La llanura inundada
Rictus estaba al frente de sus hombres con el yelmo bajo el brazo. Su escudo estaba apoyado contra su lanza plantada en la primera fila. Todos los Cabezas de Perro estaban en formación con los escudos apoyados en las rodillas y los yelmos en los brazos, disfrutando del último soplo de aire en los rostros y de la última mirada al cielo.
Se encontraban por detrás de la primera línea, y el suelo estaba algo más seco en la pendiente que ascendía hacia el este, por la carretera imperial que conducía al campamento. Ante ellos, las hileras de lanceros ya habían pisoteado la tierra empapada hasta convertirla en un pantano que les llegaba a los tobillos simplemente al ponerse en formación. La mayoría de los hombres iban descalzos pese al frío del día, porque la llanura que tenían delante absorbería el calzado mejor atado a los pies de los hombres a los pocos minutos de entablarse la batalla.
Junto a los mercenarios de las capas rojas, el ejército de Corvus había pasado a formación de batalla, una línea de infantería de unos dos pasangs de longitud.
No era lo bastante larga, pensó Rictus. Le rodearían el flanco por un lado, tal vez por los dos. ¿Qué diablos se proponía?
Los jinetes habían dejado a los caballos en el campamento y permanecían junto a los Cabezas de Perro. Había unos dos mil hombres al mando de Ardashir, el príncipe huérfano. Iban sin escudos, armados con lanzas y drepanas, vestidos con la coraza corta de los jinetes. No estaban equipados para el combate en falanges; serían masacrados contra una fila de lanceros pesadamente armados.
Aunque había que admitir que prestaban cierto colorido exótico a aquel ejército sombrío del color del barro. Parecían competir unos con otros en llevar las capas más llamativas y los penachos más chillones. Y casi todos eran kufr. Sus cabezas y hombros asomaban por encima de los macht, y su piel casi parecía relucir a la pálida luz del sol otoñal. Ardashir, su líder, estaba delante de ellos, apoyado en la larga y afilada lanza de los Compañeros, con la capa plegada en torno a él.
Corvus iba a caballo. Estaba frente a sus tropas, pronunciando un discurso que Rictus no podía oír. Los hombres golpearon sus escudos en respuesta, y un fuerte rugido recorrió toda la longitud de la línea.
Nueve mil lanceros pesados, más de la mitad de ellos reclutados en las ciudades conquistadas en la costa este, al mando del tuerto Demetrius, y el resto veteranos dignos de confianza bajo las órdenes del joven Teresian. A su izquierda, dos o tres mil igranianos al mando de Druze, que llevaba el brazo en cabestrillo pero que no se hubiera perdido aquello por nada del mundo.
Como si hubiera sentido la mirada de Rictus, Druze se volvió hacia la izquierda y levantó la jabalina en señal de saludo, con su oscura sonrisa visible incluso a aquella distancia. Rictus levantó una mano en respuesta.
A la derecha, nada. Corvus tenía el flanco derecho abierto, y aquél era el flanco defendido por Demetrius y sus lanceros de leva. Era como si les invitara a salir huyendo. Cierto, los Compañeros estaban detrás de ellos, sin sus monturas, pero no podrían detener una verdadera desbandada.
Al otro lado del brillo cegador de la llanura inundada, el ejército de la Liga Avenia había acabado de desplegar su línea. Llevaban horas haciéndolo; los hombres estarían ya cansados.
Una cosa era formar la línea cuando sólo se trataba de las tropas de una ciudad, donde los hombres se conocían unos a otros y a sus oficiales. Otra muy distinta era coordinar las falanges de veinte ciudades diferentes, con sus propias rivalidades, sus mezquinos politiqueos y sus luchas por conseguir ventajas o prestigio. Rictus lo había visto a pequeña escala durante toda una vida de guerra; podía imaginar la colosal pejiguera que sería estar al mando de veinte mil ciudadanos soldados mal entrenados, cada uno con sus propias ideas sobre cómo debían ser desplegados. Incluso los reclutas de Demetrius estaban mejor entrenados que los lanceros que veía en aquellas líneas a medio formar al otro lado.
Pero los números les favorecían. Más aún, luchaban por algo en lo que creían. Aquello era muy importante en la guerra. Por eso los Diez Mil habían salido victoriosos en Kunaksa: se trataba de vencer o morir.
Fornyx se sonó con los dedos, y arrojó los mocos lejos. Aún estaba furioso por los acontecimientos de la noche anterior, por tener que luchar en aquel pantano y por estar en la retaguardia.
—Bueno —dijo—. Ya tienes tu guerra.
—Sí, ya la tengo —repuso Rictus.
