21

Las sombras de la llanura

—Mira eso —dijo Philemos, maravillado—. Es como una ciudad. Padre, ¿lo ves?

Phaestus levantó la cabeza, fatigado y flaco como un buitre moribundo.

—Es su ejército. Su maldición sobre el mundo.

Sertorius miró el oscurecido paisaje en dirección al enorme semicírculo de hogueras que se extendía a lo largo de muchos pasangs al sureste de Machran. Silbó en voz baja.

—Phaestus, amigo mío, si fuera un hombre creyente diría lo mismo que tú. Nunca he visto nada parecido.

Bosca escupió sobre la tierra endurecida por la cellisca.

—Machran aún resiste, y por lo que veo ese tipo no tiene hogueras al norte de la ciudad, junto al río. Parece que podremos entrar, jefe.

—Cierto. Seguiremos la orilla y probaremos suerte en la puerta del Mithannon. Vamos; casi hemos llegado.

Se volvió hacia las tres figuras encogidas detrás de él, espantapájaros con el cabello convertido en zarzas y ojos hundidos en la cabezas. Se inclinó y tomó un rostro en sus sucias manos, moviéndolo de un lado a otro.

—Bosca, eres un cabrón salvaje, ¿lo sabías? ¿Es que no puedes tirarte a una mujer sin usar los puños?

—Necesitaba un poco de motivación —dijo Bosca, encogiéndose de hombros—. No ponía el corazón en ello.

—Nos hará quedar mal, como matones de barrio bajo.

—Eso es lo que sois —dijo Philemos, en tono neutro.

Sertorius se acercó al muchacho de cabello oscuro con una sonrisa.

—Ten cuidado, chico; aún no estamos en Machran. He tenido paciencia contigo porque me gusta tu espíritu. Incluso te di a la chica para que hagas el tonto con ella todo lo que quieras. Pero no me presiones; cuando estoy a punto de acabar un trabajo, me pongo nervioso.

—El chico no tiene mala intención —graznó Phaestus.

—Bien; asegúrate de que hablas a favor nuestro en Machran, Phaestus; hazme quedar bien. No he hecho todo este viaje para recibir una palmadita en la cabeza y un óbolo de bronce. Yo y los míos nos hemos ganado una recompensa sustancial, trayendo a esas zorras hasta aquí.

—Llévanos a la ciudad y tendrás lo que mereces, Sertorius, te lo prometo —dijo Phaestus.

—Muy bien, entonces. ¡Arriba, señoras! Nos espera el último tramo. —Se inclino de nuevo en dirección a Aise—. Pronto ese dulce coñito tuyo podrá descansar, esposa de Rictus. Podrás pasarte lo que te queda de vida rememorando con afecto los recuerdos que te hemos dado.

Luego se volvió y acercó la cara a la de Rian.

—Sólo desearía haberte probado, mi pequeño jarro de miel. Hubiera hecho que me recordaras en tus sueños. —Se irguió—. Vamos. Adurnos, carga con la mocosa, y mantenla callada.

El pequeño grupo siguió adelante. Sertorius llevaba a Aise atada a una correa, y ella avanzaba tropezando tras él, con su rostro, antaño hermoso, magullado, hinchado y ensangrentado. Luego caminaba el corpulento Adurnos, con Ona cargada a la espalda como si fuera un saco. Los ojos de la niña estaban muertos como piedras, y cuando retenía el aliento para toser, el hombre le tapaba la boca con las manos para ahogar el ruido.

Le seguían Philemos y Rian, casi arrastrando a Phaestus. Bosca iba en la retaguardia. Se entretenía de vez en cuando empujando a la hija mayor de Rictus en la espalda, con su sonrisa amarilla reluciendo en la oscuridad.

Caminaron durante toda la noche, un maltrecho grupo de viajeros al final de su camino. Al acercarse a Machran, empezaron a oler a quemado; no era leña, sino un hedor pútrido y repugnante que flotaba denso en la noche.

—Eso es una pira funeraria —resopló Sertorius—. Y muy grande.

—Ha habido una batalla —dijo Philemos.

A su derecha, el río era ruidoso y pálido. La llanura abierta en torno a Machran parecía desierta. La ciudad y el ejército del conquistador se miraban a través de ella, como separados por un golfo de sombras.

