Barro y agua
La ciudad de Afteni, famosa por sus herrerías, era una isla en un mar poco profundo. Construida, como la mayor parte de las ciudades macht, sobre terreno elevado, y rodeada por una muralla de veinte pies, se encontraba rodeada también de agua, un lago cuya profundidad alcanzaba la rodilla de un hombre y que abarcaba dos terceras partes de la circunferencia de la ciudad.
Desde la batalla de la llanura de Afteni, que había presenciado la desbandada (por no decir la destrucción) del ejército de la Liga Avenia, las nubes se habían concentrado, negras sobre las tierras bajas al pie de las Gosthere, y habían soltado su carga sobre unas tierras de labor ya saturadas. La carretera imperial había desaparecido, sumergida en agua marrón, y toda la llanura se había borrado con ella. Sólo existía la interminable extensión de agua salpicada por la lluvia, con olivares, viñas torturadas y árboles empapados que trataban de continuar erguidos, y parecían encogerse bajo el incesante diluvio.
Y aquello había resultado providencial.
Karnos estaba en las murallas de la ciudadela cubierto con una capa impermeable de soldado, su propia pequeña tienda para protegerse de la humedad. Miró al este, tratando de perforar la cortina de lluvia. De modo inconsciente, su brazo se levantó y empezó a masajear cuidadosamente la carne vendada de su hombro.
—Me escuece, Kassander. Eso es bueno, ¿verdad?
—Y no huele, lo que es aún mejor. Te recuperas rápido, Karnos. Te curas igual de bien que un perro joven, como solía decir mi madre.
—¿Y los demás? ¿Cómo se están curando?
—La última carreta ha partido hacia Machran esta misma mañana, aunque necesitarán los caballos del mismo Phobos para recorrer más de unos pocos pasangs al día en este pantano. Les compadezco.
—Son hombres de Machran. Ahí es donde deben estar.
—Volverán con una historia de derrota. Deberías llegar antes que ellos.
—Lo haré, en cuanto haya terminado aquí. Un hombre a caballo viajará más aprisa. Quiero hablar antes con Katullos.
—Es posible que Antimone hable con él antes que tú.
—¡Tonterías! ¿Ese viejo cabrón? Si verme convertido en portavoz no le mató, no lo conseguirá un lanzazo en la garganta.
—Quiere verte, en cualquier caso. Debemos decidir qué hacer con lo que queda del ejército.
—No pude mantener aquí a los hombres de Pontis. Lo intenté; me pasé toda la noche hablando con ese perro sin agallas, Zennos, pero no hubo manera. De modo que perdemos mil hombres.
—No es el único.
—Vamos, salgamos de esta maldita lluvia. Sé que en este momento es nuestra amiga, pero es como un amigo al que uno debe dinero: compañía no deseada.
—Una sinceridad admirable viniendo de alguien que me ha pedido dinero más veces de las que quiero recordar.
—Ah, no te portes como una niñita. Ven, toma algo de vino.
Se retiraron a un pórtico alto que recorría la base de una torre. Allí había un brasero encendido, una mesa cubierta de papeles, y hombres que iban y venían, añadiendo más papeles al montón.
—Te has aficionado mucho al aire libre —dijo Kassander, quitándose la capucha de su capa.
—Me gusta el paisaje. Puedo ver hasta media docena de pasangs de carretera cuando la lluvia escampa un poco; eso quiere decir que veré llegar a ese cabrón.
—Según todos los informes, no se ha puesto aún en camino. La carretera está anegada en media docena de sitios, cuando no está del todo sumergida, y se rumorea que hay enfermedades en su campamento. Está flotando en un mar de su propia mierda a unos diez pasangs por la carretera, y ojalá se quede allí mucho tiempo.
Karnos se sirvió vino con la mano buena.
—Entre tanto, nosotros estamos aquí, en relativa comodidad. Me anima pensarlo.
—Hizo lo correcto con los muertos. Envió el cadáver de Greynos de Afteni bajo una rama verde, y quemó a los demás con los ritos apropiados.
—Sí, es un auténtico y jodido caballero. Entre tanto, estamos aquí, en nuestro castillo de arena, perdiendo sentones día a día. Kassander, tenemos que pensar en Machran. La Liga se nos ha quebrado entre las manos como el hueso de los deseos.
