23

La luna de la ira

La partida de aprovisionamiento se componía de doscientos hombres, extendidos a lo largo de dos pasangs de camino, una columna interrumpida por las atiborradas carretas y la ruidosa testarudez de una caravana de mulas. A su frente cabalgaba un grupo de jinetes con las capas envueltas en las cabezas, y los altos caballos de Niseia avanzaban con amarga obstinación, con los pelajes tan castigados y cubiertos de barro como los arneses de sus amos.

—El viejo Urush está en las últimas —dijo uno de ellos en kefren, palmeando el musculoso cuello de su montura—. No ha comido nada más que hierba amarilla y avena reseca en estas últimas tres semanas.

—Los macht comen caballos —dijo otro—. Y no le dan ninguna importancia. ¿Cómo es posible que una raza afirme ser civilizada y sea capaz de comer caballos?

—Es posible que te alegres de probarlos antes de que esto acabe —dijo un tercero, con la piel dorada de su rostro alargado dividida por una sonrisa—. ¿Qué dices tú, Ardashir?

El líder tiró de las riendas y levantó una mano de largos dedos.

—Shoron, tú tienes buena vista. Mira al sur, donde el camino rodea el saliente de la colina, puede que a unos siete pasangs.

—No veo nada. La lluvia es como una nube en este país.

—Espera un momento, se moverá. Allí está. ¿Lo ves?

El kefren llamado Shoron clavó las rodillas en los costados de su caballo y se levantó en la silla. Se protegió los ojos, como en un día de verano.

—Por la plaga de Mot, eso es infantería, una columna en marcha hacia aquí. Cuento… Maldita lluvia. Tal vez cinco mil hombres; la columna mide al menos un pasang de longitud. Puede que más.

—Bendita sea tu buena vista, Shoron —dijo Ardashir. Miró a la larga caravana de jinetes, carretas y mulas detrás de él. Su montura captó su estado de ánimo y empezó a removerse con impaciencia. Ardashir le siseó—: Tranquilo, Moros, no seas estúpido. —Sacudió la cabeza—. Esto no es bueno. Tendremos que abandonar las carretas; hasta la infantería avanza más aprisa que esos malditos trastos. Traed las mulas. Hay que acelerar el paso y regresar a la ciudad. ArKarnosh, recorre la columna e informa a los demás. Hay que retroceder por donde vinimos. Date prisa.

—Creí que teníamos a todos los macht derrotados o encerrados en la ciudad —dijo Shoron.

—Son un pueblo testarudo —replicó Ardashir—. No aceptan fácilmente la derrota.

Los hombres en la vanguardia de la columna de infantería vieron a un puñado de jinetes en la distancia, medio ocultos por la lluvia; alcanzaron la cresta de una colina y desaparecieron. La lluvia se volvió gélida, y el día se cerró sobre ellos. Una nube de vapor surgía de los hombres que marchaban cubiertos con su armadura. Sus escudos llevaban el signo de alfos de Avensis, y más atrás en la columna, el signo de piros de Pontis. Marchaban obstinadamente, por millares, con los rostros vueltos hacia el norte y las líneas de asedio de Machran.

—Vaciad los bolsillos, caballeros. Veamos cómo ha contribuido cada uno a la comida del día —dijo Sertorius.

La banda en torno a la maltrecha mesa murmuró por lo bajo e hizo lo que se le pedía, como niños grandes obedeciendo a un maestro. Sobre la madera marcada por las quemaduras cayeron trozos de tubérculos, una tira de carne salada, queso azulado por el moho y algunas cortezas de pan, duras como la propia madera de la mesa. Una pausa, y Sertorius les miró a los ojos uno por uno. Cayó una segunda lluvia de trozos de comida, muy parecida a la primera.

—Ahora lo otro. No escondáis nada, hermanos. Estamos todos juntos en esto.

