14

Prueba de vida

Había algo en Aise que respondía al invierno. Lo respetaba, con el buen criterio de una mujer que había pasado su vida en el mundo azul y blanco de las colinas. Pero había algo más.

No era sólo que disfrutara del paisaje propio de la estación, aunque le gustaba. Era más bien que el trabajo ingente de todo el año había terminado, por fin, dándole la oportunidad de mirar a su alrededor y levantarse de la tierra sobre la que arrojaba toda la vida que tenía en su interior, año tras año.

No es que le gustara el invierno; a ningún estúpido podía gustarle. Pero había cierta satisfacción en él, en ver que llegaba el momento de la verdad para todo lo que se había puesto en marcha durante el año. Así era el invierno en las tierras altas: la propia vida puesta a prueba.

La cebada había sido segada, trillada y aventada, y el grano almacenado en el depósito de madera de tres patas al extremo del patio. Cuando Aise tenía frio, o se sentía baja de ánimo, abría el granero y sacaba un cubo, para molerlo y convertirlo en harina sobre la gran piedra hueca que Rictus y Fornyx habían sacado del río años atrás. Habían tardado dos días en llevarla desde el agua a la posición que ocupaba, y cada vez que la golpeaba con el tronco duro como el hierro pensaba en ellos aquel verano, sentados y sonriéndose, cubiertos con el barro del río y con aquella gran piedra entre ellos. Estaba en el patio, y parecía llevar allí desde tiempo inmemorial, como un tótem de su permanencia.

Un tintineo de cencerros de bronce, y el balido de las cabras. Rian cruzaba lentamente el patio con un cubo de cuero lleno de leche de cabra, humeante en el frío de la mañana. Ona parloteaba junto a ella, alegre como un estornino, y en torno a las dos chicas los perros saltaban como cachorros, seguros de recibir su porción de leche.

En la casa, Styra atendía el fuego. En aquella época del año, nunca dejaban que se apagara. Garin había estado cortando leña desde el amanecer, y se había sentado ante la chimenea para hablar con ella. La conversación cesó al entrar Aise, y Garin se levantó con expresión huraña. Él y Styra se habían emparejado rápidamente; los esclavos solían obrar así, buscando todo el consuelo posible en sus vidas. Pero nunca había perdonado a Aise la venta de Veria, y su trabajo perdía calidad. Pasaba más tiempo en los bosques, poniendo trampas, talando árboles y cazando, a veces con Eunion y a veces solo.

«Se queda por Rictus», pensó Aise. «Mi esposo tiene el don de ganarse las lealtades, incluso cuando no se lo propone».

Eunion se acercó a la mesa envuelto en una capa, con unos cuantos mechones de cabello blanco surgiendo de su cabeza como las semillas de un diente de león. Bostezaba, y a la luz de la mañana su rostro parecía arrugado como una nuez.

—No deberías quedarte despierto hasta tan tarde —dijo Aise, amasando la pasta de cebada en forma de tortas planas para la plancha—. Lees demasiado, Eunion. —Detestaba pensar que Eunion se estaba haciendo viejo. No podía imaginarse la vida allí sin él. Se encontraría perdida, y aquello la ponía aún más nerviosa.

—Estaba leyendo. Uno de estos meses iré a Hal Goshen, a buscar una lámpara mejor, una de tres llamas y más capacidad. Me duelen los ojos como si tuviera ampollas.

—Más bien parecen cerezas. Toma algo de leche. Pronto tendré listo el pan de cebada. ¡Rian!

La hija de Rictus asomó la cabeza por la puerta principal.

—¿Sí, madre?

—Saca un odre de aceite de la tinaja y prepara los platos. ¿Dónde está Ona?

—Jugando con los perros.

—Dile que entre.

La familia se reunió en torno a la mesa. Cuando no estaban Rictus y Fornyx, comían todos juntos, esclavos o no. Aise se levantó, sofocada, del lado del fuego, con el pan de cebada caliente, y vertió el aceite sobre las tortas pálidas y planas. Había queso blando para acompañarlas, y leche de cabra que todavía contenía el calor de los animales.

Eunion masticó una cebolla, e hizo una mueca cuando sus ancianos dientes se encontraron con el obstáculo de su corazón púrpura.

