El último mercenario
Rictus apoyó una rodilla en el frío barro. La madera bajo su mano crujió cuando descansó sobre ella todo su peso. Su aliento se helaba a la luz de la luna.
—Esperad —dijo en voz baja—. La nube está regresando.
Por encima de sus cabezas, el viento removió los jirones rotos de nube negra a lo largo del cielo. A través de las rendijas, el pálido Phobos miró hacia abajo, y Haukos resplandeció rojo y bajo en el horizonte, casi oculto.
Rictus oprimió la madera de la escala a su izquierda y movió la cabeza de un lado a otro, asintiendo al distinguir el resplandor animal de los ojos de Ardashir junto a él. El alto kufr sonrió, un destello de dientes a la temblorosa luz de la luna. La visión de Rictus estaba muy limitada por la cáscara de bronce de su yelmo. Deseaba quitárselo, pero sabía que lo necesitaría en la tarea que le esperaba.
A su derecha, Druze estaba agazapado con una hilera de hombres junto a otra escala. A lo largo de cientos de pasos, había una hueste de hombres arrodillados en el gélido barro, formados en torno a las escalas de asedio como las patas de un ciempiés. A medio pasang por delante, las murallas de Machran se erguían enormes y negras en la noche, sólidas como un acantilado.
Rictus abogó un estremecimiento.
—Esos cabrones perezosos deben de estar medio dormidos —dijo Druze—. Un solo destello de luna y seremos tan visibles como una mierda encima de una mesa.
—Vamos, Rictus —dijo Fornyx detrás de él—. Druze tiene razón. Despertaran en cualquier momento.
—Esperad a mi orden —dijo Rictus—. Recordad el plan.
Una oleada de gritos en la noche, a su izquierda.
—Ése es Corvus —dijo Ardashir—. Está empezando.
—Dadles un momento —siseó Rictus a los hombres que le rodeaban. Podía percibir su impaciencia, el ansia de todos los soldados de empezar de una vez y acabar con aquello.
El tumulto al sur y al oeste creció, levantándose para romper la quietud de la noche invernal. Pudieron ver las antorchas corriendo a lo largo de las murallas, y alguien empezó a golpear un gong de bronce.
—Ésa es su alarma —dijo Fornyx—. Rictus, ¿quieres que me mee encima? Vamos.
Rictus sonrió en el interior del yelmo. Se puso en pie, tirando de la pesada madera de la escala.
—Muy bien, señoritas, arriba. Moveos rápido y en silencio.
Las hileras de hombres cargados con escalas se levantaron y se las echaron a los hombros. Rictus iba al frente de la suya, y el resto lo seguía. Se dispersaron al acercarse a las murallas; una multitud de hombres cargados, con los sentones entremezclados. Cabezas de Perro, igranianos y Compañeros, todos moviéndose juntos en la oscuridad.
Estaban a unos cien pasos de la base cuando fueron vistos. Alguien gritó y sostuvo una antorcha encendida sobre las almenas, mirando abajo y agitando el brazo.
—Joder —dijo Rictus—. Rápido, chicos. La fiesta ha empezado.
Ardashir se apartó de la línea de portadores de escalas. Levantó el arco de su hombro y tomó tranquilamente una flecha del carcaj en su cadera. Los demás pasaron junto a él a la carrera.
El hombre de la antorcha en la muralla gritó, la soltó y retrocedió tambaleándose. La antorcha cayó al suelo de abajo, y Rictus le clavó los ojos; era un punto de referencia en la noche, algo que le permitiría no desorientarse.
Estaban en la base de la muralla. Rictus soltó su extremo de la escala.
—¡Arriba! —gritó—. ¡Moveos mientras empujáis!
La pesada madera reforzada con hierro de la escala de asedio ascendió cuando una veintena de hombres la levantaron. Los hombres avanzaron mientras la escala se elevaba, hasta chocar contra la muralla por encima de ellos. Todos se concentraron junto a la base.
—¡Separaos un poco, en nombre de Phobos! —dijo Fornyx.