—¿Crees que estamos solos?
—Para y escucha.
Kassander suspiró y asintió. Por debajo del continuo martilleo y los siseos de la lluvia se oía otro ruido, un gran zumbido, como una colmena de abejas irritadas.
—Es la asamblea de Afteni en sesión, diez mil hombres furiosos y asustados bajo la lluvia al pie de esta piedra, debatiendo sobre algo que ya han decidido. Perdieron a seiscientos de sus mejores hombres en la llanura, y también a Greynos, el único de la Kerusia con pelotas. Están acabados, y lo saben, pero tienen que discutir mientras Machran y los demás contingentes siguen en el interior de sus murallas, observándolos. Es como observar los ritos en una pira funeraria. Las ciudades del este del interior están perdidas, Kassander. Las demás esperan a ver qué puede hacer Machran.
—Machran nunca capitulará —dijo Kassander, y su rostro grande y afable se oscureció—. No mientras yo viva.
Karnos le tocó un brazo.
—Bien dicho, hermano.
Dejó la copa. Un joven que vestía el quitón bordado con el signo negro de los funcionarios de Machran tosió educadamente tras él.
—¿Si, Gersic?
—Señor, el consejero Katullos solicita que te reúnas con él en cuanto puedas. Está…
—Sé dónde está, Gersic. Dile que estoy en camino. Y, Gersic…
—¿Señor?
—¿Cómo está su voz?
El joven, moreno y serio, con la cicatriz de una herida recién cosida en el brazo, pensó un momento.
—Puede susurrar, señor.
—Está bien. —Karnos se volvió de nuevo hacia Kassander—. Tiene que haber ocurrido algo muy grave para que llegue a considerar a Katullos como un aliado, alguien con la misma opinión que yo.
Kassander levantó su copa.
—Ser herido y dado por muerto ha hecho maravillas por tu reputación.
—Debí hacerlo años atrás —dijo Karnos.
Una habitación pequeña y desnuda, lo bastante austera para satisfacer incluso a un asceta como Katullos. No había ventanas, y sólo una lámpara ardía junto a la cama. En un rincón, la coraza negra descansaba sobre su soporte como un espíritu silencioso, sin una sola marca sobre ella, aunque Katullos había estado en el mismo corazón de la batalla.
El viejo había recibido un aichme en la garganta. Le habían cerrado la hemorragia con un hierro candente, y la marca bajo su barbilla era como una segunda boca de labios púrpuras. Su magnífica barba había sido afeitada por el carnifex, y su rostro parecía absurdamente pequeño sin ella. Su piel estaba sofocada por la liebre, pero tenía la mirada clara. Sus manos grandes y manchadas apretaban la manta sin cesar mientras Karnos tomaba asiento en un taburete a su lado.
—Acércate —dijo Katullos, como un céfiro casi ahogado por el sonido de la lluvia en el exterior y el rumor de la asamblea—. Toma. —Era una carta, plegada y sellada. Había tenido que hacer tres intentos antes de conseguir poner el sello; lo había hecho él mismo—. Para la Kerusia. Puede ayudar.
—¿Qué dice?
Katullos sonrió.
—Que confíen en ti.
Karnos volvió a reclinarse, frunciendo el ceño, sosteniendo la carta como un pájaro atrapado en su mano.
—¿Cómo puedo saberlo? Nunca has sido amigo mío, Katullos. Podría romper el sello y leerla.
—Entonces sería inútil.
—Mejor eso que…
—Confía en mí. —De una esquina de la boca del viejo caía saliva.
Pocos días atrás, había conducido a una morai a la batalla vestido con la Maldición de Dios. Y se veía reducido a aquel estado. Karnos sintió un pinchazo de compasión.
—Hemos sido adversarios durante toda nuestra vida pública. ¿Qué ha cambiado?
De nuevo, aquella sonrisa de calavera.
—Una vez te dije que estaría allí para vitorear el día de tu caída. Ahora veo que hacerlo seria vitorear la caída de mi propia ciudad. Hiciste lo correcto, luchando en aquel momento. Has derramado tu sangre por Machran. Amas la ciudad igual que yo. No lo había visto hasta ahora. Pensaba que sólo amabas tu propia ambición.
—Un hombre puede amar ambas cosas.