Hubo una pequeña cascada de monedas tintineantes. Óbolos de bronce en su mayor parte, pero también había alguna hebra de plata, y al final Bosca esbozó una sonrisa amarillenta bajo su barba y depositó un óbolo de oro sobre el montón. Se hizo el silencio mientras los demás hombres de la mesa lo contemplaban.

—Bosca, ¿cómo diablos…? —empezó a decir Sertorius.

—Anoche me aventuré por la colina de la Kerusia, jefe, y una atractiva dama me regaló esto a cambio de escoltarla hasta su casa.

—¿Te la tiraste? —preguntó Adurnos. Una pregunta profesional, nada más.

—Era más vieja que mi madre, y apenas le quedaba un solo diente.

—Se la tiró, entonces —dijo Sertorius, y la mesa estalló en carcajadas.

La gente que pasaba junto al grupo de hombres en la encrucijada se detuvo un momento para ver a qué se debía la hilaridad, y luego siguió andando a toda prisa.

Estaban reunidos bajo un maltrecho toldo de tela frente a lo que había sido una taberna. Pero la taberna había sido saqueada y quemada semanas atrás, y quedaba de ella poco más que una cáscara, una buena base de operaciones para la nueva empresa de Sertorius en Machran.

Tenía siete hombres a sus órdenes, una banda cohesionada, formada por hombres que habían sido forasteros en la ciudad antes del asedio. Aparte de Adurnos y Bosca, había una pareja de hermanos de Arkadios, y tres soldados avenios que habían empeñado su armadura a cambio de oro largo tiempo atrás, y que en aquel momento se preocupaban sólo por evitar el hambre, mientras el asedio se acercaba a su fin.

La comida, o su búsqueda, era lo que les obsesionaba a todos, como le ocurría a cualquier persona aún con vida en el interior de las murallas. Las raciones de grano se habían reducido a la mitad, y apenas bastaban para mantener en pie a un niño, por no hablar de los adultos. Antimone planeaba sobre la ciudad, esperando el fin. Había profetas de ojos enloquecidos que frecuentaban las barracas y juraban que la habían visto, flotando con sus alas negras, en torno a la cúpula del Empirion por la noche.

Ya no había madera para quemar a los muertos, y los cadáveres eran arrojados cada mañana al otro lado de las murallas por grupos de hombres que cobraban en pan. Las mujeres se vendían a cambio de unas migajas, u ofrecían a sus hijos a los extraños a cambio de un bocado de comida que los mantuviera con vida un día más.

Por el Mithannon corrían macabras historias de canibalismo, pero Sertorius no les daba mucho crédito. Aún había ratas que comprar, a dos óbolos la pieza, y arqueros emprendedores habían empezado a disparar contra los cuervos que volaban en círculos sobre la ciudad como si fuera un gran pozo de carroña. No eran demasiado buenos para comer, pero mantenían vivo a un hombre.

Sertorius levantó el óbolo de oro, y palmeó a Bosca en un hombro.

—¿Veis esto, muchachos? Ahora mismo lo cambiaríamos por un pollo hervido, o medio odre de vino. Pero esto significa algo. Si conseguimos salir de este agujero de mierda, esta moneda de oro puede comprar un caballo, o ganado, o un esclavo. Hemos de recordarlo, si queremos salir de ésta sonriendo.

—Yo preferiría el pollo —dijo uno de los arkadianos.

—Ahora mismo, todos lo preferiríamos. Pero pensad una cosa, muchachos: hay casas en la colina de la Kerusia que están llenas de monedas como ésta. Cuando todo se vaya a la mierda, hemos de mantenernos unidos, y pensar en el futuro. Un día no muy lejano, ese Corvus va a tomar las murallas, y cuando eso ocurra, estaremos preparados. Habrá oro de sobra para quien sepa mantener la calma, y puede que también otras cosas. —Su rostro se endureció—. He oído decir que Phaestus, el viejo cabrón, está vivo, y viviendo cómodamente en una casa no muy lejos de la de Karnos.