Rictus suspiró, sintiendo el siseo áspero y sonoro del aire en el interior del yelmo. Desenvainó la espada (llevaba una pesada drepana) y se arregló el escudo sobre la espalda. El peso del bronce le pareció casi imposible de manejar al apoyar un pie en el primer travesaño y empezar a subir. Se alegró de llevar su yelmo, y se encogió instintivamente mientras ascendía, esperando sentir en cualquier momento el impacto de una piedra o flecha.
La escala se doblaba y sacudía debajo de él al ir recibiendo el peso de un hombre tras otro. La quietud de la noche se había roto por completo, con voces de hombres gritando de miedo y furia a lo largo de las murallas. En una batalla, los hombres gritaban hasta quedar roncos y ni siquiera se daban cuenta de que estaban haciendo ruido.
Rictus también lo había hecho. Pero no aquella noche. Estaba demasiado concentrado en trepar con una sola mano cargado con toda la panoplia. Para los hombres de detrás seria aún más difícil, pues en los travesaños habría barro que haría resbalar sus pies.
Otras escalas en las murallas a derecha e izquierda. Habían construido cincuenta durante los dos últimos días, derribando un hermoso bosquecillo de plátanos para la madera, y martilleando el hierro que las reforzaría en las forjas de campaña, usando herraduras de repuesto.
Al otro lado de la elevación que descendía hasta las murallas de la ciudad, Corvus y Parmenios, su rechoncho secretario, habían construido una especie de cruce entre fábrica y aserradero, y los hombres trabajaban allí por turnos, día y noche. Habían talado taenones enteros de bosque y reunido todos los trozos de hierro que pudieron encontrar en las tierras de alrededor, desde cuchillos a arados. Nadie estaba del todo seguro de qué estaban haciendo: algo más grande que aquellas escalas, eso era seguro.
Pero las escalas eran el modo más económico de poner hombres sobre las murallas de la ciudad. Tenían que intentar un asalto rápido antes de empezar el asedio, había dicho Corvus. Aunque no tuviera éxito, el ataque pondría nerviosos a los defensores y daría experiencia a los atacantes.
Experiencia, pensó Rictus, mientras jadeaba y aferraba los travesaños de madera con tanta fuerza que le dolían los huesos. La experiencia estaba sobrevalorada. Si uno quería que los hombres hicieran algo como aquello de buena gana, era mejor mantenerlos en la ignorancia.
Levantó la cabeza y miró hacia arriba, todo un gesto de coraje. Había cabezas recortadas en las almenas encima de él. Vio un par de brazos levantados.
¡Phobos! Se apartó a un lado; la pesada piedra rozó el borde de su escudo y golpeó de lleno en la cara del hombre de detrás. El tipo ni siquiera consiguió articular un grito con su destrozada boca antes de echarse hacia atrás y desaparecer. En su caída, golpeó al hombre de debajo y le apartó los pies de los travesaños. El segundo hombre quedó colgando de una sola mano. Rictus vio el terror en sus ojos, relucientes en la ranura de su yelmo, y luego desapareció también, estrellándose contra la multitud de abajo.
Rictus se sentía pesado, agotado y débil. Un terror frío diluía la sangre que corría locamente junto a su corazón. Cuando empezó a ascender de nuevo, soltó un gruñido gutural, y mostró los dientes como un animal.
Una jabalina rebotó en su yelmo, golpeó el gran cuenco del escudo a su espalda y desapareció. Sus sandalias golpeaban la madera plana de los travesaños. Sostenía la drepana sobre su cabeza como si fuera una especie de talismán.
Y allí estaba, al nivel de las almenas, mirando los rostros de los hombres que trataban de matarlo.
Uno empujaba la escala, tratando de apartarla de la muralla. Rictus movió la ancha punta de la drepana y lo hizo caer con la garganta destrozada. Ascendió más y apoyó una mano sobre la fría piedra. Le resultó tranquilizadora como una cuerda arrojada a un hombre a punto de ahogarse. Blandió la drepana en un arco amplio, fallando el golpe, pero obligando a retroceder a los hombres de delante.
Ya no estaba en la escala, sino posado sobre una almena, igual que un inmenso cuervo. Se lanzó hacia delante, consciente de la larga caída a su espalda, y del peso del escudo que aún podía desequilibrarle.