—Esta saliendo Phobos —dijo Phaestus. Apoyó una rodilla en tierra. Philemos lo levantó de nuevo. Phaestus descargó su peso sobre los hombros de su hijo y de la hija de Rictus.

—Perdóname —dijo en voz baja a Rian.

—Mierda —dijo Sertorius—. Hay alguien. Puedo verlos. Todos abajo.

Se tumbaron sobre las filas rotas de un viñedo invernal. Las plantas habían sido cortadas y pisoteadas, pero aún eran lo bastante altas para ocultarlos. Sertorius y sus hombres sacaron los cuchillos.

Un par de sombras avanzaban a menos de doscientos pasos de distancia hacia el sur, una sosteniendo a la otra como un hombre ayudaría a un amigo ebrio. Avanzaban lenta y penosamente a través de la llanura, en dirección al campamento del ejército de Corvus.

Sertorius respiró.

—Un par de rezagados, eso es todo. Nada de que preocuparse. Arriba, arriba; vámonos antes de que la noche avance.

Aise contempló las sombras que se alejaban durante un momento, antes de que la correa de su garganta la pusiera en de nuevo en movimiento. Echó a andar de nuevo detrás de Sertorius, con la cabeza baja, los pies desnudos y ensangrentados y la piel blanca de su hombro desnudo reluciendo como un hueso bajo la luz creciente de las dos lunas.

La pira aún ardía cuando pasaron junto a ella. Las llamas se movían aquí y allá como lenguas inquietas. Había personas yendo y viniendo entre la pira y las puertas abiertas del Mithannon, y varios sentones de lanceros formados en ordenadas filas. Las mujeres gritaban y lloraban, como un coro sobrenatural en la noche, y la luz de las antorchas convertía todo aquello en una imagen oscura de sombras y fuego, una representación dramática del dolor. La compañía avanzó vacilante hacia las enormes puertas, y allí fueron detenidos por unos hombres ataviados con la panoplia completa, uno de los cuales llevaba un penacho de centurión.

—Vuestros nombres y distrito.

—Phaestus —dijo Sertorius—. Ahora es tu turno.

El anciano se irguió y pareció encontrar una última reserva de fuerzas. Se plantó ante el centurión.

—Soy Phaestus de Hal Goshen, y traigo noticias para Karnos, portavoz de Machran. Tienes que llevarme a su presencia de inmediato, a mí y a todos los que me acompañan. —Cuando el centurión no se movió, gritó en voz mucho más fuerte—: ¡Haz lo que te digo!

Le abandonaron las fuerzas. Se encogió y sufrió un ataque de tos húmeda y sangrienta.

El centurión se volvió hacia uno de sus hombres.

—Ve a buscar a Kassander.

Desde la puerta del Mithannon a la colina de la Kerusia había dos pasangs a vuelo de pájaro. La distancia aumentaba un pasang más debido a las curvas de las atiborradas calles y callejones del Mithannon. Phaestus y Aise ya no tenían energías, ni fuerzas para caminar sobre los duros adoquines de piedra entre las multitudes nocturnas.

Cuando llegó Kassander, miró uno a uno los rostros de los viajeros.

Al ver la condición de Aise, sus ojos se ensancharon, y la furia convirtió su boca en una ranura ancha y sin labios.

—¿Qué le ha ocurrido a esta mujer?

—Trató de escapar —dijo Sertorius. En pie junto al corpulento polemarca, con su armadura completa, parecía un chacal encogido ante un león—. Ha dado problemas desde el principio. Hemos cruzado la mitad de las Gosthere para llegar hasta aquí, sobre montones de nieve altos como tu cabeza. Llevamos casi tres semanas de camino.

Kassander agitó una mano en dirección al centurión.

—Desátala. Y también a la otra.

Miró a Sertorius, y un músculo en su mandíbula tembló ligeramente. Se volvió.

—Te conozco, Phaestus. Hemos coincidido en el pasado.

—Me conoces —asintió Phaestus. Estaba tumbado sobre los adoquines, apoyado en Philemos—. Debo ver a Karnos.

—¿Puedes andar?

Phaestus sonrió débilmente.

—He andado hasta aquí.

—Haré que traigan un carro. ¡Centurión!

—Si, señor.