—Cabrón —dijo Adurnos con vehemencia.

—Y sabemos dónde está la casa de Karnos, ¿no? Es el cabrón más rico de la ciudad; pensad en lo que debe tener ahí almacenado.

—Esa putita morena —dijo Bosca, pasándose la mano por la enmarañada barba—. Por Phobos, jefe, moriría feliz si pudiera meterle la polla antes de irme.

Sertorius golpeó la mesa con el puño.

—Ahí lo tenéis, entonces. Esperaremos a que esto termine, muchachos, nos mantendremos alejados de las otras bandas callejeras, y pasaremos desapercibidos. Luego, cuando empiece el espectáculo, subiremos a la Kerusia, ajustaremos algunas viejas cuentas y nos llenaremos los bolsillos. Si jugamos bien nuestras cartas, todo esto puede acabar felizmente. ¿Estáis conmigo?

En torno a la mesa, los hombres gruñeron su asentimiento.

También había hambre al otro lado de las murallas. Las carretas de aprovisionamiento llegaban traqueteando del este sin cesar, pero nunca había suficiente para todos, y los hombres en los diversos campamentos del ejército de Corvus empezaban a inquietarse.

Habían comenzado las deserciones, lanceros de leva que se hartaban de las hileras de tiendas, las escasas hogueras y el hambre persistente. Aquella guerra no era como habían imaginado.

Corvus recorría los campamentos con una escolta de Cabezas de Perro, y los Compañeros de Ardashir patrullaban por las empalizadas sin cesar para evitar que los hastiados convirtieran su descontento en acciones, pero, pese a la llegada de nuevos reclutas de las ciudades del este, había una inquietud creciente en el ejército, la sensación de que su general podía haberse equivocado en sus cálculos.

Los rumores volaban como cuervos; Maronen se había rebelado, y el levantamiento había sido reprimido por la guarnición después de una batalla sangrienta que había teñido las calles de rojo. Hal Goshen y Afteni hervían de descontento, y los refuerzos destinados al ejército que rodeaba Machran habían tenido que dedicarse a reforzar las guarniciones.

Lo más inquietante de todo eran los informes de que la Liga Avenia se había recuperado de su derrota del año anterior, y estaba reuniendo un ejército para socorrer a Machran. Según los rumores del campamento, aquel ejército estaba ya en marcha. Pronto Corvus se vería atrapado entre dos fuegos, y el sitiador quedaría rodeado y en inferioridad numérica.

—Hay parte de verdad en algunos de los rumores —dijo Corvus. Estaba frente a la mesa de los mapas con la reluciente coraza negra de su padre, oscura y amenazadora, en su soporte detrás de él.

Frente a la mesa estaban todos los oficiales superiores del ejército, excepto uno.

—He tenido noticias de Ardashir esta tarde. Está en las colinas, a veinte pasangs al sur de nuestras líneas, en una expedición de aprovisionamiento con doscientos Compañeros y una caravana de carretas. —Corvus dejó que sus extraños ojos brillantes recorrieran el grupo de hombres silenciosos frente a él. Rictus estaba allí, con las mejillas hundidas, y flaco como un lobo en invierno. Junto a él estaba Fornyx, y luego Teresian, el tuerto Demetrius, el moreno Druze y Parmenios, no tan rechoncho como antes y vestido con armadura igual que el resto.

—Parece que nuestros amigos de la Liga han empleado los meses de invierno con cierto provecho. Se han recobrado, y han reconstruido una especie de ejército. Ese ejército marcha ahora mismo en socorro de Machran.

Los hombres ante él no dijeron nada, pero lo miraron fijamente. No hubo especulaciones ni preguntas. Llevaban demasiado tiempo en aquel oficio. Corvus les sonrió, con su rostro pálido reluciente como un hueso.

—Estará aquí por la mañana.