—Estaba leyendo sobre el interior de las montañas —dijo a la mesa en general.

—¿Qué historia? ¿La de la ciudad de hierro? —preguntó ávidamente Rian.

«Tendré que cepillarle el cabello esta noche», pensó Aise. «Está enmarañado como la crin de un caballo… y creo que su cara no ha entrado en contacto con el agua esta mañana».

—Sí —continuó Eunion, haciendo un gesto con la cebolla—. Me parece que hay algo de cierto en la teoría de que los primeros macht deseaban mantenerse ocultos, de ahí la situación remota de la legendaria ciudad de hierro.

»Pero hay algo más. Cuando leo los mitos, siempre encuentro que Antimone está allí con ellos desde el principio, no sólo como la diosa a la que conocemos y rezamos, sino como una criatura que vivía entre ellos sobre la faz de Kuf. ¿Quién sabe? Tal vez fuera una de nosotros, una mujer macht de gran talento y sabiduría a la que las generaciones siguientes han convertido en diosa. Y por lo que respecta a las armaduras negras…

—Eunion, deduces demasiadas cosas que no están ahí —dijo Aise, levantando la vista de su cuenco—. Una cosa es que te pases toda la noche arruinándote la vista delante de un montón de pergaminos viejos, pero llenar las cabezas de las niñas de… de…

—¿Blasfemias? —dijo Eunion.

—Bueno, sí. Antimone vela eternamente por nosotros. Nunca fue una mujer mortal. Eso es absurdo. Sólo estás jugando con las ideas, y Rian ya tiene bastantes en la cabeza.

Eunion sonrió.

—Aise, sólo ejercito mi mente. Es un músculo, como los del brazo. Si no lo ejercitáramos, se atrofiaría, y nos volveríamos como los hombres cabra.

—Bébete la leche, anciano. Hablas demasiado. —Pero Aise sonrió.

—¡Los hombres cabra! Dinos, Eunion. —Rian se revolvió en su silla—. ¿De dónde vinieron?

—Gestrakos dice que…

Los perros emitieron un gruñido bajo y gutural, y se alejaron de la mesa en dirección a la puerta abierta de la granja. Eunion quedó en silencio.

—Tal vez huelen lobos en el viento —dijo Garin.

La familia permaneció inmóvil, escuchando. Los dos perros tenían el pelo del cuello erizado y los dientes desnudos.

Salieron fuera con las patas rígidas y empezaron a ladrar furiosamente.

—Tenemos visitantes —dijo Eunion, y se levantó de la mesa con una ligereza que desmentía sus años. Garin se levantó con él, limpiándose la boca.

—¿Lanzas?

—Sí. Ve a buscarlas.

—El paso está cerrado —dijo Aise. Pudo sentir que la sangre le abandonaba el rostro.

—¡Tal vez ha vuelto papá! —dijo Rian.

—Los perros le conocen —dijo Aise—. Quedaos aquí.

Eunion y Garin tomaron las lanzas de detrás de la puerta, armas cortas de caza, con hojas amplias, fabricadas para cazar jabalíes y lobos.

—Aise… —dijo Eunion, pero ella sacudió la cabeza.

—Soy la señora de esta casa.

Salió fuera, al intenso brillo de la nieve bajo la mañana azul.

Justo a tiempo de ver la muerte de sus perros.

Los ladridos cesaron en seco. Media docena de hombres se recortaban en negro sobre la nieve, junto a la orilla más cercana. Mientras Aise observaba, vio que uno volvía a levantar el brazo para acuchillar de nuevo a uno de los animales. Sangre en la nieve, un color casi demasiado vivido para pertenecer al mundo real. Aise quedó inmóvil. Eunion y Garin aparecieron en la puerta detrás de ella, vieron las siluetas negras de los hombres a pocas yardas de distancia y los cadáveres de los dos perros. Garin emitió un grito sordo de dolor y rabia. Los hombres levantaron la cabeza. Envueltos en pieles invernales, eran irreconocibles. Una voz dijo:

—Es ella. —Los hombres se acercaron a la carrera.

