16

Los asuntos de los hombres

De nuevo en marcha, el ejército de Corvus no ofrecía un aspecto muy marcial. Excepto por la ausencia de mujeres, se parecía más a una migración masiva que a una formación militar. Los hombres estaban arrebujados en sus capas, la mayoría descalzos a pesar del frío, y docenas de ellos se apartaban de la columna para aliviarse, agazapados entre el barro y el agua salpicada por la lluvia de la llanura. Incluso los jinetes de los Compañeros iban a pie, tirando de sus cabizbajas monturas junto al flanco de la columna principal. Las llamativas capas de los kefren estaban empapadas y manchadas de barro, con lo que se mezclaban con el desolador paisaje.

La columna principal avanzó a lo largo de la línea de la carretera imperial durante más de doce pasangs, dejando al tren de intendencia todavía más atrás. Sólo en la vanguardia había cuerpos compactos de tropas en formación, como un puño apretado al extremo de un brazo marchito. Eran los Cabezas de Perro de Rictus y los igranianos de Druze. Avanzaban junto a los exploradores, que viajaban en grupos dispersos. Los Cabezas de Perro llevaban las capas rojas dobladas sobre los hombros para mantener sus bordes fuera del agua, y los escudos colgados a las espaldas; sus superficies de bronce empezaban a verdear con la humedad.

—Considerándolo todo —dijo Fornyx—, prefiero el invierno en las tierras altas. —Se rascó la barba, haciendo caer gotas de lluvia.

—No servirá de nada empujar al ejército de este modo —dijo Rictus—. Si dependiera de mí, nos acuartelaríamos para el invierno en Afteni. La tierra es muy rica por aquí. Podríamos mejorar las carreteras hacia el este y consolidar la conquista en lugares como Hal Goshen. Hacer bien las cosas.

—Teresian ahorcó a tres desertores que capturó ayer —dijo Fornyx—. Reclutas de Goshen. Diez minutos en el ejército, y ya echaban de menos su casa. Es un cabrón sanguinario. Me recuerda a ti hace quince años.

—Las reglas son las reglas —dijo secamente Rictus, frotándose el brazo herido—. Corvus hace las suyas.

—Bueno, supongo que le han servido para llegar hasta aquí.

Druze se reunió con ellos, apoyado en su jabalina como si fuera un bastón. El dolor le había trazado unas arrugas en torno a los ojos que no habían estado allí antes.

—¿Habéis oído la noticia? Karnos está vivo, después de todo.

Rictus no se sorprendió.

—Ese tipo es un superviviente nato.

—Se dice que está en camino hacia Machran. Los aftenos pueden haberse rendido, pero algunas de las ciudades del interior se mantienen fieles a la Liga, y sus hombres marchan con él.

—¿Cuántos? —preguntó Rictus.

—Los suficientes para presentar batalla.

—Parece que nuestra entrada triunfal en Machran va a ser problemática —dijo Fornyx, y escupió en el barro.

—¿Qué se propone hacer, Druze? —preguntó Rictus.

—¿Tú qué crees? Es Corvus. Les perseguiría hasta el infierno si estuvieran allí burlándose de él. Recordad lo que os digo, hermanos, antes de que acabe el mes estaremos sentados delante de Machran, mirando esas grandes murallas blancas y preguntándonos cómo llegar arriba.

—No se puede asaltar Machran, nunca se ha hecho. Es la ciudad más fuerte del mundo —protestó Fornyx.

—Razón de más para que lo intente —sonrió Druze. Palmeó a Fornyx en el hombro—. ¡Anímate! Así es cómo se hace historia.

El ejército siguió adelante. Los hombres abandonaban mucho antes del amanecer las mantas empapadas y los campamentos donde no había descanso ni alegría, para emprender la marcha mientras masticaban cabra salada y galleta mohosa. Marchaban durante todo el día, aunque la palabra «marcha» era un término eufemístico para su avance agónico y entorpecido por el barro.

Más tarde, al caer la noche, acampaban; otro eufemismo para referirse a pasar la noche encogidos juntos sobre un barro que les llegaba a las rodillas, con las capas y mantas en torno a los hombros y los pies apuntando hacia el lastimoso fuego que lograban encender bajo la lluvia.

