidas. «Ya no me curo tan rápido como antes», pensó. No pudo evitar preguntarse cuántos días más como aquél le quedaban.

Más de la mitad de las morai de Machran estaban ya fuera de las murallas y en formación, unos dos mil hombres en línea, y aún quedaban dos mil más al otro lado de la puerta, empujando para salir.

—Hermanos —dijo Rictus en voz muy alta—. Recordad las maniobras. Observad al hombre de delante. Manteneos juntos, y no penséis en nada más que en lo que tenéis enfrente. Otras batallas se librarán a nuestro alrededor, pero de momento sólo debéis pensar en ésta. A aquellos de vosotros que vestís la capa escarlata por primera vez en este día, no la desgraciéis, ni durante la batalla ni después. Este color ha sido llevado por hombres buenos y malos a lo largo de los siglos, pero nunca se ha llevado sin coraje.

Levantó su lanza.

—¡Adelante!

Al sur de los Cabezas de Perro, la línea de lanceros de Teresian y Demetrius fue el primer grupo del ejército de Corvus en entrar en contacto con el enemigo. El Peán se interrumpió cuando chocaron contra las morai de la Liga Avenia, tres mil hombres en una falange compacta en una colisión frontal contra siete mil soldados. El increíble estruendo del impacto recorrió la llanura hasta las murallas de la ciudad.

Al este de aquel choque, Corvus guiaba a sus Compañeros al trote rápido en torno al flanco enemigo. Cada vez que levantaba una mano, el sentón contiguo a él se separaba del cuerpo principal y se quedaba atrás, deteniendo los caballos y clavando las lanzas en el suelo junto a ellos, como si tuvieran intención de pasar allí un largo rato. Luego los jinetes kefren tomaron los arcos compuestos que llevaban a sus espaldas, ya tensados, y empezaron a buscar flechas en los carcajes colgados junto a sus muslos.

Las morai de la Liga a su altura, situadas en el lado este de los lanceros de Teresian, habían empezado a avanzar por el flanco para atacar la línea enemiga, pero aflojaron el paso al ver la llegada de la caballería de Corvus. Periklus de Pontis los guiaba. Los hombres de delante sólo podían ver que estaban a punto de rodear a sus enemigos, e hicieron falta varios minutos dedicados a gritar, agarrar a los centuriones y golpear su lanza contra los escudos de los jefes de filas antes de conseguir que se detuvieran bruscamente, con los flancos del enemigo abiertos frente a ellos, la visión más tentadora que pudiera desear cualquier lancero sobre un campo de batalla.

Pero los hombres del exterior de la formación habían visto a la caballería, y se estaban volviendo para enfrentarse a ella. El ala derecha de las fuerzas de la Liga se dobló sobre sí misma y luego se desplegó, un gran movimiento de hombres apiñados. Se dieron órdenes que luego se anularon. Las líneas de la formación empezaron a mezclarse. Los cerradores de filas encontraban hombres detrás de ellos, y los jefes de filas miraban por encima del hombro para ver rostros extraños, mientras sus propios hombres quedaban descolocados por la inercia de la confusión.

Y entonces las primeras flechas empezaron a llover sobre ellos.

No había polvo que enturbiara el aire, y el suelo estaba frío y firme para los caballos. Corvus galopaba a dos cuerpos por delante del resto de su caballería, seguido por su portaestandarte y Ardashir. Miró atrás rápidamente y vio la creciente confusión en el ala derecha de la Liga; aquel extremo de la línea se había doblado y detenido. Los oficiales superiores gritaban a sus hombres, y las primeras bajas eran visibles entre el tumulto, con flechas en las gargantas.

—¡Apretad el paso, hermanos! —gritó en kefren, el idioma de los Grandes Reyes. El resto de los Compañeros pasaron al galope. Los grandes caballos de Niseia se balanceaban debajo de ellos como botes en una fuerte marejada. Aún tenía a mil cuatrocientos jinetes detrás de él, como un gran manto atronador de carne y bronce cubriendo la llanura. Estaba en la retaguardia de la línea de la Liga, a un pasang de los cerradores de filas. Los kefren, sobre sus enormes caballos de guerra, se inclinaron hacia delante en las sillas y se apoyaron las lanzas sobre los hombres, en pos de la esbelta figura y el estandarte del cuervo delante de ellos.