Eunion y Garin apartaron a Aise, levantaron las lanzas y se prepararon a enfrentarse a los recién llegados. Dos de los forasteros se quedaron atrás, y el más alto gritó:

—¡Vivos! ¡No hay necesidad de matar a nadie!

Garin atacó como un toro, apartó un aichme con la destreza de un hombre habituado a cazar jabalíes, y hundió su propia lanza en el vientre del hombre de delante. Hubo un grito agudo y un gorgoteo, y el hombre cayó de rodillas. La lanza cayó con él, atrapada en sus intestinos. Los demás hombres rugieron de furia. La estocada de otra lanza alcanzó a Garin en un ojo. Cayó de espaldas y se deslizó de la lanza. Un brillante arco de sangre en el aire siguió a su cadáver hasta el suelo.

Aise trató de agarrar su arma, pero fue pateada en las costillas, una vez, dos…

—Maldita puta —gruñó su atacante.

Eunion se abalanzó sobre él, estrellando el asta de la lanza en el rostro del hombre y golpeando el torso de otro atacante. El tercero le acuchilló en la base de la espina dorsal, gruñendo por el esfuerzo.

Eunion cayó de rodillas, sobresaltado. Bajó la vista hacia Aise, que yacía sobre la nieve tratando de respirar.

—Esto no es…

Otras dos lanzas se clavaron en su cuerpo. Una llevaba tanta fuerza que le salió por el pecho, como un pincho grotesco bajo el quitón.

Eunion la miró, totalmente desconcertado. Entonces el hombre de detrás apoyó un pie en la espalda de Eunion y lo separó de la lanza de un puntapié. Eunion cayó sobre Aise, cálido, retorciéndose, con su sangre caliente y metálica derramándose sobre ella.

Oyó chillar a Rian y trató de levantarse, empujando a Eunion a un lado. Los ojos del anciano aún se movían, y abrió la boca, pero de ella no salió nada más que el olor a la cebolla que había comido para desayunar. Su rostro quedó inmóvil.

Alguien volvió a patear a Aise en la espalda con fuerza.

—Quédate en el suelo, perra.

Ella trató de incorporarse de todos modos. Rian chillaba, y podía oír sollozar a Ona. El hombre le apoyó una bota en los pechos y se inclinó sobre ella. Miró hacia abajo, una sombra negra contra el cielo azul.

—Una puta muy guapa, Sertorius. Las cosas se animan.

—Mantenedla ahí. Adurnos, registra la casa. ¿Cómo está Fars?

—Está muerto. Ese jodido esclavo lo ha matado, y ese cabrón calvo me ha roto la nariz.

—Estás mucho más guapo. Ahora, haz lo que te digo. Deja a la potrilla; no se irá sin su madre.

Aise trató de respirar, pero el pie del hombre se lo impedía.

—Ha sido culpa suya, Phaestus, no me mires así. Nos atacaron primero, de modo que es justo. En cualquier caso, ya tenemos lo que hemos venido a buscar.

¿Phaestus? Aise trató de reaccionar a través del terror blanco de su mente.

—¿Phaestus? —graznó en voz alta.

—Aparta el pie, Sertorius. Yo me encargo de ella. —La voz de un hombre más mayor, familiar.

—¡Deja en paz a la chica! —les llegó una voz, el grito de indignación de un muchacho.

—Philemos, ve a buscar a las hijas y tráemelas.

Hubo un grito en el interior de la casa, y Aise oyó chillar a Styra. Los hombres rieron y vitorearon.

Cerró los ojos. Alargando la mano, tocó la cabeza de Eunion, los mechones suaves como plumas del cabello blanco que tenía en tomo a las orejas. Le ardían los ojos. Pero no lloraría.

Una sombra sobre ella, una nueva que no olía tan mal como la anterior.

—Aise, deja que te ayude a levantarte.

Luchó por ponerse en pie, y Rian la abrazó, con su cara pálida manchada de lágrimas. Ona se aferró a sus faldas, silenciosa, con la expresión vacía y el pulgar en la boca.

Conocía al hombre que tenía delante: un amigo de Rictus, un personaje importante en Hal Goshen. Sabía que era un hombre presumido, orgulloso y pagado de sí mismo, pero también que era honrado e inteligente. Un amigo invitado. Había comido en su mesa. Había bebido vino con Eunion, cuyo cadáver yacía sobre la nieve entre ellos.