En aquel momento si reaccionaron. Frunciendo el ceño, Rictus tomó la palabra.

—¿Cuántos hombres?

—Ardashir calcula que unos siete mil, todos lanceros.

—Los defensores harán una salida cuando se enteren —gruñó Demetrius—. Aunque estén medio muertos de hambre, van a salir.

—Sí, saldrán —dijo Corvus—. Y ahí está nuestra esperanza. —Se inclinó sobre la mesa de mapas. Al principio, había estado cubierta de mapas de todo el este de las Harukush, con las ciudades marcadas sobre ellos como cerezas, manchas de cera roja con nombres antiguos. Pero sólo quedaba una gran hoja de papel, con las esquinas sostenidas por copas de vino vacías, sobre la que habían dibujado el contorno de las murallas de Machran.

«Hemos llegado a esto», pensó Rictus, mirando el mapa. «Una sola ciudad, y mañana, un solo día. Como una punta de lanza».

Corvus le miró a los ojos y sonrió. Parecía hervir con una energía apenas reprimida; había casi una especie alegría en él. Siempre parecía más feliz en los momentos culminantes de los grandes acontecimientos, fueran buenos o malos.

—Observad nuestras líneas, caballeros. Estamos muy divididos, para controlar la ciudad. Ese trabajo ya está hecho. A partir de mañana, ya no importará, de un modo u otro. De modo que tengo intención de volver a consolidar este ejército, pero sólo para dividirlo de nuevo.

Todos levantaron la cabeza y le miraron, desconcertados. Su mano recorrió el mapa.

—Druze, quiero que abandones tu campamento en el Mithos y traslades a tus hombres aquí, con el cuerpo principal. Teresian, tú llevarás tus morai al sur, para reunirte con Demetrius. Ardashir concentrará a los Compañeros también allí contigo. Rictus, tú llevarás a los Cabezas de Perro… —Levantó la cabeza—. ¿A cuántos habéis entrenado ya?

—A seiscientos.

El rostro de Demetrius se oscureció.

—Por eso Teresian y yo tenemos pocos hombres en nuestras morai: nuestros mejores hombres llevan semanas pasándose a Rictus y Fornyx. Los muy cabrones quieren una de esas capas rojas.

—Quiero a los Cabezas de Perro frente a la puerta principal del sur —dijo Corvus, interrumpiendo cualquier comentario sobre el tema—. Cuando Karnos salga, será desde allí, para ir al encuentro del ejército que marcha hacia el norte. Rictus, tú le recibirás y le obligarás a retroceder de nuevo hasta la ciudad. Ésa es tu misión. Demetrius, Teresian, cada uno de vosotros cederá una morai entera al mando de Rictus.

Ambos mariscales se tensaron al oírlo.

—Corvus… —empezó a decir Teresian.

Corvus levantó una mano.

—Estas cosas no se votan, hermano. Ya has oído mis órdenes. —Se volvió hacia Druze—. Amigo mío, tú también asignarás a mil de tus igranianos a ayudar a Rictus. Luego tomarás el mando del resto, más las otras dos morai que tenemos aquí en este campamento, y trabajarás con Parmenios y sus máquinas.

Druze miró pensativo al hombrecillo que era el secretario de Corvus, a la sazón vestido con una coraza de lino reforzada con escamas de bronce. No le sentaba bien; había sido fabricada para un hombre más alto. Pero Druze se limitó a asentir.

—Estoy impaciente por ver finalmente en acción esas cosas que has construido, Parmenios. ¿Estarás conmigo en la muralla?

Parmenios miró directamente a los ojos negros de Druze.

—Supervisaré el avance de mis hombres desde la retaguardia. No soy un soldado.

—Bueno, estamos de acuerdo en algo, entonces —dijo Druze, y le guiñó un ojo.