Estuvo a punto de caer, y sintió un golpe en el hombro que rebotó en su coraza negra. Una punta de lanza trató de clavarse en su pecho, con una fuerte estocada que le hubiera atravesado de no ser por la Maldición de Dios. Se irguió, aún gruñendo, con los pies bien plantados sobre la piedra de Machran, y movió la drepana como una serpiente, sin tratar de causar daño, sino de desequilibrar a sus atacantes y conseguir espacio. Con el brazo izquierdo, deslizó el codo en el cuenco del escudo y lo movió hacia delante; luego pasó el antebrazo por el asa del centro, y de inmediato se sintió más seguro.
—¡Cabezas de Perro! —vociferó—. ¡Cabezas de Perro, a mí! ¡A las murallas, muchachos!
Alguien se había dejado caer sobre las almenas junto a él. Un escudo se deslizó junto al suyo. Sintió una oleada de nueva energía, y el terror que le había helado las tripas se desvaneció.
Había más hombres suyos al borde de las murallas, y sus cabezas asomaban a lo largo de toda la línea. Los defensores se veían obligados a retroceder. La diversión de Corvus había funcionado; había pocos enemigos en aquella zona.
Rictus atacó hacia delante, estrellando el escudo en el rostro de un enemigo y acuchillándole con la drepana bajo las rodillas. Sintió que la hoja cortaba carne y el tendón de una articulación. El hombre gritó, con la boca convertida en un agujero húmedo bajo el yelmo. Rictus lo empujó y el soldado salió volando hacía atrás, cayendo de la murallas.
Había más hombres detrás de él. El asalto estaba triunfando; habían ganado un punto de apoyo.
—¿Quién lo hubiera dicho? —gritó Fornyx—. ¡Escalas!
—Que sigan viniendo —repuso Rictus. Vio a Kesiro bajo el estandarte, y a Valerian algo más abajo, de pie sobre una tronera y agarrado a una tambaleante escala. Los Cabezas de Perro luchaban codo con codo con los igranianos de Druze, más ligeramente armados.
Rictus miró al oeste, y el mundo se abrió bajo su mirada.
A su derecha se elevaba la enorme silueta oscura de la colina de la Kerusia. Debajo de él estaban las estrechas calles del barrio de Goshen. Toda Machran yacía frente a él, salpicada de luces, como un enorme animal que se extendiera hasta el horizonte a la débil luz de la luna. El ataque de Corvus estaba marcado por una larga hilera de antorchas encendidas en el barrio de Avennon, a unos dos pasangs.
«Phobos, espero que pueda mantener a esos cabrones lejos de nosotros un rato más».
Los Cabezas de Perro y los igranianos luchaban sobre las murallas. Los mercenarios, pesadamente armados, entrelazaron los escudos y avanzaron pie a pie. Los igranianos se adelantaban y retrocedían lanzando estocadas con sus jabalinas y drepanas. Rictus vio que uno de sus hombres tropezaba con un cadáver y salía volando por los aires. Cayó de la muralla y golpeó el tejado de una casa de debajo entre una explosión de tejas de arcilla; luego se deslizó por la pendiente, tratando de agarrarse, antes de caer a la calle. El tremendo impacto de los adoquines le destrozó el cuerpo en el interior de la armadura.
La mirada de Rictus fue atraída por las calles de la izquierda. Vio una especie de procesión iluminada por las antorchas que avanzaba hacia ellos, como una enorme serpiente con una cresta de llamas.
—¡Han llamado a las reservas! —gritó—. Haced más espacio, chicos. ¡Necesitamos más hombres aquí arriba!
Una escala fue apartada de la pared cuando un soldado de Machran la empujó con los pies. Se tambaleó hacia atrás con una docena de hombres aún agarrados a ella, y cayó con un impacto estremecedor, aplastando a toda una fila de hombres abajo.
Las tropas al pie de las murallas estaban frenéticas por ascender por las escalas y ayudar a sus camaradas de arriba. Un grupo de ellos se congregó en torno a una, mientras otros la sostenían en la parte superior de la muralla, animándolos y ayudándolos a subir a las almenas cuando llegaban arriba.
Entonces se oyó un terrible estrépito, y la escala se partió por la mitad. Cayó hecha pedazos, con los hombres aún agarrados a ella.