Eunion…

Su rostro se endureció.

—Phaestus —dijo, y su voz sonó firme, fría como las piedras en el río helado—. ¿A qué viene esto que nos haces?

Había habido algo parecido al remordimiento en el rostro del hombre, o al menos desaliento. Pero aquella mirada desapareció. Su rostro adquirió la misma expresión que el de ella, piedra contra piedra.

—Devuelvo a la familia de Rictus el mal que él hizo a la mía —dijo.

—¿Qué te ha hecho mi esposo a ti, su amigo invitado? —preguntó Aise, y su voz se quebró en las últimas palabras.

—Nos ha convertido en ostrakr, nos ha robado todo lo que teníamos y nos ha dejado en la carretera como vagabundos. Ha reducido mi ciudad a la servidumbre y la vergüenza. Y todo a cambio de su paga de mercenario.

—¿Hal Goshen? —preguntó Aise, sacudiendo la cabeza.

—Corvus controla ahora mi ciudad, como a una puta pagada.

Aise bajó la vista hacia el cadáver de Eunion. Deseó tomar al anciano entre sus brazos, besarle los ojos antes de cerrárselos. Durante veinte años había sido como un padre para ella, un compañero más constante que el esposo que los había llevado hasta allí. Y yacía como carne masacrada en la nieve. Su cebolla a medio comer estaba aún sobre la mesa en el interior.

Las lágrimas acudieron a sus ojos, y parecieron quemarle como ácido.

—¿Rictus también te hizo esto? —preguntó simplemente, y abrió los brazos hacia el hombre muerto.

—Eso ha sido un imprevisto, un accidente —dijo Phaestus—. No pretendía que las cosas salieran así.

Un grito en el interior de la casa. La voz de Styra.

El joven que estaba junto a Phaestus parecía consternado.

—Padre, debemos detenerlos.

—Es sólo una esclava —dijo Phaestus.

—Pero…

—¡No! —rugió Phaestus, con el rostro sofocado—. Cállate, Philemos. El mundo funciona así; es mejor que lo veas por ti mismo. Si no puedes tener la lengua quieta, ve a buscar a las mulas. ¡Ni una palabra más!

Rian había dejado de sollozar. Se arrodilló en la nieve ensangrentada y cerró los ojos de Eunion, luego se inclinó y lo besó como Aise había deseado hacer. Se incorporó.

—Te conozco —dijo a Phaestus—. Y mi padre también. Cuando sepa lo que has hecho aquí, te encontrará y te matará. Eso te lo prometo.

Tenía los ojos grises, como los de Rictus, y en ellos había algo de su misma furia salvaje. Phaestus la miró un momento. Abrió la boca. Luego echó el brazo hacia atrás y le cruzó el rostro de un bofetón. Rian cayó sobre la nieve. Aise se arrodilló al instante y la tomó en brazos. Ona soltó un chillido agudo.

—¡Sertorius! ¡Ven aquí! ¡Sertorius!

El ladrón de los dientes mellados salió de la granja con un odre de vino en una mano, sonriendo.

—¿Tienes todo lo que querías, Phaestus? ¿Quién habría pensado que hubiera mujeres tan bonitas aquí arriba, en el culo del mundo?

—Toma a esas tres y átalas, con las manos delante. Pero antes déjales sacar algunas cosas de la casa: ropa de viaje. Y tomad toda la comida que podamos llevarnos.

—Eh, amigo mío. ¿No vamos a quedarnos aquí un día o dos? Ése era el plan. Estaríamos muy cómodos aquí; tienen almacenadas provisiones para todo el invierno.

—Coged lo que necesitéis, pero nada que nos retrase. Nos vamos de inmediato.

—Escucha, jefe…

—Haz lo que te digo, Sertorius, si quieres un buen recibimiento en Machran.

—¿Y qué hacemos con los muertos? —preguntó Sertorius, enfurruñado.

—Arrojadlos a la casa y prendedle fuego.

Aise recorrió las familiares estancias como si anduviera entre la niebla. En tono normal y cotidiano, ordenó a Rian que se pusiera su mejor ropa de lana, y la capa forrada de piel que su padre le había traído de Machran.