—No, Karnos, ahora no. —Tosió, con un largo y húmedo silbido en su pecho. Karnos podía sentir el calor que irradiaba de él, como si toda su vida se consumiera en una última hoguera vacilante—. Sigue luchando —jadeó—. Machran nunca debe rendirse. Ese hombre pretende convertirse en rey de todos nosotros. Si Machran cae, tendrá su pie sobre nuestros cuellos durante una generación. —Se encogió—. Tú lo ves, pero no todos se dan cuenta.
—Lo veo. Lo he sabido desde hace mucho tiempo.
—Me enfrenté a ti, y estaba equivocado. Eres el portavoz de Machran; hablas por todos nosotros. Haz que el invasor se estrelle ante nuestras murallas. Ninguna otra ciudad puede conseguirlo.
—No podemos volver a enfrentarnos a él en una batalla abierta, Katullos. La Liga se está descomponiendo.
—Las murallas, Karnos. Defiende las murallas. Haz que se desangre. Nadie puede ocupar Machran si hay hombres en sus murallas, ni siquiera Corvus.
Karnos tomó entre las suyas una de aquellas manos grandes e inquietas. Un pinchazo de dolor le atravesó el hombro al inclinarse sobre la cama del moribundo.
—Katullos, tienes mi palabra.
Katullos volvió a sonreír.
—Eso tiene mucho valor, ahora lo sé.
—Te pondré en la próxima carreta que salga hacia el oeste. Volverás a ver la ciudad, te lo prometo.
—Moriré antes de llegar. Pero llévame a casa, Karnos. Haz que me quemen junto al rio Mithos, y esparce mis cenizas en el agua. Graba mi nombre en catafalco de los Alcmoi.
—Asi se hará.
—Mi armadura… Ocúpate de que llegue a mi familia.
—Lo haré.
Katullos le miró de cerca.
—Eres una desgracia para la Kerusia, un demagogo, un bribón y un mujeriego. Pero eres todo lo que tenemos. Los demás son ovejas.
Karnos soltó una risita.
—Me adulas, Katullos… ¿Katullos?
El anciano continuaba con los ojos abiertos, pero el aliento le abandonaba en un suspiro largo y áspero. Quedó inmóvil, y el apretón de su mano manchada se relajó. Karnos sacudió la cabeza.
—Viejo cabrón testarudo. —Cerró aquellos ojos aún brillantes con los dedos, e inclinó un momento la cabeza. Luego levantó la vista, y miró pensativamente al otro lado de la habitación, donde la Maldición de Dios reposaba en silencio en su rincón.
Los hombres de Machran partieron al día siguiente, cargados con todo su equipo. Las carreteras estaban tan mal que ninguna carreta podía viajar, de modo que las maltrechas morai tuvieron que chapotear por el barro llevando las panoplias y las escasas raciones de comida que Afteni pudo proporcionarles. Había casi doscientos pasangs hasta Machran, y empezarían a pasar hambre mucho antes de llegar a casa.
Otros contingentes de la Liga también se estaban marchando. Los hombres de las ciudades del interior habían convocado a sus propias asambleas en Afteni, y votado sobre qué hacer a continuación. Los arkadianos y avenios, que habían sido defensores de la Liga y aliados de Machran desde tiempo inmemorial, votaron quedarse con Karnos y Kassander.
Murchos, polemarca de los arkadianos, era un hombre corpulento con el rostro rosado de un cerdito sobresaltado, pero era amigo de Kassander y estaba dispuesto a seguirle adonde fuera, igual que sus propios hombres le seguirían a él, especialmente dado que era un portador de la Maldición.
Los arkadianos siempre habían sido francos e impulsivos. Hacían apuestas altas cuando jugaban a tabas, y también estaban jugando en aquel momento. Los tres mil hombres se mantendrían leales.
Los avenios eran muy parecidos, aunque les gustaba considerar a su ciudad como el verdadero corazón de los macht civilizados, el lugar donde se hicieron las leyes. La idea de verla gobernada por un guerrero advenedizo sin familia conocida, que empleaba kufr como soldados, era anatema para ellos. También marcharían con Machran. Dos mil hombres al mando de Tyrias, al que le gustaba hacerse llamar el Justo, pero que era más comúnmente conocido como Gusano de Pergamino, porque se encontraba más cómodo en una biblioteca que en un campo de batalla, pese a su yelmo de polemarca.