—Quédate con esta gente. Cuando llegue el transporte, escóltalos hasta la villa de Karnos en la Kerusia. Y asigna una guardia a la casa.

Se volvió hacia Sertorius, y se inclinó tan cerca de él que la superficie de bronce de su yelmo quedó empanada por el aliento del otro hombre.

—No me importa quién sea; más vale que tengas un buen motivo para tratar así a una mujer.

Para ser una ciudad asediada, a Machran no le faltaba animación, incluso a aquella hora de la noche. El carro tirado por mulas enviado a recogerlos tuvo que recurrir a los lanceros de escolta para abrirse paso entre la multitud, y cuando hubo recorrido una tercera parte de la ciudad, Phobos casi se había puesto, y Haukos estaba alto en el cielo.

El rosado Haukos. Para los macht era la luna de la esperanza, pero en el Imperio de los kufr se lo conocía como Firghe, la luna de la ira.

La noticia les había precedido. Cuando el carro finalmente completó su traqueteante ascenso por la colina de la Kerusia, las puertas de la villa de Karnos ya estaban abiertas entre el resplandor de las antorchas, y el propietario de la casa les aguardaba, protegido del frío por una clámide de lana, rodeado por todos sus sirvientes. Vio el estado de los ocupantes del carro y dio unas palmadas. Media docena de esclavos se congregaron en torno al vehículo. Phaestus levantó la cabeza, pero no pudo hablar.

Karnos se inclinó sobre él y le tomó una mano.

—Amigo mío, puedes estar tranquilo. Tu esposa e hijas llegaron hace más de una semana. Las tengo alojadas cómodamente aquí cerca. Haré que avisen a Berimus. —Phaestus cerró los ojos, y las lágrimas corrieron por sus mejillas. Karnos le palmeó un hombro—. Tú debes ser Philemos —dijo—. Un muchacho muy guapo. Te felicito por haber puesto a tu padre a salvo. —Philemos inclinó la cabeza. Parecía más avergonzado que otra cosa.

Karnos se sorbió los dientes un momento.

—Vosotros tres —dijo a Sertorius y sus camaradas—. ¿Cuál ha sido vuestro papel en todo esto?

—Éramos la escolta —dijo Sertorius, con una sonrisa que aparecía y desaparecía de su rostro—. Sin nosotros, Phaestus estaría muerto entre las nieves de las Gosthere.

—¿Es eso cierto? —preguntó Karnos a Phaestus. El anciano abrió los ojos y asintió.

Karnos pasó la mirada por las maltratadas cautivas del carro. Rian le miró a los ojos con aire desafiante entre sus lágrimas, sosteniendo a Ona en brazos. Aise tenía la cabeza apoyada en el hombro de su hija mayor, con los ojos cerrados, apenas consciente.

—Debéis ser felicitados —dijo finalmente a Sertorius—. No es época para estar en la carretera. —Levantó levemente la voz—. Polio.

—¿Amo? —El anciano mayordomo también contemplaba a las mujeres del carro, con la barba blanca temblorosa.

—Debemos encontrar un espacio donde estos tres hombres buenos puedan descansar. Agua para lavarse, comida y vino; lo que quieran. Que la cocinera les prepare algo.

—¿Y una esclava bien mullida? —dijo Bosca, con una mueca lasciva.

Karnos lo miró.

—¿Centurión?

—¿Sí, portavoz?

Sus ojos seguían fijos en Bosca.

—Quiero que cuatro hombres vigilen a nuestros invitados. Aseguraos de que no rondan por mi casa y se pierden.

—Si, portavoz.

—Escucha, Karnos… —exclamó Sertorius.

—Ah, ya lo tengo. Grania, enseña a estos caballeros el almacén de grano. Me disculparéis, amigos míos, pero ando un poco escaso de espacio. —Karnos inclinó la cabeza a un lado, y los lanceros se agolparon en torno a Sertorius, Adurnos y Bosca. La esbelta esclava abrió la marcha.

—¡Phaestus, díselo! —gritó Sertorius por encima de su hombro—. ¡Estarías muerto de no haber sido por mí! —Los lanceros lo empujaron en pos de Grania con el placer de los hombres enfurecidos.

Karnos seguía contemplando a la maltratada familia de Rictus.

—Phobos —dijo, furioso. Polio y él se miraron.

