El largo viaje de una noche
Rictus observaba la sangre que le goteaba de los dedos con una especie de fascinación morbosa. Apretaba un sucio trozo de tela en torno a su brazo por encima del codo, con toda la fuerza que podía, y la hemorragia había disminuido al fin. Así y todo, la luz de las antorchas en la tienda le parecía increíblemente brillante, astillándose en fragmentos y cuchillos, como cristal molido en sus ojos. Supuso que se debería al golpe que había recibido en la cabeza. Ya había vomitado una vez y, si le quedaba algo en el estómago, no dudaba de que volvería a hacerlo.
El rostro de Fornyx apareció ante su vista, como una sombra rodeada de luz. Sintió el peso de la mano de su amigo sobre la carne entumecida que era su antebrazo.
—He llamado al carnifex.
—Hay hombres con heridas más graves —dijo Rictus, con voz pastosa.
—Hay que coser esa arteria, o te desangrarás. Ahora cierra la boca antes de que te abofetee.
Rictus sonrió. Se echó hacia atrás, fue sostenido por Fornyx antes de poder resbalar de la mesa manchada de sangre, y se trasladó a un lugar más neblinoso de su mente. Aise estaba allí, de nuevo joven y sonriente, y Rian llevaba flores en el pelo, una corona matrimonial de prímulas y nomeolvides. Pero ¿quién era el hombre que permanecía junto a ella entre las sombras?
Sintió una oleada de fuerte dolor que le despertó de nuevo. Le estaban agarrando el brazo, y el viejo Severan, uno de los dos carnifex de los Cabezas de Perro, estaba manejando una aguja manchada de sangre a través de su carne. Otra cicatriz para que Aise la descubriera, pensó Rictus.
Su mirada viajaba sin rumbo fijo. La gran tienda estaba llena del hedor a muerte, el olor a matadero. Había hombres tumbados sobre paja empapada, o inmovilizados sobre resistentes mesas de madera mientras los médicos del ejército trabajaban sobre ellos. Una vocación extraña y horrible, pasarse los días hurgando en la carne viva de otros hombres.
Rictus se esforzó por volver al presente, tratando de ignorar los chasquidos de la aguja cuando le atravesaba piel y músculo para unir las dos partes de su brazo.
—¿Cuál es el recuento de bajas? —preguntó a Fornyx.
El moreno hombrecillo se inclinó hacia él y le miró a los ojos.
—Suerte que llevabas un buen yelmo, o esa lanza te hubiera perforado hasta el hueso.
—Fornyx…
—Cuarenta y seis muertos en el campo, nueve por nuestras propias jodidas flechas. Noventa y seis heridos, de los cuales… ¿Severan?
El hombre canoso que trabajaba en el brazo de Rictus emitió un gruñido.
—Unos treinta volverán a vestir la capa escarlata dentro de una o dos semanas, igual que el jefe, aquí presente. Pero el resto… Hay una docena que tardarán un poco más; huesos rotos y similares. Para los demás, la vida de soldado ha terminado del todo.
—Un día duro —dijo Fornyx—. Nos ha dado la peor misión del campo.
—Nos la ha dado porque sabía que podíamos llevarla a cabo —dijo Rictus.
—Eso es muy generoso por tu parte.
—Es la verdad, Fornyx. Tú también lo sabes. Nos ha dado el trabajo más difícil porque somos los mejores hombres que tiene.
Una sonrisa amarga cruzó el rostro de Fornyx.
—Un honor que podría costamos la muerte a todos.
—Pero no hoy —repuso Rictus. Cerró los ojos. Las náuseas crecían como un calor en su garganta. Apretó los dientes hasta que le crujieron las mandíbulas y dejó que pasaran.
—He terminado —dijo Severan, incorporándose con un gemido y apretándose la parte inferior de la espalda con los puños igual que Rictus hacia a menudo al levantarse por las mañanas—. Mantén el brazo en cabestrillo durante una semana, y quédate despierto el resto de la noche. Fornyx, no le dejes dormir. He visto demasiados hombres con un golpe en la cabeza dormirse y despertar al otro lado del velo de Antimone. ¿Me has oído?
—Te he oído, viejo cabrón.
Severan le palmeó el hombro y regresó sin más palabras a la carnicería de la tienda.
—Sin dormir. Ah, que Phobos me lleve —gimió Rictus.
—Ya lo has oído. Deja que te acompañe a la tienda de Corvus. Quiere ver a todos sus oficiales esta noche, y es un modo tan bueno como cualquier otro de mantenerte despierto.
—Que te jodan, maldito cabrón flacucho y enano.
