Sangre y mentiras
Karnos despertó con un sobresalto. Tampoco dormía profundamente, en cualquier caso. Recordaba un sueño absurdo en el que arengaba a una multitud, mientras los hombres a los que hablaba le vitoreaban, gritando su nombre y afilando cuchillos.
Muy sutil, pensó con un gruñido mental. Phobos, ¿cómo podía vivir un hombre de aquel modo durante semanas enteras? «Soy el portavoz de Machran, he construido este ejército; lo he creado de la nada. Está aquí por mi voluntad».
Se revolvió sobre la paja, gruñendo y arrebujándose en la capa. Al menos, podían haberle fabricado algún tipo de cama; había garrapatas entre la paja.
Se rascó violentamente la entrepierna y maldijo en voz alta. Estaba totalmente despierto.
Hablando en serio, ¿cómo se podía vivir de aquel modo? Pensó en su mullido colchón de Machran, y en la pequeña Grania sobre él, con su piel blanca y su suave boca. O aquella chica nueva, la del bonito trasero.
Allí estaba, sólo con una capa, tumbado sobre un jergón de paja infestado de garrapatas, sintiendo la humedad del suelo.
Abrió por completo los ojos.
La lámpara estaba casi completamente vacía de aceite, y su llama temblorosa latía en torno al pabilo. La oscuridad era casi total en la tienda.
¿Qué diablos había sido aquello?
Volvió a oírlo, un rugido distante, gritos de hombres. Estaba ya acostumbrado al sonido de las interminables discusiones, a las peleas que estallaban de la nada; eran ruidos habituales en el campamento. Pero aquello parecía distinto, más urgente.
Se incorporó, ajustó la lámpara para que el extremo del pabilo tuviera al menos una última gota de aceite que absorber y, cuando la luz aumentó, rebuscó entre la paja que cubría el suelo de la tienda, tratando de encontrar sus sandalias o su espada, cualquier cosa que pudiera orientarlo en aquel lugar nuevo y extraño donde le había sorprendido la noche.
La entrada de la tienda se abrió y vio una silueta negra recortada a la luz de las hogueras.
—Hay algún problema en el extremo este. Tal vez no sea nada, pero tiene mala pinta. ¿Quieres venir?
Era la voz de Kassander.
—Joder, sí. Ya estoy despierto, de todos modos. ¿Qué hora es?
—Una mala hora, en la que los hombres están cansados pero aún no duermen. Tal vez sea sólo una riña sin importancia.
—He dicho que te acompañaba —espetó Karnos, poniéndose las sandalias y colgándose la espada al hombro—. Ayúdame con la capa, ¿quieres? Phobos, menuda vida.
En un campamento de aquel tamaño, Karnos se sentía como una garrapata sobre la piel de alguna bestia enorme y desconocida. Nunca había tratado de imaginar realmente cómo podía ser una hueste de veinte mil hombres; simplemente había sumado las cifras cuando le llegaban. Formados en una línea de batalla de ocho hombres de profundidad, la línea mediría más de tres pasangs.
Era como si una ciudad nueva y olorosa de cuero, mierda y humo hubiera sido plantada en el mundo, y él estuviera en el medio, un rostro más en un mar lleno de ellos.
Aquello no se parecía a hablar en el Empirion; las reglas eran distintas allí. Cuando recorría el campamento, recibía cierto respeto afectuoso de los hombres de Machran, algo de curiosidad de los hombres de las otras ciudades, pero si el portador de una Maldición pasaba por allí, todos los ojos eran atraídos al instante por la armadura negra, con un grado de admiración casi religiosa.
«Tengo que conseguirme una de ésas algún día», pensó Karnos. Perfeccionaría su imagen. O tal vez la redimiría.
Era un hombre rico; en el pasado, había tratado de comprar un Don de Antimone a algún portador de la Maldición venido a menos, pero sus ofertas habían sido rechazadas con tanto desprecio que había renunciado a insistir. Cuando un hombre se ponía una de aquellas cosas a la espalda, parecían afectarle a un espacio del alma. La muerte era lo único que podía obligarle a separarse de ella. Era uno de los indicadores de la grandeza de una ciudad; cuántos portadores de la Maldición había entre sus ciudadanos.
