Las nieves de las tierras altas
Phaestus, antiguo portavoz de Hal Goshen hasta que Rictus apareció en sus puertas, siempre había sido un hombre orgulloso de su apariencia. Le gustaba la atención de las mujeres; su esposa, Thandea, había sido una celebrada belleza en su juventud, y aún era una atractiva matrona. Lo que era más importante, era un agradable adorno en su vida, capaz de manejar su hogar sin problemas con la ayuda de su mayordomo, dejando a Phaestus libre para dedicarse a las cosas más importantes de la vida, ya fueran el gobierno de una gran ciudad o la persecución de las esposas de otros hombres.
Todo aquello pertenecía al pasado.
Convertirse en ostrakr era una terrible distinción en el mundo macht. Significaba que un hombre no tenía ciudad, no era ciudadano de ninguna parte, y por lo tanto no podía buscar ayuda cuando se cometía alguna injusticia contra él.
Podía poseer varios taenones de buenas tierras, pero en el momento en que se convertía en ostrakr, su tierra podía pasar a ser de cualquier otro. Podía tratar de defenderla con la fuerza de su propio brazo, pero ¿qué iba a hacer un hombre cuando tres, cuatro o cincuenta personas se presentaban en su granja y declaraban su intención de apoderarse de ella? Tenía que morir luchando, o dejarlo todo atrás.
Lo mismo se aplicaba a su casa, a sus esclavos, a todas sus posesiones. Y si algún extraño se encaprichaba de su esposa o de su hija, sólo podía preservar su honor con la ayuda de su propia lanza. No había recurso a los tribunales, a la asamblea, ni siquiera a la ayuda de amigos o vecinos. Era un ostrakr. Había dejado de existir.
Los mercenarios también abandonaban sus ciudades al tomar la capa roja, aunque había muchos menos que antes; habían muerto tantos con los Diez Mil que se había perdido una especie de tradición y, en aquellos días, el verdadero combatiente a sueldo que luchaba según el código de su sentón se había convertido en una rareza. Tales hombres también eran ostrakr, pero al menos podían recurrir a la solidaridad de sus compañeros. Cambiaban una institución por otra.
Un hombre que no tenía nada que sustentara la estructura de su mundo estaba desnudo en la oscuridad, y debía subsistir con la infatigable cautela del zorro hasta encontrar la forma de convertirse de nuevo en ciudadano y salir de la oscuridad.
Aquello era lo que Phaestus tenía intención de hacer.
Estaba envuelto en las pieles de oso que había comprado a un grupo de pastores de cabras ebrios en su campamento la noche anterior. Habían sido hombres buenos, toscos como todos los habitantes de las tierras altas, sin ninguna ciudad propia. Allí arriba imperaba aún el mundo del clan y la tribu; era un lugar más antiguo. Pero así y todo, aquellos hombres pertenecían a algún lugar. Cuidaban de los de su propia sangre.
El de las colinas era un mundo blanco y helado, y las montañas de Gosthere formaban una fila de gigantes de blancura cegadora marchando por el horizonte, con un cielo tan azul y claro como un huevo de petirrojo. Allí el invierno ya había llegado del todo, y los montones de nieve eran altos. Los oscuros bosques de pinos parecían en estado de suspensión helada, y los ríos se habían convertido en corrientes rápidas y negras entre bancos de hielo sólido cada vez más amplios. Las mismas rocas estaban adornadas de estalactitas de hielo de un pie de longitud.
Los pastores de cabras llevaban a sus rebaños y familias al valle para pasar el invierno, y se alegraron de poder comerciar: pieles y carne seca a cambio de vino y lingotes de hierro. Habían regateado mucho por el vino, que luego compartieron generosamente, pues tal era su naturaleza.
Aquéllos eran los cabezas de paja originales de las tierras altas, de donde descendían los ancestros del propio Phaestus. Los morenos habitantes de las tierras bajas podían burlarse de ellos, pero al menos no quemaban ciudades ni esclavizaban a sus poblaciones. Sólo querían pasto para sus animales, un lugar donde plantar sus tiendas redondeadas de cuero curtido, y espacio para moverse. Tal vez eran la imagen de cómo habían vivido los macht en un pasado lejano y borroso. Tal vez.
