20

Despojos de guerra

—¿Muerto? —repitió Corvus—. No puede estar muerto.

Fornyx estaba frente a él, con su yelmo lleno de arañazos bajo un brazo, la maltrecha capa escarlata plegada bajo el otro, y la Maldición de Dios salpicada de sangre sobre el pecho. Parecía una personificación de la guerra ideada por algún escultor.

—La última escala se rompió antes de que pudiera bajar de la muralla. Si le hubieran capturado, ya lo sabríamos. —Inclinó la cabeza un instante. Tenía la voz ronca—. Rictus nos ha dejado.

Corvus se encogió sobre la mesa de los mapas, con los ojos mirando al vacío. Llevaba un trapo de lino ensangrentado en torno a la parte superior del muslo y otro en el antebrazo.

—¿Qué dices tú, Druze? —preguntó.

Druze parecía un espectro de rostro gris, y llevaba el brazo en cabestrillo.

—Fornyx me ha llevado abajo, o yo también estaría muerto. Hemos sido casi los últimos. Cuando hemos llegado a las escalas, Rictus seguía luchando, tal vez con una docena de los suyos, cubriendo la retirada. Ninguno de ellos consiguió salir.

Corvus se frotó la frente. Fornyx le dirigió una mirada furiosa.

—Cuando los Cabezas de Perro aceptamos tu contrato, si quieres llamarlo así, éramos más de cuatrocientos sesenta, Corvus. Hoy quedamos en pie menos de cien. Y Rictus ha muerto. ¿Pretendías destruirnos, o ha sido algo que simplemente no habías tenido en cuenta en tus deliberaciones? Siento curiosidad. Dímelo.

Corvus levantó la vista. En la tienda estaban reunidos todos los oficiales superiores del ejército, sombríos como en un funeral. Miró a sus rostros uno tras otro.

—¿Dónde está Ardashir? —preguntó.

—No ha sido encontrado —dijo pesadamente Druze—. Pero había muchos cadáveres al pie de las murallas.

—Phobos —susurró Corvus. Se le llenaron los ojos de lágrimas.

Les dio la espalda y se apoyó en la mesa de los mapas. El vendaje de su antebrazo se oscureció al marcharse de sangre nueva.

El tuerto Demetrius se adelantó.

—Ha sido por poco, Corvus. La diversión ha funcionado. Cuando han visto tu estandarte en la puerta principal del sur han enviado allí a todos los hombres disponibles. Si hubiéramos tenido más escalas, creo que el asalto de Rictus habría triunfado.

—Tenía que haber triunfado —dijo Corvus, con un gemido ahogado—. A pesar de lo que piensas de mí, Fornyx, no envío a los hombres a morir por nada.

—Estas cosas ocurren en una guerra —intervino Teresian—. Ahora sabemos mejor a qué nos enfrentamos.

—Las torres —dijo Druze—. Y las máquinas que tienen en ellas. Nos han crucificado en esas murallas.

—Parmenios —dijo Conrus—. ¿Tienes ya los números?

El grueso y menudo secretario se adelantó con una pizarra encerada y un estilo. Pese a su panza, era de hombros poderosos, y tenía las manos de un hombre acostumbrado a construir cosas. Golpeó levemente la pizarra.

—Son números provisionales. Hay tanta confusión…

—¡Dime!

—Algo menos de mil hombres, muertos o tan gravemente heridos como para considerarlos definitivamente perdidos para el ejército. Los Cabezas de Perro y los igranianos son los que más han sufrido, aunque los reclutas de Demetrius también han tenido muchas bajas.

—Han luchado bien —dijo Corvus, recobrándose—. Demetrius, te felicito. Puedes estar orgulloso de tu mando.

Demetrius inclinó levemente la cabeza en agradecimiento, y su único ojo resplandeció.

Corvus se acercó a Druze.

—Perdóname, hermano —dijo, con la voz quebrada.

Druze sonrió, aquella sonrisa rápida y oscura.

—No hay nada que perdonar. Ésta es la primera vez que conozco la derrota bajo tu mando. Esto es obra de Phobos; quiere enseñarnos un poco de humildad.

Corvus volvió a apoyarse en la mesa. Levantó un poco la voz.

—No puedo permitirme perder los servicios, ni el ejemplo, de los hombres como tú, Fornyx. Desde que tú y Rictus llegasteis a este ejército os he dado las misiones más duras de todas; pero eran las misiones de honor. Pensé que existía la posibilidad de acabar con esto con un solo asalto rápido. Tenía que intentarlo, y sabía que quería a los mejores como punta de lanza. He calculado mal, y lo habéis pagado con vuestra sangre.

