Las puertas se cierran
Karnos estaba sobre la muralla principal del sur, en cuyas entrañas se estaba cerrando la gran puerta, gimiendo y chillando como un ser vivo. Había dos docenas de hombres abajo empujando con los hombros, y media docena más vertiendo aceite de oliva sobre los anquilosados goznes.
A derecha e izquierda, las murallas de la ciudad estaban cubiertas de gente, miles de personas que habían subido a contemplar el ejército que se desplegaba en la distancia. Durante meses, había sido una simple idea para ellos, objeto de especulación, chismes y discusiones. Y ahora estaba allí, reunido al borde del gran valle en forma de cuenco sobre el que se encontraba Machran. Un hombre que caminara rápidamente podría llegar desde las murallas a las primeras líneas enemigas en media hora.
Al fin se había llegado a aquello, a aquella realidad brutal.
Dion y Eurymedon permanecían junto a Karnos en el puesto más alto de la torre. Dos ancianos que lo parecían aún más en aquel hermoso día de invierno, mientras el ejército victorioso de Corvus formaba en línea de batalla ante la ciudad, como para atormentarla.
Detrás del trío de miembros de la Kerusia estaban Murchos de Arkadios, cuya ciudad estaba ya perdida, y Tyrias de Avennos, o Gusano de Pergamino para sus amigos. Kassander estaba en las puertas, maldiciendo y animando a los hombres que trabajaban allí.
—No sé en qué está pensando —dijo Dion, y en su voz se percibía el temblor de la edad—. Ha formado como si fuéramos a presentar batalla.
—O a invitarle a entrar —gruñó Murchos, adelantándose para apoyarse en la piedra gris de las almenas. Irritado, apartó las capas de nieve de la piedra—. Cabrón arrogante. Se propone iniciar el sitio aquí y ahora, en mitad del invierno.
—Nunca le ha gustado perder el tiempo —dijo Karnos—. Ah, la impetuosidad de la juventud.
—Dejemos que se quede ahí mientras nieva, a ver qué le parece —dijo Tyrias—. Ha ido demasiado lejos. Podemos pasarnos aquí todo el invierno viendo cómo tiritan.
—¿Han salido los mensajeros? —preguntó Eurymedon. Era un hombre cadavérico, de barba gris y larga nariz roja. Parecía que estuviera resfriado, o que tratara de curarse con vino.
—Salieron anoche —dijo Karnos con un toque de impaciencia—. Está por ver si servirán de algo.
—Serán como un pedo al viento —dijo Murchos—. Los que están dispuestos a luchar se encuentran ya aquí, dentro de estas murallas. Los demás esperarán acontecimientos. No ocurrirá nada hasta la primavera, tal vez incluso después.
—Cierto —dijo Karnos—. Estamos solos, hermanos, al menos durante unos meses. Si hacemos un buen trabajo durante el invierno y conseguimos hacer sufrir un poco a ese muchacho, las ciudades del interior superarán su miedo y comprenderán que su destino está aquí con nosotros, exactamente igual que si se encontrarán sobre estas piedras.
—Hay muchas ciudades a las que les gustaría ver a Machran humillada —dijo Eurymedon con un resoplido.
—Ya lo veremos cuando las patrullas de aprovisionamiento de ese conquistador empiecen a recorrer los campos —le dijo Karnos—. Cuando les hayan saqueado los graneros unas cuantas veces, las cosas cambiarán, acordaos de lo que os digo.
Esperaba sonar más convincente para los demás que para si mismo.
Durante toda la tarde, el ejército del conquistador se dedicó a hacer marchas y contramarchas. Cuando su desafío no fue aceptado, Corvus acampó sobre la carretera imperial y, mientras la tarde invernal se convertía rápidamente en noche, la gente de la ciudad vio cómo una segunda ciudad cobraba vida en un millar de hogueras relucientes al sur y al este.
