La muerte y los dioses
Como una bestia perezosa, el ejército de Corvus despertó en sus campamentos. Con la llegada de las primeras nieves, al estilo efímero del invierno en las tierras bajas, las morai del conquistador emprendieron de nuevo la marcha.
El tren de intendencia estaba al fin en condiciones, y varios grupos de trabajo se dedicaron a reparar las partes inundadas de la carretera que conducía al este. Miles de habitantes de las tierras bajas habían sido reclutados y obligados a trabajar talando árboles y arrancando piedras. El campamento principal, sobre la carretera, adquirió un aspecto más permanente cuando las tiendas pardas del ejército se irguieron en pulcras hileras, con calles delimitadas con cuerdas entre ellas. Y el ejército se extendió hacia el norte y el sur, como un pulpo con las patas hechas de lanceros armados.
Teresian condujo a dos morai al oeste, a lo largo de las murallas de la ciudad, y acampó frente a la puerta principal del oeste. Demetrius y otros tres mil lanceros se instalaron al sur, cortando la carretera de Avennon. Druze llevó al norte a dos morai de lanceros e igranianos, más nutridas de lo habitual, y empezó a construir un fuerte con empalizada frente al Mithannon, a orillas del rio Mithos. Una de las primeras cosas que hizo fue recoger a los muertos medio descompuestos del último asalto del ejército y reunirlos en una pira, para quemarlos junto a las cenizas de los defensores.
Corvus se quedó frente a la puerta principal del este con el grueso del ejército, la caballería y la intendencia.
En torno a las murallas se levantaron varias empalizadas de troncos afilados, interrumpidas por torres de vigilancia, con luces de señales en los puntos clave, listas para ser encendidas si los defensores decidían hacer una salida y enfrentarse a la creciente encerrona que sufría la ciudad.
Machran fue rodeada por completo, todas las carreteras cortadas, y todos los medios de salida de la ciudad vigilados por hombres armados. Estaba aislada del mundo exterior.
—¿Qué va a ser esta mañana? ¿Otra vez ese maldito caldo de cebada? Apártalo de mi —espetó Rictus.
Fornyx sopló sobre el cuenco humeante.
—Al menos está caliente. Casi todo el ejército desayuna pan rancio y carne de cabra tan pasada que bala cuando te la metes en la boca.
—Me iría bien un poco.
—Severan dice que no puedes tomar nada estropeado; estás demasiado débil. Ahora sé un buen chico y tómate el maldito caldo.
Rictus gruñó de dolor mientras se sentaba en la cama para tomar el cuenco de manos de Fornyx.
—¿Cómo puede curarse un hombre sin un poco de carne ni una gota de vino?
—No tengo ni idea. —Fornyx se reclinó en la silla de cuero y cerró los ojos un segundo. A su lado, el brasero emitía algo de calor, y el aire de la tienda estaba viciado.
—Abre la puerta, ¿quieres? No puedo respirar aquí dentro.
Fornyx volvió a abrir los ojos.
—¿Es que quieres contraer una fiebre de pulmón? La semana pasada estabas tumbado de espaldas, tosiendo porquería verde y hablando con gente que no estaba allí. Severan dice que otra fiebre acabaría contigo. Ya no eres el jovencito de antes, hecho de cuero y orín de caballo. Ninguno de nosotros lo somos.
—Pues habla conmigo, Fornyx. Cuéntame las noticias.
Fornyx miró atentamente a su amigo. Rictus había quedado reducido a lo esencial para la vida: tendones, huesos y músculos fibrosos. Su cráneo parecía demasiado grande para su cuerpo, pese a la anchura de sus hombros, y había perdido el color propio del aire libre, el viento, el sol y la nieve. Su rostro tenía la palidez de un inválido, y bajo sus ojos había ojeras azules que no habían estado allí antes.
Parecía un anciano. Por primera vez, Fornyx vio al hombre maduro que había en él. El joven que se había unido a los Diez Mil tanto tiempo atrás había desaparecido por completo.