—¿Qué crees que se propone hacer ese pequeño cabrón, Rictus? Ha estado encerrado con Demetrius y Teresian toda la mañana. ¿Crees que quiere presentar batalla?
—¿En serio? No lo sé. No la rechazará, no está en su naturaleza. Pero mira ese suelo, Fornyx. ¿Quieres avanzar por allí?
—No es terreno para hombres ni bestias —dijo Fornyx con una mueca.
—Bien, entonces supongo que Corvus tendrá un plan.
—Todo va bien, entonces.
Corvus había recorrido toda la longitud de la línea de norte a sur. Se detuvo frente a Druze, y se inclinó en su silla para hablar con el líder de los igranianos. Vieron que Druze asentía, y que Corvus le apoyaba una mano en el hombro para alejarse al medio galope a través del grupo de exploradores, levantando una mano en respuesta a sus vítores, señalando a uno o dos de ellos o frenando para intercambiar bromas que hacían rugir de hilaridad a muchos de los hombres.
—Reconozco que ese enano sabe manejar a los hombres —admitió Fornyx.
Seguido por una hilera de asistentes montados, como la cola de una cometa, Corvus galopó hacia los Cabezas de Perro y se detuvo. Igual que Rictus, no había dormido en toda la noche anterior, pero parecía fresco como una rosa.
—Por lo menos no llueve —dijo, desmontando y palmeando afectuosamente el cuello de su caballo.
—¿Crees que van a presentar batalla? —le preguntó directamente Fornyx.
Corvus sonrió.
—Hermano —dijo—, antes de que el sol llegue al mediodía, los tendremos sobre el regazo.
Los igranianos de Druze se adelantaron, una multitud desordenada de hombres abriéndose camino sobre el campo inundado como un gran rebaño de animales en migración. Faltaban aún dos horas para el mediodía, y tenían el sol a sus espaldas. No había urgencia en sus movimientos; eran como hombres dirigiéndose tranquilamente a sus casas tras una reunión de la asamblea.
Rictus podía verlos hablar entre si mientras avanzaban. Con su equipamiento ligero, no se hundían en el suelo como le hubiera ocurrido a una formación de lanceros. Los veía como a una masa de manchas negras sobre la tierra, disimuladas aquí y allá por el resplandor del agua en el suelo.
—Quédate a mi lado —le dijo Corvus, con el rostro ya muy serio y los ojos fijos en la línea enemiga, sólo a dos pasangs y medio de distancia, y en las tiendas de campaña que se erguían detrás de ella, como una ciudad del color del barro—. Quiero que tus Cabezas de Perro estén preparados para intervenir en cualquier lugar de la línea.
—¿Qué va a hacer Druze? —le preguntó Fornyx.
—Va a buscar pelea.
Los igranianos aumentaron su velocidad, como una bandada de pájaros con un solo propósito. Avanzaban hacia el sur, para amenazar el flanco derecho del enemigo, el que no estaba protegido por los escudos.
Hubo una oleada de movimiento correspondiente en las líneas de lanceros enemigos; una hilera de escudos de bronce reflejaron el sol uno tras otro en una serie de destellos brillantes. Entonces Druze situó a sus hombres al alcance de tiro de las jabalinas, unos cien pasos, y Rictus vio que echaban atrás los brazos derechos y que sus cuerpos se arqueaban para lanzar. Estaba demasiado lejos para ver el impacto de los proyectiles, pero el brillo de los escudos enemigos reflejando el sol iba y venía, como los relámpagos de una tormenta de verano sobre el mar.
—Eso va a cabrearles en serio —dijo Fornyx, con una sonrisa de auténtica diversión en la barba.
—Pensé que convenía pincharles un poco —dijo Corvus—. Estamos perdiendo la mañana.
Siempre había algo casi gozoso en observar una batalla desde la distancia, pensó Rictus. En primer lugar, uno se alegraba de no estar allí, en mitad de todo aquello, con el hierro tratando de desgarrarle la carne. Pero también podía ser casi un deporte. Uno podía estudiar los movimientos de los jugadores con distanciamiento, observar objetivamente las evoluciones de las falanges, elevarse por encima del terror asesino del othismos y juzgar las cosas con auténtica claridad.
Y, con un destello de epifanía, Rictus comprendió algo sobre Corvus.
Así lo veía él todo el tiempo. Con aquel distanciamiento, con aquella claridad.
Los lanceros enemigos estaban rompiendo filas por sentones, enviando destacamentos para que trataran de enfrentarse a los hombres de Druze, pero los igranianos, con sus armas ligeras, les evadían como lobos escapando de los cuernos de un toro. Cuando los sentones volvían a retirarse, los igranianos se acercaban de nuevo. Durante unos minutos, llegaron a estar mano a mano con el enemigo. Fornyx silbó suavemente al verlo.