Los rezagados de las granjas adyacentes golpearon la puerta principal del este aquella noche y suplicaron ser admitidos en la ciudad, pero se les negó la entrada por temor a que estuvieran pagados por el enemigo. Se les ordenó probar suerte en la puerta del Mithannon, la más alejada del campamento de Corvus, y los granjeros maldijeron a los hombres de las murallas y levantaron a sus hijos para mostrárselos a los cautelosos centinelas. La carretera de Goshen estaba cerrada, con una morai de lanceros acampada sobre ella, y sus granjas eran saqueadas en busca de comida y ganado. Si se quedaban fuera, morirían de hambre, gritaron. Les ordenaron esperar a la luz del día y probar suerte en el Mithannon, y algún alma caritativa les arrojó unas cuantas tortas de pan y un odre de vino.
Karnos permaneció sobre las murallas hasta después de oscurecer, reacio a dejar que las multitudes le vieran marcharse. Finalmente, el número de personas disminuyó con la llegada de la noche y el creciente frío en el aire, y pronto no quedó nadie en las almenas, a excepción de los hombres armados cuya misión era recorrerlas.
Kassander se reunió con él. Su rostro estaba más delgado que antes, pero aún tenía la sonrisa lenta y fácil que parecía desmentir el rápido funcionamiento de su mente.
—Me habré muerto de aburrimiento antes de que esto acabe —dijo Karnos—. Especialmente si la Kerusia mantiene a esos dos viejos buitres pegados a mis talones.
—Cualquiera diría que no confían en ti —dijo Kassander.
—Tienen miedo. Los hombres asustados sienten la necesidad de intentar saberlo todo. Eran más felices en la ignorancia.
—A juzgar por el sonido de las calles, hay mucha gente ignorante ahí fuera esta noche. ¿Los oyes?
Karnos asintió.
—El Mithannon hierve como una charca llena de renacuajos. Los recién llegados de Arkadios y las demás ciudades quieren disfrutar de los placeres mientras haya placeres que disfrutar.
—Es lo propio de los hombres.
—¡Y es una gran idea! —exclamó Karnos. Palmeó a Kassander en un hombro—. Ven a cenar conmigo. Trae a tu hermana. Haré que Polio saque el vino bueno. Nos emborracharemos, y yo me pondré en ridículo; será como en los viejos tiempos.
Kassander sonrió.
—Acepto tu generosa invitación.
—¡Bien! Invitaré también a Murchos y Tyrias. Murchos sabe beber, y Gusano de Pergamino siempre tiene uno o dos poemas a mano para ayudar a preservar la civilización.
Kassander señaló con la barbilla hacia las distantes hogueras.
—¿No piensas que pueda intentar algo esta noche?
—¿Esta noche? Eso sería de mala educación; acaba de llegar. No, Kassander, nuestro amigo de ahí enfrente estará atareado haciendo planes esta noche. Han cortado dos carreteras de acceso a la ciudad, y les quedan otras tres. Esta noche Corvus hablará con sus amigos, igual que nosotros, planeando nuestra destrucción. Y, si tienen sentido común, también lo harán con una copa en las manos. Haré que Gersic se quede en las murallas y nos informe más tarde; de todas formas, está demasiado nervioso para dormir.
—¿No lo estamos todos? —dijo lentamente Kassander.
La villa de Karnos, en la ladera de la colina de la Kerusia, presentaba al mundo un aspecto de fortaleza. Construida en torno a un patio con una fuente, miraba más hacia su propio interior que hacia la ciudad, un detalle que Kassander había comentado más de una vez.
En verano, Karnos ofrecía fiestas en torno a la fuente, y se sabía de invitados ebrios que habían acabado dentro de ella. Igual que su anfitrión. Pero con la llegada del invierno, las largas mesas se instalaban en el segundo salón, mucho más adentro, de modo que el sonido del agua se perdía, y en su lugar un fuego siseaba y crepitaba sobre una plataforma elevada de piedra a un extremo de la habitación. El humo salía por una serie de agujeros en el tejado. Los largos divanes sobre los que se sentaban o reclinaban los invitados, según sus preferencias, estaban situados unos frente a otros, y los esclavos llevaban comida a los comensales en bandejas de madera o platos de cerámica.