—Yo estaré con Demetrius, Teresian y los Compañeros, al sur de las posiciones de Rictus —dijo Corvus—. Me enfrentaré al ejército de socorro y lo derrotaré. Luego daré la vuelta y ayudaré a los hombres de Rictus a forzar una entrada en la ciudad. —Observó a los hombres en torno a la mesa. Todos contemplaban la silueta de Machran sobre el mapa, como imaginando la sangre y el caos del día siguiente—. Si tenéis preguntas, hermanos, os escucho.

—No es una pregunta, sino un hecho —dijo Fornyx. Miró a Corvus con hostilidad mal disimulada—. Si eres derrotado por el ejército de socorro, el grupo de Rictus será destruido por completo, no podrá retirarse.

—Más vale que no me derroten, entonces —dijo Corvus.

Aquella noche el ejército abandonó sus campamentos del oeste y el norte de la ciudad. Los hombres dejaron las tiendas en pie y las hogueras encendidas detrás de ellos. Marcharon en silenciosas columnas a través de la oscuridad, siguiendo las líneas de las empalizadas que rodeaban la ciudad. Llevaban sólo las armas y armaduras que necesitarían por la mañana, odres de agua y unas cuantas tortas secas que roer antes de que saliera el sol.

La posición del ejército y los planes de Corvus para él se habían transmitido a todos los centuriones, y los hombres los comentaban en susurros mientras marchaban en largas hileras. Lentamente, el ejército asumió que había llegado el fin. Por la mañana, capturarían Machran o se enfrentarían a una derrota total. Pero, de un modo u otro, el largo asedio habría terminado.

—¿Los rumores son ciertos, entonces? —preguntó Kassia. Apretó las manos, con los nudillos tan pálidos como su rostro.

—Son ciertos. —Karnos la besó—. Parnon debe tener la oratoria del mismo Gestrakos. Un muchacho de su columna cruzó las líneas ayer. El ejército de la Liga estará ante las murallas dentro de pocas horas. Cuando salga el sol, abriremos las puertas y saldremos a su encuentro. Corvus quedará atrapado entre nosotros, como una nuez lista para ser cascada.

La luz en los ojos de ella se apagó.

—¿Irás con ellos? Creí que Kassander…

—Estaré con esos hombres, Kassia. No querría que fuera de otro modo.

Ella se apoyó en él y le enterró la cabeza en el pecho.

—No hay necesidad. ¿Qué importancia tiene un hombre más?

—Llevo semanas escondido en una litera cerrada, con miedo a caminar por las calles de mi propia ciudad. Karnos, el portavoz de Machran. Pero también soy un ciudadano de este lugar. Tengo derecho a empuñar una lanza en su defensa.

Kassander apareció en el umbral.

—¡Karnos! —Se detuvo en seco al ver a su hermana en brazos de Karnos—. Kassia, por el amor de Dios, déjalo en paz. Podrás besarle todo lo que quieras después del matrimonio. Karnos, tenemos que irnos. Las morai se están concentrando en la puerta del sur.

—Ve tú, Kassander. Yo tengo un par de cosas que solucionar aquí.

—Bien, date prisa. Faltan dos horas para que amanezca. —Desapareció del umbral, pero volvió a aparecer dos segundos después. Entró tintineando en la habitación, vestido ya con la armadura completa y el yelmo bajo el brazo. Se inclinó sobre Kassia y la besó en la frente—. Cuídate, hermana.

—Y tú cuida de él por mi, Kassander.

Kassander resopló.

—Es lo bastante grande y feo para cuidar de si mismo. ¡Karnos, date prisa! —Desapareció de nuevo.

—También podías haber expresado buenos deseos para tu hermano, ¿no? —dijo Karnos con una sonrisa.

—Me conoce bien, y sabe lo que le deseo, Karnos.

—Ven conmigo. —La tomó de la mano—. Quiero que me ayudes en una cosa.