Uno de los hombres en una tronera agarró a un amigo por el brazo mientras caía, lo sostuvo durante un instante y luego fue arrastrado por él. Los dos se perdieron en la abarrotada masacre de abajo con los puños aún unidos.
—¡Tranquilos, chicos! —gritó Rictus, desalentado—. ¡Diez en cada escala, no más!
La presión en las murallas volvía a aumentar. Una de las grandes torres de Machran se erguía sobre ellos al oeste; luchaban en dirección a ella bajo un diluvio de piedras y jabalinas. Los defensores incluso arrojaban escudos y cascos. Rictus sintió que sus pies resbalaban en sangre. Levantó instintivamente el escudo cuando algo se acercó a él, la sombra apenas entrevista de una estocada. Una hoja se estrelló contra la superficie de bronce, y Rictus deslizó la drepana bajo la guardia de su atacante. Se hundió bajo la coraza del otro hombre.
Al liberar su arma, Rictus sintió que la costura de su brazo se abría, y un cálido chorro de sangre le corrió por el puño, pegándole la espada a los dedos.
Hubo un zumbido de aire sobre su cabeza, y notó un tirón en el penacho de su yelmo. Algo voló en la noche por encima de él. Un estrépito, y los hombres de detrás cayeron como si los hubiera aplastado un puño gigantesco.
Observó sin comprender durante un largo momento, y la incredulidad le cortó la respiración en la garganta. Una lanza o proyectil enorme, grueso como la muñeca de un hombre, había atravesado a tres de sus hombres, reventando su armadura como si el bronce fuera papel dorado.
—¡Balistas! —le gritó Fornyx—. ¡Creí que esas hijas de puta ya no funcionaban!
Otro proyectil les pasó por encima, como un ave de presa disponiéndose a matar. No podía fallar sobre las abarrotadas almenas. Rictus vio a dos igranianos clavados a un lancero de Machran, los tres hombres unidos por la larga asta del proyectil.
No dejaban de salir hombres de la torre, y otros más empezaban a ascender hacia la muralla, toda una corriente de soldados iluminados por las antorchas y la luz de la luna, que se reflejaba en su armadura, levantado destellos y brillos. Había espacio abierto en torno a Rictus. Sus propios hombres estaban retrocediendo hacia las escalas restantes. El signo de la batalla había cambiado. Los proyectiles de las balistas golpeaban las filas y derribaban a los hombres como a bolos.
Fornyx estaba a su lado, sosteniendo a Druze. El moreno igraniano tenía el rostro convertido en una máscara cadavérica. Su brazo vendado relucía de sangre.
—Vamos a preguntarles si quieren rendirse —dijo Fornyx, con los dientes muy blancos en su barba.
—Volved a las escalas, Fornyx. Esto no funciona.
—Otra vez las jodidas escalas —gimió Druze.
—¿Dónde está Valerian?
—En la muralla, hacia la otra torre. La misma historia que aquí. —Fornyx escupió—. Esas torres nos están matando.
Rictus se irguió. Las murallas habían estado inundadas de hombres suyos y de Druze. Pero la marea se había retirado. Sólo quedaban restos del naufragio… y cadáveres, muchos cadáveres. Llenaban la muralla hasta tal punto que se enredaban en los pies de los vivos. Los soldados de Machran que habían defendido las murallas estaban casi todos muertos, pero había otros en camino, muchos más.
—El ataque ha fracasado —dijo. Miró a su alrededor.
Unas dos docenas de Cabezas de Perro resistían en una falange prieta. Sobre ellos llovían piedras y flechas, rebotando en sus yelmos y escudos. Todos los demás se dirigían a las escalas. Los Compañeros de la segunda oleada aún no habían ascendido en cantidades perceptibles. El tráfico iba en dirección opuesta.
—Esto es la retaguardia. Me quedaré aquí. Fornyx, lleva a los demás abajo. Pon a hombres buenos a cargo de las escalas. ¡En nombre de Phobos, no las sobrecarguéis, o moriremos todos aquí!
—No te hagas el héroe, Rictus… ¡Phobos! —Todos se agacharon cuando otro proyectil voló sobre ellos.
—Hemos de conseguimos alguna de ésas —dijo Druze.
—Ve, hermano —dijo Rictus—. Y trata de no caer de culo.