—No pudimos detenerlos —dijo tristemente Philemos. Karnos le miró con desprecio, sacudió la cabeza y tocó suavemente a Rian en el brazo.

—Señora, ahora estás en mi casa, y te aseguro que aquí ningún hombre te tocará.

Rian inclinó la cabeza y se echó a llorar en silencio.

Los esclavos emprendieron sus tareas en un silencio poco habitual.

Pocas veces habían visto a su amo en aquel estado. No gritaba, ni rabiaba, ni arrojaba copas de vino contra las paredes, como le habían visto hacer muchas veces a su regreso del Amphion. No estaba borracho, ni gritando órdenes con impaciencia como solía hacer.

Estaba sentado en su sillón frente al fuego del salón principal, contemplando las llamas sin parpadear, como si aguardara que algo apareciera allí. La larga habitación estaba casi a oscuras, con unas pocas lámparas de un solo pabilo ardiendo en las esquinas. Su clámide yacía en el suelo a sus pies, y ningún esclavo se había atrevido aún a acercarse a recogerla.

Fue Polio quien interrumpió su oscura ensoñación.

—Amo, la señora Kassia está aquí.

—¿Qué? ¡Joder!

—¿La hago pasar?

Karnos contempló de nuevo el fuego. Había perdido peso y, al retirarse la carne de su cara, los huesos de debajo se habían vuelto más prominentes. Ya no era el hombre grueso que había sido antes de Afteni…

Polio se aclaró la garganta.

—Creo que la ha enviado Kassander. La acompañan dos criadas, y llevan varios cestos de ropa blanca.

Karnos asintió.

—Así es Kassander. Iba a pedir un carnifex para que las examinara, pero lo último que necesitan es a otro jodido hombre manoseando… —Apretó los dientes y ahogó las palabras—. Hazlas pasar, Polio.

Antes de que Polio pudiera alejarse, Karnos apoyó una mano en los dedos del anciano y se los oprimió.

—Gracias —dijo.

Polio enarcó levemente las cejas.

—No necesitas agradecerme nada, amo.

—Tal vez lo necesitaré antes de que esto termine. ¿Qué hay de Phaestus y el muchacho?

—Están durmiendo.

—Déjalos dormir, entonces. Y haz pasar a esa maldita mujer.

Se inclinó y arrojó otro tronco al fuego. Madera de pino, cortada en los bosques al norte del río Mithos. La resina de la madera se derramó, escupió y se incendió en pequeños nudos de furia blanca.

—¿Sentado en la oscuridad? —dijo la voz de Kassia detrás de él.

—La oscuridad me parecía lo más adecuado ahora mismo.

Ella se inclinó y recogió su capa del suelo.

—Kassander me lo ha contado. Dice que tal vez me necesites aquí. He traído a dos buenas mujeres. Una es comadrona. Cuidarán de ellas.

Karnos asintió.

—¿Qué vas a hacer con ellas?

Él levantó la vista y se echó a reír.

—¿Qué quieres que haga? Las han traído hasta aquí porque son la familia de un hombre muerto. Su sufrimiento no tiene ningún motivo, ningún significado.

—Casi ningún sufrimiento lo tiene.

Karnos apretó un puño dentro de otro.

—Vivimos en un mundo repugnante, Kassia.

Ella se sentó en la silla frente a él, tirando de los hilos de su clámide, jugando con la lana.

—Hay un millar de mujeres como ellas en la ciudad.

—Yo soy el responsable de esto, Kassia. Yo. —Se levantó, y empezó a recorrer la habitación, entrando y saliendo de la oscuridad, de la luz del fuego y de las lámparas, arriba y abajo, como un animal enjaulado—. Yo animé a Phaestus a hacerlo. Fue idea suya, pero yo le escribí, animándole. Atrápalas, le dije. Tráelas aquí. Será un arma que tendremos sobre la cabeza del gran Rictus, y servirá para separarle de Corvus. Me creía tan jodidamente listo… Mi sello en un pergamino es lo que las ha llevado a esto.

Kassia se miró los dedos, atareados jugando con la lana sobre su regazo.

—Comprendo.

—Una cosa es enfrentarse a un hombre en el campo de batalla, o en el suelo del Empirion. Pero esto es puro veneno, aunque hubiera funcionado.

—Amas tu ciudad, Karnos —dijo sencillamente Kassia—. Harías cualquier cosa que ayudara a preservarla.