Corvus lo compartía todo con ellos. Las tiendas habían quedado atrás, con el tren de intendencia, pero una pareja de mulas llevaba la suya junto al cuerpo principal del ejército. La levantaba cada tarde con braseros brillantes y cálidos en su interior, y dedicaba una parte de cada noche a visitar a los que parecían pasarlo peor a causa de las enfermedades, el frío o las heridas. Los llevaba a su tienda y los acostaba sobre paja limpia, compartía con ellos su propio vino y una serie de anécdotas que nadie sabía que poseyera. No parecía dormir en absoluto.

Los hombres que pasaban la noche en su tienda eran pocos en número, considerando el tamaño del ejército, pero regresaban junto a sus camaradas renovados, contando cómo el general se había sentado junto a ellos para servirles vino, llenarles los platos de carne y pan frescos y dedicar tiempo a escuchar la historia de su vida.

Las buenas y malas noticias se transmitían a través de un ejército más rápido de lo que podía correr un hombre, y los esfuerzos de Corvus animaron a los hombres. Fue una maniobra hábil, y Rictus se maravillaba no sólo ante la facilidad de Corvus para manejar a tantos miles de soldados, sino ante la resistencia de aquel hombre, que nunca se rendía al cansancio ni perdía los estribos.

Los jóvenes de Hal Goshen, Goron y Afteni, reclutados por un ejército que había acabado con la independencia de sus ciudades, levantaban la vista para encontrar al hombre que había hecho todo aquello preguntándoles por el estado de sus pies y sus estómagos. Tras media hora de bromas, Corvus les palmeaba el hombro como si fueran antiguos camaradas con quienes hubiera compartido miles de hogueras de campamento, y desaparecía.

Eran envidiados por sus compañeros, y todo el mundo les pedía detalles del encuentro. Empezaban a sentirse parte de aquella masa enorme y brutal que era el ejército que les rodeaba.

El ejército necesitaba reforzar su cohesión. Cada vez había más lanceros reclutados. Algunos incluso habían combatido contra Corvus en la última batalla. Su trato de las ciudades conquistadas podía ser misericordioso según los valores macht, pero las órdenes de reclutamiento eran rígidamente impuestas. Demetrius, mariscal de la falange de reclutas, no era un hombre que admitiera una negativa por respuesta. Cuando imponía un reclutamiento forzoso, separaba a los sentones de ciudadanos reclutados, repartiéndolos entre sus morai, rompiendo las identidades de las ciudades en las filas y creando nuevas lealtades en las formaciones resultantes.

Era un proceso eficiente pero duro, y casi cada mañana, cuando el ejército se ponía en marcha, dejaba atrás un cadalso con cadáveres colgando. Ser abandonado como carroña era el peor destino que un macht podía imaginar después de la muerte. La lección era deliberada, y había sido sancionada por Corvus, el mismo tipo sonriente que recorría las hogueras por la noche, preguntando por el estado de los pies de los nuevos reclutas. Se presentó en la hoguera de Rictus una noche, surgiendo en silencio de la oscuridad como una aparición.

En torno a las débiles llamas estaban los compañeros más habituales de Rictus, y algunos más.

Valerian estaba allí, y también Kesiro, como siempre; Fornyx, y Druze, que les visitaba a menudo con noticias y chismes cuando el ejército se acostaba para pasar la noche. Rictus había llegado a apreciar al moreno igraniano, y Fornyx y él se habían convertido en una especie de rivales en broma, incapaces de decirse nada uno al otro que no contuviera alguna puya. Ambos lo sabían, y ambos lo disfrutaban. Todos escuchaban atentamente una historia particularmente sucia narrada por Fornyx, interrumpida de vez en cuando por las carcajadas de Druze, cuando se dieron cuenta de que Corvus estaba justo al borde de la luz, observándoles, su rostro convertido en una máscara blanca con una sonrisa pintada encima.

—Fornyx, no me mires así. No soy tu madre.

—No con esas caderas —replicó Fornyx—. Alto y poderoso señor, ¿por qué no te sientas y tomas algo de vino? He encontrado un odre en la carretera. Sabe a orines, pero también el agua que hemos estado bebiendo esta última semana.