—Ten cuidado, Rictus; ya sabes que me encanta cuando una chica usa palabras sucias.
Antimone lloraba. Sucedía a menudo después de una batalla, especialmente una batalla grande. Se decía que, cuanta más sangre había en el suelo, más lágrimas derramaba la diosa. La lluvia caía como una suave mortaja fría para cubrir las huellas de vivos y muertos, para salpicar los ojos de los cadáveres que yacían en el campo. Por lo menos, en aquella época del año el proceso de putrefacción no empezaría tan pronto como durante las habituales campañas de verano.
Rictus se apoyó en el huesudo hombro de Fornyx mientras se tambaleaban a través del campamento. Podía recordar muy poco del final de la batalla. Los Cabezas de Perro habían cargado contra la masa de guerreros de Machran una vez, luego se habían retirado y vuelto a cargar. Lo siguiente que recordaba era tratar de mantener la cabeza fuera del barro mientras otros hombres le pisaban.
Bueno, al menos la cosa había terminado. El campamento estaba lleno de hombres ebrios reviviendo sus propias versiones de los acontecimientos de día, vertiendo libaciones de vino en el suelo para Phobos o Antimone, en agradecimiento por haber sobrevivido con los ojos, brazos y pelotas intactos.
Los Cabezas de Perro estaban más silenciosos. Habían encendido dos grandes hogueras con lanzas enemigas rotas, y estaban a su alrededor envueltos en sus capas rojas, pasándose odres de vino con el aire resuelto de los hombres decididos a beber mucho. Vitorearon al ver a Rictus, sin embargo, y el ánimo en torno a las hogueras mejoró.
Valerian y Kesiro estaban allí. Kesiro cojeaba, con un trapo de lino atado en torno a los grandes músculos de su muslo derecho. Valerian estaba ileso, y serio como siempre.
—Nos hemos preocupado cuando hemos visto que te llevaban a la tienda del carnicero —dijo a Rictus—. Durante un segundo, hemos pensado que podía ser grave.
—Nada grave —les tranquilizó Rictus—. El mordisco de amor de un aichme, eso es todo.
—Nuestro patrón tiene su victoria —dijo el calvo Kesiro—. Espero que eso le haga feliz.
—Machran está acabada —añadió uno de los otros hombres. Era Ramis de Karinth, el segundo de Kesiro, un cabeza de paja sofocado que ya estaba borracho—. Debemos haber matado o herido a la mitad de los hombres que tenían en el campo.
—Creo que sí —dijo Valerian con media sonrisa—. Ahora sé cómo es una gran batalla. Y sé por qué las historias las convierten en algo tan glorioso y terrible.
Su rostro mutilado dio a su sonrisa un toque agridulce. Rictus le apoyó una mano en el hombro. «Si», pensó, «creo que Rian podría hacer elecciones peores».
—¿Qué vamos a hacer ahora, jefe? —intervino otra voz. Era Praesos de Pelion, un tipo digno de confianza con posibilidades de llegar a centurión en uno o dos años, si sobrevivía.
Rictus trató de poner orden en sus pensamientos.
—Ahora voy a ver a Corvus. Nos dirá lo que hay. Habrá mucha limpieza que hacer mañana, para empezar. Tendremos que recorrer el campo de batalla, quemar a los muertos, recoger las armas que todavía lleven y reorganizarnos.
—Muchos de nosotros apenas hemos podido llegar al campamento enemigo —dijo Praesos—. Todos los demás cabrones del ejército estaban allí antes que nosotros, dejando a sus heridos en el campo. Cuando hemos llegado, todo estaba limpio o bajo custodia.
—No luchamos por botín —espetó Valerian—. Nos ocupamos de nuestros heridos y muertos antes que nada. Así se hacen las cosas.
—Bien dicho, hermano —sonrió Kesiro—, pero no puedes culpar a los muchachos por sentirse algo fastidiados. Hemos hecho bien las cosas, y hemos terminado con los bolsillos vacíos, mientras los malditos reclutas de Demetrius saqueaban el lugar.
—Sí. ¿Y qué hay de nuestra paga? —gritó alguien, más allá de la luz de la hoguera y del resplandor dorado de las llamas reflejadas en la lluvia.
—Veré lo que puedo hacer —dijo Rictus.
—Nos ha metido en el montón de mierda más grande de la batalla —dijo Kesiro—, y hemos salido de allí sonriendo. Creo que nos debe algo extra.
Hubo un gruñido de asentimiento en torno a las hogueras.
—Ha venido con nosotros —dijo Valerian—. Recordadlo. Estaba en la primera línea, justo a mi lado. No lo ha hecho para fastidiarnos; por eso estaba allí.