Phaestus les observó alejarse, y levantó la lanza para responder al gesto de despedida del líder. Diez familias, tal vez treinta guerreros y un centenar de mujeres, niños y ancianos. Una unidad más cohesionada que ninguna ciudad.
«Si la vida fuera así de simple», pensó Phaestus.
Se había dejado crecer la barba para proteger su rostro del viento, y le había brotado gris como la escarcha. Su rechoncha esposa había perdido algo de su volumen, y había dejado de quejarse por tener que dormir en el suelo. Y su hijo se había convertido en hombre frente a sus ojos, abandonando las pataletas de adolescente en cuestión de pocas semanas.
El exilio había sido bueno para el joven Philemos. De cabello oscuro como su madre, y con su misma tendencia a la corpulencia, se había convertido en un joven musculoso que se adaptó a la vida en el exilio como si hubiera estado esperando que llegara el momento. Por lo menos, podía estar agradecido por ello. Las dos chicas eran otra historia.
Phaestus se volvió para contemplar la vacilante columna en la pendiente por debajo de él. Una mula había muerto ya, y las demás iban demasiado cargadas. Tendrían que deshacerse de más de sus pertenencias, pese a lo lastimosamente escasas que ya eran. Su colección completa de Ondimion estaba perdida entre la nieve desde hacía dos días, un sacrificio que le había roto el corazón. Pero los dramas en un pergamino no eran necesarios cuando el drama formaba parte de sus vidas cotidianas.
La tragedia, la venganza; la vida giraba en torno a ellas. Los poetas tenían razón después de todo.
Miró hacia el norte, en dirección a los valles enterrados en las Gosthere, blancos en su mundo nevado y durmiente.
Aquella vieja palabra que solía emplearse, procedente del macht antiguo: némesis. «Eso es lo que soy», pensó Phaestus.
Su hijo se reunió con él, rascándose y sonriendo.
—Estas pieles de oso tienen piojos, padre. ¿Hemos de convertirnos en bárbaros para sobrevivir?
—Si —dijo Phaestus—. Eso es exactamente lo que hemos de hacer. Pero no para siempre, Philemos.
—Espero que no. No podré aguantar los lamentos de mis hermanas mucho tiempo más. Las quiero mucho, pero también me encantaría hacer chocar sus cabezas.
Phaestus se echó a reír, con sus dientes blancos reluciendo bajo su barba.
—Ahora sabes cómo me he sentido yo estos últimos años. Las mujeres se quejan, y con razón. Éste de aquí arriba no es su mundo. Todo lo que conocen les ha sido arrebatado; lo menos que podemos hacer es soportar sus lamentos sin decir nada. Eso es lo que hacen los hombres.
—Somos blandos. No lo había pensado hasta que estuvimos anoche con los pastores. Creo que sus mujeres son más duras que nosotros.
—Crecer aquí arriba obliga a ser duro —dijo Phaestus, y su sonrisa se desvaneció—. Tu madre y hermanas son de la ciudad, de las tierras bajas, pero mi gente procede de las tierras altas, y también están en tu sangre. Es bueno que lo recuerdes. Los clanes de las montañas no son salvajes, al contrario que los hombres cabra, que son peores que animales. Son como nosotros, en un estado más puro. Lo que nosotros escribimos, ellos lo conservan en su cabeza, y su sentido del honor es tan refinado como el nuestro. En cuanto se sentaron en torno al fuego con nosotros anoche, pasamos a formar parte de su campamento y, si algo nos hubiera amenazado, lo habríamos combatido todos juntos.
—¿Y si les hubiéramos engañado en el trato?
—Se hubieran considerado a si mismos estúpidos por dejarse engañar; así son estos trueques. Pero si te enfrentas a ellos en un asunto de honor, Philemos, te matarán sin piedad, a ti y a tu familia. Debes recordarlo.