Corvus vertió algo de vino en su boca y tragó.

—Es una variedad de Afteni, si no me equivoco.

—Creo que siguió al ejército durante un tiempo antes de tumbarse a morir —dijo Fornyx guiñando el ojo.

Corvus le devolvió el odre.

—Aquí y allá, si un odre de vino se va de paseo, no hay ningún problema, supongo. Mientras no se convierta en un hábito. Este ejército está formado por soldados, no por ladrones. —Sonrió.

La expresión ebria y perezosa abandonó al instante los ojos de Fornyx. Se sentó, hundiendo en el barro los dedos separados al incorporarse.

—Ladrón es una palabra muy fea, y que no debe emplearse a la ligera.

Los hombres en tomo al fuego permanecieron en silencio, observando. La lluvia siseaba sobre los troncos más alejados de las llamas, y más allá se oía el zumbido de otras conversaciones en torno a otras hogueras, un murmullo de fondo. Pero allí parecía que hubiera sonado una campana llamando al silencio, y que todos estuvieran escuchando sus ecos.

—Creo que antes he meado en ese odre de vino —intervino Druze—. Tengo la polla tan encogida estos días que me ha entrado dentro. ¿Alguna vez has intentado follar con un odre de vino, Rictus?

Rictus sonrió, todavía pendiente de Fornyx y Corvus.

—Yo no. Estoy tan bien dotado como un asno. Prueba con Fornyx. ¿Alguna vez te has preguntado por qué ese cabrón tiene las piernas tan arqueadas?

Los hombres en torno a la hoguera estallaron en carcajadas, e incluso Fornyx echó atrás la cabeza con los demás. Rictus y Corvus se miraron, y ambos sonrieron falsamente, sólo con la boca.

—Jefe —dijo Rictus, levantándose con un fuerte gemido—, deja que te aleje de estos degenerados. Son animales maleducados. La mejor parte de ellos resbaló por la pierna de su madre.

Otro coro de risas e indignación fingida. El odre pasó de mano en mano en torno a la hoguera. Rictus tomó del brazo a Corvus; su bíceps era delgado como el de una muchacha, pero hecho de cable de acero.

—Vamos a dar un paseo por el campamento.

Corvus le acompañó. La lluvia caía sobre ellos en la oscuridad. Rictus estaba tan borracho como era posible a base de vino barato y raciones cortas. Rodeó los hombros del joven con el brazo bueno y, por algún motivo inexplicable, pensó en aquel momento en Rian, y en cómo le había besado el cabello en los pastos, sentados con Eunion mientras conversaban sobre el delgado joven que ahora caminaba junto a él.

«Me estoy haciendo viejo», pensó. «Los que ya son lo bastante altos para empuñar una lanza tienen edad de ser mis hijos. Este muchacho es un verdadero genio, y se tambalea al borde del desastre. Ahora lo veo».

Phobos, cómo las echaba de menos.

La bebida hacia que su mente emprendiera rutas que no deseaba explorar. Apretó a Corvus con más fuerza.

«Una vez tuve un hijo, muerto y quemado. No sería mucho más joven que este muchacho, si hubiera vivido. ¿Es eso lo que estoy haciendo aquí?»

—Esta noche he ahorcado a dos hombres —dijo Corvus—. Por saquear y violar. La hija de un granjero que han arrastrado hasta el campamento. —Su voz sonaba como un graznido tenso—. Se acerca el momento en que este ejército tendrá que vivir de la tierra, como una plaga de langostas. Soy consciente de ello, pero hay algunas cosas que nunca toleraré. Los hombres deben aprender esa disciplina ahora, si quiero que se mantenga más adelante, cuando las cosas se pongan más duras.

—Necesitas dormir —le dijo Rictus.

Corvus sonrió.

—A veces temo que, si me acuesto, cuando despierte el ejército habrá desaparecido, disperso a los cuatro vientos. Las cosas son más difíciles a medida que avanzamos hacia el oeste. En el este estábamos más cohesionados. Me gustaría que nos hubieras visto.