—Esos cabrones tienen huevos.
—Un igraniano tiene que matar a un león de montaña antes de ser considerado un hombre —dijo Corvus—. Pertenecen a un tiempo más antiguo, en el que los macht no sentían la necesidad de congregarse en ciudades. La propia Igranon no tiene murallas; es poco más que un puesto comercial con pretensiones.
—Un pueblo difícil de domesticar —dijo Rictus, enarcando una ceja.
Corvus negó con la cabeza.
—No domestiqué a los igranianos, Rictus. Simplemente, me gané su respeto. Su confianza. —Observó la distante pelea con sus curiosos ojos pálidos—. Una vez la consigues, te seguirán a cualquier parte.
Los igranianos abandonaron la batalla, separándose del ejército de la Liga. Habían destrozado varios sentones; Rictus había podido distinguir hombres sin escudo regresando a sus líneas a la carrera.
En la retaguardia de la línea enemiga había una nutrida columna que marchaba de norte a sur.
—Va a reforzar su derecha —dijo Corvus—. Bien. —Se volvió hacia uno de sus asistentes, sentado sobre un caballo jadeante—. Marco, ve a decir a Teresian que es el momento.
—Si, Corvus. —El hombre pateó a su caballo para ponerlo al medio galope y el barro de sus cascos les salpicó a todos al alejarse.
—Se alza el telón —dijo Corvus—. Mirad, hermanos. Al final, les hemos despertado.
El ejército enemigo estaba en movimiento, como una enorme serpiente de hombres ondulando hacia adelante sobre la llanura. Débil al principio y luego más fuerte, les llegó el sonido del Peán.
El avance fue vacilante e irregular. Algunos de los contingentes de la Liga estaban mejor ordenados que otros y tenían que ganar tiempo mientras sus camaradas llegaban a su altura. En el centro, un gran grupo de lanceros permaneció en buen orden durante todo el proceso, muchos miles de hombres. Eran el núcleo. Los hombres de los flancos no estaban tan bien entrenados, pero ofrecían un aspecto temible a pesar de todo.
—Los del centro son los hombres de Machran —dijo Corvus—. ¿Veis los signos? —Estaban demasiado lejos para que Rictus los distinguiera, pero asintió de todos modos—. Su polemarca es Kassander, ex mercenario y amigo íntimo del propio Karnos. Ha entrenado bien a los lanceros de Machran, para tratarse de un ejército de ciudadanos. Karnos tiene bastante sentido común para saber que es un orador y no un soldado, pero según dice todo el mundo, sabe juzgar a los hombres, y es capaz de encandilar a los pájaros para que bajen de los árboles si se lo propone. Quiero que muera hoy.
—Estoy seguro de que él siente lo mismo por ti —dijo lentamente Fornyx, y Corvus se echó a reír.
Su propio ejército también había empezado a moverse. A la izquierda, Teresian se estaba adelantando con los lanceros veteranos, cuatro mil hombres en ocho hileras. Su línea abarcaba aproximadamente medio pasang de hombres, que también empezaron a entonar el Peán mientras avanzaban. Rictus les observó con la minuciosa atención de un profesional, y tuvo que admitir que no eran del todo malos.
Los lanceros reclutados al mando de Demetrius permanecieron inmóviles, negándose obstinadamente a avanzar. Alarmado, Fornyx agarró a Corvus del brazo, con la barba negra erizada.
—La mitad de tu línea de lanceros sigue dormida, Corvus.
—No. Todo esto lo he preparado yo, Fornyx. Ten paciencia. Disfruta del espectáculo. ¿Cuándo fue la última vez que presenciaste cómo se hacia la historia?
Era un buen espectáculo, desde luego. Treinta mil hombres en movimiento a través de la llanura en diversas formaciones. Hacia el sur, los igranianos de Druze se retiraban, y el ala derecha reforzada de la Liga avanzaba a buen ritmo, aunque sus hileras no se movían con toda la eficacia posible: el terreno blando les dificultaba el avance. Los veteranos de Teresian marchaban a su encuentro, virando a la izquierda mientras avanzaban. Un ataque oblicuo. Sólo las tropas muy buenas y disciplinadas podían hacer semejante maniobra.
Finalmente, los reclutas de Demetrius empezaron a moverse. Su línea era tan desordenada como la del enemigo, y había una abertura cada vez mayor entre ellos y Teresian. Los dos cuerpos de lanceros avanzaban por separado hacia el enemigo. En el centro no había nada más que un agujero creciente.
—Phobos —susurró Fornyx.
Valerian se unió a ellos, sin aliento. Se quitó el yelmo, y su rostro torcido parecía arder de urgencia.
—¡Rictus… Corvus… por el amor de Dios, mirad la línea! ¡Estamos partidos en dos antes de empezar!