Druze se secó el sudor de la frente e intercambió una sonrisa con el hombre de al lado. El espacio era reducido en los confines de la torre, y la enorme estructura crujía y zumbaba debajo de ellos. Estaban en el vientre de una bestia, en una apestosa oscuridad que olía a pieles sin curar, alquitrán y madera recién serrada. Toda la estructura se tambaleó, y los hombres cayeron unos contra otros, blasfemando y con los ojos muy abiertos, como ciervos acorralados.

—Ésta no es forma de ir a la guerra —dijo el vecino de Druze.

—Haced espacio, muchachos; voy a vomitar —espetó otro.

Hubo un enorme impacto en la parte frontal de la torre. Druze saltó hacia atrás instintivamente cuando la enorme hoja de un proyectil atravesó la rampa de madera frente a su nariz. El interior se llenó de chispas y los hombres empezaron a pisotearlas febrilmente.

El hedor a quemado se añadió a los demás, y los hombres empezaron a toser y respirar con dificultad.

—Que Phobos nos ayude… ¡Este trasto está ardiendo! —gimió alguien.

—Son sólo las pieles de delante —dijo Druze—. Tranquilizaos, niñitas. Demostrad a esta gente del oeste cómo soportamos el dolor los igranianos. Estaremos en las murallas antes de que os deis cuenta.

Permanecieron en la oscuridad tambaleante mientras el humo se elevaba a su alrededor, como ciegos en una caja. Las torres tenían tres pisos, y había cincuenta hombres en cada uno de ellos, apretados como flechas en un carcaj.

La torre se detuvo. Su parte delantera tembló y se sacudió cuando los proyectiles invisibles la golpearon, y se oyó un crujido y el sonido de madera astillada cuando otro proyectil impactó en el costado de la estructura. Atravesó la madera y empaló a un hombre junto a la pared derecha. El soldado gritó y se retorció mientras sus compañeros trataban de vano de apartarlo de la gran punta de flecha serrada que le aprisionaba. Finalmente murió, erguido como una marioneta con una sola cuerda.

El pánico crecía en el oscuro interior de la torre, un hedor tan intenso como el del sudor de los hombres.

—Despacio, muchachos —advirtió Druze—. Si esto sale mal, caeremos al vacío.

Se oyó el sonido de un cuerno en el exterior.

—¡Ahora! —gritó.

Dos hombres cortaron las cuerdas de sujeción de la pesada rampa, que cayó con un fuerte golpe. La luz y el aire frio del día invernal inundaron el interior.

—¡A mi, hermanos! —gritó Druze, parpadeando fuertemente y avanzando a ciegas hacia la repentina luz blanca del invierno con la drepana en alto. Los hombres salieron de la torre en un torrente de rostros furiosos y hierro levantado, concentrados sólo en escapar de la oscuridad de aquel compartimento que apestaba a miedo. Debajo de ellos, la torre se balanceó y sacudió, mientras los hombres de los niveles inferiores trepaban por las escalas para salir también a la rampa.

La estructura creada por Parmenios era tan alta que la rampa había caído directamente sobre las almenas superiores de la torre que protegía la puerta principal del este de Machran. El pequeño y calvo secretario de Corvus había establecido sus medidas con gran precisión, tras varios días de observaciones y cálculos. Los hombres de las cuerdas de abajo habían colocado la torre en una posición perfecta; el reguero de cadáveres que habían dejado a lo largo de todo el recorrido hecho bajo las flechas era testimonio de ello.