—No las has visto, ni a los cabrones viciosos que las han traído hasta aquí. Hubiera matado a esos animales aquí mismo, excepto que yo no soy mejor que ellos. No sería justicia, a no ser que me hicieran lo mismo a mí. Soy su cómplice.

—No sabías que iba a ocurrir esto, Karnos.

—La familia de un hombre, Kassia.

—¿Saben que ha muerto?

—¿Qué? No, todavía no. Tendré que decírselo, supongo.

—Esta noche no, por el amor de Antimone. Ya han sufrido suficiente.

—Tienes razón al no casarte conmigo. No soy digno de una mujer decente.

Ella se levantó y le bloqueó el paso. Le agarró de los brazos cuando él trató de rodearla.

—Si eso fuera cierto, no estaría aquí, y lo que ha ocurrido no te estaría atormentando de este modo. Cometiste un error, Karnos. Pero eres el líder de una gran ciudad en tiempos desesperados, que toma cien decisiones al día. Algunas veces te equivocarás y, como tienes poder en las manos, tus errores causarán desgracia y miseria a algunas personas. Ésa es la naturaleza de tu posición.

Karnos la miró fijamente y consiguió emitir una risa abogada.

—Por Dios, Kassia, puedes ser una zorra muy fría cuando quieres.

Ella le abofeteó la cara, con los ojos relampagueantes.

—Eres el portavoz de Machran. No tienes tiempo de recrearte en tu culpabilidad. Está hecho. Y eso es todo.

Él la miró furioso, y por un instante se observaron en un silencio tenso. Ella volvió a levantar la mano y le tocó la señal enrojecida del rostro.

—Kassander tiene razón. Deberíamos casarnos y acabar con esto. Entonces podríamos reconciliarnos, como hacen los matrimonios.

El fuego en los ojos de Karnos se intensificó. Tomó a Kassia en sus brazos y la besó, con la fuerza suficiente para convertir sus labios en una rosa magullada.

—Soy un tratante de esclavos barrigón con tendencia al drama. En el fondo, es lo que sigo siendo. Me importan estas cosas. No puedo interpretar el papel de gran hombre y dejarlas de lado.

—Machran tiene suerte de contar contigo.

—Ojalá pudiera creerlo. —Volvió a besarla, en aquella ocasión suavemente, y se volvió a contemplar el fuego, observando cómo el humo se elevaba para ser absorbido por las ranuras del techo. La luz de la luna era roja en el exterior, y el humo adquiría su color al abandonar la casa.

—¿Irás a hablar con la mujer de Rictus por la mañana, Kassia? Dile lo de su marido. Yo no puedo. Tal vez sea el portavoz de Machran, pero no puedo plantarme delante de esa desgraciada mujer con semejante noticia.

Ella asintió.

—Lo haré.

—Y, Kassia, dile que aquí está a salvo. Puede entrar o salir como le parezca.

—¿La quieres bajo tu techo, sabiendo que tuviste parte de culpa en lo ocurrido?

—Lo merezco. Yo también debo pagar.

Ella se quedó a su lado y entrelazó los dedos con los de él.

—Karnos, hoy han quemado a mil hombres en una pira, y lo hemos considerado una victoria. Los tiempos que vivimos están llenos de sangre. Antes de que esto acabe, todos tendremos las manos manchadas.

—A veces me pregunto si vale la pena. Luchar de este modo… ¿y para qué? ¿Para decirnos a nosotros mismos que somos hombres libres? ¿Qué significó la libertad para mi padre? Era más esclavo que el propio Polio. La libertad es una palabra, Kassia.

—Tiene que haber algo por lo que valga la pena morir. Recuerda lo que dijo Gestrakos: un hombre al que no le importa nada es un hombre que ya está muerto.

Karnos hizo una mueca.

—Hay otro dicho, sobre fines y medios. Deja que te enseñe algo.

La condujo al extremo de la larga habitación. Al final había un alto armario de madera oscura, apenas iluminado por la lámpara de aceite del rincón. Karnos tocó la parte inferior del armario y hubo un chasquido audible. Se abrió una puerta, más alta que ninguno de ellos.