—A mí también —dijo Rictus con sinceridad—. Dime una cosa, Corvus; ¿cómo empezó todo? ¿Qué fue lo que te llevó a esto?

El otro hombre se detuvo y se volvió a mirarlo, con aquellos ojos que tenían una extraña luz en la noche.

—Nací para esto. Fui concebido en una guerra, y soy hijo de mi padre.

—¿Y quién fue tu padre?

—¿No lo sabes? ¿No lo has adivinado? Rictus, te creía más perspicaz.

—Estoy cansado y más que un poco borracho, Corvus. Hazme el favor.

Echaron a andar de nuevo, en torno al perímetro del gran campamento. Corvus dirigió una inclinación de cabeza a un centinela, habló con él y le llamó por su nombre.

—Mi padre perteneció a los Diez Mil, Rictus. Según dice mi madre, fue un gran líder, un buen hombre que murió sin necesidad. Su nombre era Jason de Ferai.

El brazo de Rictus resbaló de los hombros del joven. Se detuvo en seco.

—Tiryn —dijo—. Por la misericordia de Antimone, fue tu madre.

Lo recordaba. Lo recordaba. Casi había transcurrido un cuarto de siglo, y aún podía recordar los sucesos de aquellos días con imágenes brillantes como una piedra preciosa. La madre de aquel muchacho había sido una hermosa mujer kufr, concubina de Arkamene, abandonada y violada después de Kunaksa. Jason se había enamorado de ella, y ella de él; una de las parejas más improbables jamás vistas en historia alguna. Jason había decidido retirarse, abandonar la capa escarlata y la Maldición de Dios, y adquirir una granja en algún lugar al este del mar, para pasar el resto de sus días en paz, en algún oscuro rincón del Imperio.

Rictus sacudió la cabeza, desconcertado por la intensidad de los recuerdos.

—Tu padre —dijo con voz pastosa—. Fue como un hermano para mí.

—Y murió por causa tuya.

—Cierto. Yo era un muchacho estúpido sin autocontrol.

—Me lo dijo mi madre. Nunca te perdonó, Rictus.

—No la culpo por ello. ¿Es ése el motivo de que vinieras a buscarme, Corvus? ¿Es esto una especie de…?

—¿Venganza? —Corvus se echó a reír—. Amigo mío, he estado oyendo historias sobre ti desde que tuve edad para hablar. No guardo rencor por la muerte de un padre al que nunca conocí. Pero siempre deseé conocer al famoso Rictus, estar frente a frente con la leyenda y ver la verdad que había detrás de las historias.

Rictus sacudió la cabeza.

—Tú deberías saber mejor que nadie que las historias nunca son nada más que un eco de la verdad.

—Le he conocido, y está a la altura de las historias, Rictus. Si no fuera así, ya estaría muerto. —Corvus se alejó un poco, hasta que la oscuridad pareció a punto de tragárselo—. Eres un hombre de honor, y conoces los excesos que puede cometer un ejército, en la victoria y en la derrota. Piensas como yo, Rictus, y odias lo que yo odio. Necesito hombres como tú ahora mismo. En los tiempos que se avecinan, te necesitaré todavía más.

Se frotó los ojos con el antebrazo, y de repente pareció un muchacho perdido en la oscuridad.

—He nacido entre dos mundos. Aún tengo que encontrar mi lugar entre los macht, mi propio pueblo. Y sin embargo, Ardashir y los Compañeros me consideran uno de los suyos.

—Eres afortunado en tus amigos, Corvus. Tanto como lo fui yo una vez.

—Es posible. Pero no tengo ningún lugar en el mundo tal como lo he encontrado, de modo que he decidido reformarlo. Los macht son… somos… bárbaros ignorantes, en comparación con la civilización que existe al otro lado del mar. Y el Imperio está cansado y en decadencia, pese a toda su riqueza, la antigüedad de su cultura y su diversidad. Creo que en ambos lugares se podría hacer algo mejor.

Rictus parpadeó, y los últimos restos del vino abandonaron su mente.

—¿Qué estás diciendo?

Corvus se dio la vuelta y sonrió. Volvió a adquirir de inmediato aquel extraño aspecto suyo, y el muchacho torturado se desvaneció por completo.