Así comían los ricos, y Karnos lo era. Nunca había olvidado los calderos comunitarios del Mithannon, donde una docena de personas metían las manos en la comida al mismo tiempo, y la sacaban a puñados en una especie de imitación del centos militar. Había jurado no volver a comer de aquel modo.
La comida era abundante pero sencilla. Karnos había adquirido gustos caros en muchas cosas, pero la comida no era una de ellas. Seguía confiando en las provisiones sencillas del campo: pan, vino, carne y queso de cabra. El vino, sin embargo, era minerio, una de las mejores variedades jamás elaboradas. Tyrias lanzó una exclamación al probarlo, y levantó la copa en señal de saludo.
—Acaban de sitiarnos, pero el principio es ciertamente prometedor —dijo.
—Pensé que era un vino adecuado para este día —le dijo Karnos.
Se incorporó sobre un codo y se volvió hacia la mujer sencillamente vestida sentada aparte de los hombres en una silla sin respaldo de cobre negro.
—Kassia, ¿estás segura de que te encuentras cómoda? Estos divanes fueron fabricados por Argon de Framnos; es como yacer sobre una nube.
La mujer, una hermosa dama de ojos oscuros con el amplio rostro de Kassander, le sonrió.
—No sería apropiado, Karnos. Además, he pasado suficientes veladas aquí para saber que probablemente acabarás tumbado.
Los hombres se echaron a reír, Kassander igual que todos.
—Mi hermana te conoce demasiado bien, Karnos —dijo.
—Es cierto. —Karnos la saludó con su copa—. Su sinceridad es tan refrescante como intoxicante su belleza.
—Tu adulación es como el vino —le repuso Kassia—. Necesita rebajarse un poco.
—Perdóname, Kassia. Cuando un hombre se ve deslumbrado por el exterior, a veces olvida los tesoros que relucen en el interior.
—Y ahora usas expresiones demasiado trilladas, Karnos. He oído frases mejores en obras de teatro callejeras.
—Es cierto que no he prestado a los clásicos toda la atención debida. Pero fue Eurotas quien dijo que el rostro de una mujer jamás da pistas sobre su corazón.
—Ondimion dijo una vez que citar obras de teatro era contaminar el aire con las ventosidades de otro.
—¿Eso dijo? Y yo que le consideraba un viejo pedante. Sin embargo, acabas de demostrar su afirmación.
—Existe un concepto llamado ironía; deja que te lo explique.
—¡Basta! —gritó Kassander—. Me gustaría que os casarais de una vez y acabarais con todo esto.
—Toda conversación inteligente acaba con el matrimonio, Kassander, y tú lo sabes —dijo Karnos, haciendo un gesto a un esclavo para pedir más vino—. En cuanto la mujer se ha metido en la casa, ya sólo se habla de dinero y niños.
Kassia miró de arriba abajo a la esclava que servía el vino de Karnos.
—Yo diría que ya tienes demasiadas esposas, Karnos.
—Tengo un gran corazón, señora —le dijo Karnos muy serio—. Necesita afecto, pero se marchita como una flor ante las brutalidades de la vida doméstica cotidiana. He construido un hogar donde puedo refugiarme de tales indelicadezas.
Los ojos de todos los hombres siguieron a la escultural muchacha de la jarra de vino mientras se perdía entre las sombras. Kassia suspiró.
—Eres un hombre grande, Karnos. La mujer que se casara contigo se engancharía a un proyecto de toda una vida.
—Y ésa —dijo Karnos triunfante— es la misma definición del matrimonio. Te doy las gracias, señora, por explicarlo de forma tan concisa.