—Somos mercenarios —dijo Rictus en voz baja—. Votamos este contrato. Nuestro trabajo es matar y que nos maten, y cuidar unos de otros cuando estamos vivos, heridos o muertos. Eso es lo primero de todo. Cualquier hombre que tenga problemas con eso puede quitarse la capa roja y marcharse cuando termine este contrato… pero no antes.
—¿Y cuándo habrá terminado este contrato, Rictus? ¿A la caída de Machran? —preguntó Kesiro.
—Eso es lo que acordé con él. —En aquel momento, Rictus no podía recordar exactamente los términos del acuerdo, pero su mente aturdida creyó que aquello era correcto.
Kesiro guiñó un ojo.
—Entonces seremos ricos muy pronto. —Y sonrió de tal modo que el hilo de plata de sus dientes resplandeció en su rostro.
La tensión en torno a las hogueras se convirtió en bromas y risas. Después de todo, estaban vivos e ilesos, y eran los vencedores de la mayor batalla jamás librada en las Harukush. En sus mentes, ya habían empezado a enterrar los peores recuerdos del día, dejando lo que más tarde podría pulirse y convertirse en una historia mejor.
Rictus lo sabía; él también lo había hecho. Pero también sabía que los malos recuerdos eran conservados por Phobos para que se pudrieran en las profundidades del corazón de un hombre, y que éste nunca podría librarse de ellos; se convertirían en parte de él.
—Vaciaremos las carretas de provisiones para trasladar a los heridos más graves a Hal Goshen —dijo Corvus, paseando arriba y abajo como era su costumbre—. El saqueo del campamento enemigo debe cesar.
Teresian, encárgate de ello. Asigna a más hombres, los más veteranos y dignos de confianza. Karnos ha acumulado raciones para varios días, y las usaremos nosotros mientras nuestro tren de aprovisionamiento esta fuera.
Hizo una pausa cuando Rictus y Fornyx surgieron de la oscuridad del otro lado de la tienda, y su rostro se abrió en una sonrisa de alegría.
—Sabía que una pequeñez como una herida en el brazo no detendría a mi viejo guerrero. Rictus, estás pálido como el rostro de Phobos. Teresian, déjale tu asiento. Hermanos, tenéis las copas demasiado llenas de vino; eso no puede ser.
Rictus se sentó pesadamente en la silla de campaña de cuero. El escriba de Corvus, un hombrecillo rechoncho llamado Parmenios, se adelantó con una pizarra encerada y el estilo preparado.
—Mariscal, ¿cuántos de tus hombres están aún en condiciones de luchar?
—Trescientos, más o menos.
Parmenios rascó la pizarra. Sus negras cejas se alzaron un poco sobre su frente.
—Un mal recuento —dijo.
—Los he tenido peores —espetó Rictus. Su mente era un dolor latiente. Más que ninguna otra cosa, deseaba apoyar la cabeza sobre los brazos encima de la mesa cubierta de mapas que tenía delante.
Teresian le ofreció una copa de vino.
—Bebe con nosotros, Rictus.
Todos sostenían sus copas en torno a la mesa, mirándole. Se dio cuenta de que esperaban un brindis. El tuerto Demetrius, el severo ex mercenario, habló en nombre de todos.
—Hoy hemos visto cómo luchan y mueren los hombres. —Levantó más la copa—. Por los Cabezas de Perro.
—Por los Cabezas de Perro —repitieron los demás. El inexpresivo Teresian, de cuyos ojos había desaparecido la desconfianza. El moreno y sonriente Druze, con el brazo en cabestrillo al igual que Rictus. Y Ardashir, con una expresión solemne en su extraño rostro alargado. Todos vaciaron sus copas y arrojaron las heces para Phobos, burlándose del mismo miedo.
Rictus captó la mirada de Corvus, y el extraño joven le sonrió.
Los Cabezas de Perro habían sido enviados a un ataque suicida por sólidos motivos militares; era algo duro, pero racional. Pero Corvus también había tenido en cuenta otras cosas. Su obediencia, su capacidad de sacrificio, habían convencido al fin a los escépticos entre sus oficiales. Rictus se había ganado al fin un lugar como uno de los mariscales de Corvus.
«Pequeño cabrón astuto», pensó Rictus, y levantó su copa vacía en dirección a Corvus en un breve saludo.