—Hice que Framnos construyera esto cuando me fabricó los divanes —dijo Karnos—. Ahora sabes cómo se abre. Hasta ahora sólo lo sabíamos él y yo. —Abrió la puerta del todo. En el interior había oscuridad, y en aquella oscuridad algo aún más negro—. Alarga la mano y tócalo.

Kassia extendió una mano vacilante, y luego retrocedió.

—No puedo verlo. ¿Qué es?

Karnos acercó la lámpara y la sostuvo en alto. En el interior del armario había una coraza negra. Parecía absorber la luz de la llama, como un agujero en el tejido del mundo. Y luego vieron destellos aparecer aquí y allá, como reflejos retrasados.

—La Maldición de Dios —dijo Karnos.

—Karnos… No lo sabía… ¿Cómo la encontraste?

—La robé —repuso él con una sonrisa torcida.

Ella se quedó con la boca abierta.

—No se puede robar eso, Karnos. Esas cosas…

—Pertenecía a Katullos. Estaba con él cuando murió. Quería que la entregara a su hijo, pero su hijo no tiene aún los doce años. De modo que me la quedé. Para el portavoz de Machran.

—Esto no está bien. Su familia…

—Considéralo botín de guerra. —Karnos alargó un brazo y tocó los oscuros contornos de la armadura—. Me la pondré sobre la muralla, cuando llegue el final, para bien o para mal. Hará más bien a la ciudad sobre mis espaldas que en la cripta familiar de los Alcmoi.

Siguieron contemplándola, hasta que Kassia se estremeció.

—No me gustan estas cosas. No son de este mundo.

—Tal vez tengas razón. Pero son parte de lo que somos. No pueden perforarse, dañarse ni destruirse. Simplemente existen. Y mientras ellas existan, existiremos nosotros.

Volvió a cerrar la puerta del armario.

—Ahora me consideras un ladrón, supongo.

Ella le miró de cerca, estudiando su rostro y la marca que había dejado en él. Los ojos se le llenaron de lágrimas.

—¿Qué sucede, Kassia? ¿Te avergüenzas de mí?

—No, no me avergüenzo. Tengo miedo.

—¿Miedo de qué?

—Te conozco, Karnos. Eres muchas cosas, pero ladrón no es una de ellas. Robaste esa armadura porque te imaginas muriendo vestido con ella.

Con la mañana llegó la luz a la habitación, un intenso sol de invierno asomando por encima de las Gosthere al este. Permaneció tumbada, y observó cómo se iluminaban las ranuras azules por encima de ella, mientras la luz entraba por las ventanas de la pared, cerradas con persianas. Con la luz llegaron los olores a humo de leña y pan al cocerse, y el rumor poco familiar de una ciudad que despertaba.

Sus hijas estaban con ella en la cama, Ona encogida en sus brazos y Rian apretada contra su espalda. Durante unos minutos, Aise pudo escuchar sus respiraciones y volver a ser ella misma. Apartó de su mente las sensaciones de sus pies llenos de ampollas y de su rostro magullado, y el dolor sordo de sus entrañas. No había una sola parte de ella que no hubieran tocado.

El momento pasó, tan rápidamente como si no hubiera existido en realidad. Se quedó tumbada en aquella cama limpia respirando rápidamente, con el corazón martilleando, sin ver ya la luz del sol en la pared. Tenía la boca llena de tierra, el rostro apretado contra el suelo, y la estaban sosteniendo, penetrándola en la oscuridad, llenándole el cuerpo de porquería, de líquidos repugnantes que brotaban de ellos para abrirse camino hasta su propio corazón.

Respiró profundamente, escuchando los latidos de los corazones dormidos de sus hijas, mientras parpadeaba y regresaba al presente. Todo había pasado. El viaje había terminado.

Y, sin embargo, los hombres que le habían hecho aquello seguían en la casa, a pocas yardas de distancia.

Se incorporó en la cama. Rian y Ona se movieron, pero no despertaron. Salió de entre ellas y les cubrió los hombros con la manta, apartando el cabello de sus rostros.

«Yo hice el trato, y los dioses lo cumplieron. Quise lo peor para mí, y ellos me lo concedieron. Debo estar agradecida».

Besó a sus hijas dormidas una tras otra.