De las seis torres, cuatro habían llegado a la muralla. Otras dos ardían a cien pasos de la construcción, y de ellas salían hombres gritando, con la piel ennegrecida por llamas brillantes y hambrientas. Pero en las cuatro torres supervivientes había otros seiscientos hombres desesperados por salir, e imposibles de detener. Inundaron las altas torres de la puerta principal del este y arrollaron a los tiradores de las balistas de las almenas, destrozando las odiadas armas y arrojando al vacío a los infortunados que las operaban. Nadie pidió ni dio cuartel.

El resto de las fuerzas de Corvus en el extremo este de Machran no habían permanecido ociosas. Se adelantaron por millares, cargados con cientos de escalas. Con las torres de las balistas neutralizadas, las escalas ascendieron en un bosque de madera demasiado denso para hacerlo retroceder. Pero los defensores de Machran no se retiraron. Se mantuvieron en sus puestos y lucharon en las murallas, derribando escalas y matando a los hombres de Druze que llegaban a las troneras. Morían resistiendo, luchando por cada palmo de piedra.

A cuatro pasangs de distancia, la punta de flecha escarlata de lanceros formada por los Cabezas de Perro echó a correr. Los hombres trotaban con las lanzas al hombro, cada escudo protegiendo al hombre de la izquierda, con los largos penachos de crin de caballo balanceándose sobre sus yelmos. Rictus estaba en el ápice de aquella ruidosa masa de carne y metal, una figura visible con su armadura negra. No habló; los Cabezas de Perro habían abandonado el Peán y tenían todas sus fuerzas concentradas en el avance, de modo que los seis sentones parecían un solo organismo enorme. Los hombres respiraban con dificultad, y el sonido de su respiración marcaba también una especie de ritmo.

En el momento previo al impacto, Rictus vio que las filas enemigas retrocedían ante él; la línea de lanceros ciudadanos se rompió justo frente a la puerta. Nunca habían visto a una línea de lanceros avanzando de aquel modo, y los mercenarios de la capa roja habían adquirido una reputación temible durante el curso del asedio. Los hambrientos ciudadanos lanceros de Arkadios, Avennos y la propia Machran se encogieron en el momento del impacto, replegándose sobre sí mismos.

Los Cabezas de Perro atacaron. Rictus levantó la lanza por encima de la melé en los primeros momentos para impedir que se quebrara. La presión de los hombres de detrás era tan fuerte que se vio impulsado hacia las filas enemigas. Un aichme se rompió en pedazos sobre el pectoral de su coraza. Otro le golpeó el escudo con tanta fuerza que penetró la cobertura de bronce y se rompió contra la madera de roble de debajo. Había rostros rugientes y aterrados a pocas pulgadas del suyo. Un hombre había perdido el yelmo, y Rictus le propinó un cabezazo de inmediato. El pesado bronce de su yelmo le destrozó la carne y el hueso. Un ojo le miró desde una ruina roja antes de que el hombre cayera y se perdiera entre los pies de los soldados.

Los Cabezas de Perro mantuvieron su formación, como una lanza roja apuntada directamente a la abertura de la puerta principal del sur. Algunos hombres trataron de cerrar las puertas, pero la presión de los cuerpos en la barbacana era tan grande que les resultó imposible; sólo consiguieron apelotonar más a la ruidosa multitud de lanceros.

Allí empezó el verdadero trabajo, y la disciplina marcó la diferencia. Los Cabezas de Perro emprendieron la batalla, eligiendo sus blancos, lanzando estocadas contra las ranuras de los yelmos y los fragmentos de carne entrevista en los cuellos de las corazas. Rictus vio el brazo de un lancero enemigo atravesado por la lanza de alguien de detrás de él. El hombre se arrancó el aichme, y la afilada hoja le desgarró como a un trozo de carne, revelando el hueso.

La sangre salpicaba el aire, cálida y humeante en el frío día. Rictus acuchilló a un hombre en la abertura del yelmo, y su propia lanza se partió cuando el soldado cayó. No había forma de girarla para usar el regatón a causa de la presión, de modo que Rictus continuó acuchillando con el extremo astillado de la lanza, gruñendo al hacerlo como un hombre desempeñando una labor pesada en el campo.