—No hay mucho que contar. No ha habido batallas dignas de tal nombre; estos días sólo hemos manejado palas y hachas. Los hombres dedican el poco tiempo libre que tienen a explorar el desierto helado que han creado en busca de un rábano o una cebolla que hayan pasado desapercibidos. No hay un solo olivo ni una viña en pie en veinte pasangs a la redonda, e incluso la hierba parece estar marchitándose. Ardashir ha tenido que trasladar a los caballos diez pasangs más al este. Esos grandes caballos kufr empiezan a parecer piel y huesos. Cuando el último muera, ni siquiera valdrá la pena comérselo.
Rictus tosió sobre su caldo e hizo una mueca, con la mano apoyada en el costado.
—¿Y los hombres? ¿Nuestros hombres?
Fornyx frunció el ceño.
—Corvus los ha convertido en una especie de guardia personal. Ahora que nuestro número se ha reducido, nos utiliza como mascotas. Sólo tenemos un sentón escaso de hombres vestidos de escarlata. Los que están aquí seguirán hasta el final. Kesiro está obsesionado con el saqueo de Machran. Valerian no dice gran cosa. Creo que este tipo de guerra no le gusta demasiado.
—¿Es que le gusta a alguien? ¿Qué sucede en la ciudad? ¿Tenemos alguna pista?
—Machran es ahora un lugar diferente, Rictus, un mundo aparte del nuestro. No hay entradas ni salidas; la ciudad está sellada. Si nosotros pasamos hambre, con provisiones llegando desde el este y los grupos de aprovisionamiento en marcha noche y día, imagina lo que debe ser dentro de esas murallas, con más de cien mil bocas que alimentar.
—Si todo lo que tuvieran para comer fuera esta mierda, abrirían las puertas mañana —dijo Rictus, dejando el cuenco a un lado. Volvió a tumbarse en la cama (la habían construido especialmente para él por orden de Corvus) y miró a su viejo amigo—. Druze dice que ibas a dejar el ejército cuando me creías muerto.
Fornyx se encogió de hombros.
—Ya no parecía tener mucho sentido.
—Tú eras el que estaba ansioso de formar parte de la historia, Fornyx. Es esto; ahora mismo estamos haciendo historia. Hubo ocasiones en el Imperio en las que desee tumbarme y morir, muchas veces…
—Una vez te dije que aquello debió parecer una pesadilla de Phobos. Tenía razón.
—Bien, entonces.
—Al menos en el Imperio sabías adónde ibas, Rictus. Aquí, miro a mi alrededor y me pregunto de qué servirá todo esto. ¿Estamos aquí para convertir a Corvus en rey?
—Creo que sí.
—¿Y estás satisfecho con ello? ¿Ese muchacho mestizo dirigiendo a los macht, como un tirano kufr?
—No es tan malo como lo pintas.
—Oh, ya lo sé. Ahora sois como familia. Lo veo, Rictus. Estaba casi loco de alegría cuando Ardashir te trajo de regreso de entre los muertos.
—Es el hijo de Jason, y su padre murió por mi culpa.
—No puede mantener esa deuda sobre tu cabeza durante toda su vida; ni siquiera conoció a su padre.
—Yo si le conocí —dijo Rictus con firmeza—. Era un hombre mejor que ninguno de nosotros, y su madre una buena mujer.
—Una kufr.
—Una kufr, sí. ¿Acaso importa?
—La mayoría de los paletos de este ejército no tiene ni idea de que su querido general tiene sangre kufr en sus venas. ¿Qué crees que harían si lo descubrieran?
—Nada. Tiene la suerte de su lado, Fornyx. Conociéndolo, eso sólo serviría para aumentar su misterio.
Fornyx bajó la cabeza.
—De acuerdo, de acuerdo. Me oigo a mí mismo, y parezco un recluta protestón que echa de menos la teta de su madre. Esta guerra a gran escala es nueva para mí. Faltan demasiadas caras en torno al centos, Rictus, hombres con los que tú y yo habíamos marchado durante años. Cayeron por docenas sobre aquella muralla, y en Afteni.
—Habrá otros, Fornyx. Los rostros siempre han cambiado. ¿No te ha ordenado reclutar?