«Habrá unas cuantas en el suelo antes de que esto termine», pensó Karnos. «Hablaré de ello con Kassander».
Los dos se abrieron paso entre las líneas del campamento. Los hombres ya se habían refugiado en sus tiendas, buscando el sueño entre gruñidos, compartiendo un odre de vino o empezando una partida de tabas. Pero el lugar había vuelto a cobrar vida, y los caminos entre las hileras de tiendas se estaban llenando de grupos de hombres malhumorados que bostezaban y se preguntaban a qué se debía la conmoción.
—Me apuesto algo a que son los aftenai otra vez —dijo Kassander—. Nunca he visto un grupo de cabrones más díscolos y sanguinarios.
El ruido aumentó. Había hombres luchando, estaba claro. Oyeron el estrépito del hierro, y alguien chilló, un grito de agonía.
—¡Phobos! —maldijo Kassander, y echó a correr.
Rictus sintió que la cálida sangre del hombre le salpicaba el rostro cuando la drepana le penetró en el brazo por encima del codo. No estaba acostumbrado a la pesada arma de las tierras bajas; le parecía un cuchillo de carnicero, fabricado para golpear y cortar.
Tenía el extremo de la capa envuelto en torno al brazo izquierdo, y lo arrojó al rostro del siguiente hombre, haciéndole encogerse el tiempo suficiente para poder blandir la drepana de nuevo y abrirle el vientre. Rictus sintió el hedor a mierda y carne caliente cuando las entrañas del otro hombre le resbalaron por las piernas hasta enredarse en sus pies sobre el barro. El soldado tropezó y emitió un chillido agudo, revolcándose en las cuerdas de sus propios intestinos.
—Ahora regresemos —espetó Corvus.
Rictus se volvió en el espacio que había creado y echó a correr entre Corvus y Druze. El escudo del igraniano estaba partido en dos y colgaba ensangrentado de su brazo. En el otro, su espada describió un círculo vertical elegante como el movimiento de un juglar, y otro enemigo cayó de rodillas, con la boca abierta de incredulidad, y luego se desplomó en el suelo, cortado de la clavícula al esternón.
Corvus saltó de repente y derribó a un tercero.
—¡Machran! —gritó—. ¡Machran, a mí!
Se abrió un espacio en el anillo de hombres que les rodeaban, y lo cruzaron en un instante, lanzando estocadas a derecha e izquierda, abandonando el círculo iluminado por la hoguera para entrar en la oscuridad azotada por la lluvia. Rictus tropezó con un cable y cayó sobre los codos, sólo para ser levantado por la nuca y empujado hacia delante. Incluso en aquel instante, le sorprendió comprobar la fuerza bruta contendida en el diminuto cuerpo de Corvus.
Más hombres corrían hacia ellos, con armas en las manos. Estaban en el centro de una multitud enorme y creciente de figuras desconcertadas, gritando todas a la vez. Los heridos chillaban detrás de ellos, y los hombres empezaban a encender antorchas en las hogueras. La lluvia les golpeaba el rostro, y sus piernas estaban desprovistas de energía; lo único que tiraba de los huesos eran tendones sin voluntad.
Rictus pensó que el pecho le iba a estallar. No podía hablar. Corvus y Druze le agarraron y casi arrastraron su corpulenta silueta a través de las filas de tiendas. Un gruñido animal surgió de su garganta; la ardiente ira le recorrió las extremidades y le devolvió algo de sentido común.
—Soltadme, joder. —Se sacudió las manos que le ayudaban.
Varios hombres inseguros hicieron preguntas al trío. Druze arrojó a un lado su escudo partido y se cubrió el brazo lesionado con la capa, enrollando el tejido en torno a una herida que se lo había abierto hasta el hueso.
—Una partida de tabas —dijo Corvus en voz alta, jadeante—. Esos cabrones tramposos han tratado de robarnos. Aún continúan, allí detrás.
—Deteneos e identificaos —les gritó algún imbécil cumplidor de las normas.
—Bésame el trasero. Aquí hay un hombre herido, id a detener la pelea de allí detrás —gritó Rictus en respuesta.
—¡Alto ahí!