—Estoy pensando en voz alta, soñando despierto en la noche. No me hagas caso, Rictus. —Avanzó hacia el otro hombre—. Si estuvieras al mando del ejército, ¿qué harías ahora? ¿Cómo procederías contra Machran?

Rictus se frotó la barbilla, reuniendo sus pensamientos. Los ojos de Corvus fijos en él le resultaban inquietantes.

—Primero tomaría las ciudades del interior. Están deshechas en este momento, desmoralizadas. Deberían caer como fruta madura. Luego pasaría allí el invierno, dividiría el ejército en guarniciones acuarteladas en las ciudades principales, y me prepararía para atacar Machran en primavera. Para entonces, los nuevos reclutas se habrán adaptado, y los hombres estarán descansados y listos para otra batalla. Machran será una nuez dura de abrir. Debemos prepararnos para ello.

—Estoy de acuerdo. Pero si esperáramos a la primavera, las ciudades de la Liga que no hemos capturado y la propia Machran tendrían tiempo para recuperarse del golpe de la derrota. Lo más probable es que tuviéramos que hacer de nuevo todo el trabajo. Si tiene tiempo, Karnos reconstruirá la Liga; es un hombre de recursos.

—Entonces, ¿qué harías tú?

Corvus sonrió.

—Si yo fuera Rictus, haría lo que sugieres. Es lo más sensato. Pero soy Corvus. Avanzaremos hacia Machran con todo lo que tenemos, de inmediato, y sitiaremos la ciudad durante todo el invierno si es necesario. Quiero que todo esto haya terminado en primavera. Ahora los tenemos en retirada: quiero mantenerlos así.

Rictus sacudió la cabeza.

—No tenemos suficientes hombres.

—Los números no lo son todo, si un ejército está motivado por un solo espíritu, una sola idea. Hay algo que he descubierto sobre los macht desde que empecé a dirigirles y a pelear contra ellos, algo que los diferencia de los pueblos del Imperio. Los macht son capaces de luchar por una idea, una abstracción, si esa idea es lo bastante poderosa. Eso es lo que les convierte en un gran pueblo.

—Hará falta algo más que una idea para escalar las murallas de Machran.

—Oh, ya lo sé. Parmenios está trabajando en ello. Para ser un hombrecillo gordo con los dedos manchados de tinta, tiene algunas ideas que te sorprenderían. —Corvus se volvió para alejarse—. Será mejor que continúe con mi ronda. Aún no he hablado con Ardashir esta noche… —Hizo una pausa y se volvió—. Rictus, ¿sabes por qué me odia Fornyx?

La pregunta pilló a Rictus desprevenido.

—Yo…

—Porque te quiere, y piensa que te he metido en esto bajo amenaza. Tú y yo sabemos que no es así. No hay ningún lugar en el mundo donde preferirías estar en este momento más que con este ejército.

Corvus levantó una mano, casi como un saludo, y se perdió en la oscuridad.

En los días que siguieron, la tierra se elevó bajo sus pies y la lluvia empezó a aflojar. Encontraron signos del ejército de la Liga en retirada: carretas rotas, mulas muertas y artículos personales abandonados cubrían las cunetas.

Con el cambio de tiempo, el humor de los hombres mejoró, y avanzaron a mejor ritmo. Para entonces, toda la comida saqueada en las reservas del campamento de la Liga había sido consumida, y estaban a media ración. Corvus autorizó finalmente una serie de expediciones en busca de provisiones a cargo de las tropas montadas de los Compañeros. Los dos mil jinetes se dividieron en media docena de columnas que peinarían el territorio a través de muchos pasangs a cada lado de la carretera imperial.

Estarían fuera varios días, aunque Ardashir enviaría mensajeros al cuerpo principal para mantener informado a Corvus de los movimientos enemigos que pudiera observar.