—Lo haré. —El muchacho se puso serio.
—Buen chico. Ahora vuelve abajo y ayuda a empaquetar y, en nombre de Phobos, no carguéis demasiado a las mulas. Todavía tienen que hacer un viaje muy largo. Envíame a Berimus.
—Sí, padre.
Phaestus le observó alejarse.
«Diecisiete años, y ostrakr. Todavía es una aventura para él; no se ha hecho a la idea de lo que esto significa».
Berimus permaneció en silencio durante un rato antes de que Phaestus le hablara, y cuando lo hizo su tono era enteramente distinto, áspero y frío como las piedras de la montaña bajo el hielo.
—¿Has hecho los preparativos?
—Sí, amo.
—Ya no soy tu amo, Berimus. Ya no eres un esclavo.
Se volvió. Berimus era un hombre menudo, de hombros anchos como una puerta de roble, con la cabeza morena en forma de nuez y brillantes ojos verdes. De la misma edad que Phaestus, aparentaba diez años menos, una versión más compacta y musculosa del alto patricio de barba gris que le miraba a los ojos.
Phaestus le entregó una bolsa tintineante de cuero suave.
—Esto es todo lo que nos queda, pero debería bastar. No lo necesitarás aquí en las colinas, y no lo enseñes. Sólo te crearía problemas.
—Lo sé.
—Cuando llegues a las tierras bajas, muestra esto a alguien con autoridad. —Phaestus extrajo un rollo de pergamino sellado. Frotó la cera roja con un dedo—. Es el sello del mismo Karnos. Cualquier funcionario de las ciudades del interior lo reconocerá y te ayudará. Dirígete al oeste; hay cuatrocientos pasangs hasta Machran. No dejes que las señoras te convenzan de lo contrario. Mi esposa querrá darte órdenes; no se lo permitas. Ahora eres un hombre libre, pero sigues siendo mi mayordomo, y el hombre en quien más confío en el mundo.
—Amo, tu familia es la mía. Ya lo sabes.
—Lo sé. Berimus, saldremos de ésta. Cuando lleve a Karnos lo que busco, volveremos a ser ciudadanos, de la mayor ciudad de nuestro mundo. Te compensaré, lo juro.
Berimus inclinó la cabeza.
—¿Recuerdas cuando éramos niños y vinimos a cazar aquí con mi padre?
—El día que el jabalí lo derribó. Me acuerdo.
—Nos quedamos con él aquel día, hombro a hombro, como hermanos. Eso es lo que siempre has sido para mí. Ahora te confío a mi familia; protégela como protegiste a mi padre.
—Lo haré, amo.
—Mi nombre es Phaestus, amigo mío.
Berimus parecía solemne como un búho.
—Phaestus. Llevaré a tu familia a Machran, o moriré en el intento. Tienes mi palabra.
Se estrecharon los antebrazos en el saludo de los hombres libres.
—Philemos y yo nos reuniremos contigo antes de que acabe el invierno. Karnos cuidará de vosotros hasta entonces. Dale esto. —Otro pergamino, otro sello de cera.
—Ten cuidado, Phaestus —dijo Berimus—. Estas colinas son un lugar extraño y peligroso.
—¿Peligroso? —Phaestus sonrió—. No te preocupes, Berimus. Sólo voy a visitar el hogar de un amigo.
Dos filas distintas de gente, una sola familia. Se separaron unos de otros, simples puntos sobre la blanca espina dorsal del mundo. Phaestus estaba apostando su vida a una tirada de tabas y, con ella, la de todos sus seres queridos.
«Deja que te enseñe qué se siente, Rictus», pensó.
Había cazado en aquellas colinas durante décadas; las conocía tan bien como cualquier habitante de la ciudad. En invierno había cazado lobos, en verano ciervos. Al norte de las Gosthere, en lo más profundo de las Harukush, había leopardos de montaña de ojos azules y enormes osos cavernarios blancos. O eso decían los rumores, aunque Phaestus nunca había visto ninguno, ni conocía a nadie que los hubiera visto.