En total, unos nueve mil hombres partieron de Afteni hacia el oeste, al mando de Kassander. Nueve mil hombres dispuestos a defender las murallas de Machran hasta el final. Bastaría. Tenía que bastar.
Los demás habían tomado rutas separadas. Los castigados contingentes de las otras ciudades abandonaron Afteni de un modo menos marcial, pues muchos de los hombres habían arrojado las armas en el campo de batalla para facilitarse la huida. Y se daba por descontado que la propia Afteni capitularía ante el invasor cuando finalmente éste consiguiera volver a poner el ejército en marcha a través del barro.
Aún faltaba un mes para el pleno invierno.
Karnos se inclinó en la silla, siseando ante aquel maldito dolor. Soltó las riendas y estrechó la mano de Kassander.
—Hazlos marchar a buen paso, hermano. Cuanto más tiempo tengamos para preparar la ciudad, más fácil será todo.
—Deberías llevar una escolta, Karnos. Aún no estás curado, y si caes de ese caballo hará falta toda una fila de soldados para volverte a montar.
—Te comunico que estoy más delgado que antes. —Karnos se arrebujó en su capa impermeable de soldado—. Con Gersic es suficiente. Es un buen chico, deseoso de complacer, sincero y no muy listo; justo el tipo de persona que me gusta tener alrededor. Tengo intención de llegar en cuatro días, como mucho.
—Llevas mis cartas.
—Junto al corazón, Kassander. Sean cuales sean los rumores que se me hayan adelantado, yo llevo las primeras noticias oficiales. Y las explicaré a mi manera.
—Si tienes tiempo, visita a mi esposa y a mi hermana, y hazles saber que no soy ceniza en el viento.
—Lo haré, hermano. —Karnos se incorporó, lanzó una terrible blasfemia por el dolor que le atravesaba el hombro, y luego puso al medio galope a su montura de las tierras bajas. Avanzó a través del agua, como un bote abriéndose camino entre un fuerte oleaje.
Levantó la mano buena en un gesto de despedida y, al frente de la larga columna, fue vitoreado por media docena de sentones que le reconocieron. Luego desapareció entre la lluvia.
Karnos no era un hombre que tuviera conexión con el mundo natural. Prefería el pavimento a los pastos y, aunque le encantaba comer carne roja, no veía ningún mérito en matarla él mismo. La sala de debates, el dormitorio, el mercado… Aquéllos eran los lugares donde se sentía cómodo. Supuso que aún llevaba en su interior a su padre; en los tres lugares, lo más importante era saber negociar. A medida que el terreno ascendía bajo su caballo y las aguas empezaban a retroceder, forzó al animal a avanzar rápido, galopando por un lado de la carretera pavimentada de piedra que conducía hasta Machran, con el joven Gersic siguiéndole en un animal más ligero y animoso. El caballo de Karnos era un bayo testarudo, con un paso tranquilo menos molesto para el dolor de su herida. Le gustaba aquel animal; tenía un corazón obstinado, y avanzaba por el barro de la cuneta como si nunca fuera a detenerse.
El mundo natural. Era un mundo conformado por los macht, domesticado por milenios de ocupación, arado, plantado y podado para responder a las necesidades y modas de los hombres. Aquélla era la mejor tierra de labor de todo el mundo macht; a veces se podían recolectar dos cosechas al año en torno a Machran. Era posible alimentar a un ejército, si se calculaba bien el momento de la siembra. E incluso en invierno, las granjas que moteaban aquella zona tendrían almacenes, establos y ahumaderos llenos de grano, aceite y ganado.
Aquél era el problema.
Fueran cuales fueran las preocupaciones logísticas de Corvus en aquel momento, se desvanecerían en cuanto su ejército llegara hasta allí. Podría vivir de la tierra durante semanas, tal vez meses, sin preocuparse por sus líneas de aprovisionamiento en el este.
Todo se reduciría a un ejercicio de resistencia. Karnos no creía que fuera posible asaltar las murallas de la poderosa Machran mientras estuvieran defendidas, pero Machran era una ciudad grande, con más de cien mil bocas que alimentar. El problema llegaría cuando los ciudadanos empezaran a pasar hambre antes que el ejército de Corvus.