Corvus levantó una mano.
—No te preocupes, centurión. Vuelve con tus hombres, y espera. Os necesitaré dentro de poco.
Toda su atención estaba fija en los grupos de hombres en movimiento sobre la llanura. No había nada frívolo en él en aquel momento; estaba solemne como una estatua.
Pero sus ojos centelleaban, como los de un jugador pendiente de una tirada de dados.
—¡Rictus! —protestó Valerian.
—Haz lo que dice —dijo Rictus en voz baja—. Escudos arriba, Valerian.
El joven se alejó malhumorado, pero pocos momentos después sonó la orden y los Cabezas de Perro se llevaron los escudos a los hombros, se pusieron los yelmos y movieron las lanzas de lado a lado para aflojar los regatones en el pegajoso suelo. El corazón de Rictus empezó a acelerarse en su pecho, presionando los confines del Don de Antimone. Él y Fornyx permanecieron en silencio, observando, mientras Corvus enviaba mensajeros a derecha e izquierda, jóvenes montados en altos caballos, que al galopar enviaban terrones de barro volando por los aires como pájaros.
—Rictus —dijo Corvus, volviéndose hacia los mercenarios—. ¿Qué es lo que pueden hacer los Cabezas de Perro que no pueden hacer los ciudadanos soldados?
—Podemos morir sin necesidad, eso desde luego —murmuró Fornyx.
—Podemos avanzar a la carrera —dijo Rictus.
Corvus asintió.
—Me gusta leer. ¿Has oído hablar de Mynon?
—Era un general de los Diez Mil. Consiguió volver a casa.
—Lo escribió todo, hace unos quince años, antes de morir en una guerra pequeña y estúpida cerca de Framnos. Leí su historia, Rictus; la tenían en la biblioteca de Sinon, copiada por un buen escribano. Hablaba de Kunaksa, de cómo ganasteis, de lo que hicisteis todos allí.
El Peán creció y creció, decenas de miles de voces entonándolo por toda la llanura. Druze había vuelto a acercar a sus hombres al combate, hostigando de nuevo el flanco sur enemigo, y los lanceros de Teresian estaban a su lado. La línea enemiga se desvió y tuvo que inclinarse para hacer frente a la amenaza.
Un mensajero jadeante detuvo al caballo ante ellos.
—Ardashir está listo, Corvus.
Corvus inclinó la cabeza a un lado, como un cuervo estudiando un cadáver.
—Dile que adelante.
El mensajero se alejó al galope como un poseso, un joven repleto del entusiasmo de su edad.
—En Kunaksa, los kefren tenían miles de arqueros, que en buena lógica tenían que haber acabado con los Diez Mil antes de que pudieran acercarse, ¿tengo razón?
—¿Qué es esto? ¿Una jodida clase de historia? —preguntó Fornyx.
—Entramos a la carrera. Nos acertaron con la primera andanada de flechas, pero cuando hubieron preparado la segunda, ya estábamos encima de ellos —dijo Rictus. Aquel día no había actuado como lancero, pero recordaba haber observado el ataque de las morai.
—Los soldados ciudadanos no pueden avanzar a la carrera, o pierden la formación —dijo Corvus, y se encogió de hombros—. Ahora, observad.
Hubo una larga línea de movimiento a su derecha, en las filas de los Compañeros sin montura. Ardashir condujo hacia adelante a una sólida masa de hombres a su mando, en pos del lento avance de los reclutas de Demetrius. Rictus observó que había algo extraño en ellos.
—Kufr —dijo Fornyx—. Va a hacer entrar a todos los kufr. Corvus, esto no…
—Cállate —dijo Corvus.
Unos mil seiscientos kufr, altos kefren de raza asuria que, como todos sus compatriotas, habían sido educados para hacer tres cosas. Habían aprendido a montar a caballo, a decir la verdad… y a disparar un arco.
Se despojaron de sus coloridas capas, las dejaron tiradas sobre el barro, y tomaron los arcos cortos, curvos y compuestos de Asuria que llevaban a las espaldas. Tenían carcajes llenos de flechas en las caderas y, a una orden de Ardashir, las acercaron a las cuerdas.
Ardashir levantó la cimitarra, un destello de acero dolorosamente brillante. La sostuvo en alto un instante, considerando la batalla que se avecinaba, los lanceros de la Liga que avanzaban hacia ellos sobre la llanura. Estaban a unos cuatrocientos pasos de distancia.
Delante de él sonó la ronca voz de Demetrius, y los reclutas se detuvieron.
Un grito en asurio, la lengua del Imperio, y un instante después sonó el silbido de las flechas, un millar y medio de proyectiles elevándose en el aire por encima de las lanzas de Teresian, para caer como un granizo negro sobre el avance enemigo.
