18

El olivar

El mundo blanco y limpio de las tierras altas había quedado atrás, y avanzaban colina abajo, siempre hacia abajo, entre las pequeñas granjas y los olivares de las afueras de Machran. Los olivos estaban negros bajo la luz invernal, y apenas parecían vivos; eran reliquias retorcidas de un verano olvidado.

Acampaban bajo ellos siempre que podían, para refugiarse de la lluvia, y Aise se llenaba las manos atadas con las hojas muertas del año anterior, restos quebradizos en forma de puntas de lanza. Las olfateaba, respirando el último aroma de la calidez del mundo.

El grupo se reunió en torno al fuego. Ona y Rian se apretaron contra ella como cachorros en busca de calor. Ona estaba pálida y su mirada parecía vacía, pero de vez en cuando su fuerte tos hacía que los hombres se sobresaltaran y maldijeran.

—Haz callar a esa maldita mocosa —espetó el llamado Bosca. Se frotó la cicatriz de su ojo, donde Styra había exigido el pago por su violación y asesinato—. Jefe, ¿de veras tenemos que cargar con esa mierdecilla? Ni siquiera tiene edad para follar.

Sertorius se estaba atando a los pies las correas de sus sandalias de suela gruesa. No levantó la vista.

—Háblalo con Phaestus, o cállate.

—Si tenemos que movernos en silencio, nos pondrá en peligro a todos.

Sertorius levantó la vista entonces. Miró a Aise y se encogió de hombros.

—Lo veremos cuando llegue el momento.

Phaestus llegó al campamento, al lado de su hijo. Su rostro se había petrificado, convertido en una calavera donde ardían sus ojos centelleantes. Estuvo a punto de caer delante del fuego, y Philemos le alcanzó un odre de vino fláccido.

—No bebas mucho —dijo el corpulento Adurnos—. Es el último.

—Necesita algo de calor —protestó Philemos, y desenroscó el tapón, acercando el cuello a la boca de su padre. Phaestus se atragantó y tragó, y el líquido rojo le corrió por el cuello en hilillos.

—Está bien que hayas llegado hasta aquí —dijo Sertorius a Phaestus—. Durante un tiempo pensé que tendríamos que dejarte para los cernícalos y cuervos.

Phaestus controló su respiración jadeante.

—Todavía tengo fuerzas para terminar el trabajo.

—Debería ir sobre la mula —dijo Philemos, secando la boca de su padre.

—La mula apenas puede llevar a esa mocosa de la tos —gruñó Adurnos—. Unos días más, y morirá como la otra.

—Pero la carne estaba buena —dijo Bosca con una sonrisa. Adurnos y Sertorius rieron.

Philemos miró al otro lado del fuego, en dirección a Aise y sus hijas. Eran espantapájaros de ojos huecos, con la carne pegada a los huesos y el cabello apelmazado de suciedad. El grupo llevaba diez días de camino, y los pasangs habían dejado su marca sobre todos, pero las tres cautivas habían llevado la peor parte.

Se abrió paso entre las hojas grises y se arrodilló frente a Aise, sosteniendo el odre.

—Tal vez la ayude.

Aise asintió, y sus ojos relampaguearon de gratitud. Levantó a Ona en sus brazos y acercó el cuello del odre a la boca de la niña.

Rian levantó el odre, ya casi vacío. Miró a Philemos.

—Gracias. —La palabra fue un susurro roto, nada más.

—Lo que le estás dando es tu parte, chico —dijo Bosca en voz alta—. Si quieres desperdiciarlo en ese coño de rata, es asunto tuyo, pero no esperes más.

—Muy bien —dijo Philemos, sin darse la vuelta. Sus rizos oscuros colgaban en cuerdas embarradas a cada lado de su cara. Miró a Aise, a Ona, que tragaba el vino y gemía, y finalmente a Rian, que le devolvió la mirada directamente, con los ojos grises como una punta de lanza.

Philemos movió los labios, pero tomó el odre de manos de Aise sin decir nada.

El día cayó a su alrededor. La luz del fuego se volvió más intensa contra la oscuridad azulada del mundo.