Fornyx se echó a reír.
—Si. Ha autorizado a cualquier lancero del ejército a intentar ser uno de los nuestros. Valerian y Kesiro los tienen haciendo cola frente a sus tiendas cada mañana, jóvenes deseosos de llevar esa capa escarlata y hacerse llamar Cabezas de Perro. Hubo una época, Rictus, hace años, en que había mercenarios en todas las ciudades, y la capa roja no era más que un símbolo de vergüenza. Ahora, desde el regreso de los Diez Mil, y con esta campaña, las cosas han cambiado.
—Un honor —dijo Rictus.
—Sí. ¿Quién lo hubiera pensado?
—Tomaremos a los mejores y reconstruiremos a los Cabezas de Perro, Fornyx —dijo Rictus, palmeando la mano de su amigo.
Fornyx sonrió, con un destello de su antigua personalidad lobuna.
—Les haremos ejercitarse hasta que vomiten.
En la retaguardia del campamento que se extendía sobre la carretera de Goshen, al este de Machran, se había levantado una construcción vallada de hierro y madera. En su interior, el secretario de Corvus, Parmenios, era el amo y señor, y había reclutado a todos los carpinteros y herreros que pudo encontrar desde Machran a Afteni.
Cada día las carretas entraban en el recinto, cargadas de madera, limaduras de hierro y carbón, y las forjas relucían y resonaban día y noche. En el centro del recinto empezaron a elevarse unas estructuras altas, que crecían de día en día, y las nuevas órdenes recorrieron todo el campo. Llegaron rebaños de ganado vacuno, que fueron sacrificados por la carne que devoraría el ejército, y luego despojados de sus pieles.
Pronto el hedor de una curtiduría se sumó al humo de las rugientes forjas, y Corvus instaló centinelas en torno a aquel extraño proyecto de Parmenios, la mayor parte de ellos kufr, miembros de los Compañeros. Expulsaban a todos los soldados curiosos que se acercaban a la colina para ver qué sucedía, y el ejército hervía de especulaciones mientras transcurrían los últimos días del año, y la noche oscura del pleno invierno caía sobre la tierra.
A casi doscientos pasangs al sureste, la ciudad de Avensis se erguía sobre su risco, dominando la amplia llanura entre Nemasis y Pontis. Un gran puesto comercial, un nudo en las rutas de caravanas que convergían antes de desembocar en la carretera imperial, también era el miembro más rico de la Liga Avenia después de la propia Machran.
Los hombres de Avensis habían combatido en Afteni y caído por centenares. La Kerusia había decidido esperar acontecimientos, aconsejada por Ulfos, el polemarca, que había estado en Afteni y había visto en primera persona el poder del ejército de Corvus.
Se habían reunido en la ciudadela, un espacio abierto y rodeado de columnas que contemplaba la fértil llanura de abajo. Ulfos estaba sobre el mármol gris y veteado, soplándose en las manos.
Había llegado el invierno, y el frío era intenso incluso tan al sur, aunque de momento no había nieve en el suelo. El círculo de la Kerusia era un buen lugar para reunirse en un día de verano, con el cielo azul cerúleo sobre las cabezas, pero aquel día había una desolación en el aire que correspondía al estado de ánimo de los hombres sentados en el semicírculo de bancos de piedra.
Parnon, el portavoz de Avensis, se levantó al modo clásico, con el himatión doblado sobre un antebrazo. Extendió el otro hacia Ulfos.
—General, has dicho que tenías noticias. Mejor será que las comuniques rápidamente. —Uno de los ancianos de la Kerusia detrás de él estornudó, y hubo un murmullo, rápidamente silenciado por una mirada del solemne Pamon, con su larga barba erizada como un cepillo.
Ulfos se volvió y señaló a la antecámara de detrás. Al ver su gesto, una figura flaca y maltrecha entró cojeando en el círculo de la Kerusia, un joven sucio y melenudo, con la capa hecha jirones y los pies desnudos y ensangrentados.
—Esto no puede ser bueno —murmuró uno de los ancianos a su vecino.