«Ése es el sonido», pensó Rictus. «Eso es lo que oí aquel día».
Un martilleo rítmico cuando las cabezas de las flechas golpearon el bronce, y los impactos individuales se mezclaron para formar un estruendo infernal y explosivo de metal sobre metal.
Docenas de hombres cayeron. La línea de escudos que avanzaban flaqueó y vaciló. Las hileras se rompieron y mezclaron, y aparecieron huecos arriba y abajo. Los hombres tropezaban con los cuerpos, chillaban, maldecían o gritaban órdenes.
Y la segunda andanada les golpeó un instante después.
Era como contemplar a un enorme animal azotado por el viento. Algunos hombres seguían avanzando, otros se habían detenido y trataban de levantar los pesados escudos para contrarrestar aquel inesperado diluvio de muerte. Otros permanecían donde estaban con las flechas negras enterradas en las extremidades, tirando de ellas, mirando a derecha e izquierda y gritando de miedo y furia. Los centuriones agarraban a los indecisos, golpeando yelmos con los puños, saliendo de entre la masa de lanceros inmóviles, animándoles a avanzar.
Una tercera andanada.
El suelo estaba cubierto de muertos y moribundos. Aquellos soldados eran pequeños granjeros, mercaderes, hombres de familia. Había padres e hijos en el campo, hermanos, tíos. Algunos de los lanceros ilesos empezaron a soltar las armas para ayudar a parientes y vecinos. Cientos de hombres quedaron atrás, pero un grupo siguió avanzando a pesar de las bajas. Eran macht, después de todo.
Corvus lo observaba todo con una especie de satisfacción amarga, pero al menos no parecía disfrutar con la creciente masacre. Si lo hubiera hecho, si hubiera mostrado algún signo de placer al ver aquello, Rictus le habría matado allí mismo.
—Y ahora Demetrius —dijo en voz baja Corvus.
Rictus había perdido la cuenta de las andanadas, pero los demás no. Los lanceros de leva empezaron a avanzar de nuevo, cinco mil hombres en movimiento para enfrentarse a lo que había sido una línea de seis mil soldados de la Liga. Los números se habían igualado pero, lo que era más importante, las fuerzas de la Liga eran ya poco más que una turba, una confusión de hombres armados tratando de salir de un pantano que sus propios pies empeoraban a cada momento.
—Esto debería solucionar la derecha —dijo Conrus. Se volvió hacia el sur.
Teresian estaba a punto de entrar en contacto con la derecha enemiga, y Druze le apoyaba, hostigando el extremo de la línea, con su grupo de exploradores envolviéndola en parte. Empezaba a rodear el ejército de la Liga mientras éste avanzaba al encuentro de los lanceros de delante.
Mientras observaban, oyeron el rugido y el estrépito del choque de las dos tropas de lanceros pesados, bronce estrellándose contra bronce, puntas de lanza buscando carne desprotegida. Dos toros entrechocando las cabezas. Rictus sintió que el suelo temblaba bajo sus pies ante aquel impacto de armaduras.
En cuanto el enemigo estuvo inmerso en el ataque, Druze condujo a sus hombres tras las líneas. Los igranianos se dividieron en dos. La mitad atacó la retaguardia de la falange enemiga que se encontraba irrevocablemente enredada con los veteranos de Teresian. La otra mitad, casi mil quinientos hombres, siguió avanzando hacia el norte, en paralelo con la línea de batalla de la Liga, hacia la retaguardia del centro enemigo.
Aquel centro estaba ya casi sobre ellos. Eran los mejores hombres de la Liga, los soldados de Machran al mando de Kassander. Siete mil hombres bien ordenados. Se habían detenido cuando Corvus lanzó a su ejército contra los flancos, al parecer sin poder creer que no hubiera ante ellos nada más que una llanura vacía. Y habían empezado a avanzar de nuevo. Podían sumarse a cualquiera de las dos batallas separadas que se libraban al norte y al sur.
Corvus se volvió hacia Rictus.
—Tengo una misión para ti y tus Cabezas de Perro, hermano. —Señaló a la larga hilera de escudos que llevaban el signo de machios—. Quiero que te lleves a tus Cabezas de Perro y golpees a esos tipos lo más fuerte que puedas.
—No hablarás en serio —jadeó Fornyx.
—Sólo tienes que conseguir que se detengan, contenerlos un rato y hacer que sangren un poco. Tienes que ganarme tiempo. —Hizo un gesto hacia el norte y el sur—. Les derrotaremos en los flancos, y luego vendremos a reunirnos contigo en el centro. Y Druze ya está en la retaguardia de las morai de Machran; en cuanto vea que avanzas, atacará. Y Ardashir también te apoyará.