Habría que hacer algo al respecto, y a nadie le gustaría.
Se detuvieron para pasar la noche en un pueblo junto a la carretera, un lugar sin nombre con una apestosa taberna donde el menú estaba pintado en las paredes. Karnos gastó generosamente sus óbolos de plata grabados con el signo de machios, y habló con los habitantes en un rincón junto al fuego, mientras Gersic cepillaba a los caballos y hacía lo que fuera que hicieran los jinetes para mantener a los animales sobre sus cuatro patas.
La población local se reunió en la niebla humeante de la taberna y escuchó a Karnos contar la historia de la batalla que se había librado, según él una batalla dura y encarnizada, en la que ambos bandos habían sufrido terriblemente, y en la que era dudoso quién había sido el vencedor.
Les dijo que los hombres de Machran, Arkadios y Avennos pasarían pronto por allí, que la guerra no había terminado, que tenían que mantenerse fieles a las costumbres de sus padres y no preocuparse por el usurpador Corvus; era una catástrofe pasajera, como un terremoto o una tormenta de verano.
No les convenció: pudo verlo en sus rostros. Ni siquiera su versión fuertemente censurada de la verdad podía disimular el hecho de que las fuerzas de la Liga estaban en retirada. Aquella noche durmió junto a su petate en el suelo de la mejor habitación, infestada de piojos, mientras se rascaba el empapado vendaje del hombro.
Gersic y él estuvieron en la carretera antes del amanecer, con el vino de la noche martilleando en las sienes de Karnos, y el pueblo bullendo de aprensión detrás de ellos. Por una vez en su vida, Karnos se encontró deseando haber mantenido la boca cerrada.
Más días, grises por la lluvia y la fatiga. El caballo bajo su cuerpo era la única cosa cálida en el mundo. Se detuvieron en Arkadios, ya a mitad de camino de Machran, y allí Karnos fue recibido por la Kerusia, que le permitió hablar ante la asamblea. Midió las palabras más cuidadosamente, y no trató de disfrazar la derrota.
Habló abiertamente de la carnicería en la llanura de Afteni, del hecho de que sus hombres se retiraban hacia el oeste no para defender la propia Arkadios, sino para sumarse a la defensa de Machran.
Le gustaban los arkadianos. Eran un pueblo animado y sofisticado, muy parecido al suyo, y si uno pudiera asignar un personaje concreto a toda una ciudad, Arkadios sería un hijo menor díscolo. La asamblea arkadiana tenía fama de ser ruidosa y voluble, y Karnos recibió insultos y alabanzas mientras permanecía en el anfiteatro de mármol junto al ágora. Pero también lanzó puyas, disfrutando de la oportunidad de lucir su ingenio, jugando la carta de su herida y de la violencia de la batalla, que se iba convirtiendo en una serie de imágenes fijas en su mente.
No les convenció, pero se ganó su respeto. Tuvo que hacer una concesión, sin embargo: si los arkadianos defendían Machran, Machran tenía que acoger a los arkadianos que decidieran huir de su ciudad y confiar en las murallas de Machran. Accedió, sabiendo que hacía un movimiento imprudente. Lo había intentado con demasiada intensidad en la última jugada, y había derribado del tablero unas cuantas de sus propias piezas.
«En fin», pensó. «Para comer huevos, hay que romper las cáscaras».
De nuevo la carretera, conversando con su resistente caballo. El hombro le dolía menos. Bajo los vendajes, su herida se había cerrado, y ya no estaba caliente.
La lluvia cesó al fin. Por toda la inmensa depresión de tierra que le rodeaba, el sol se reflejó en miles de salpicaduras blancas de luz acuosa, y el verde volvió a aparecer en el mundo. Gersic y él cruzaron las ciudades del interior: Lomnos, Verionin, Mas Gethir, Gan Brakon. Aquella era la zona más poblada del mundo que Karnos conocía. Sus habitantes se consideraban ciudadanos de Machran, y tenían voto en sus asambleas. Estaba prácticamente de nuevo en casa, y la idea de un baño caliente, con su cama y Polio para cuidar de sus necesidades actuó como un potente estímulo sobre su agotado cuerpo. Obligó al caballo a avanzar más aprisa, pensando en los hombres que venían tras él por la carretera, en todo lo que seria necesario hacer a su llegada.