Las montañas eran un lugar antiguo. Las leyendas decían que los propios macht se habían originado allí, emigrando al sur y al este para huir de las nieves y los picos salvajes, dejando atrás una ciudad perdida, la primera ciudad, cuyas murallas habían sido construidas con hierro.
Todos los primeros macht habían llevado la Maldición de Dios, según el mito, y habían conocido a la propia Antimone. La diosa había descendido a la superficie del mundo para cubrirlos con su Don, y luego había partido a su incesante vigilia entre las estrellas con la única compañía de sus dos hijos.
Y Dios había apartado el rostro de todos ellos, de la diosa de la misericordia y de la raza en cuyo beneficio ella había intervenido sobre la faz de la tierra.
Así decía la leyenda. Phaestus era un hombre racional, pero también era lo bastante inteligente para conocer el valor de los mitos. Las armaduras negras que moteaban el mundo macht eran una realidad innegable, y no habían sido fabricadas por ningún artesano existente. De modo que tenía que haber una semilla de verdad en la raíz de las leyendas. Si había una, podía haber otras.
Había hablado de ello con Rictus, en los días en que había sido un invitado recibido con honores en Andunnon, los dos sentados frente al fuego tras unos días de caza en las colinas. Juntos, habían hablado vagamente de hacer una expedición hacia el interior perdido de las montañas, en busca de aquella ciudad olvidada de murallas de hierro. Algo que les mantendría ocupados después de retirarse.
«Antimone, señora de la noche», pensó Phaestus. «¿Cómo hemos llegado a esto?»
Siguieron andando sobre las crestas más altas para esquivar los montones de nieve, y se encontraron en un mundo azul y blanco, donde el viento les cortaba la respiración y alzaba la nieve en ventiscas desde las rocas y piedras bajo sus pies. El cielo estaba vacío a excepción del disco pálido y rojo que era Haukos, siempre reacio a abandonar el cielo en invierno, pero al norte los grandes picos de las Hanlkush, legendarios incluso entre los kufr, barraban el horizonte como una muralla blanca. El viento descendía, y su mordisco era intenso como un chapuzón en el mar en invierno.
Eran seis hombres: Phaestus, Philemos y otros cuatro que les habían acompañado desde Hal Goshen. Uno de ellos, Sertorius, había sido en sucesivas épocas de su vida mercenario, cazador, tratante de esclavos y proxeneta. Era aquella última profesión la que le había hecho entrar en contacto con Phaestus, en sus deberes como magistrado supremo de la ciudad.
Los dos se conocían desde hacia muchos años, y de sus confrontaciones había surgido cierto respeto mutuo. A su manera, Sertorius eran tan orgulloso y rígido como Phaestus, y se sentía igual de disgustado por la rendición de su ciudad. Fueron él y su silenciosa banda de matones quienes sacaron de la ciudad al portavoz de Hal Goshen, con su familia y algunos de sus esclavos, y todo con un sorprendente grado de discreción.
Su sentencia había consistido en declararle ostrakr, pero Phaestus no albergaba dudas de que si se quedaba no sobreviviría. Su rival, Sarmenio, había anhelado la primera magistratura durante demasiado tiempo para mostrarse magnánimo en la victoria.
Sertorius había sido bien pagado por sus esfuerzos, pero había emprendido aquella misión a cambio de nada. Igual que Phaestus, era un hombre sin ciudad, y si cruzaba las puertas de Machran, deseaba hacerlo con algo bajo el brazo, algo que les facilitara la adaptación.
Era de las tierras bajas, un hombre de cabello negro y piel oscura, con ojos del color del plumaje de un tordo y marcas de grillete en las muñecas. Su rostro estaba arrugado y cubierto de cicatrices de peleas a cuchillo, y tenía una gran abertura entre los dientes delanteros. No era la compañía que Phaestus hubiera elegido para un viaje por las tierras altas en invierno, y todavía menos la de los corpulentos matones callejeros que lo acompañaban, pero tampoco había tenido muchas alternativas, y por lo menos Sertorius tenía un modo agradable y abierto de relacionarse con los demás que les había sido muy útil con la tribu de pastores la noche anterior.