—Puedo perder a la mitad de mis hombres —dijo Rictus, mirando directamente a Corvus.
—Lucha con astucia, Rictus. No dejes que te rodeen. Sólo tienes que meterles un dedo en el ojo.
El fragor de la batalla crecía y crecía. Se acercaba el punto crítico. Rictus podía sentirlo, como podía sentir el peso del invierno sobre sus ancianos huesos. ¿Acaso Corvus pretendía que le mataran? No lo creía. No; simplemente estaba desplegando sus fichas sobre el tablero, usando lo que tenía. Los sentimientos no tenían nada que ver con aquello.
Rictus se puso el yelmo con el penacho, reduciendo su mundo a una ranura de luz.
—Muy bien —dijo.
—Una cosa más —añadió Corvus, levantando una mano como si se le hubiera ocurrido en aquel momento.
—¿Qué?
—Iré con vosotros.
Para Karnos, el mundo se había convertido en un lugar extraño y temible. Era el quinto hombre en una fila de ocho, un engranaje de la gran maquinaria que era el ejército de Machran, que a su vez no era más que una parte de las fuerzas reunidas allí aquel día. Su humor pasaba de una euforia inexplicable a una aprensión que le paralizaba las tripas.
Aquella iba a ser su primera batalla, el mayor choque de ejércitos en una generación.
En años anteriores, se había entrenado en los campos bajo el río Mithos junto a los demás hombres de su clase, pero desde su elevación a la Kerusia, no había vuelto a empuñar una lanza. Era el portavoz de Machran; había llegado a lo más alto en la jerarquía de su ciudad, pero en el campo de batalla tenía el mismo rango que los demás lanceros sudorosos. Allí, Katullos, el portador de una Maldición, estaba al mando de una morai, y Kassander de todos los reclutas, pero él, Karnos, sólo estaba al mando de si mismo. Le resultaba increíble haber pasado por alto algo tan básico, y encontrarse incluido en aquella horda anónima como cualquier otro ciudadano.
Gestrakos y Ondimion, que habían iluminado al mundo con su intelecto y su arte, también habían luchado como humildes soldados de a pie, de modo que estaba en buena compañía. Pero aquello no aliviaba el peso de su armadura, la carga del pesado escudo de bronce ni la docena de dolores e irritaciones que su poco desgastada coraza le infligía en el torso.
Estaba gordo, en mala forma física y era desesperadamente consciente de su propia ignorancia marcial. Su único consuelo en todo aquello era ser el quinto hombre desde delante. Nadie le había dicho nunca que los hombres del centro de las filas sufrieran muchas bajas, y por ello los más inexpertos eran colocados allí, entre los veteranos jefes de fila y los cerradores.
Y a su alrededor estaba el ejército, aquellos millares de hombres que con toda seguridad no…
—¡Adelante! Detrás de mí, uno, dos… ¡izquierda!
La voz de Kassander, en algún lugar de delante y a la derecha. Estaba sólo a unos pasos, pero entre las filas de la falange era como si estuviera al otro lado del mundo.
El hombre de detrás de Karnos le maldijo.
—Sigue el paso, maldito gordo. Y vigila con ese regatón; si vuelves a pincharme con él, te juro que lo romperé y te lo meteré por el culo.
Una carcajada recorrió las filas.
—Ostros, ¿es que no sabes con quién estás hablando?
—¡Es el portavoz, maldito estúpido!
—Karnos, dinos una cosa. ¿A cuantas esclavas te tiras cada noche, eh?
—Maldito viejo verde. ¡He oído decir que te pasas el día rodeado de coños desnudos!
Respirando pesadamente, Karnos encontró aire para gritar:
—¡Desde luego, huelen mejor que vosotros, malditos cabrones!
—Tomaré un baño, Karnos, y luego puedes chuparme la polla.
La anonimidad de la multitud, las cabezas sin rostro cubiertas por los yelmos; allí estaba la ciudadanía de Machran, donde todos los hombres eran iguales debajo del bronce. Hizo que Karnos recordara una época en que no era nada más que un astuto traficante de esclavos con la boca muy grande y buena memoria para las caras. Durante unos minutos casi disfrutó intercambiando insultos e improperios.
Un gran clamor se elevó entre las filas delanteras, como un gemido masivo. Los hombres de detrás empezaron a gritar.
—¿Qué coño está pasando? Muchachos, ¿qué es lo que veis?
—Tienen arqueros —gritó alguien en respuesta—. Están despedazando a los aftenos y arkadianos.
—¡Phobos! ¡Les están jodiendo de veras! ¿Dónde diablos están los arienos? Esos cabrones deberían estar a nuestra derecha.