—Habla, muchacho —dijo Ulfos—. Entrega lo que llevas al portavoz, y luego dile lo que me dijiste a mí.
El muchacho miró a la Kerusia, se metió la mano en la capa y extrajo un rollo de pergamino, maltrecho y manchado por la lluvia. Se lo tendió a Parnon.
—Señoría, éste es un mensaje del propio Karnos de Machran, con su sello sobre él; y no está roto, me he asegurado bien de ello.
Parnon miró el pergamino como si el muchacho le hubiera puesto un excremento en la mano. Su mirada recorrió el círculo de la Kerusia, y luego rompió el sello y desenrolló el papel. Sus labios se movieron, y su rostro se volvió duro y firme. Volvió a mirar al muchacho.
—¿Cómo has llegado hasta aquí? —preguntó.
—Corriendo, señoría.
—¿Corriendo? ¿Todo el camino?
El muchacho se apoyó una mano abierta en el pecho, como si buscara el latir de su propio corazón.
—Todo el camino, lo juro. Karnos me hizo prometer que no me detendría por nada, y que no hablaría con nadie durante el camino.
—¿Envió algún otro mensaje?
—Me pidió que te dijera que no habría más mensajes.
Parnon asintió.
—¿Cómo te llamas?
—Fidias, señoría.
Parnon se acercó al muchacho y le apoyó una mano en el hombro.
—Has hecho algo de gran valor, Fidias, y te lo agradezco. —Miró a Ulfos, que estaba mordiéndose las uñas, con la capa envuelta en los brazos—. Ocúpate de este joven. Creo que vale mucho. Ahora vete, Fidias. Parece que un baño y una comida caliente no te vendrían mal.
El rostro del chico se iluminó.
—¡Gracias, señoría!
A un gesto de Ulfos, salió de la habitación. Su paso tenía un aire peculiar, al mismo tiempo ágil y dolorido. Parnon arrojó el pergamino sobre el suelo de mármol del círculo.
—Machran está sitiada. El fracaso del primer asalto no hizo mella en la determinación de Corvus. Tiene las murallas rodeadas y está construyendo un anillo de fortalezas para sellar enteramente la ciudad. Karnos dice que Machran podrá subsistir tal vez un mes antes de empezar a pasar hambre. Pide que las fuerzas de la Liga se reúnan para hacer un intento de socorro lo antes posible.
Se inclinó y volvió a recoger el pergamino, con los ojos oscurecidos.
—Todo esta decidido, entonces —dijo un miembro de la Kerusia, con la respiración siseante en la garganta—. Machran está acabada.
—Sin nuestra ayuda —dijo Parnon.
—Ya prestamos nuestra ayuda, y vimos a nuestros hombres quemados frente a Afteni —dijo otro amargamente—. Hemos hecho suficiente. ¿Olvidas que Machran no nos ofreció ninguna ayuda hace quince años, cuando Pontis nos atacó?
Parnon levantó una mano.
—No revolvamos el pasado. Tenemos suficiente con ocuparnos del presente.
—Pensé que Machran tendría más reservas de comida —dijo otro.
—Las tenían. —Era Ulfos quien había tomado la palabra. Se mordía la uña como un terrier con una rata—. Llegaron a la ciudad tantos refugiados de Arkadios y otras ciudades del interior que el número de habitantes pasó a exceder el habitual. Demasiadas bocas que alimentar.
Parnon se golpeó el labio superior con el arrugado pergamino.
—¿Cuántas lanzas podemos reunir todavía, Ulfos?
—Unas tres mil, si no dejamos nada atrás.
—¿Crees que podríamos persuadir a los otros polemarcas de reunirnos aquí? ¿Los de Pontis o Arienus?
—Corvus ya los derrotó una vez, Parnon. ¿Qué te hace pensar que se arriesgarán a otra tirada de tabas?
Parnon levantó el pergamino.
—Corvus perdió a mil hombres en su asalto fallido. Tendrá que destinar a más para contener a Arkadios, Afteni y las demás ciudades del interior. No tiene nada comparable al número de hombres que se enfrentaron a nosotros al principio. Si no lo intentamos de nuevo ahora, todo habrá terminado para Machran.