Así y todo, frenó su agotada montura cuando la propia Machran apareció finalmente ante su vista, al otro lado de las tierras de cultivo al oeste, con las Harukush irguiéndose en el reluciente cielo de detrás. Al borde de la carretera había un antiguo hito de piedra, grabado con una escritura tan antigua que los hombres ya no la entendían. La vista de la ciudad desde aquel punto era famosa, y se sabía que los paletos del este se quedaban allí a contemplarla con la boca abierta.
La ciudad había recibido el sobrenombre de Machran de las Blancas Murallas, aunque la mayor parte del mármol que les daba aquel color había sido retirado con el paso de los siglos. Las murallas tenían la altura de cinco hombres, y las torres el doble. Median dieciséis pasangs de longitud, rodeando un espacio abigarrado en forma de huevo alargado. Había dos colinas en el interior, enormes montículos sobre los que se había construido una y otra vez desde tiempos inmemoriales. Al oeste, la Colina Redonda, una elevación cónica donde se concentraban los barrios más ricos de la ciudad con sus espaciosas calles. Al este, la colina de la Kerusia, en cuyas laderas tenía su hogar el propio Karnos.
La leyenda decía que las dos colinas habían sido dos pueblos separados que se enfrentaban continuamente, hasta que algún espíritu brillante les había sugerido que se encontraran en el valle que las separaba para solucionar sus diferencias. Aquella hondonada pantanosa se había convertido en el lugar de encuentro de las dos comunidades, hasta que crecieron y se mezclaron.
Había habido un rio antaño, que desembocaba en el Mithos, pero había sido cubierto largo tiempo atrás, y se había convertido en la principal alcantarilla de la ciudad. Y, en respeto a la antigua tradición, el Empirion estaba en aquella hondonada. Karnos podía distinguir su cúpula reluciendo bajo el sol invernal. Un lugar de cultura y entretenimiento y, más prosaicamente, un lugar donde la asamblea podía reunirse cuando el tiempo era especialmente malo.
No lejos de allí estaba el Amphion, la sede del portavoz, donde la asamblea se reunía en sesión ordinaria para oír a sus líderes debatir los asuntos del día. El fondo pantanoso del río se había convertido en el núcleo de poder y gobierno de la más grande de las ciudades macht. Y la única, según decía la leyenda, que nunca había sido conquistada, ni por asedio ni por asalto.
La ciudad tenía cinco puertas, y Karnos estaba frente a la principal del sur, también conocida como Puerta de Avennon, por el distrito en el que se encontraba. Las puertas eran antiguas, construidas de roble reforzado con bronce. Tal era el prestigio de Machran que Karnos no podía recordar haber visto aquellas puertas cerradas en toda su vida. Incluso de noche, los carros y carretas de los campesinos entraban y salían, cargadas de mercancías, muebles, calabazas, esclavos, perros de caza… y también de avaricia y de sueños, en dirección a los mercados más ricos del interior: el Mithannon, el Goshen y el de la Colina Redonda. Eran lugares donde todo se podía conseguir por un precio, desde una cuchara de hojalata a la virtud de una mujer.
Y en aquella gran ciudad, aquella colmena hirviente y amurallada de comercio y actividad, había algo tan escaso que ya casi no tenía precio. El coraje de los hombres dispuestos a luchar.
Habían dejado atrás a mil lanceros al marchar para enfrentarse a Corvus al oeste de Hal Goshen, y Karnos había confiado a los otros miembros de la Kerusia, Dion y Eurymedon, la tarea de reclutar a más. Pero el verdadero mercenario de capa escarlata era una criatura escasa aquellos días. Era posible contratar a supuestos guerreros entre la escoria y los vagabundos que circulaban por la ciudad como el grano por los intestinos de un hombre, pero no eran los sentones bien entrenados y disciplinados de la generación anterior. Los verdaderos mercenarios eran ya imposibles de encontrar, al menos en un número significativo.
«Pero yo tengo a mis Diez Mil, igual que Rictus», pensó Karnos. «Tienen que ser suficientes. Serán suficientes».
Pateó a su caballo y galopó por la larga pendiente en dirección a su ciudad, olvidando la fatiga de la carretera.