Kassander se reclinó de nuevo en el diván.
—Si hubiera un incendio en el edificio, vosotros dos os quedaríais dentro discutiendo sobre quién lo provocó.
—Una discusión entre un hombre y una mujer es como hacer el amor sin orgasmo —dijo Tyrias con una ceja enarcada.
—Ahí lo tenemos; la ventosidad de otro —dijo Karnos—. ¿Es que la gente educada no puede conversar sin recurrir a los huesos de hombres muertos?
—Sois un hatajo de frívolos —gruñó el corpulento Murchos—. El mundo está en llamas a nuestro alrededor, Machran sitiada, nuestros destinos a merced del capricho de los dioses, y vosotros estáis aquí sentados, bebiendo vino y dedicándoos a los sofismas. Me alegro de que los hombres de las murallas no puedan oír lo que se dice en esta habitación.
—Si tuvieran la oportunidad, ellos harían lo mismo, aunque con un poco más de mal gusto —dijo Karnos despectivamente—. Mañana estaremos en las murallas y miraremos a Phobos a los ojos. Pero esta noche —vertió un riachuelo escarlata de vino sobre el exquisito mosaico del suelo—, ahí va una libación para el gentil Haukos del rostro rosado, dios de la esperanza y de los hombres que beben demasiado. Su pálido hermano puede besar mi culo peludo… Disculpa, señora.
—Tu piedad es encantadora —dijo Kassia. Se levantó—. Caballeros, voy a dar una vuelta por el patio para aclararme la cabeza. —Se levantó el velo de los hombros y lo enrolló en torno al cabello.
—¡Ah, el sol se esconde! —gritó Tyrias—. Dulce Araian, ¿cómo puedes velar para mí tu reluciente rostro?
—Ponte la copa en la boca, Tyrias —dijo Karnos, y se levantó a su vez—. Señora, ¿quieres darme el brazo?
—¿Estará lo bastante firme para servirme de apoyo? —preguntó Kassia.
—Soy una roca —le dijo Karnos, balanceándose levemente—. Kassander, voy a pasear con tu hermana entre las sombras junto a mi fuente. Te aseguro que mis intenciones son inocentes.
Kassander agitó una mano.
—Llévatela, llévatela.
El aire frío golpeó a Karnos como un chorro de agua cuando la pareja abandonó la estancia iluminada por el fuego para pasar a la sombra azul del patio exterior. La fuente lanzaba salpicaduras de luna blanca al estanque y, al levantar la vista, Karnos se encontró mirando directamente a la pálida faz de Phobos, que observaba la ciudad como una calavera redondeada. Kassia se estremeció y se acercó más a él. Pudo sentir la calidez de su piel a través del fino peplos de seda.
—Phobos está llena —dijo—. Ésta es su estación.
Karnos la rodeó con un brazo y le acercó un poco la nariz a la sien para olerle el cabello, fragante y cubierto de seda.
—Kassia, estamos sanos y salvos, y hay diez mil hombres valientes entre tú y los bárbaros del otro lado de las puertas. —Inclinó la cabeza y la besó a través del velo.
Durante un segundo, la boca de ella cobró vida y le respondió, pero luego Kassia se apartó, palmeándole un brazo.
—Siempre he oído decir que los hombres se toman libertades en tiempo de guerra —dijo. Y luego añadió—: Parece un mal augurio, con Phobos mirando.
—Cásate conmigo, Kassia —murmuró Karnos, mientras sus manos recorrían los brazos de la mujer, haciendo deslizar la seda sobre su piel. Sintió que se le ponía la carne de gallina.
—¿Otra vez con lo mismo? Has tenido a mi virtud sitiada durante años, Karnos. ¿Qué te hace pensar que mis murallas se rendirán ante ti ahora?
—Me amas, como yo te he amado todo este tiempo. ¿Qué mejor momento para admitirlo finalmente que ahora, cuando el mundo puede derrumbarse a nuestro alrededor?