—Si Machran cae, nadie podrá resistirle —dijo otro miembro de la Kerusia, un anciano que golpeó con fuerza el suelo con su bastón de madera de olivo—. Las ciudades de la costa de Planae no tienen ejércitos dignos de tal nombre; Minerias produce vino, no guerreros. Son blandos, inútiles. Quedamos nosotros, Pontis y Arienus. Ahí están todas las pelotas que quedan en esta parte del mundo. Por Phobos, si yo fuera joven de nuevo…
—Therones tiene razón —dijo Parnon—. Lo mejor de las ciudades guerreras macht ha desaparecido ya, o estuvo en Afteni con nosotros. Debemos volver a reunirlas. Intentarlo vale la pena. Yo mismo iré a Pontis.
—Entonces será mejor que corras tanto como ese valiente muchacho de los pies ensangrentados —ladró el viejo Therones, y volvió a golpear el suelo con su bastón.
Al norte, por la antigua ruta de las caravanas que se escurría entre las colinas y seguía el camino más rápido, como una corriente de agua. Las carreteras estaban pardas, llenas de barro endurecido, y poca gente viajaba por ellas en aquella oscura época del año.
Las tierras al sur de Machran no habían visto aún a las huestes de Corvus en todo su poder, pero habían soportado las expediciones de aprovisionamiento que enviaba para alimentar a su ejército, y la gente de las pequeñas granjas y ciudades al sur de Machran se había maravillado ante la visión de los Compañeros sobre sus caballos kefren, altos y negros, bestias descendientes de los caballos de Niseia, en los que cabalgaba el propio Gran Rey.
Los kufr que los montaban hablaban macht, a su modo, y a veces incluso pagaban el grano que tomaban y los animales que se llevaban. Nunca limpiaban un distrito por completo, sino que dejaban las semillas y los animales suficientes para iniciar nuevos cultivos y rebaños cuando se iban.
Los pequeños granjeros de las llanuras en torno a Gast, Nemasis y Avennos no sabían qué pensar de ellos; eran más disciplinados que los ejércitos de ciudadanos que habían pisoteado sus tierras desde tiempo inmemorial, y su aspecto extranjero les prestaba una especie de fascinación exótica.
Había quienes se encolerizaban al pensar en kufr saqueando el campo de los macht, pero en su mayor parte se guardaban sus opiniones, como hacían tantos en aquellos días.
De nuevo al norte por la antigua ruta de las caravanas, a través de una tierra cada vez más vacía. Las partidas de aprovisionamiento de Corvus no encontrarían nada allí, pues Karnos había desnudado ya el campo en sus preparativos para el asedio, y los habitantes locales habían preferido huir de sus granjas a morir de hambre. Lo que habían sido tierras de labor bien cultivadas se habían convertido en zonas desnudas y estériles, con casas vacías abiertas a la lluvia y la nieve.
Y finalmente la propia ciudad, el centro del mundo invernal, el tema de conversación en todas las tabernas desde Sinon a Minerias.
Machran siempre había sido una ciudad muy poblada, incluso antes del sitio, pero con la adición de los refugiados que habían seguido a los lanceros en retirada en vez de quedarse a vivir en sus propias ciudades ocupadas, las condiciones del lugar se habían deteriorado. Los espacios vacíos que habían existido en el interior de las murallas habían dejado de ser parques o jardines para convertirse en barrios de barracas; miles de personas vivían en cobertizos improvisados, hacinadas en cualquier espacio disponible.
Habían empezado las primeras muertes. No los fallecimientos más habituales entre los ancianos y los muy jóvenes, sino muertes causadas por la enfermedad y la intemperie. Los ancianos morían igual que siempre, pero en mayores cantidades, al no poder pagarse la comida o la leña a los precios desorbitados que imperaban en la ciudad. La Kerusia había tratado de eliminar el mercado negro, y había ahorcado a los peores especuladores en un cadalso recién erigido cerca del Amphion, pero el mercado negro seguía floreciendo en el Mithannon, y demasiada gente dependía de él para que fuera posible cerrarlo.