Miró a su alrededor. Tenía los ojos brillantes y enrojecidos, y los huesos altos y angulosos de su rostro parecían más pronunciados que nunca en la sombría luz de la tienda.

—Todos habéis pagado por ello, y no lo olvidaré. Esta noche nos han vencido, pero no nos han derrotado. Venceremos a Machran. La ciudad ha demostrado ser un adversario digno de nosotros.

Apoyó una mano en el pecho de Fornyx, y limpió parte de la sangre reseca de la coraza negra.

—Te he hecho pagar un precio demasiado alto. Rictus era un hombre al que no podíamos permitirnos perder. —Sonrió, y se le humedecieron los ojos de nuevo—. Fornyx, yo también le quería, más de lo que puedes comprender.

El rostro de Fornyx permaneció duro como el pedernal, y cuando habló su voz sonó áspera como la de un cuervo.

—Desearía enviar una rama de olivo a Machran para pedir su cuerpo. Es lo que su esposa querría que hiciera.

—Haz lo que creas conveniente.

—Reclamar a los muertos es admitir la derrota —rezongó Demetrius.

—Entonces sólo estaremos admitiendo lo obvio —replicó Corvus—. Los hombres de Machran han luchado bien esta noche. Dejemos que tengan su triunfo. Si ahora se creen invencibles, por Phobos que seremos capaces de usarlo en su contra.

—Hoy tienen otra Maldición de Dios en las murallas de la ciudad —espetó Fornyx—. Piensa en eso, si te parece.

Un delgado velo de cellisca empezó a caer de un cielo inexpresivo mientras el invierno se instalaba cómodamente en torno a las tierras bajas que rodeaban Machran. En los horizontes, las montañas eran blancas, y sus cumbres se perdían entre las nubes. Era un día en que cualquier hombre hubiera preferido dar la espalda a la puerta y quedarse a contemplar un buen fuego.

Karnos estaba en la sombra del arco de la puerta principal del sur mientras las enormes puertas de roble y bronce eran abiertas por una docena de hombres armados. Tras él había formado todo un sentón con la panoplia completa, la mayor parte de los hombres con el signo de Machran en los escudos, pero Avennos y Arkadios también estaban representadas. Murchos de Arkadios estaba junto a él, protegido del frío con una capa de piel de cabra moteada. Se limpió la nariz con la capa y pateó en el suelo para mantener la circulación de la sangre.

—Esto no me gusta. Corvus es un cabrón muy taimado.

—Son tres hombres, Murchos. ¿Qué pueden hacer tres hombres, aunque lleven la capa escarlata? Aquí tenemos a cien; y el resto del ejército de ese cabrón está en su campamento, a casi dos pasangs de distancia. A menos que les crezcan alas y vuelen, no van a interferir. Además, quiero saber qué tiene que decir el gran Rictus.

—Nada bueno. Fue él quien llevó los términos de la rendición a Hal Goshen, no lo olvides.

—Después de lo de anoche, no creo que estén aquí para eso. Relájate, Murchos; eres peor que Kassander.

Las puertas estaban ya abiertas de par en par, y Karnos las cruzó, envuelto en su capa de lana. Murchos le siguió, un hombre con aire de oso al que la tosca capa de piel de cabra daba un aspecto aún más salvaje. Y tras ellos avanzó el sentón de lanceros, unos noventa hombres armados y formados en filas apretadas.

Había tres hombres con capas rojas aguardando a la sombra de las murallas. Uno de ellos sostenía en alto una rama de olivo con algunas hojas, escasas y finas. A su alrededor, docenas de cadáveres seguían contorsionados sobre el frío suelo, el residuo de la diversión de Corvus de la noche anterior. Los tres parecían los supervivientes de algún desastre, en pie entre los maltrechos cuerpos de los caídos.

Decepcionado, Karnos observó enseguida que ninguno de ellos era Rictus. Sacó el brazo bueno de la capa y levantó la mano.

—Ya estás bastante cerca, amigo. ¿Qué habéis venido a decir?

El portador de la rama era un hombre delgado de barba negra. Se adelantó unos pasos, y sus pies rompieron el hielo que se había formado en el barro congelado de la carretera. También había charcos de sangre congelada, duros como piedras preciosas, pero el hombre evitó pisarlos. Se apartó la capa, y Karnos vio que llevaba una Maldición de Dios. Estudió el rostro del hombre con más atención.

—¿Fornyx?

El hombre sonrió.

—Tienes buena memoria para las caras, Karnos. Creo que sólo coincidimos una vez.

—Eres el segundo de Rictus, ¿verdad?