—Volvamos a los negocios —dijo bruscamente Corvus—. Las carreteras están convertidas en sopa por esta maldita lluvia, y los hombres que han abandonado su armadura pueden correr más que los que la han conservado. Los igranianos han hecho lo posible, pero no quiero desperdigar al ejército en una cacería salvaje por toda la carretera imperial. Estamos bastante seguros de que Karnos esperaba refuerzos antes de que comenzara la batalla. Queda por ver si se quedarán en el campo o regresarán a sus ciudades.
—¿Qué hay de Karnos? ¿Alguna noticia? —preguntó Rictus.
—Sus muertos están ahí amontonados —dijo Ardashir—. Si es uno de ellos, tardaremos en encontrarle.
Corvus agitó una mano.
—Vivo o muerto, ha llevado a la Liga a su destrucción. Al menos una tercera parte del ejército enemigo ha quedado en el campo, y Machran ha sufrido más bajas que ninguna otra ciudad de la Liga, como era mi intención. Si nos presentamos ante las murallas de la ciudad durante el próximo mes, me sorprenderá que no acepten nuestros términos.
—La propia Machran —dijo Demetrius, con una extraña expresión de admiración.
—Si Machran cae, las demás caerán con ella; no seguirán luchando cuando tengamos los pies plantados en el suelo del Empirion —dijo Corvus—. Estamos muy cerca, hermanos.
Incluso en la neblina de su agotamiento, Rictus se preguntó: «Muy cerca… ¿de qué?».
Karnos de Machran ha muerto.
Karnos ha caído en el campo de batalla.
Karnos murió heroicamente… No, no, maldita sea, no es eso.
Yacía en la oscuridad húmeda y aplastante, escuchando el golpeteo de la lluvia sobre los cuerpos rígidos amontonados encima de él. Estaba más sediento de lo que había estado en toda su vida. De hecho, le parecía que hasta entonces no había entendido la verdadera naturaleza de la sed. Cuando llegó la lluvia, abrió la boca y dejó que goteara en su interior, con el sabor repugnante de los cadáveres de encima, pero húmeda.
Vida.
Karnos estaba vivo, rodeado de muertos.
Muchos hombres habían recorrido el campo después de la batalla, en busca de sus propios heridos, de heridos enemigos a los que matar, algún objeto de valor que diera sentido a sus esfuerzos, o tal vez un arma mejor… o, si los dioses les sonreían, uno de esos hallazgos milagrosos, una armadura negra.
Karnos sabía que la carísima armadura que tanto le había impresionado en el interior de su villa era chatarra sin valor, y aquellos hombres también lo habían visto. Aquello le había salvado la vida, pues no habían tratado de arrancársela de su cuerpo, todavía vivo y aterrorizado. De modo que seguía allí, protegido de la lluvia por sus conciudadanos.
Que también lo tenían inmovilizado contra el suelo.
Tenía un brazo insensible a partir del hombro, y no podía reunir el valor suficiente para mirar el asta de flecha negra que asomaba de su carne de un modo grotesco. Era una flecha kufr, lanzada desde un arco kufr, fabricada por algún flechero kufr en algún lugar alejado del mundo donde no sabían nada de él. Y, sin embargo, estaba en el interior de su carne, en una relación de profunda intimidad con su cuerpo. Creada en un lugar tan lejano, al otro lado del mar, transportada en el carcaj de una criatura extraña y aplicada a aquel arco, para atravesar el frío aire de las Harukush y acabar en su interior, en el interior de Karnos de Machran.
Volvió a dedicarse a su tarea, la que le había ocupado desde la caída de la oscuridad y la retirada de los saqueadores del campo de batalla. Trataba de apartar los cuerpos de los muertos de encima del suyo, en incrementos que un niño hubiera podido medir con sus dedos. Demostraba una paciencia que hasta aquel momento había ignorado que poseyera.
Mientras lo hacía, su mente vagaba. Recordó estar agachado entre el calor y el polvo del callejón de la Hojalata en el Mithannon, rascándose las quemaduras cicatrizadas de los pies desnudos, donde le habían salpicado las chispas de la forja portátil de su padre.
Tenía siete años, y un aristócrata que pasaba, vestido con un himatión blanco como la nieve, le había arrojado un óbolo de cobre. Contemplaba la pequeña moneda verde, que le permitiría comprar un trozo de carne asada en uno de los puestos, o una copa de vino del tamaño de una pera en una de las tiendas del fondo del callejón. Era la primera vez en su vida que recibía algo a cambio de nada, y le gustó la sensación.
Uno de los cadáveres cayó hacia un lado, rígido y tan distinto a un hombre vivo como un saco de harina demasiado lleno. Karnos sonrió, gruñendo de dolor pero tragándoselo, como se había tragado las palizas que había recibido de niño. Incluso entonces, había sabido que su padre le quería, pero también sabía que tenía que desahogarse de vez en cuando con quien tuviera más cerca.