Había un montón de capas y ropa sobre la otra cama de la habitación. Seleccionó un pesado peplos, una prenda femenina invernal, y se lo envolvió en tomo a los hombros. El suelo de piedra estaba frío, pero le alivió las terribles heridas de los pies. Salió cojeando de la habitación, cerrando la puerta sin hacer ruido.

Estaba en un pequeño patio con un estanque en medio, rodeado de pórticos y plantas en macetas. ¡En macetas! Tocó un oloroso enebro, y olió a lavanda, laurel y menta. Todas las plantas estaban moribundas, lejos de su mejor momento, pero la tranquilizaron con sus aromas y sus recuerdos.

Qué maravilloso era estar libre de miedo, al menos por un momento. Sentir el sol invernal en el rostro y frotar la lavanda entre sus dedos…

El olor de los baúles de la ropa en Andunnon.

Un esclavo entró en el patio con un cesto, la miró, se sobresaltó, se inclinó y se alejó a toda prisa. Aise se reclinó contra una columna, sin saber lo que aquello podía presagiar. Pasaron muy pocos momentos antes de que una mujer bien vestida apareciera en lugar del esclavo. Una dama de pelo moreno con el rostro ancho y atractivo, y el cabello recogido en una trenza detrás de la cabeza. Era joven; tal vez no llegaba a los treinta, pero su mirada era directa, y no había nada vacilante en su paso cuando se le acercó.

—Soy Kassia, querida. Mi gente cuidó de ti anoche. ¿Has dormido bien? ¿Cómo están las niñas?

Aise se cruzó de brazos en el interior de su capa.

—Estamos bien —dijo.

—¿Tal vez te apetecería desayunar? El cocinero de Karnos ha hecho pan esta mañana, y hay miel y agua limpia.

Aise permaneció inmóvil, como si hubiera echado raíces. Finalmente dijo:

—Lo siento. No estoy…

La mujer llamada Kassia le oprimió un brazo.

—Todo va bien. Ahora estás a salvo. Conseguiste traer a tus hijas hasta aquí, y todas estáis vivas. El resto es cuestión de tiempo y de la misericordia de Antimone.

—Debo regresar. Están durmiendo —dijo Aise, apartándose.

—Déjalas dormir —le dijo Kassia—. Por favor. Ven conmigo, Aise. Hay un fuego encendido y la mesa está puesta.

Eunion, mordiendo una cebolla púrpura durante el desayuno, la última cosa que comería.

—No, no puedo.

—Escúchame —dijo Kassia, y sus ojos abandonaron por primera vez el rostro de Aise—. Tengo noticias que debes oír, algo que debes saber. Y es mejor que te lo diga ahora, mientras tus hijas aún duermen.

El rostro de Aise se volvió inexpresivo.

—Dímelo, entonces.

—No, por favor. Aquí fuera no. Ven conmigo junto al fuego. Tomaremos algo de vino.

—No beberé vino —dijo Aise.

—Pero yo sí. —Kassia sonrió, nerviosa—. Por favor, ven conmigo.

De mala gana, Aise se dejó llevar del brazo. Salieron del patio y entraron en una habitación cuyas paredes estaban pintadas del color de una vasija de cerámica. Había una pequeña chimenea en un rincón. Su interior en forma de colmena estaba lleno de fuego, madera de olivo, por el olor. Y un balcón. Aise se asomó, maravillada. Había una gruesa barandilla de madera que le llegaba al muslo, y más allá, una espléndida vista de Machran. Se quedó sin respiración al verla.

Kassia se reunió con ella, tomando una copa de vino de la mesa que parecía una isla en mitad de la habitación.

—Es impresionante, vista desde aquí —dijo, con una sonrisa—. Estamos en la colina de la Kerusia, y ahora miras al oeste. Allí está en Empirion, y la Colina Redonda, detrás de él. Toda Machran está a tus pies. Nunca me canso de mirarla.

—Nunca la había visto así, como a través del ojo de un pájaro.

—La colina de la Kerusia es alta. En la cima esta la ciudadela de Machran, una antigua fortaleza donde celebra las sesiones la Kerusia. Ahora la están reparando, por si…

—Por si Corvus y mi marido rompen vuestras murallas —dijo Aise. Se volvió—. Señora, pareces una mujer amable. De ese Karnos no sé nada, excepto que tiene reputación de mujeriego y buen orador. Dime, ¿qué se propone hacer con mis hijas y conmigo? —Aise miró a Kassia sin parpadear. El blanco de uno de sus ojos estaba medio lleno de sangre, y su órbita era una concavidad púrpura.