—Hay granjeros que tienen sitios donde los cerdos duermen bajo techo, y nosotros llevamos no sé cuántas noches durmiendo en el suelo —dijo Bosca—. No veo el sentido de todo esto. Ya no estamos en las jodidas montañas.

—No sabemos lo que ha ocurrido desde que entramos en las colinas —dijo Phaestus—. Ni hasta dónde ha llegado el ejército de Corvus—. Emitía unos jadeos húmedos al respirar, y cuando Philemos le apoyó una mano en el brazo consiguió soltar una carcajada. —He pasado veinte años cazando en las tierras altas, y ahora una expedición de dos semanas me reduce a esto. Phobos debe tener sentido del humor.

—Phobos odia a todos los hombres —dijo Sertorius, masticando una tira de carne de mula asada con aire pensativo—. No sólo a ti. Eres viejo, Phaestus, y eso es todo. De joven, eras un cabrón duro de pelar, pero creo que las alas de Antimone están batiendo sobre ti.

—Mi padre os sobrevivirá a todos —dijo Philemos con fiereza, mientras el fuego se reflejaba en sus ojos.

—Es posible, pero lo dudo —dijo Sertorius, inclinando la cabeza a un lado—. Phaestus, ya estamos de nuevo en tierras civilizadas. ¿Qué distancia crees que hay hasta Machran?

Phaestus empujó a su hijo, se sentó ante el fuego, sacó el cuchillo y empezó a empujar los extremos no quemados de los troncos hacia el brillante núcleo de las llamas.

—Dos días. Tal vez menos, si vamos a buen paso.

—¡Bien, por las tetas de Antimone! Una buena noticia al fin. Retiro lo dicho, Phaestus. Aún te quedan años de vida en esos huesos. ¡Dos días! Basta para calentar el corazón de un hombre. —Sertorius sonrió. Se inclinó y palmeó el hombro de Phaestus—. ¿En qué dirección está Machran?

La mandíbula de Phaestus se movió. El aire entró y salió siseando de su boca.

—¿Ves ese árbol a mi derecha, Sertorius? En esa dirección está el norte, según el Puntero de Gaenion. —Sertorius continuó mirándolo—. Puedes orientarte en el mundo a través de esa estrella. Para nosotros, significa que el oeste está a mi izquierda. Donde esta sentada la mujer de Rictus; en esa dirección está Machran.

La cabeza de Sertorius se movió de un lado a otro, como la de un cuervo estudiando un gusano. Guiñó un ojo a Phaestus.

—Y es así de simple.

Phaestus asintió.

—Así de simple. —Parecía un hombre demasiado cansado para que le importara nada.

—Viejo amigo, esto exige algo fuera de lo ordinario. —Sertorius se levantó, se dirigió al borde de la hoguera y tomó la brida de la mula. El animal resopló por la nariz cuando lo acarició—. Mi pequeña guardadora de secretos. Dame un beso. —Acercó la nariz al hocico de la mula.

—Eres un cabrón extraño, jefe —dijo Adurnos.

Sertorius pasó las manos sobre la mula, con los ojos oscuros como endrinos a la luz del fuego. Luego se apoyó en ella, con un brazo en torno a su lomo. El demacrado animal aguardó pacientemente, con las orejas gachas.

—Confío en esta pobre bestia más que en cualquiera de vosotros. ¿Sabéis por qué? Porque la muy jodida no habla.

Se volvió, tomó un paquete del suelo y empezó a rebuscar en su interior.

—Ahí está la última comida que queda, jefe —dijo Bosca, frunciendo el ceño con aire incierto.

—Por eso dije que no lo tocara nadie más que yo —replicó Sertorius—. Mirad lo que traje de la residencia campestre del gran Rictus, chicos. Lo he guardado para cuando estuviéramos fuera de esa maldita nieve.

Era un odre lleno de vino. Sertorius lo arrojó hacia el fuego.

—Vamos, muchachos. Creo que nos lo hemos ganado.

Bosca y Adurnos rieron como niñas enormes y forcejearon unos momentos por el odre hasta que Bosca cedió ante la corpulencia de Adurnos. La nariz rota del hombretón le hizo sorber y resoplar mientras se vertía el líquido en la boca, con los ojos cerrados.