El ejército se había convertido en una inmensa horda, hambrienta y malhumorada, mantenida a raya por la personalidad de su líder y sus oficiales superiores. Los que habían participado en campañas anteriormente se tomaban las privaciones con filosofía, pero los nuevos reclutas estaban especialmente inquietos. Observando el trabajo de Demetrius en el campamento por las noches, siempre recorriendo sus filas como un maestro de escuela ciclópeo, Rictus recordó sus propios esfuerzos por mantener a los Diez Mil bajo control en su larga marcha al oeste. Era como agarrar a un lobo por las orejas.

El regreso de las columnas de Ardashir coincidió con la primera nevada en las tierras bajas de aquel invierno, unas leves salpicaduras de blanco que quedaron pronto hundidas en la tierra al paso de los miles de hombres.

Los jinetes llegaron al campamento a pie, tirando de sus monturas, pues los grandes animales iban cargados con lo recogido en las tierras de los alrededores. Con ellos trotaban rebaños de cabras, cerdos y vacuno, y aquella noche el ejército lo celebró como en un día de festival; los hombres construyeron asadores sobre las hogueras y se hartaron de carne fresca, pan recién hecho y el fragante aceite verde de los campos de Machran. La moral mejoró, y los sentones reunidos en torno a las hogueras nocturnas empezaron a hablar de las riquezas de Machran y de cuál podría ser la parte que les correspondería.

Arkadios apareció en el horizonte, y el ejército formó para la batalla ante sus murallas. Los términos habituales fueron ofrecidos y aceptados con rígida formalidad por lo que quedaba de la Kerusia de la ciudad.

Pero fue una victoria pírrica. Los guerreros de la ciudad habían partido hacia Machran, junto con una gran parte de la población. Arkadios era una cáscara de sí misma, y la guarnición que dejó allí Corvus fue recibida con huraña hostilidad. Las mujeres de la ciudad escupían a los soldados de Corvus, y les aseguraban que su estancia sería corta.

El ejército siguió adelante, ya a buen paso, y los lanceros de leva empezaron al fin a integrarse en sus nuevas morai. Mantenían el paso de los veteranos, escuchaban sus historias, y empezaron a adquirir algo parecido al orgullo de sí mismos. Después de todo, formaban parte de algo trascendental e importante, testigos de uno de los grandes momentos de la historia.

Más aún, pertenecían a un ejército con tradición de victoria. Los macht habían luchado entre ellos desde tiempo inmemorial; no les resultaba antinatural luchar contra los de su propio pueblo. Y al menos estaban en el bando vencedor.

Aún no habían considerado adónde podía llevarles la victoria, o los efectos que ésta podía tener sobre el mundo que conocían.

Corvus había arrojado a su ejército a las tierras del interior como una lanza. Por todos lados dejaban sin conquistar ciudades cuyos hombres habían sangrado en la batalla de Afteni, pero Corvus las ignoraba, incluso a la antigua Avennos en el sur. Llevaba una buena inercia, y las ciudades de la Liga estaban aprisionadas por el peso de su derrota.

Las columnas de aprovisionamiento de Ardashir no informaron de ningún signo de resistencia organizada en las tierras de los alrededores. Las ciudades del interior habían cerrado sus puertas y esperaban acontecimientos. Aguardaban a ver qué ocurría ante las murallas de Machran.

Rictus y sus Cabezas de Perro iban en vanguardia con los igranianos como de costumbre, cuando una patrulla montada descendió al galope por la larga pendiente de delante y se detuvo justo frente a ellos. Corvus iba en ella, y también Ardashir, ambos con los ojos tan brillantes como si hubieran estado bebiendo.

Corvus levantó una mano.

—Rictus, adelántate. ¡Hay algo al otro lado de la colina que tienes que ver! Fornyx, haz correr la voz. Que todos los oficiales superiores acudan de inmediato al frente de la columna.

Fornyx levantó un brazo.

—Vete —dijo a Rictus—. No hagas esperar al enano.

—Vete a mear en una cuerda, Fornyx —dijo Rictus, y echó a correr colina arriba, con el pesado escudo golpeándole la espalda.

Se detuvo, jadeante, en la cresta de la colina. Allí se había reunido un grupo de jinetes, y Corvus había desmontado. Rictus conocía el lugar; había un hito de piedra a un lado de la carretera.