Había demasiados hombres a su alrededor, congregados como solían hacer los hombres cuando había malas noticias o una pelea. Rictus invirtió la drepana, golpeó al imbécil en la entrepierna con el extremo de madera del arma y le empujó hacia un lado. Cuando el siguiente hombre protestó indignado, Corvus le golpeó la sien con la espada, y el tipo cayó como un saco de arena.
—Salid de nuestro camino.
Y se encontraron fuera de nuevo, en la oscuridad, un grupo de hombres decididos, como una flecha abriéndose paso a través de las tripas de un buey.
Kassander se inclinó y sostuvo la lámpara en alto al entrar en la tienda. Karnos le siguió, dominando sus náuseas ante el hedor del interior.
—¿Qué demonios ha pasado aquí?
El hombre ensangrentado cubierto con un quitón desgarrado sostenía la carne de su antebrazo contra el hueso, mientras la sangre le goteaba en cordeles negros entre los dedos apretados.
—Ha entrado aquí como alguien enviado por Phobos. Tenía la cara blanca, y unos ojos… unos ojos como…
—¿Qué les ha ocurrido a esos hombres? —preguntó pacientemente Kassander. El interior de la tienda era un matadero, lleno de cadáveres que empezaban a soltar vapor a media que les abandonaba el calor. La parte trasera de la tienda estaba rasgada de arriba abajo.
—Teníamos una chica, una esclava que habíamos conseguido en las carretas. Nos estábamos turnando con ella, y ha salido de la nada. General, sus ojos… no eran los ojos de un hombre. Ha entrado como una tormenta, matando a derecha e izquierda. Había otros con él. Le han agarrado cuando estaba a punto de acabar conmigo, han cortado la parte trasera de la tienda y han salido por allí. Nos han despedazado como a conejos, general. No eran hombres.
El hombre tenía los labios azules, y estaba muy pálido.
—Ve a ver al carnifex —le dijo Kassander—. Hablaremos más tarde. ¿Cómo te llamas?
—Lomos de Afteni, excelencia.
—Muy bien, Lomos, vete.
—Espera. ¿Dónde esta la chica? —quiso saber Karnos.
—Ha huido. Se encuentra bien. Sólo nos estábamos divirtiendo un poco, general, lo juro.
—Vamos, vete, que te miren esa herida.
Karnos y Kassander se agacharon entre la carnicería. La luz de la lámpara prestaba cierto movimiento burlón a los cadáveres. Karnos contó cinco hombres. Nunca había estado tan cerca de la muerte violenta en toda su vida y, mientras su estómago aún se revolvía, su mente estudiaba la escena con una mezcla de fascinación y repugnancia.
—Heridas de drepana —dijo Kassander, moviendo la lámpara de un lado a otro—. Los cabezas de paja usan espadas para acuchillar.
Hemos de encontrar a esa chica. Tal vez no era una esclava, y tenía parientes en el campamento. Ha sucedido otras veces. Vamos, Karnos.
El campamento bullía como un hormiguero pateado. Los dos hombres salieron a la lluvia para descubrir que aún ocurría algo, cerca de las líneas orientales. Un centurión completamente armado, con penacho transversal, se detuvo frente a Kassander.
—General, creemos que el enemigo está detrás de esto. Hay infiltrados en el campamento, y están creando disturbios. Hay hombres heridos y muertos por toda la parte este.
—¡Phobos! —siseó Kassander. Se pasó una mano por el cabello y se volvió hacia Karnos—. Esto no tiene sentido.
—¿Crees que son los preliminares de un ataque? —preguntó Karnos. El corazón le dio un vuelco en el pecho. Sólo unos días atrás, la noción de una batalla, de una verdadera guerra, con él en el centro, le había parecido propia de una conjetura distante y levemente absurda. Allí, en aquel caos de lluvia y luz de hogueras, con la sangre de otros hombres empapándole los pies, era algo real y aterrador.
—Hemos de preparar al ejército, por si acaso —decidió Kassander. Se volvió hacia el centurión y observó el signo de alfos en su escudo—. ¿Eres de Afteni?
—Sí, general. Los hombres masacrados son míos.
—Haz correr la voz entre las líneas. Los hombres deben armarse y prepararse. Quiero que formen en el lado este, por sentones. —Se volvió hacia Karnos, y su rostro grande y afable se había transformado en algo totalmente distinto—. Hay que reunir a la Kerusia y convocar de inmediato a todos los contingentes. Quién sabe lo que esto presagia.