—Lo era. —Un espasmo de dolor cruzó los delgados rasgos del hombre—. He venido a pedirte un favor, de soldado a soldado.

Karnos enarcó las cejas.

—Después de lo de anoche, creo que éste es un momento extraño para…

—Rictus de Isca murió anoche en tus murallas. He venido a pedirte su cuerpo.

La boca de Karnos se abrió, pero de ella no salió nada. Parecía un pez en tierra. Murchos se adelantó de un salto.

—¿Qué has dicho?

El rostro de Fornyx era un estudio de huesos y cartílagos. Sus ojos relampaguearon.

—Ya me has oído. Pido tu permiso para buscar entre los cadáveres de las murallas. —Su mandíbula se movía como si quisiera morder las palabras mientras las pronunciaba—. No pido su armadura. Sólo quiero poder enterrarlo decentemente, en consideración a su esposa.

La noticia había corrido por entre las filas de lanceros de la puerta. Sus voces eran un murmullo impresionado.

—¡Silencio! —gritó Murchos.

—Esto podría ser un truco —dijo Karnos, más por guardar las formas que por otra cosa; era capaz de leer la expresión de un hombre, y sabía que Fornyx decía la verdad.

—Entraré en la ciudad yo solo, si quieres. No soy un espía, y en cualquier caso, conozco bien Machran. Sólo quiero portarme decentemente con mi amigo.

Karnos asintió. Vio algo más en los ojos de Fornyx, una furia que ardía junto al dolor. Aquello era interesante. Se volvió y miró a Murchos. El gran arkadiano parecía dividido entre la estupefacción y la euforia. Fingió que consideraba el asunto durante un momento.

—Muy bien, entonces. Puedes entrar. Tú solo. Tus compañeros pueden esperar aquí. Cerraremos la puerta, y yo mismo te acompañaré.

Fornyx se inclinó levemente. Hizo un gesto de cabeza a los otros dos mercenarios que le acompañaban, y tendió la rama de olivo a un hombre con una cicatriz que le deformaba la cara. Luego se adelantó hacia la sombra de la puerta principal del sur.

Los lanceros abrieron un pasillo para Karnos y Fornyx, mientras Murchos ordenaba con voz broncínea que se cerraran las puertas. Se cerraron con gran estrépito, y Fornyx se detuvo y las miró, maravillado.

—Es la primera vez que las veo cerradas de cerca —dijo—. Os debió costar aflojar esos viejos goznes.

—Hizo falta aceite como para ahogar a un buey —dijo Karnos—. Por otra parte, tenemos de sobra. ¿Te apetece algo de vino antes de empezar con tu triste tarea? Estoy seguro de que podré conseguir un odre.

La boca de Fornyx se torció en media sonrisa.

—Eres un cabrón astuto, Karnos. Pero para mi es cuestión de principios no rechazar nunca un odre de vino, especialmente en una mañana como ésta.

—Haré que lo lleven a la muralla. Ofreceremos una libación por los muertos.

Los muertos estaban aún amontonados. Muchos centenares habían caído en las murallas del barrio de Goshen, y el proceso de limpieza acababa de empezar. Los cadáveres enemigos eran en primer lugar registrados y despojados de sus armas, armaduras y cualquier objeto de valor. Luego los defensores arrojaban sus cuerpos rígidos y expoliados por encima del parapeto, y quedaban amontonados en la calle de abajo, como peces destripados. Allí aguardaban las carretas, y los esclavos del municipio, con el signo de machios pintado sobre las túnicas, apilaban los cadáveres en ellas como troncos de árbol.

Fornyx vació su copa de vino en pie junto a Karnos, sobre la muralla donde había luchado la noche anterior. El suelo estaba resbaladizo por la sangre congelada. Había salpicaduras rojas sobre la piedra de los merlones, como si fueran de pintura. Karnos levantó la voz y ordenó detener la macabra tarea.

—¿Qué haréis con ellos? —preguntó Fornyx.

—Nuestros muertos serán quemados en una pira junto al Mithannon con los ritos adecuados, si Corvus nos permite hacerlo sin hostigarnos.

—Lo hará. Me ha autorizado a prometértelo.

Karnos inclinó la cabeza.

—Vuestros soldados son asunto vuestro. Los llevaremos al norte por separado, y los dejaremos a la orilla del Mithos.

—¿Los abandonarás como a carroña?

—Sois el enemigo, Fornyx. No gastaré recursos de la ciudad para construiros una pira.

—Es lo justo. Dame un poco más, ¿quieres? —Le tendió la copa.

El propio Karnos se la llenó de vino del odre. Vino de soldado, áspero como el vinagre. Fornyx vació la copa de un solo trago que le chamuscó la garganta.