Si no era Karnos, sería uno de los chiquillos hambrientos que llenaban los callejones de la ciudad, y Karnos los compadecía, incluso más que a sí mismo. Eran usados y desechados por los habitantes del barrio que los había engendrado, pequeñas bestias salvajes que apenas podían hablar, de sexo indeterminado y cuyos ojos no contenían nada más que miedo y avaricia. Si sobrevivían, se convertirían en prostitutas, ladrones y mendigos, y transmitirían la maldición de su existencia a otra generación. Así se renovaban los barrios bajos de Machran.
Karnos empezó a respirar con más facilidad. Sentía frío, y una cálida lasitud empezó a trepar por su cuerpo.
«Creen que tengo tantos esclavos porque me gusta darles órdenes; yo, el niño del Mithannon, construyendo su pequeño reino. Kassander sabe la verdad. Tengo esclavos para protegerlos. Ningún hombre o mujer que lleve mi collar será maltratado en Machran. Polio lo sabe. Me conoce mejor que nadie».
Quiso gritar llamando a Polio, decirle que su cama estaba mojada, que necesitaba una manta extra. Levantó la mano para retirar el edredón húmedo que le impedía pensar, y su mano tropezó con el rostro frío y céreo del cadáver que yacía sobre su cuerpo. El sobresalto lo sacó de su ensoñación, y el dolor regresó, aclarándole la cabeza. Apretó las mandíbulas y empujó aquella carne helada para apartarla de su rostro. Descubrió que tenía una pierna libre, y se arrastró por el barro sobre la espalda.
Estaba helado de frio, pero libre, mirando hacia la lluvia invisible, la intensa oscuridad. ¿A qué distancia estaba Machran? Debían ser más de cien pasangs.
Machran, el sol de su vida. Amaba aquella ciudad más de lo que nunca amaría a ninguna esposa. Uno podía recorrerla y andar sobre piedras formadas en el amanecer de la existencia de su raza. Se rumoreaba que, bajo el circulo del Empirion, había cavernas donde habían vivido los primeros macht, cámaras selladas que albergaban el polvo y los sueños de milenios.
«Mi Ciudad».
La lluvia amainaba, y en la rasgada oscuridad del cielo pudo ver destellos de estrellas asomando por entre las nubes cuando el viento empezó a soplar y a desperdigarlas. Phobos se había puesto largo tiempo atrás, pero el resplandor rosado de Haukos podía distinguirse a duras penas y, a un lado, estaba el Puntero de Gaenion, mostrando el camino al norte. Lo fijó en su mente, y una parte de él casi inconsciente hizo que su puño cavara un agujero en el suelo señalando al norte.
«Creo que esto me lo enseñó mi padre. Pasó toda su vida en media docena de calles estrechas, y sin embargo sabía cosas sobre las estrellas. ¿Cómo es posible?»
Porque incluso los pobres podían mirar más allá de la siguiente comida. Incluso los borrachos se detenían de vez en cuando para levantar los ojos al cielo, con la mente llena de esperanzas y preguntas.
«Nos ha derrotado», pensó Karnos. «Nos ha derrotado del todo, en buena lid, en inferioridad numérica y entre el barro del invierno, donde sus caballos no podían correr».
«Debí ofrecer más dinero a Rictus. Sus hombres estaban ante mi hoy… o ayer. Sus Cabezas de Perro. Corvus lo hizo a propósito. Qué cabrón tan increíble tiene que ser. Me gustaría conocerle».
«Espero que Kassander haya escapado».
Y con aquella idea, los restos del presente regresaron a su mente. La Liga que había dedicado años a construir estaba hecha pedazos, y la flor de Machran había muerto allí, a su alrededor.
¿Cuántos hombres habían muerto aquel día?
Se incorporó, y el dolor se convirtió en algo novedoso en su intensidad. Había oído decir a algunos veteranos que, cuanto peor era la herida, menor era el dolor. Esperaba que fuera cierto.
«Polio, necesito un baño». ¿Quién hubiera dicho que la guerra oliera tan mal?
Karnos de Machran se levantó, un hombre grueso cubierto con una coraza ostentosa, descalzo y empapado de barro y sangre, con una flecha negra clavada en el hombro derecho. Era lo único que se movía sobre la llanura inundada que había sido un campo de batalla.
«La llamarán la Llanura de Afteni», pensó, «porque Afteni está sólo a veinte pasangs por la carretera. Allí es donde estarán los que sigan con vida. Allí es donde debo ir, si quiero vivir».
Echó a andar hacia el oeste.