Karnos asintió.
—Tú eres el soldado, Kassander.
—Y tú eres el hombre que nos ha traído a todos aquí, hermano. Tu trabajo es hablar con los líderes de las otras ciudades. Hay que reunir al ejército de inmediato.
Rictus, Corvus y Druze se dejaron caer sobre el barro aproximadamente a medio pasang del campamento enemigo, y permanecieron tumbados sobre el agua gélida, totalmente exhaustos.
—Debe estar a punto de amanecer —dijo Rictus—. Hemos de continuar, o nos encontrarán aquí como cucarachas sobre una mesa cuando salga el sol.
Corvus se estaba limpiando la sangre del rostro con la punta de su empapada capa.
—Cierto. Míralos, Rictus. ¿Ves lo que hemos hecho?
Había antorchas encendidas por todo el campamento enemigo, recorriéndolo como luciérnagas. Incluso desde allí podían oír el rumor de la colina, voces de hombres elevadas en un clamor de indignación.
—Me recuerda a cuando apedreaba nidos de avispas de pequeño —dijo Druze.
—Ha sido una locura —dijo Rictus, volviéndose hacia Corvus—. En buena lógica, los tres tendríamos que estar muertos allí dentro, o prisioneros.
—He visto tu cara cuando has entrado en esa tienda —dijo Corvus, impasible—. Hubo una época en que tú hubieras hecho lo mismo. Y esta noche deseabas hacerlo.
—He aprendido a pensar en las consecuencias de mis acciones.
—Yo he aprendido a confiar en mi suerte en ocasiones, Rictus. Y ha funcionado. Phobos me protege. Nos ha sacado de allí.
—Ha sido una locura —insistió Rictus.
—Si una vida cuerda y sensata incluye pasar junto a una violación sin parpadear, prefiero estar muerto —dijo Corvus, y en sus palabras había una fría amenaza que hizo que Rictus y Druze se miraran. Se secó los ojos con el borde de la capa—. Búrlate si quieres, Rictus.
—No me estoy burlando. —Rictus pensó en el saqueo de Isca, el de Ab Mirza en el Imperio, en los excesos de los Diez Mil.
«Antes yo era igual», pensó.
—Puede resultar práctico tolerar algo que te repugna —dijo Corvus—, pero ¿en qué te convierte eso al final? Es mejor morir luchando por lo que tú sabes que está bien o mal.
—Blanco y negro —dijo Rictus.
Corvus sonrió.
—Desde luego. Druze, hermano mío, ¿cómo está ese brazo?
—Me escuece un poco. —El rostro de Druze estaba contraído por el dolor.
—Vamos a llevarte a casa, entonces. —Corvus rodeó los hombros de Druze con el brazo, lo atrajo hacia si y le besó en la frente—. Has recibido esa estocada por mí —dijo.
Se tambalearon a través de los pantanos con la adrenalina de la pelea aún cantando en sus nervios. Les duró aproximadamente otro pasang, antes de secarse y dejarles agotados y aturdidos. Por lo menos, así se sentía Rictus. Corvus empezó a hablar de nuevo, con la tranquilidad de un hombre tomando una copa de vino.
—Veinte signos: todas las ciudades del interior y algunas más. He visto el signo de alfos con el martillo de Arienus, y también Gast y Ferai, incluso Decanth. Pero no han enviado a todos sus contingentes, o el ejército de Karnos sería el doble de grande. Druze, dame la mano. Eso es.
»Eso significa que se están conteniendo. Ni siquiera ahora se han concentrado por completo. Tal vez no dan a su propio peligro toda la importancia que deberían. Los quiero a todos delante de mí, los hombres de todas las grandes ciudades macht. Si queremos ayudar a nuestro amigo Karnos a reunirlos a todos en sus filas, hemos de pincharle un poco más, más de lo que hemos hecho esta noche.
—Jefe, creo que has entrado allí en busca de una pelea —dijo Druze.
—Tal vez sí. ¿Habéis visto sus líneas? Aficionados, hundidos hasta los tobillos en su propia mierda, medio borrachos la mayoría, con los centinelas en torno a las hogueras y ciegos a la oscuridad. Al menos les hemos sacado de las mantas por una noche.