—Fue un buen modo de morir. Al menos no cayó en alguna emboscada sin importancia en alguna parte. Las murallas de Machran son un escenario lo bastante grandioso, incluso para Rictus.

—Podía haber estado defendiendo estas murallas. Se lo pedí, tú lo sabes —dijo Karnos.

—Lo sé. Al final, fue la curiosidad lo que le mató.

—¿Por qué lo dices?

Fornyx sonrió.

—Vamos, Karnos. Tú mismo debes haberla sentido. Ese fenómeno, Corvus. Dime que no te gustaría conocerle.

—Me gustaría —concedió Karnos—. Pero el precio de su fama ha sido demasiado alto.

—Es cierto —dijo Fornyx. Y luego—: Más vino.

La copa fue llenada y vaciada de nuevo. Los ojos de Fornyx estaban inyectados en sangre y llenos de lágrimas a causa de la potente bebida, pero su rostro se mantenía tan duro como siempre. Karnos se limitó a sorber de su propia copa, observando de cerca al mercenario.

—Tus hombres murieron bien —dijo—, pero no pueden quedar demasiados Cabezas de Perro. Son una especie en extinción.

—Están muertos. Murieron aquí, con Rictus. He acabado con esta guerra, Karnos. Voy a volver a casa. La esposa de Rictus es una mujer… —Se interrumpió, y miró su copa con el ceño fruncido.

—¿Si? —Karnos parecía atento como un gato con las orejas puntiagudas.

—Nada. Todo lo que quiero ahora es alejarme de esto. —Una sonrisa torcida pasó por su rostro—. Podría decirse que ya no es divertido. Ya no me importa un comino que Machran resista o caiga.

—Tienes suerte de poder hacerlo. Para los que estamos dentro de estas murallas, no hay elección.

—Así es la guerra. Un hombre no siempre puede tenerlo que quiere. —Fornyx dejó que el resto de su vino cayera sobre las piedras manchadas de sangre de las murallas—. Para Phobos, que tiene la última palabra sobre cada uno de nosotros.

Karnos hizo lo propio.

—Para Antimone, que nos mira con compasión.

Fornyx arrojó su copa a un lado.

—Tengo que empezar —dijo.

El breve día de invierno siguió su curso y, al llegar la noche, los cadáveres seguían contorsionados y endureciéndose al pie de las murallas de Machran, entre restos de hierro y madera rota, los macabros despojos de la guerra. Los cadáveres de las murallas fueron retirados lentamente, y las carretas se adentraron en la noche con su triste carga, pero hasta el momento nadie se había acercado a los restos masacrados y amontonados fuera de la ciudad. Los que habían muerto subiendo y bajando por las escalas yacían donde habían caído.

Rictus abrió los ojos.

Había pasado todo el día tan inmóvil como los cadáveres que le rodeaban, entrando y saliendo del mundo. Sus heridas habían dejado de sangrar, y ya casi no sentía el frío. Sabía que había cosas rotas en su interior, pero no podía determinar cuáles eran. Su armadura negra estaba tan manchada de sangre y fragmentos de carne que había perdido su oscuridad ultraterrena y se había vuelto de un rojo apagado, el color de una teja de arcilla.

Sonrió. Aún llevaba la Maldición de Dios.

Había otras cosas moviéndose en el montón de cadáveres, y pequeños sonidos de hombres aún vivos, profundamente enterrados en aquella colina de carne en descomposición. Al haber sido uno de los últimos en caer, Rictus estaba cerca de la cima. Había caído de las murallas y aterrizado sobre un colchón de muertos y moribundos, y el Don de Antimone había impedido que el impacto le matara. Cuando respiraba, podía sentir los extremos rotos de los huesos en el interior de su pecho, pero respiraba.

Vivo, pero todavía no del todo en el mundo. El frío le había aturdido, y la herida del brazo, abierta de nuevo, había sangrado hasta dejarlo casi lívido.

Mejor el frío que el calor putrefacto del verano.

Algo olfateaba y ladraba en la base del montón de cadáveres; animales que gruñían y mordían. Los vorine habían llegado en la noche para alimentarse de los muertos.

Aquello le hizo reaccionar. Dominó su propia agonía mientras se esforzaba por moverse entre las extremidades duras como la madera y los rostros siniestros que le rodeaban. Había antorchas encendidas en las almenas de arriba, y de vez en cuando algún centinela se inclinaba sobre una tronera y contemplaba el espectáculo de abajo. En una ocasión, un centinela había arrojado una piedra a los vorine. Cada vez, Rictus se quedaba inmóvil, mirando hacia los hombres de arriba con los ojos abiertos de los muertos.