Ella levantó la vista para contemplarlo, con aquella mandíbula fuerte que él amaba, con el coraje reflejado en su rostro amplio, y la luz de la luna que hacia que el velo que la cubría fuera tan traslúcido como la niebla.
—¿Va a derrumbarse el mundo a nuestro alrededor, Karnos?
Él vaciló un instante, con expresión sombría y los ojos fijos en los de ella. Luego esbozó su antigua sonrisa de bufón.
—¿Crees que esta ciudad puede caer mientras la defendamos tu hermano y yo? Somos los Phobos y Haukos de Machran.
Ella le cubrió la boca con una mano.
—No hables así.
—Los dioses también saben reír, Kassia —dijo él, besándole los dedos fríos—. Y Antimone ama a quienes lo arriesgan todo por amor a otro, ya sea un soldado protegiendo a su hermano en el campo de batalla, o un hombre que se pone el peligro por una buena mujer.
Ella levantó una mano y se la apoyó en el hombro, sobre el vendaje que aún cubría su herida.
—Habría muerto si no hubieras regresado a mí, Karnos. No harás que te ame más porque sangres en alguna batalla.
—Lo sé. Y por eso eres la única mujer para mi, Kassia. Sólo tú. Siempre lo has sido.
Ella se apartó de él, una sombra esbelta y erguida teñida de gris por la luz de la luna.
—Te haces el tonto para ganarte el corazón de la multitud, pero detesto verte hacerlo. Y te rodeas de esclavos para no sentirte solo; las únicas personas del mundo en quienes confías son el viejo Polio y mi hermano.
—Y tú.
—Si confiaras en mí, harías lo que te pido.
Él sacudió la cabeza en un gesto de impotencia.
—Se trata de quien soy. Mi manera de vivir…
—Es un escándalo que convierte tu nombre en el tema principal de conversación en todas las tabernas de la ciudad. Tú lo encuentras útil, yo lo detesto.
Karnos se encogió.
—No puedo abandonar a mi gente. Dependen de mí.
—Son tus esclavos, Karnos.
—Tú nunca has sido pobre, Kassia. No lo entiendes.
Ella se volvió bruscamente hacia él.
—Maldito idiota. Estás demasiado asustado para renegar de tu pasado por miedo al ridículo. ¡Cómo se extrañaría la multitud si Karnos de Machran se volviera respetable!
—Son sólo apariencias, nada más.
—No es cierto. Es algo que está en tu interior. Siempre serás el niño del Mithannon. Eres el portavoz de Machran, Karnos, el líder de la mayor ciudad al oeste del mar. No tienes nada que demostrar.
—Excepto a ti.
—Excepto a mí —dijo ella en voz baja. Volvió a acercarse a él—. Querido, eres mejor hombre de lo que todo el mundo piensa.
—Soy un cobarde y un bufón.
—Sentir miedo no es cobardía. No necesitas empuñar una lanza para demostrarme tu coraje. Sé lo que vales, Karnos; sólo quisiera que lo supiera más gente. —Se puso de puntillas y le besó—. Ahora vuelve con mi hermano. Pediré a Polio que me acompañe a casa.
Karnos regresó a la calidez del salón interior, donde los hombres estaban reclinados en los divanes con las copas a mano, y los esclavos permanecían junto a las paredes como estatuas atentas. Levantó su propia copa sin decir palabra, y Grania se adelantó a llenarla. La esclava le sonrió, pero el rostro de Karnos parecía de madera.
—Karnos —dijo Kassander—. Cuéntales lo de aquella vez que tú y yo ganamos el concurso de beber en el Mithannon. No me creen; tienen que oírlo de tus propios labios.
Karnos parpadeó. Su rostro cobró vida lentamente. La antigua sonrisa apareció sobre él.
—Fue el verano pasado, si mal no recuerdo… —dijo.