En el interior de la casa, todo había sido volcado y revuelto, los objetos destrozados sin motivo. El pequeño jarrón aguamarina de la habitación de Aise yacía hecho pedazos azules en el suelo. Las viejas y desgastadas sandalias que Rictus usaba en la granja estaban a su lado.

«Ojalá estuvieras aquí, esposo», pensó. «Aunque has sido tú el que ha provocado esto».

En la habitación trasera, Styra yacía desnuda y despatarrada como una muñeca rota. Los golpes habían reducido su rostro a una fruta hinchada, una pulpa de hueso y sangre. La habían acuchillado bajo el pecho izquierdo.

Aise la contempló durante largo rato, parada en mitad de la entrada para que Rian no lo viera.

«Esto es lo que nos espera a todas», pensó.

Uno de los hombres de Sertorius se le acercó por detrás, con la boca llena del pan de cebada que Aise había hecho aquella mañana.

—La perra tenía un cuchillo, y me ha herido. ¿Ves lo que me ha hecho?

Aise se volvió. Era un hombre corpulento, y el vello de su pecho ascendía para unirse con el de su barba. Tenía una herida reciente al lado de un ojo, un corte largo como un dedo con la sangre ya seca sobre él.

—Sólo queríamos divertirnos un poco —dijo, sacudiendo la cabeza—. Maldito desperdicio. —Sonrió a Aise—. Haces un pan muy bueno. Muy sabroso. —Su sonrisa se ensanchó, y palmeó a Aise en el trasero—. ¿Así que tenemos aires de superioridad? La esposa del gran Rictus. —Tomó otro mordisco de pan de cebada y la señaló con él—. Espero que sepas chupar pollas tan bien como cocinas.

Cuando estuvieron fuera, con una lastimosa colección de pertenencias a sus espaldas, Sertorius les tomó las manos y se las ató con tiras de cuero cortadas de los cubos de ordeñar.

Se inclinó junto a Rian y le olfateó el cuello. Ella sacudió la cabeza como si una mosca se le hubiera posado encima, y él se echó a reír.

Luego se irguió al acercarse Phaestus y su hijo.

—Quiero los cadáveres en la casa —dijo Phaestus.

—En el nombre de Phobos, ¿qué importa que ardan o que se los coman los lobos? —protestó Sertorius.

—¿No querrías que alguien lo hiciera por ti? —le preguntó Aise.

Sertorius la miró.

—No me dirijas la palabra, puta.

—Hazlo —dijo rápidamente Phaestus—. Uno de los nuestros está ahí.

—Fars siempre fue un cabrón perezoso… Oh, de acuerdo. Adurnos, Bosca, ya lo habéis oído. Meted esa basura en la casa antes de prenderle fuego.

Aise levantó los ojos al cielo. Había sido una mañana muy hermosa, un día de invierno azul y tranquilo. Deseó que no hubiera sido tan hermoso; a partir de aquel momento, en los días igual de bellos, recordaría los acontecimientos de aquella mañana, que mancharían para siempre los cielos azules de invierno.

Si vivía lo suficiente para tener recuerdos.

«Me porté mal con Garin», pensó. «No debí vender a Veria, porque era su esposa en todo menos en nombre. Me libré de ella porque me recordaba demasiado a mi propio dolor, al niño que perdimos. Al menos por eso, estoy pagando ahora. Dios, en tu bondad y tu gloria, deja que lo que se avecina caiga sólo sobre mí. Que el sufrimiento y el dolor sean sólo míos. Protege a mis hijas, y que el dolor sea sólo mío».

Olió humo, oyó un crepitar y se volvió para ver el tejado de la casa en llamas. El hijo de Phaestus, Philemos, empujaba a las cabras fuera del establo mientras el techo se incendiaba sobre él.

—¿Qué haces? ¿Eres pastor de cabras? —preguntó Sertorius.

—No hay necesidad de que se quemen —dijo Philemos. Estaba sofocado, y en sus ojos había un brillo oscuro—. Ya ha habido bastante muerte por un día. —Miró a Aise y Rian y luego apartó la vista rápidamente.