Seguían avanzando, pero más lentamente. Detenerse y avanzar. Finalmente, se llamó al alto. Karnos no podía ver nada más que los hombres que tenía delante y a los lados. Ni siquiera podía volver la cabeza, y el yelmo ceñido le llenaba los oídos con un rumor parecido al del mar. Sus pies se removían en el barro, hundiéndose en él. Estaban aturdidos por el frio, pero a pesar de ello el quitón que llevaba bajo la coraza estaba empapado de sudor, tenía la garganta reseca… y la batalla aún no había empezado.
Si había empezado. Podía oírla. Una oleada de ruido se elevó a su alrededor. Era casi imposible adivinar de dónde procedía. Pudo oír con claridad gritos de hombres en situación extrema de dolor y miedo por encima del estruendo, y el martilleo del metal.
—¡Primera fila, bajad lanzas! —se oyó la orden. De nuevo Kassander—. Centuriones, todos juntos; preparaos para avanzar… ¡Adelante!
Y estuvieron en marcha de nuevo, pero en aquella ocasión más aprisa. Las filas emprendieron un avance rápido mientras los centuriones marcaban el ritmo:
—Uno, dos, uno, dos… ¡Mantened el paso!
—¡Son capas rojas! ¡Mercenarios! —gritó alguien de delante.
Moviendo la cabeza de lado a lado en el interior del yelmo de bronce, Karnos consiguió captar algunas imágenes del mundo más allá de la falange, y vio que algo venía hacia ellos, algo con dientes resplandecientes y que relucía de bronce y escarlata. Oyó cantar el Peán, pero no eran los de su propio bando. ¿Qué diablos estaba…?
Un tremendo impacto. Tuvo que detenerse en seco, chocando con el hombre de delante. Tras él, el peso de los tres hombres de su fila lo aplastó, aunque su coraza combatió la presión. Creyó que iba a desmayarse. Podía ver rostros: hombres con cascos mirando en la dirección equivocada… ¡Phobos! ¡Le estaban mirando a él! Y luego los ataques viperinos de las puntas de lanza. Vio que un aichme atravesaba las filas frente a él para enterrarse en la cabeza de un hombre y luego partirse. El hombre se mantuvo erguido durante unos minutos a causa de la presión, luego resbaló y se perdió de vista. La fila cerró las aberturas, y la presión no cesó.
«Es esto», pensó Karnos. «Para esto sirven las historias, de esto habla la poesía. Por fin estoy en el centro de todo ello».
La presión y el miedo le vaciaron la vejiga, y la orina caliente le corrió por las piernas, pero apenas se dio cuenta.
—¡Baja la jodida lanza! —gritó el hombre de detrás, y Karnos puso el arma en posición horizontal sobre su hombro, sintiendo que el regatón desgarraba carne detrás de él al levantarlo. Apoyó la larga arma en la hombrera de la coraza del jefe de filas por un segundo, acostumbrándose a su peso, y luego lanzó una estocada hacia la masa de capas rojas que tenía delante. La punta de su lanza rechinó, y toda el asta le tembló en el puño cuando chocó contra un escudo.
Volvió a intentarlo, apuntando a la ranura de un yelmo, pero golpeó el vacío. Una lanza se acercó en dirección contraria, y las dos astas chocaron al encontrarse. El aichme le golpeó en la frente, le arañó el penacho y le obligó a echar bruscamente la cabeza hacia atrás. Hubiera caído de no haber sido por la presión de los hombres de detrás, apretados contra su espalda. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Había algo húmedo en el interior de su yelmo, y no sabía si era sangre o sudor.
Volvió a lanzar una estocada, furioso, y de su pecho surgió aquel áspero rugido animal que no tenía ninguna idea detrás, sino que era una respuesta instintiva, un grito de rabia desafiante. Miles de hombres lo estaban repitiendo, formaba parte de todos los campos de batalla. El grito se elevó y llenó el aire por encima de ellos, ensordecedor como el estrépito del hierro sobre bronce causado por un herrero. Era el othismos, las entrañas de la misma guerra.
Estaban avanzando, paso a paso, y entre los aullidos sin palabras había gritos de triunfo. Karnos pasó por encima de un cadáver, bajó rápidamente la vista y vio una capa roja en el suelo. Pisó el cuerpo del hombre, que se revolvió bajo sus pies, aún caliente.
Vomitó, sintiendo el calor de la presión y el sonido en su cabeza. El vómito se deslizó sobre su elegante y ornamentada coraza sin que le prestara atención, un hedor más entre muchos. Los fluidos de los interiores de los hombres se unían al barro de sus pies y lo convertían en una ciénaga terrible. Se abrieron paso con obstinación a través de ella, hundidos hasta las rodillas.