Lo que les faltaba a Sertorius y sus hombres, sin embargo, era conocimiento de las montañas, y avanzaban tambaleándose tras Phaestus y su hijo, agarrados a las colas de las mulas y quejándose del frío sin cesar.
—Dos días de viaje —les dijo Phaestus, disimulando su desprecio con la práctica del político—. Eso es todo. Dos días, y luego tendremos un techo sobre nuestras cabezas, al menos durante un día o dos.
—Si el tiempo aguanta —dijo Sertorius, siseando las palabras entre sus dientes mellados—. Espero que lo que buscamos merezca la pena, Phaestus.
—Créeme, amigo mío, valdrá la pena. Pero tendremos que llegar a Machran lo antes posible. Lo último que oí fue que Corvus contaba con una veloz campaña invernal. Estarán peleando mientras hablamos.
—Entonces es una suerte que no estemos allí —murmuró Adurnos, uno de los matones de Sertorius.
—Si sirve para perjudicar al pequeño cabrón que tomó nuestra ciudad, me parece bien —dijo Sertorius—. Pero recuerda, Phaestus, que me pagaste sólo por sacarte de Hal Goshen. Este viaje lo hago por caridad.
—Y por tu propio interés —le dijo Phaestus—. De este modo, podrás llegar a Machran con algo que Karnos quiere. Si llegas allí con las manos vacías, tendrás que empezar de nuevo desde abajo.
—Abajo es donde me siento más cómodo —dijo Sertorius con una carcajada.
Más tarde, mientras avanzaban por la afilada cresta, con el sol poniéndose sobre sus hombros izquierdos y el viento disimulando todas las conversaciones, Philemos se acercó a su padre.
—No confío en ellos.
—Yo tampoco. Pero mientras sus intereses y los nuestros coincidan, nos servirán con fidelidad. Sertorius es un bribón, pero sabe muy bien lo que le conviene.
—Son animales, padre. Escoria de las alcantarillas. ¿Qué les impide volverse contra nosotros?
—Philemos —dijo Phaestus, sonriendo—. Soy su tarjeta de presentación ante Karnos y los hombres más importantes de Machran. Y algo más que eso. Mirales. Son criminales de las tierras bajas. Si tú y yo les abandonáramos ahora, morirían aquí arriba. Nos necesitan, como nosotros a ellos. Están fuera de su mundo.
—Nosotros también —dijo su hijo—. Padre, preferiría que hubiéramos ido a Machran para unirnos al ejército de la Liga y luchar en una batalla abierta. Lo que estamos haciendo aquí…
—Lo que estamos haciendo aquí vale por mil hombres en el campo de batalla —espetó Phaestus—. No todo se consigue en las filas de lanceros, muchacho. Y tendrás tu oportunidad antes de que esto termine. —Su expresión se suavizó al ver la de su hijo—. Philemos, tú naciste para ser algo más que carne de falange, igual que yo. Si quieres ser un hombre, debes aprender de mí. Un hombre no puede seguir siempre los dictados de lo que considera su honor; a veces, eso le llevará a la ruina.
—Padre, podías haber sido gobernador de Hal Goshen bajo las órdenes de Corvus. Ha sido tu honor el que nos ha traído hasta aquí.
Phaestus sonrió.
—Bien dicho. Todavía te convertirás en un orador.
Se volvió, y la sonrisa se agrió en su rostro.
No era honor. Era ambición, indignación y odio. Haber recibido un ofrecimiento semejante, como una moneda dejada caer en el plato de un mendigo… y por parte de Rictus, que a pesar de todo no era más que un mercenario embrutecido.
No podía tolerarse. Era por el modo con que se le había presentado la oferta, tanto como por la oferta en sí.
«Soy un mejor hombre que Rictus», pensó. «Y lo demostraré».