La Kerusia se reunía con poca frecuencia, y cuando lo hacia accedía prácticamente a todo lo que Karnos solicitaba. Un consejo de ancianos con su sabiduría y su capacidad de reflexión podía estar muy bien en tiempos de paz, pero durante una guerra, la esperanza se marchitaba en los ancianos más rápidamente que en los jóvenes.
En casi todos los sentidos, la ciudad era gobernada por Karnos y Kassander, con ayuda de Murchos y Tyrias. Los procesos legales se dejaron aparte durante aquel periodo, y los edictos del cuarteto se aprobaban sin ser cuestionados, pues contaban con el respaldo de todos los combatientes de la ciudad.
La cebada y avena molidas que se guardaban en los graneros de la ciudad se repartían una vez a la semana en la zona abierta en torno el Amphion, donde se había reunido la asamblea en tiempos más felices. Era difícil mantener el orden en las colas de personas hambrientas, y las calles pavimentadas resultaban cada vez más estrechas, constreñidas por los barracones improvisados de los refugiados de Arkadios.
El suelo del barrio de Avennos siempre había sido bajo, y pronto se volvió infecto a causa de las miasmas que flotaban a su alrededor, y de los efluvios de miles de personas viviendo más o menos al aire libre, que se agachaban para hacer sus necesidades en cualquier rincón apartado que encontraran.
Karnos iba a todas partes en una litera cubierta en forma de caja, transportada por cuatro de sus esclavos de más confianza. Cuando recorría las calles abiertamente, no podía dar cien pasos sin que alguna mujer le mostrara a un niño enfermo y empezara a gritarle. De modo que recorría las calles de Machran, su ciudad, observando desde detrás de una cortina temblorosa mientras los esclavos se abrían paso entre las multitudes febriles, ayudados por una fila de lanceros que no temían usar sus escudos para golpear a los testarudos o violentos y apartarlos del paso.
Observó cómo, día tras día, la gran capital de los macht, con sus altos edificios de mármol y majestuosas cúpulas, iba convirtiéndose en una alcantarilla donde reinaban los desesperados y los malvados. Poco podía hacerse para mantener el orden público, porque los lanceros eran necesarios en las murallas; así y todo, habían apagado dos grandes incendios durante la semana anterior.
Bajó de la litera frente a su casa. Polio le estaba esperando. Cerró las puertas de golpe detrás de él, dejando fuera el caos abarrotado de las calles en el exterior. Como el agua, la gente parecía concentrarse en las partes más bajas de la ciudad y no en las colinas, y la de la Kerusia estaba más tranquila que los distritos en torno al Empirion y el Amphion.
En cuanto al Mithannon, había llegado a tener su propia ley, y las bandas operaban allí con relativa impunidad. No eran las tribus callejeras de siempre, antiguas y bien establecidas en Machran, sino nuevos grupos de hombres díscolos y crueles, que no eran capaces de empuñar un arma para defender las murallas, pero si de luchar por mantener el control de los míseros callejones que consideraban su territorio.
Sin duda, era allí donde estaban Sertorius y sus acompañantes.
Habían escapado de la villa al día siguiente de su llegada, y se habían desvanecido en la enormidad de Machran. No tenía sentido tratar de encontrarlos de nuevo; encajarían bien en la anarquía reinante en el Mithannon. Karnos se alegraba de que se hubieran ido, de un modo que le hacía sentirse avergonzado. Hubiera deseado verlos muertos, como animales peligrosos que eran, pero su propio papel en la muerte de la esposa de Rictus le había dejado con la conciencia sucia. Ya no se creía con derecho a juzgar a nadie, no importaba lo que dijera Kassia.
Tampoco era el único. Phaestus se había reunido con su familia en una villa alquilada algo más abajo en la colina, y Karnos no había hablado con él desde su llegada a la ciudad. Decaía rápidamente, en cualquier caso, escupiendo trozos de pulmón a cada ataque de tos. Las alas de Antimone batían ya sobre él y, según había dicho Philemos a Karnos, al anciano no parecía importarle. Había llevado una vida intachable, pero la había terminado con un único acto brutal, y parecía pensar que aquella muerte dolorosa era su castigo.