Miró hacia atrás. Una luz gris crecía en el aire. Araian había empezado su lento ascenso tras las nubes del este.
—Se acerca el alba, y están formando junto a la colina. Mira, Rictus; les llevará toda la mañana.
Una línea negra crecía a través del horizonte, aumentando en longitud y grosor a cada minuto. Lanceros preparándose para la batalla.
—Seria descortés no responder —dijo Corvus, con su sonrisa pálida de nuevo en el rostro—. Cuando regresemos, creo que tendré que traer a los nuestros para saludar.
Rictus le miró bruscamente.
—¿Quieres provocar una batalla?
—¿Por qué no? La guerra es mitad sangre y mitad mentiras, Rictus. Karnos no sabe qué nos proponemos, de modo que está haciendo lo más sensato; tendrá a sus hombres bajo la lluvia mientras crea que vamos a atacar. Esta noche se ha alzado el telón. Ahora tengo intención de entretener un poco más al público.
Con la salida del sol, las nubes que habían cubierto el cielo durante tantos días empezaron finalmente a separarse y moverse, como si Araian se hubiera impacientado y quisiera apartarlas para ver qué había ocurrido en el mundo. La lluvia cesó, y cuando la luz apareció, amplia y amarilla a través de la llanura inundada entre los dos campamentos, fue reflejada por los charcos de agua estancada, que le devolvieron destellos deslumbrantes.
«Se alza el telón», pensó Karnos. «Cualquiera diría que lo ha planeado así».
Estaba incómodo y se sentía ridículo cubierto con su panoplia, consciente de que no había una sola abolladura en su escudo, ni una sola raspadura en las grebas de bronce fijadas a sus pantorrillas.
Había comprado una coraza de lino en Afteni años atrás, la mejor de su clase, con el vientre reforzado con escamas de hierro y los laterales pintados de escarlata y con incrustaciones de niel negro. Entonces le había parecido espléndida y marcial; en aquel campamento, resultaba chillona y ostentosa, entre miles de piezas pasadas de padres a hijos, abolladas, remendadas y reconstruidas tras numerosas campañas.
Los hombres recibían las panoplias de sus padres; algunas tenían décadas de antigüedad, y habían sido reconstruidas y reparadas una y otra vez. Las corazas de bronce podían ser aún más antiguas. Pero el padre de Karnos nunca había sido lo bastante próspero para pertenecer a los rangos de lanceros con armadura que formaban la espina dorsal de todos los ejércitos de ciudadanos.
«Soy Karnos de Machran», se dijo. «Es posible que no tenga mucho de soldado, pero soy yo quien ha creado este ejército, y yo lo mantendré unido. Me miran por encima del hombro, como a un traficante de esclavos del Mithannon, pero es a mí a quien vitorean las multitudes de Machran. He conseguido algo que ninguno de ellos ha podido hacer, pese a su pasado antiguo, su linaje intachable y las armas de sus familias».
Se volvió. Había unas dos docenas de hombres mirándole, todos vestidos con armaduras completas, seis de ellos con la Maldición de Dios. Era la Kerusia militar de la Liga Avenia, y formaba el alto mando militar de las principales ciudades macht. Estaban todas allí, en una u otra forma: Ferai, Avensis, Arienus, incluso la gran Pontis del sur, cuya participación se había considerado durante décadas puramente nominal. Todas habían traído a sus ciudadanos a aquella colina, tal vez no a todos los hombres que hubieran podido, pero estaban allí.
Kassander también estaba allí, y su sonrisa dio ánimos a Karnos y le hizo erguirse en su pesado arnés de guerra. Nunca hasta entonces había sido tan consciente de su volumen; entre aquellos aristócratas delgados y de aspecto ascético, parecía blando. Incluso Periklus de Pontis, veinte años mayor, parecía más atlético.
Pero él hablaba en nombre de Machran y los siete mil lanceros que la ciudad había enviado al campo de batalla. Su ciudad era más populosa que dos cualesquiera de las demás combinadas, y una vez había sido la sede de la antigua monarquía que había gobernado a todos los macht. Los nombres de aquellos reyes se habían perdido en la historia, pero su leyenda continuaba, como la preeminencia de la propia Machran.