Se concentraron frente a la casa, mientras las dos mulas bramaban de miedo por el olor a humo y la enorme oleada de calor. Todos los edificios anexos estaban también en llamas, y las cabras se alejaban aterrorizadas del incendio. Sertorius llevaba la capa de repuesto de Rictus, del color escarlata de los mercenarios, y sus cómplices empezaron a cargar a las mulas con jamones, harina de cebada, tinajas de aceite y odres de vino.

—Ni un óbolo por ninguna parte —dijo Sertorius, contemplando la casa incendiada—. Me gustaría saber dónde guarda el famoso Rictus su dinero. El cabrón vive con sencillez; apenas hay nada que valga la pena robar.

—Lo tienen los banqueros de Hal Goshen —dijo Aise—. Está a salvo en una de sus cajas. No es tan estúpido como para tener el dinero aquí. —Sertorius la miró con una ceja enarcada.

—Tenemos lo que hemos venido a buscar —dijo Phaestus—. Hay casi trescientos pasangs hasta Machran, y el invierno se nos echa encima. Cuando entreguemos a estas tres a Karnos, no te faltará el dinero, Sertorius. Yo me encargaré de ello.

—Asegúrate de hacerlo —dijo Sertorius—. Soy un hombre de muchos vicios y virtudes, Phaestus, y se podría decir que unos equilibran a las otras. No intentes desequilibrar la balanza. —Luego sonrió—. ¡Ah, el calor! ¡Esperemos que la hoguera de nuestro campamento de esta noche nos mantenga igual de calientes! Pero vamos a la logística de hoy. Adurnos, tú llevarás a la fierecilla. Yo llevaré a la mujer…

—No —dijo Phaestus. Se adelantó y agarró la larga correa de cuero que colgaba de las muñecas de Aise—. La llevaré yo. Philemos, tú llevarás a la muchacha, y tú, Sertorius, a la niña.

—Nada de eso —dijo Sertorius—. Adurnos, la mocosa es tuya. Al menos no pesará mucho. ¿Nos vamos ya, hermanos y hermanas? El día avanza y me gustaría dejar atrás las nieves de este valle de mierda antes de que oscurezca.

Se pusieron en camino. Sertorius abría la marcha, y Aise tuvo que echar a andar detrás de Phaestus cuando el hombre tiró de sus ataduras. Philemos iba a continuación, con Rian andando a su lado como si él fuera su escolta para un paseo por el bosque. A continuación caminaba el hombretón de la nariz rota, Adurnos. Sentó a Ona sobre una mula con una blasfemia, mientras que Bosca, a quien Styra había marcado con su cuchillo, marchaba en la retaguardia, guiando otra mula pesadamente cargada.

Cruzaron el río, y sus pies rompieron el hielo cubierto de nieve que se había formado sobre la superficie del agua. El frío de la corriente despejó un poco la cabeza de Aise. Oyó un gran estrépito detrás de ella y volvió la vista para ver que el tejado de la granja se desplomaba entre una oleada de humo negro y chispas. A la brillante luz del día, las llamas parecían de color azafrán, y sólidas como espadas empapadas en luz.

Una alta columna de humo del color de una tormenta otoñal se elevó en el aire por encima del valle. Se cernió sobre todos ellos, arrojando su propia sombra encima de la nieve, y los tizones del incendio flotaron sobre los árboles como aves de carroña etéreas.

«Al menos has tenido una pira digna de ti, Eunion», pensó Aise.

«Ahora tus cenizas estarán en el aire y el agua de este lugar, como las de mi hijo».

«Y Rictus, tu precioso oro está bajo la chimenea, donde lo pusimos».

Aise inclinó la cabeza y siguió a sus captores a través de la nieve, en dirección a los bosques que colgaban, oscuros y profundos, en las laderas de la cañada.

Detrás, la casa que había construido con Rictus, Fornyx y Eunion ardió hasta su destrucción. Las paredes de piedra se derrumbaron cuando el calor las agrietó, y el grano acumulado, el aceite, las olivas y el vino (las sustancias de la propia vida) se incendiaron y consumieron en una torre hirviente de humo negro que desfiguró la mañana.

Y entre las llamas de la base los cuerpos de los muertos se oscurecieron, convirtiéndose en ceniza y polvo; un sabor gris en el viento, nada más.