—No bebas demasiado, amigo —jadeó Phaestus—. Hay suficiente para todos.

Adurnos se detuvo para respirar. El vino le manchaba de rojo los dientes.

—Que te jodan, viejo —dijo.

Aise estaba sentada con la espalda apoyada en el árbol. La luz del fuego aún le tocaba los pies, pero el resto de ella estaba sumido en la oscuridad. Ona dormía, resoplando y gimiendo contra ella, mientras que al otro lado Rian estaba rígida como un arco tensado.

Aise y Rian estaban atadas con cuerdas de cuero fijadas a largos postes de madera clavados en el suelo al lado de Sertorius. Sus muñecas estaban ensangrentadas e inflamadas, cubiertas de costras y magulladuras como carne cruda, pero ya apenas notaban el dolor.

Phaestus dormía, envuelto en sus mantas y en las de su hijo. Gemía y murmuraba en sueños, con los músculos moviéndose en su cara y cada tendón tenso contra la piel. Había enfermado poco después de su partida de Andunnon, y Aise sabía que llevaba varios días orinando sangre. Philemos montaba guardia sobre él como un perro protector, observando a los otros tres hombres junto al fuego.

Los tres estaban ya borrachos, y el odre casi vacío. El fuerte vino que Aise y Rian habían pisado en la gran tinaja el verano anterior, con las uvas estallando y rompiéndose bajo sus pies desnudos. El último resto de una vida destruida.

Sertorius, Bosca y Adurnos. Estaban sentados juntos, ya sin fanfarronear ni bromear, con el vino afectándoles la cabeza y enviando sus pensamientos en otras direcciones.

El silencio cubrió el pequeño campamento, interrumpido sólo por los chasquidos y siseos de la madera húmeda en el fuego, la respiración en estertores de Phaestus y los gemidos de la niña dormida junto a Aise.

—¿Qué tiene de especial ese tal Rictus para que sus zorras sean importantes en Machran? —preguntó Bosca. A la luz del fuego, su rostro barbudo parecía una máscara de pelo.

—¿Nunca has oído hablar del gran Rictus de Isca? —dijo Sertorius—. Jodido ignorante; dirigió a los Diez Mil. Es un héroe, un mercenario de capa roja duro como una piedra, que tiene su propio ejército.

—¿Y lo arriesgará todo por estas tres? —preguntó Bosca—. ¿Es estúpido, o algo así?

Sertorius sonrió.

—Es algo que tú no puedes entender, Bosca. Un hombre de familia. Un hombre de honor. Phaestus cree que Rictus haría cualquier cosa por mantener a sus mujeres a salvo.

El corpulento Adurnos estaba recorriendo con la vista a Aise y Rian.

—No son tan guapas como antes, pero me gusta la joven. Me apuesto algo a que nunca se la han tirado. Esas chicas de las colinas empiezan tarde.

—¿Eso crees? —dijo Bosca con una sonrisa amarillenta—. ¡Phobos! No puedo recordar la última vez que la metí en el coño de una virgen. —Se volvió a Sertorius—. ¿Qué dices tú, jefe? Hemos sido buenos. ¿Y si nos dejas probarlas un poco antes de que tengamos que entregarlas?

Sertorius parpadeó lentamente. Miró a Aise y Rian a través del fuego, con los ojos negros y fríos como piedras. Parecía dar vueltas a la idea en su mente.

—No veo qué daño podría hacer —dijo al fin.

Philemos sacudió violentamente a Phaestus.

—¡Padre! ¡Padre, despierta!

Rian se apretó más contra su madre. Su rostro estaba tenso y pálido bajo la suciedad que lo cubría.

—No —susurró.

Los tres hombres al otro lado de la hoguera se incorporaron.

—Tú puedes ser el primero, jefe —dijo Adurnos—. Es lo justo; guardaste ese vino para nosotros.

—Nos dedicaremos a la vieja mientras tú estás con la chica —dijo Bosca—. Aún tiene una cara bonita.

Aise y Rian trataron de levantarse, constreñidas por las correas de cuero que les inmovilizaban las muñecas. Ona despertó y emitió un débil gritito, y luego se agarró a las rodillas de su madre.