No era el único superviviente con fuerza suficiente para moverse. Mientras se deslizaba hacia abajo por encima de los cadáveres, sentía que alguna mano se agarraba débilmente a él, o una mirada desesperada se encontraba con la suya. Los ignoró a todos, concentrado en su propia salvación, en derrotar al dolor e impedir que la languidez del frío lo arrebatara del mundo.

Alguien se acercaba. Aún no había salido la luna, pero así y todo Rictus pudo distinguir una sombra encogida que se movía al pie del montón de cadáveres. Quedó inmóvil, pero el montón se movió debajo de él. Rictus se deslizó sin poder evitarlo por encima de la superficie de un escudo de bronce, y fue pinchado en el muslo por la hoja de una drepana rota. Emitió un fuerte siseo de nuevo dolor.

La sombra hizo una pausa y luego se acercó. Los vorine se volvieron para enfrentarse a aquella nueva amenaza, gruñendo, reacios a abandonar aquel montón de abundancia que habían encontrado. Hubo un sonido brusco y rápido, y una de las bestias chilló.

Más antorchas sobre las murallas. Todo quedó en silencio. Los ojos amarillos de los vorine reflejaron la luz mientras se perdían en la oscuridad, furiosos y asustados. La luz desapareció, y el centinela siguió su camino.

La sombra se acercó más. Rictus estaba paralizado por un terror repentino, un miedo más intenso que el que jamás había sentido en el campo de batalla. Algo estaba ascendiendo por las extremidades de los muertos, pisando sus dedos y articulaciones, trepando por una escala de carne.

Rictus podía oírlo respirar a su lado, y ver el aire cálido que exhalaba en una nube blanca. Entonces la sombra le apoyó una mano en el rostro.

Trató de lanzarse hacia delante, y sintió un dolor agónico en el pecho. La mano le obligó a tumbarse con facilidad.

—Cállate, maldito idiota. Quédate quieto.

Una voz extraña, pero familiar.

Un ojo apareció a la vista, con un resplandor similar al que iluminaba los ojos de los vorine.

—¡Alabado sea Bel, Rictus! —susurró la voz—. ¿Dónde te han herido?

—¿Quién eres?

—Soy Ardashir. —El rostro se acercó más, y Rictus pudo ver que era el del alto kefren. Uno de sus ojos estaba cerrado e hinchado, y todo aquel lado de su cabeza estaba ennegrecido por la sangre.

—Ardashir… —Rictus cayó hacia atrás.

—¿Puedes andar? ¿Estás muy malherido?

—No lo sé, Ardashir. ¿Qué te ocurrió?

—Recibí una pedrada en la cabeza, justo al principio. Ni siquiera llegué a las escalas.

—Tuviste suerte —dijo Rictus. Cerró los ojos. El mundo se movió debajo de él, como si estuviera demasiado borracho para mantenerse en pie. Gruñó cuando el dolor volvió a morderle, y comprendió que el kefren estaba tirando de él hacia abajo por encima de los muertos, agarrándole por las hombreras de su coraza.

—Si las piernas aún te funcionan, es hora de empezar a usarlas —susurró Ardashir—. El camino hasta el campamento es muy largo.

—Tengo la cabeza embotada. No, continúa. Por el amor de Dios, sácame de aquí.

Las piernas le funcionaban, pero lentamente, como si llevaran días sin ser usadas. Finalmente Ardashir y Rictus estuvieron tumbados en el frío suelo, más allá del montón de cadáveres. Rictus consiguió ponerse en pie, mientras Ardashir aplicaba otra flecha a su arco y disparaba contra la manada de vorine que aguardaba a pocas yardas de distancia.

—Consíguete una lanza, o algo con que amenazarlos —dijo Ardashir—. Parece que se han fijado en nosotros.

Rictus vio una drepana cubierta de sangre, pero era demasiado pesada para él. Su brazo derecho era un montón de carne inerte. Encontró el regatón de una lanza rota, y lo sostuvo en el puño izquierdo, tambaleándose.

—Me iría bien beber algo —dijo.

—Y a mí también. Ven, apóyate en mí, y agita esa cosa en dirección a nuestros hambrientos amigos. Tenemos un camino muy largo que recorrer antes de que salga la luna.

La descompensada pareja empezó a cojear y tambalearse mientras se alejaba de las murallas de Machran. El alto kefren casi arrastraba al aturdido macht. Los vorine los contemplaron desde una distancia segura, y luego abandonaron la persecución y se dedicaron a presas más fáciles: los muertos del ejército de Corvus.