De nuevo a la tarea. La fuerza estaba abandonando el brazo derecho de Rictus, y la sangre le colgaba en hilos gruesos como mucosidades. Hizo retroceder a sus atacantes con el pesado escudo, y les lanzó estocadas rápidas y económicas, que herían en lugar de matar. Sintió un pinchazo de rabia al echar de menos la punta de su espada barata, todavía en el campamento.
Los hombres que le rodeaban se quedaron con él sin hacer preguntas. En la oscuridad y el caos de la batalla, ni siquiera podía estar seguro de sus nombres, aunque le salvaron la vida una y otra vez, igual que él salvó la de ellos.
Trabajaban juntos, luchando unos por otros contra la corriente de enemigos que se les echaba encima por la muralla. Retrocedieron de mala gana, paso a paso, retirándose sobre sus propios muertos, cerrando las aberturas dejadas por los caídos. Era un tipo de lucha que conocían bien, y también comprendían que tras ellos sus hermanos hacían cola junto a las escalas de las murallas.
Ceder en aquel momento hubiera significado el final de todos. Negociaban con sus vidas por el bien del ejército, de los Cabezas de Perro, de su sentón.
Y por ninguna de aquellas cosas. Lo hacían por sus amigos.
Finalmente no pudieron retroceder más. De los hombres que habían subido por las escalas al ponerse la luna, tal vez la mitad consiguieron bajar de nuevo. La última escala se rompió, y cayó convertida en astillas ensangrentadas sobre la terrible carnicería al pie de la muralla.
En las almenas, Rictus resistía con un par de compañeros cubiertos de sangre, con los muertos amontonados en torno a sus pies. Había un gris en el aire que anunciaba el alba, y podía ver la gran ciudad que era el centro neurálgico del mundo macht levantándose frente a el en sus colinas, iluminándose momento a momento.
Arrojó su espada rota, con el brazo casi demasiado aturdido para sentir que dejaba su mano. La siguió el escudo, y finalmente se quitó el maltrecho y abollado yelmo, sintiendo que el frío aire le refrescaba el sudor del rostro.
Los soldados enemigos se detuvieron, jadeantes. Uno de ellos, un centurión a juzgar por su penacho, levantó una lanza rota.
—Bien luchado. Lánzanos esa bonita coraza negra y te dejaremos vivir.
Rictus miró a sus dos compañeros, que también se habían quitado los yelmos y respiraban el aire fresco como hombres sedientos tragando agua.
—Fromir. Y el pequeño Sycanus de Gost. Me pareció que eráis vosotros.
—Creo que nos tienen, jefe —dijo Sycanus.
—Esto no tiene buen aspecto —admitió Rictus—. Os doy las gracias, hermanos, por haberos quedado a mi lado.
—Era lo que había que hacer —dijo Fromir, un hombre corpulento de cabello grueso y rizado.
—Mencionadlo si salís de ésta; se os debe una paga extra.
—¡Al diablo la paga extra! —dijo Sycanus con una sonrisa amarga.
—¡Entregad la armadura! —gritó el centurión enemigo. Levantó una mano.
Rictus alzó la vista y vio que los hombres de la torre echaban atrás los brazos armados de jabalinas. Incluso en aquel momento, los defensores tenían miedo de enfrentarse directamente a los tres hombres vestidos de escarlata.
—Vivo o muerto, me quedaré con tu armadura, viejo. Tú decides.
«¿Yo decido? Supongo que sí», pensó Rictus.
Miró al otro lado de la muralla, hacia los ejércitos de Corvus en retirada, los castigados sentones que avanzaban por la llanura en dirección a su campamento; cientos, miles de hombres.
Trepó a un merlón y se quedó allí en equilibrio, con un diluvio de recuerdos pasando por su mente. Aise, Rian y Ona, las alegrías más dulces que había conocido en su vida.
Fornyx y Jason. Sus hermanos.
Los Diez Mil cantando el Peán, marchando a un solo ritmo para enfrentarse a la muerte.
Rictus miró al centurión y sonrió.
—Conseguí esta armadura en un lugar llamado Kunaksa —dijo—. Si la quieres, puedes venir a buscarla.
Dio un paso en el vacío, y cayó de la alta muralla de Machran.