—El enemigo se mueve —dijo Karnos, levantando la voz para ser oído por encima de las falanges en marcha en la pendiente. Las tiendas se estaban vaciando como una jarra volcada, derramando un mar de hombres sobre la llanura de Afteni—. Al parecer, anoche hicieron un reconocimiento de nuestro campamento. Hoy han puesto sus tropas en marcha. Parece que sus números se han exagerado; les superamos en una proporción de tres a dos y, lo que es más, el terreno es demasiado blando para su caballería. Las circunstancias nos favorecen, hermanos —aquella palabra estuvo a punto de atragantársele—, y, aunque no todos los hombres prometidos se han reunido aún con nosotros… —Hizo una pausa, mirando a su sombría audiencia de arriba abajo con un toque de acusación, una nota de decepción en la voz—, tenemos la fuerza suficiente para derrotar a ese Corvus aquí mismo. Ha cometido un error, que debemos procurar que sea fatal.
—¿Quieres luchar aquí? —preguntó Glauros de Ferai—. ¿Hoy?
—Hoy.
—El terreno puede ser malo para los caballos, pero también está demasiado mojado para las lanzas —dijo Ulfos de Avensis—. ¿Te imaginas a nuestras morai avanzando sobre ese barro?
Kassander tomó la palabra.
—Corvus es un soldado con mucho talento. Su fuerza está en la maniobra. Sus tropas están mejor entrenadas que las nuestras, y por tanto son más flexibles. Debemos inmovilizarlo y hacer valer nuestra superioridad numérica.
»En este lugar, en este momento, podemos eliminar a su caballería de la ecuación, y eso es algo que no podemos estar seguros de conseguir en otra parte o momento. Tenemos una oportunidad única ante nosotros. Los soldados ciudadanos saben bajar la cabeza y empujar; es casi lo único que se les entrena para hacer. Si lo hacemos ahora, nuestros números acabarán con cualquier cosa que el enemigo pueda arrojarnos. Tenemos aquí a soldados de veinte ciudades diferentes, que nunca han luchado juntos antes. Hermanos, no podemos dejar que esto se complique.
»Avanzaremos en un frente largo, hacia la llanura, y allí lucharemos contra ese Corvus hasta inmovilizarle. No será bonito, y Phobos sabe que muchos de los que hoy están en esta colina yacerán en una pira al caer la noche, pero es la forma más segura de llevar nuestro estilo de lucha al enemigo.
Hubo un silencio mientras los demás digerían aquello. Respetaban a Kassander; había sido soldado toda su vida, un mercenario en su juventud, antes de que el viejo Banos lo reclutara para la guardia ciudadana de Machran. Pero su posición actual se la debía a Karnos, a quien despreciaban. Karnos casi podía ver las ruedecillas de sus cerebros mientras permanecían inmóviles, cultivando su altanería patricia, Katullos entre ellos.
—No dejéis que os influya la política —dijo—. Penséis lo que penséis de mí, considerad nuestra situación tal como es. Estamos aquí, hermanos —en aquella ocasión la palabra le salió más fácilmente, pues era sincera—, estamos aquí para preservar la libertad de nuestras ciudades e instituciones de un tirano. Todo lo demás es una indulgencia.
Captó la mirada de Katullos, y le pareció ver un destello de aprobación en sus ojos.
—Hay hombres de Hal Goshen en las filas de enfrente, y de Maronen, Gerrera y Kaurios. Han sido reclutados por el ejército de ese Corvus contra su voluntad, sus ciudades esclavizadas y sus tesoros saqueados. ¿Creéis que lucharán con mucho convencimiento por el invasor?
»Sólo hemos de mantenernos firmes, y verán dónde están sus libertades. Sin su caballería, ese Corvus no es más que un amo de esclavos. —Hubo unas cuantas miradas irónicas de los que le conocían. Karnos, cuya riqueza se había construido sobre las espaldas de los esclavos. No importaba; les tenía. Kassander y él les habían convencido. Gracias a la diosa.
Habría una batalla aquel día, la mayor batalla librada en las Harukush desde hacia generaciones.
Y él, Karnos, tendría que estar en el medio.
Su propia retórica le había llevado a pasar por alto aquel detalle.
Como solía decir su padre, con el fatalismo de los pobres: si uno quería comer pan, tenía que moler el grano.