«Todos pensamos cada vez más en la muerte y los dioses estos días», pensó Karnos. «Hacemos nuestras libaciones y bromeamos cuando tenemos el vino en el cuerpo y el lobo está lejos de la puerta, pero cuando nuestro mundo se rompe un poco, cuando entrevemos los ojos que nos observan desde más allá de la hoguera, empezamos a clamar a los dioses como niños llamando a sus padres a gritos».
—¿Algún problema? —preguntó automáticamente a Polio.
—No, amo. El turno de día de la guardia acaba de ser relevado. No hay nada digno de mención.
Dos veces en la última quincena, multitudes irritadas habían ascendido la colina en busca de la casa de Karnos, para manifestarle su resentimiento por su mal gobierno de la administración de la ciudad. En las dos ocasiones, los lanceros de Machran los habían obligado a retroceder, matando a varios de sus propios ciudadanos en el proceso.
«Ley y orden», pensó Karnos. «Al final, sólo se trata de quién tiene el palo más grande».
—¿Algún visitante?
—Está aquí el señor Philemos, y la señora Kassia te está esperando. El polemarca Kassander ha avisado por mensajero de que vendrá a cenar.
—¡A cenar! —rio Karnos—. Muy bien. Gracias, Polio.
Visitó a las hijas de Rictus. Tenían unas habitaciones a su disposición, y había contratado a una mujer arkadiana, tranquila y de mediana edad, para que cuidara de la pequeña.
En aquel momento estaba arrodillada en el suelo con la pequeña pelirroja, Ona, y entre las dos amontonaban bloques de madera frente a un escaso fuego.
Durante semanas, la niña se había retirado del mundo. Lloraba en silencio noche y día, y no quería hablar con nadie más que con su hermana, pero era capaz de quedarse absorta ante cualquier baratija o juguete sin importancia, acunándolo entre las manos durante horas.
Al menos la habitación estaba caliente, y había un par de lámparas ardiendo. Miró a los ojos de la niñera y sacudió la cabeza cuando ella hizo el gesto de levantar a la niña para que él la viera. Luego cruzó el umbral sin hacer ningún ruido, sintiéndose como un ladrón en su propia casa.
Rian, la hermosa hija mayor de Rictus, estaba en el patio interior, sentada en un banco con una manta en torno a los hombros. Philemos estaba frente a ella, conversando tranquilamente. El muchacho era un gran hablador cuando se lo proponía. Karnos apreciaba al chico; tenía coraje, aunque estaba claro que nunca sería físicamente formidable, y era evidente que estaba encaprichado con Rian.
Karnos permaneció en silencio detrás de una columna, observando a la pareja. La piel de Rian estaba pálida como una flor de espino, y su terrible experiencia le había resaltado los exquisitos huesos del rostro. La tristeza hacía que sus rasgos fueran aún más finos. Philemos había hablado a Karnos de su viaje hasta Machran, y sabía que en Rian había una fuerza digna de la de su madre muerta.
«Tenías una buena familia, Rictus», pensó Karnos. «Deberías haberte mantenido al margen de todo esto, haberte quedado en las colinas y dejado la lanza junto al umbral. ¿Cómo es posible que un hombre fuera infeliz con lo que tú tenías?»
Rian levantó la vista y lo vio allí. Philemos se detuvo a medio discurso, y tendió la mano a la muchacha. Se acercaron juntos a él, y Karnos comprendió de repente que el afecto no iba en una sola dirección.
Era Kassia quien había atraído sus miradas. Pudo oler su perfume cuando ella se le acercó por detrás y le pasó un brazo por debajo del suyo.
—El señor de la casa ha vuelto. ¿Cómo ha ido el día, Karnos?
Él le dio la mano y sonrió a Philemos y Rian.
—Ahora mucho mejor que antes. ¿Qué os parece si vamos todos a sentarnos junto al fuego y os lo cuento?