La sandalia derecha de Karnos fue absorbida por el barro, pero se la llevó a rastras, con la correa enredada en la greba, hasta que alguien de detrás la pisó y la liberó. Seguían avanzando. Delante, alguien gritó:
—¡Están retrocediendo!
Un gruñido de triunfo recorrió las filas. Pero segundos después, otro hombre gritó:
—¡Flechas! ¡Nos están disparando!
Las largas y negras flechas de los kefren empezaron a lloverles encima. Como en un sueño, Karnos vio que una flecha golpeaba el yelmo del hombre de delante y rebotaba en el aire, sacudiéndole la cabeza hacia un lado. Casi todos los hombres llevaban corazas de lino grueso de varias capas, y Karnos observó con horrorizada fascinación las flechas que caían como serpientes negras y se abrían paso por entre las aberturas de la armadura, enterrándose en los hombros de los soldados o destrozando clavículas.
Un nuevo grito, en aquella ocasión desde detrás. Una jabalina voló por encima de la cabeza de Karnos; vio el frío destello de la punta de hierro a menos de un pie de sus ojos. Los cerradores de filas gritaban:
—¡Media vuelta! ¡Esos cabrones están detrás nuestro, hermanos!
La falange estaba perdiendo cohesión. Los hombres se volvían a uno y otro lado, desesperados por ver qué estaba ocurriendo. El avance se detuvo y las líneas se entremezclaron. Apelotonados por las amenazas de delante y detrás, los hombres de Machran estaban indecisos, asustados, furiosos. Los centuriones gritaban órdenes como posesos, pero los lanceros de las filas parecían tan incapaces de obedecerlas como un rebaño.
El sudor que corría por la espalda de Karnos se volvió gélido. Aquello no era lo que se suponía que tenía que pasar. No había ningún tipo de orden, e incluso los centuriones empezaban a mirar a su alrededor, presa de un creciente pánico. ¿Cómo había…?
Un estrépito delante. Los temibles mercenarios de las capas rojas habían chocado de nuevo contra ellos, aumentando la presión. El aire desapareció de los pulmones de Karnos cuando la multitud se apretó, plegándose sobre si misma. Algunos hombres tropezaron y cayeron sin ser heridos, y fueron pisoteados hasta morir asfixiados en el barro a sus pies.
Karnos miró al cielo, a las flechas negras dibujadas sobre él. La multitud de hombres se movía de un lado a otro, torturada desde todas las direcciones. Oyó el rugido y el estrépito de un nuevo ataque a su izquierda, y la falange entera se estremeció como si hubiera recibido un golpe. Alguien gritó que el ala izquierda se había desintegrado, y pocos momentos después algún otro idiota insistió en que había sido el ala derecha.
No importaba; estaban inmovilizados como una tortuga tumbada sobre su caparazón. La cohesión de la falange podía haberse perdido, pero el peso terrible de la carne y el metal continuaba allí. La multitud se replegaba cada vez más.
Los pies de Karnos fueron arrastrados del barro, mientras la multitud se movía y se lo llevaba consigo. Jadeó para respirar y luchó contra el impulso de gritar pidiendo aire, espacio para moverse y respirar. Por primera vez, la realidad de su propia muerte empezó a invadirle la mente.
Y la presión empezó a aflojar. El rugido del mar en el interior de su yelmo cambió, y aumentó una nota. Oh, gracias a Antimone, los soldados se estaban separando. Las cosas habían cambiado, al parecer; después de todo, aquello era lo que se suponía que tenía que pasar. La victoria seguía allí, en el aire. En su alivio, sintió que casi podía saborearla.
Los hombres empezaron a arrojar los escudos y arrancarse los yelmos, gritando algo sobre traición y derrota. La falange, que pocos momentos antes había parecido un ser vivo, sólido e inamovible, empezó a descomponerse. A medida que los hombres abandonaban sus cargas de bronce, adquirían más movilidad y, en algún lugar de los extremos de la formación, o lo que quedaba de ella, habían echado a correr.
Estaban huyendo. Karnos lo observó con una incredulidad tan total que anuló su miedo cerval.
—¡No! ¡No! —gritó. Toda Machran estaba allí, delante de él, siete mil hombres, el corazón de la mayor ciudad del mundo macht… y se estaban desangrando en el barro pisoteado, o huyendo ante sus horrorizados ojos.
Se encogió cuando los hombres de su alrededor se alejaron. Un escudo, soltado por su vecino, le golpeó el tobillo con un dolor terrible. Levantó la cabeza para gritar su dolor y su rabia al frío cielo, y la flecha que descendía le atravesó limpiamente la hombrera derecha de la coraza, hundiéndose en su hombro con un impacto que lo arrojó de espaldas sobre la ciénaga ensangrentada del suelo.