—Karnos es un buen hombre, sea lo que sea lo que hayas oído sobre él —dijo Kassia en tono muy serio—. Detesta lo que te han hecho. Me ha dicho que tú y tus hijas podéis considerar esta casa como vuestra durante todo el tiempo que deseéis.

—Parece un hombre con la conciencia culpable —dijo Aise—. Sé que no estamos aquí por capricho. Pretende usarme contra mi marido.

Kassia depositó cuidadosamente su copa de vino sobre la mesa.

—Aise. —Se adelantó y tomó las manos de la otra mujer entre las suyas, mirándola directamente a aquel rostro hermoso y destrozado—. Rictus murió ayer, en un asalto a las murallas.

Aise se quedó muy quieta durante unos tres segundos. Luego apartó las manos de las de ella y retrocedió.

—Eso es mentira.

—Lo siento.

—No te creo.

—No mentiría sobre algo así. Aise, ayer por la mañana, el segundo de Rictus, Fornyx, vino a la ciudad con una rama verde y solicitó recuperar su cuerpo.

—¿Fornyx? —Aise retrocedió un poco más. Levantó una mano y se cubrió la boca.

Kassia la siguió, con los brazos abiertos.

—Créeme cuando te digo que Karnos no tiene planes ocultos para ti. Con Rictus muerto…

—Con Rictus muerto, ya no tengo ningún valor —dijo Aise. Y volvió a pronunciar su nombre, en voz tan baja que Kassia apenas pudo oírla.

Las lágrimas ardientes acudieron a sus ojos magullados y llenos de sangre. Lanzó un suspiro que era medio sollozo, medio rugido.

Durante todo aquel tiempo, saber que él estaba en el mundo, con su armadura negra, como un pilar invencible en su vida… era lo que la había mantenido en pie. El hecho de la misma existencia de Rictus la había obligado a dar un paso detrás de otro cuando lo único que deseaba era abandonar, tumbarse y alejarse de los recuerdos que le envenenaban el corazón. Rictus la encontraría. Rictus arreglaría las cosas, aunque tuviera que derribar Machran piedra a piedra para lograrlo.

Una creencia infantil, pero era la última esperanza que tenía.

Y Rictus había muerto.

—Aise… —empezó a decir Kassia, con el rostro contorsionado por la compasión.

—Apártate de mí. —La mirada en los ojos de Aise hizo que Kassia se detuviera en seco.

Se dirigió al balcón y se quedó allí, con las manos apoyadas en la tranquilizadora madera de la barandilla. Todo Machran se extendía a sus pies, todo un mar de ruido y actividad que llenaba el mundo. Hombres gritando, perros ladrando, mulas bramando, el crujido de ruedas de carro, y el sonido de conversaciones incesantes. Decenas de miles de personas hablando, hablando.

Se cubrió las orejas con las manos, mientras las lágrimas le corrían por el rostro, pensando en Andunnon, en el tranquilo mundo de las colinas, en cómo había cocido el pan aquella última mañana, antes de que todo fuera destruido. Nunca volvería a conocer la paz. Lo sabía.

Incluso en las horas más silenciosas de la noche, volvería a oírlos reír mientras la violaban, volvería a ver sus caras. Rictus los hubiera matado. Él hubiera arreglado las cosas.

Rictus había muerto. Su mundo estaba destruido.

—Aise —dijo Kassia—. Con el tiempo…

Había hecho un trato con los dioses, y ellos habían cumplido. Había rezado porque lo peor cayera sobre ella, y su plegaria había tenido respuesta. Sus hijas estaban sanas y salvas.

—Dices que cuidarás de mis hijas.

—Sí, por supuesto.

Había hecho lo suficiente. Toda su vida había estado haciendo cosas para los demás. Iba a hacer una última cosa para ella misma.

—¡Aise! —gritó Kassia, y se lanzó hacia delante.

Demasiado tarde. La esposa de Rictus se abalanzó sobre la barandilla y se dejó caer. Un destello de imágenes en movimiento galopó por su mente, como hojas relucientes en un bosque de recuerdos; luego todo se convirtió en negrura. Y Aise conoció al fin la verdadera paz.