Machran se erguía en la distancia, como una gran mancha sobre la tierra. El humo de diez mil chimeneas ascendía para nublar el aire sobre la ciudad. Una vista famosa; en las obras de Ondimion había escenas situadas en aquel lugar, y Naevius había escrito una canción sobre él.

Corvus y Ardashir contemplaban el paisaje maravillados.

—Machran al fin —dijo Corvus—. Después de todo este tiempo.

Rictus lo comprendió de repente.

—Nunca la habías visto.

—Nunca; sólo había leído las obras, oído las canciones y escuchado a los hombres hablar de ella mientras bebían. Tengo mapas de esta ciudad; conozco su geografía como si estuviera escrita en mis sueños. Conozco a los hombres que la gobiernan, sus nombres y familias. Pero es la primera vez que la veo por mi mismo, y también Ardashir. He viajado durante años para llegar a este lugar, Rictus.

—Te deseo que lo disfrutes —dijo Rictus con una sonrisa. Allí estaba de nuevo el muchacho, con los ojos iluminados por las increíbles maravillas del mundo. Había algo… inmaculado en Corvus. Era más que el mero entusiasmo de la juventud; era una especie de apetito. Las nuevas experiencias de su vida siempre le resultarían vívidas, memorables y dignas del esfuerzo realizado, como un hombre con una sensibilidad especial para el vino, capaz de encontrar en él sutilezas y fragancias imperceptibles para los demás. ¿Cómo era el verso de Gestrakos? Eunion era muy aficionado a citarlo.

—Un hombre con pasión siempre encontrará la vida de su gusto —dijo Rictus en voz alta. Corvus se volvió hacia él de inmediato.

—Un hombre al que no le importa nada es un hombre que ya está muerto —dijo, terminando la cita—. Rictus, me sorprendes. No te creía un filósofo.

—Me lo recitó un amigo, hace mucho tiempo.

—Entonces era un hombre sabio. Para los soldados, las sentencias de Gestrakos son como una ventana a nuestras vidas.

La cabeza de la columna les alcanzó, y Fornyx levantó una mano para detener a los Cabezas de Perro. Tras ellos, la línea de hombres en marcha se extendía hasta donde alcanzaba la vista, y el débil sol invernal la recorría, levantando chispas y destellos en puntas de lanza, yelmos y escudos de bronce cargados sobre los hombros.

—¿A qué distancia estamos? ¿A cuatro pasangs de las murallas? —calculó Corvus—. Situaré la tienda del alto mando en la pendiente de delante. Rictus, tus hombres acamparán un pasang más adelante, con los igranianos de Druze. El resto se alineará detrás. Debo inspeccionar de cerca la línea de las murallas antes de decidir cómo situar al resto del ejército.

—Nos han visto —dijo Ardashir—. Mirad: están cerrando las puertas.

Rictus distinguió a duras penas la caída de las sombras en la muralla cuando la enorme puerta principal del sur se cerró lentamente en la distancia. Era algo que nunca había visto antes: Machran cerrando sus puertas. Contempló la interminable cadena de fortificaciones que recorrían la muralla a lo largo de tantos pasangs, y sacudió la cabeza ante la idea de asaltar semejante lugar.

—El campo está vacío —dijo Ardashir, cubriéndose los pálidos ojos con la mano—. No se ve ni un hombre ni un animal en varios pasangs.

Al parecer, Karnos ha preparado a la ciudad.

—No esperaba menos —dijo Corvus.

Montó en su caballo, y el animal (un castrado negro azabache que le hacía parecer un niño montado a su lomo) levantó la cabeza y resopló al captar su buen humor.

—Traed el tren de intendencia, y desplegad al ejército a lo largo de esta cresta, por si decide salir.

—No saldrá —dijo Rictus.

Corvus asintió.

—Lo sé; pero debemos demostrar que estamos listos para ello y además, ver a un ejército formar en línea de batalla es un espectáculo impresionante. Dará a los hombres de esas murallas algo en que pensar.

Se inclinó y palmeó el cuello de su inquieto castrado, murmurándole palabras en kefren. Luego se irguió y les dirigió a todos una amplia sonrisa.

—Hermanos —dijo—, hoy empieza el sitio de Machran.