—¡No! —gritó Philemos. Abofeteó a su padre en el rostro. Phaestus se movió lentamente.

El muchacho se levantó con un gruñido, sacando el cuchillo.

—¡No las toquéis, malditos animales!

Sertorius sonrió.

—Cuidado, hijo. Puedes cortarte con ese cuchillo.

—Sal de mi camino, mierdecilla —gruñó Bosca.

Phaestus estaba despierto. Se puso a cuatro patas con gran esfuerzo, vio lo que ocurría y se levantó apoyándose en la lanza. Luego sostuvo el aichme en posición horizontal.

—¿Qué es todo esto, Sertorius?

—Nada por lo que merezca la pena alterarse, amigo. Contén a tu hijo. Tiene buen corazón, pero no me gusta que nadie me amenace con un cuchillo, y si no lo guarda habrá sangre. Te lo advierto.

Un segundo de silencio. Las chispas crepitaban en el fuego.

—Phaestus —dijo Aise con calma—. ¿Vas a permitir esto?

Phaestus permaneció inmóvil. El peso de la lanza le hacía temblar los brazos, y el sudor le corría por los lados de la cara.

—Padre…

—Cállate, Philemos. Guarda el cuchillo. Si te enfrentas a Sertorius, estarás muerto antes de que puedas ni siquiera parpadear.

—Escucha al viejo, chico —dijo Sertorius—. Tienes un buen fondo, puedo verlo. No vale la pena luchar por esto.

—Padre —dijo de nuevo Philemos. Miró a Phaestus, y había lágrimas en sus ojos—. No puedes permitirlo.

—Estamos en tiempo de guerra, Philemos. Estas cosas ocurren. Así es el mundo.

Philemos se volvió y miró a Aise y a Rian. Estaban inmóviles, mudas.

—La chica no —dijo al fin, con la desesperación quebrándole la voz—. Dejadla en paz.

Bosca lanzó una carcajada.

—De modo que éste es su juego, ¿eh? Quiere la carne más tierna para él.

Philemos se dirigió a las mujeres agazapadas al otro lado de la hoguera. Se arrodilló a su lado.

—Lo siento —susurró a Aise. Luego sacó el cuchillo y cortó las ataduras que anclaban a Rian a los postes. Agarró el trozo de correa y la arrastró detrás de él, situándose junto a su padre. Levantando la voz, dijo—: Ésta es mía.

—Pequeño cabrón presumido, ¿crees que puedes quedarte la mejor parte para ti solo? —dijo Adurnos. Se lanzó hacia delante, buscando su propio cuchillo.

La punta de lanza giró, haciendo que se detuviera de golpe. Phaestus la sostenía a la altura de la cintura.

—Mi hijo sabe lo que quiere. Dejad que lo tenga. —El rostro de Phaestus era firme y duro—. Tomad a la mujer, si es necesario. La chica es de Philemos.

Sertorius se golpeó el muslo.

—¡Bien hecho, chico! —rio—. ¡No creí que fueras capaz!

Pasó junto al fuego, levantó a Aise y cortó sus cuerdas. La miró a los ojos.

—Tendrás que dedicarte a todos nosotros.

—¡Madre! —gritó Rian, y Ona empezó a llorar.

Aise se inclinó y besó a su hija menor.

—Todo está bien, cariño. Ve con Rian. Yo estaré bien.

Rian trató de lanzarse contra Sertorius, pero Philemos la contuvo.

—No lo hagas, por los dioses.

Ona se acercó a su hermana, y Rian enterró el rostro en el hombro de la niña, sollozando.

—Vamos, cariño —dijo suavemente Sertorius—. Ven con nosotros a la oscuridad. No somos bárbaros: no queremos que tus hijas lo vean.

Los tres hombres se reunieron a torno a Aise. Bosca le agarró el vestido por el hombro y tiró de él. La tela se rasgó y se deslizó por su torso.

—Muy bonito —dijo Adurnos. Le agarró uno de los pechos y le clavó los dedos.

—Yo seré el primero —dijo Sertorius.

Los tres arrastraron a Aise más allá de la luz del fuego, hacia la húmeda oscuridad del olivar.