La larga habitación, con el armario de Framnos en un extremo. Todas las lámparas de la casa estaban encendidas, y todo el mundo estaba despierto y en movimiento, aunque todavía era noche cerrada. Polio estaba allí, y también todos los esclavos de la casa. En un rincón estaba Rian, con Ona a su lado, y junto a ellas aguardaba Philemos. Llevaba una coraza de soldado.

La puerta del armario estaba abierta, y la Maldición de Dios que había pertenecido a Katullos era visible en su interior, como un icono de sombras. Karnos la levantó y se la tendió a Kassia.

—Ayúdame a ponérmela.

Ella no deseaba tocarla, pero cuando él se la colocó sobre los hombros, Kassia abrochó los cierres que sostenían juntas las dos mitades, y tiró de las hombreras, que se cerraron sobre sus clavículas.

Karnos suspiró. La coraza pareció adaptarse a él. Ya no estaba grueso, y el material negro de la armadura se cerró en torno a su torso y adquirió su forma, como un pellejo negro que encajara perfectamente con los contornos de su cuerpo.

—Ahora eres por fin un portador de la Maldición —dijo Kassia. Había lágrimas en sus ojos.

Él le apretó el brazo un momento, y se adelantó hacia la mesa donde aguardaba el resto de su panoplia. Un sencillo yelmo de bronce, un escudo marcado con el signo de Machran, una lanza y una drepana curva en la vaina de un cinturón. Pero no tocó aquellas cosas, y en su lugar levantó una pequeña llave de hierro.

Se acercó a Polio, y aplicó la llave al collar de esclavo del anciano. Lo abrió con un chasquido, y se lo quitó cuidadosamente del cuello.

—Eres libre, amigo mío. Sólo lamento no haberlo hecho antes.

Polio se frotó la garganta. Miró a Karnos como un padre severo. Había un destello en su mirada, aunque su expresión no cambió.

—Nunca he sido un esclavo en esta casa —dijo.

Karnos le entregó la llave.

—Libéralos a todos, Polio. Pueden marcharse o quedarse, como quieran. No poseeré más esclavos.

Algo parecido a una sonrisa cruzó el rostro de Polio.

—Has crecido, Karnos.

Karnos se palmeó el costado de la coraza negra.

—Yo creí que había encogido.

Los dos hombres se miraron. Con Karnos delgado y demacrado, casi podían haber pasado por padre e hijo.

—Estaré aquí cuando regreses —dijo Polio—. Éste es mi sitio.

Karnos asintió. Se volvió hacia Philemos y las hijas de Rictus.

—Quedaos aquí. Las calles no serán seguras. Mejor quedarse tras unas paredes resistentes mañana, pase lo que pase.

—Iré contigo —dijo Philemos, y Rian le apretó un brazo.

—Eres necesario aquí —le dijo Karnos—. Quédate en mi casa, y protege a las personas que amas. Serás más útil aquí que en una fila de lanceros. —Esbozó media sonrisa—. Éstas son mis órdenes, como portavoz de Machran.

Luego regresó a la mesa y se cubrió la cabeza con el yelmo de bronce.

El sol empezó a salir, y con el amanecer el silencio se apoderó de la ciudad. Las murallas estaban cubiertas de soldados de Machran, Arkadios y Avennos, y en la plaza junto a la puerta principal del sur había concentrada una gran masa de lanceros, formada por miles de hombres, que aguardaban en silencio, contemplando el gris que iba tiñendo el cielo.

Sobre la castigada llanura frente a las murallas, el ejército de Corvus también había formado, concentrado al este y al sur de la ciudad. Los hombres permanecían en filas ordenadas, esperando como sus enemigos del interior.

Y, sobre las colinas del sur, apareció un tercer ejército. Pasó de formación en columna a línea de batalla, y cuando el sol apareció sobre las montañas de Gosthere al este, los hombres que marchaban en sus filas empezaron a entonar el Peán, el himno fúnebre de los macht, y el sonido cruzó la llanura y llenó el aire como el trueno de una tormenta inminente.