El rugido del othismos se elevó y los envolvió a todos. La batalla en la puerta se había convertido en un mundo diferente, un lugar de bronce, hierro y carne lacerada, hombres gritando, hombres en el suelo, hombres empujando los torsos armados de sus compañeros. Era un universo de muerte, oscuro y empapado en sangre.

Pero se movía inexorablemente hacia atrás, en dirección a la sombra de las murallas. La formación en profundidad de los Cabezas de Perro, su masiva concentración de potencia, hizo que la línea de defensores se replegara sobre sí misma. Los mercenarios mantuvieron sus filas, mientras que las de Machran se desintegraron. Los defensores lucharon encarnizadamente, pero peleaban como individuos aislados en una multitud, y sólo la superioridad numérica mantenía a los atacantes a raya.

Y morían rápidamente. Los Cabezas de Perro habían perdido a decenas de hombres, y los defensores de Machran a varios centenares, empujados hacia atrás, tropezando con la melé para ser pisoteados y asfixiados, o acuchillados por los aichmes y regatones de los atacantes. No podían presentar un frente coherente, y la pelea de la puerta se convirtió en un trueque, un intercambio de vidas por espacio. Pura y simplemente, se trataba de matar.

Rictus se encontró andando pendiente arriba, y no pudo entenderlo hasta que su pie resbaló sobre la superficie curva de un escudo. Estaba sobre una montaña de enemigos muertos, y los Cabezas de Perro la estaban escalando. Los hombres de Machran morían en sus posiciones, todo su adiestramiento olvidado. Luchaban por sí mismos, pero también eran conscientes de que las puertas estaban abiertas de par en par a sus espaldas, y de que el camino hasta la ciudad estaba expedito.

Estaban construyendo una nueva muralla frente a las altas piedras de la ciudad, una barricada de cadáveres.

Los Cabezas de Perro la escalaron, y su formación se estrechó cuando cerraron filas para cubrir a sus propios muertos. El débil sol invernal se oscureció, y Rictus se encontró a la sombra. Estaba bajo la misma entrada, y las antiguas puertas de Machran se alzaban a cada lado de él como tótems indiferentes, con su madera de roble negra llena de relucientes salpicaduras rojas.

—¡Uno más! —gritó Rictus—. ¡Un empujón más, hermanos! —Sintió detrás de él la presión de los cuerpos, y oyó el rugido animal de sus hombres cuando le respondieron.

—¡Formad en línea junto a mí! —gritó Corvus. Sostuvo su lanza en alto, de modo que el sol se reflejó en ella, como su hubiera estallado en llamas blancas sobre su cabeza. Su penacho blanco flotaba detrás de él, y su caballo negro estuvo a punto de encabritarse cuando tiró de las riendas.

A cada lado, los Compañeros se alinearon, girando por sentones, extendiendo sus filas a derecha e izquierda. Formaron una línea de casi un pasang de longitud y dos filas de profundidad. Los grandes caballos se situaron unos junto a otros, resoplando y espumeando, con sus crines como banderas negras. La armadura de sus jinetes centelleó cuando las nubes invernales se aclararon y Araian contempló el campo de batalla.

Ante ellos, el ejército de la Liga estaba atareado tratando de destruir a las morai de Teresian y Demetrius. El ala derecha de la Liga trataba de dar la vuelta para enfrentarse al desafío de los Compañeros armados con arcos que Corvus había dejado atrás para hostigarlos, pero el cuerpo principal estaba totalmente dedicado a la pelea de delante, un conflicto encarnizado de lanzas luchando cuerpo a cuerpo.

Los cerradores de filas se estaban volviendo, y había hombres recorriendo frenéticamente la línea, advirtiendo a sus camaradas de la repentina aparición de la caballería kefren, pero el cuerpo principal del ejército era como un perro de pelea, con las mandíbulas cerradas sobre la garganta de su oponente. Sólo la muerte aflojaría aquel apretón.

Corvus se volvió hacia Shoron.

—Hermano, da la señal de cargar.

Shoron intercambió una mirada con Ardashir, se mojó los labios, cerró los ojos y se llevó el cuerno a los labios.

La llamada del cuerno sonó alta y clara en un largo aullido sobre el campo de batalla; las agudas notas de la llamada a la caza, un sonido oído en los campos de batalla de todas las tierras del otro lado del mar desde que existía el Imperio. En aquel momento, sonaba en el corazón de la tierra de los macht.

La hilera de Compañeros empezó a moverse, mil cuatrocientos jinetes vestidos con armaduras relucientes sobre mil cuatrocientos caballos altos y negros. Pasaron al trote y luego, cuando Corvus espoleó a su propia montura, al medio galope.

El suelo parecía vibrar con el impacto tembloroso de aquella masa de caballos, y el sonido creció para desafiar a los demás ruidos del campo de batalla. Incluso pudieron oírlo Rictus y sus hombres en la puerta del norte.

Reverberó por toda la tierra. Druze lo escuchó en medio de la gran matanza de la puerta este. Recorrió toda la ciudad, de modo que Sertorius y sus hombres levantaron la cabeza y se detuvieron a escuchar un segundo desde el pie de la colina de la Kerusia. Kassia y Rian lo oyeron en el balcón desde donde se había arrojado Aise, y dirigieron la mirada al otro lado de la abarrotada masa de Machran, en dirección a las formaciones de batalla de la llanura, más allá de las murallas, preguntándose qué significaba. No parecía un sonido causado por los hombres. Sonaba como el murmullo de la furia de los dioses.

Los Compañeros pasaron a todo galope, y sus lanzas bajaron, con las afiladas puntas mantenidas a la altura del pecho. Demasiado tarde, las morai de la Liga comprendieron lo que era aquel ruido atronador procedente del sur. Algunos hombres consiguieron dar la vuelta y presentar las lanzas; otros simplemente se quedaron mirando aquella enorme masa de guerra que se aproximaba, aquella negra línea de muerte.

Los Compañeros chocaron contra la línea de batalla macht con el impacto de una inundación repentina. Los caballos de Niseia estaban entrenados para no huir de los hombres, sino para emplear su tamaño, el hierro de sus cascos y sus dientes. Eran guerreros, tanto como los kefren que los montaban, y su peso e inercia resultaron irresistibles.

La carga cayó sobre la retaguardia del ejército de la Liga como un apocalipsis y la atravesó, despedazando a los sentones de soldados de Avensis y Pontis.

Cientos de hombres fueron derribados, y los grandes caballos los pisotearon sobre el barro desnudo de la tierra, mientras sus jinetes empleaban las largas lanzas, una valla de hierro en movimiento.

Pamon murió allí, todavía luchando por hacerse oír. La flor de los guerreros de dos ciudades fue aniquilada en pocos minutos. El ejército de la Liga, que había estado a punto de derrotar a los enemigos que tenía ante él, simplemente dejó de existir. Los hombres arrojaban los escudos y trataban de salir de la presión como podían. Algunos murieron luchando, formando grupos y nudos obstinados de soldados que peleaban espalda contra espalda. Muchos más murieron sin tener la oportunidad de asestar un solo golpe, aplastados en el mortífero espacio entre el yunque de Corvus y el martillo que había acudido al galope.

Los hombres de las murallas de Machran capaces de levantar la cabeza y mirar al sur vieron un largo sarpullido de hombres y caballos entrelazados en una multitud sin forma de varios pasangs de longitud. El sol resplandecía sobre ella, captando puntas de lanza y destellos de yelmos y escudos inclinados hacia el cielo. Y luego la multitud se abrió, y en la llanura aparecieron centenares, miles de hombres corriendo para salvar sus vidas, en dirección al sur, lejos de las murallas.

Pero los jinetes volvieron a situarse en línea y, ante ellos, también lo hizo una maltrecha formación de lanceros. Cerraron filas y empezaron a avanzar hacia el norte en dirección a Machran, para unirse a sus camaradas que luchaban y morían a la sombra de las murallas, y cantaban al avanzar.