El fantasma de la tienda
—Phobos, que época tan estúpida para llevar armadura —dijo Fornyx, disgustado—. Mi segunda campaña invernal en dos años. Éste no es modo de hacer negocios.
Druze y él estaban rodeados de barro, con las capas sobre las cabezas, contemplando el mundo informe y gris de la lluvia. En el campo frente a ellos, el agua había formado amplios lagos, pálidos como espadas, donde la negra silueta de los árboles parecía solitaria y desnuda. Las montañas eran invisibles, la sombra huraña de las nubes cubría el norte y el oeste, y el cielo estaba bajo, casi tocando un paisaje incoloro. Y la lluvia hacia lo posible para unirlos a ambos en un nuevo elemento, compuesto a partes iguales de agua y barro.
—Seis días de marcha hasta Machran —dijo Druze con aquella extraña sonrisa suya, a la vez siniestra y cautivadora—. O tal vez no.
—Y tu amo y señor nos sigue empujando hacia delante —dijo Fornyx—. ¿Qué distancia hicimos anteayer? ¿Seis pasangs? La intendencia tardó todo el día sólo en recorrer la longitud de la columna… Y en cuanto a las líneas de aprovisionamiento, bueno…
—Ojalá fuera nieve —dijo Druze—. Estoy acostumbrado a la nieve. Pero este invierno vuestro de las tierras bajas se mete en los huesos de un hombre, y no es ni una cosa ni otra.
—Te acostumbrarás —dijo Fornyx con una sonrisa—. No tendrás más remedio, si no quieres volver a ser un bandido de las colinas.
—Hay oficios peores, amigo mío. Mi gente tiene fortalezas excavadas en las mismas rocas del mundo, en las montañas de Gerrera, por encima de Idrios. En invierno nos metemos en ellas, igual que los osos, comemos hasta ponernos gordos y grasientos y nos tiramos a nuestras mujeres hasta que no pueden ni andar.
Fornyx soltó una carcajada.
—No es un mal modo de pasar el invierno. A mi me gusta más la idea de un pueblo pesquero en la bahía de Goshen, donde el cielo es azul durante los meses más oscuros, y un hombre puede sentarse en una de esas tabernas junto al agua y contemplar el Sinonio mientras come pulpo fresco y arenque asado.
Contemplaron la lluvia en silencio durante largo rato, con los pies hundidos en barro hasta los tobillos.
—Tengo vino en mi tienda —dijo al fin Fornyx, de mala gana.
—Estamos aquí para vigilar al enemigo —dijo Druze.
—Míralos. No irán a ninguna parte. Los muy cabrones están tan enterrados en esta mierda como nosotros.
Fuera de los límites de la visibilidad, era posible distinguir una sombra sobre el mundo, oscura como un bosque. En el interior de aquella sombra se veían las luces de débiles hogueras de campamento.
Cubrían la tierra a lo largo de muchos pasangs. Mientras la cortina de lluvia se movía sin propósito alguno, a veces era posible ver las líneas de las tiendas enemigas, pero eso era todo. No había movimiento, ninguna serpiente ominosa de hombres en marcha. Todo el ejército estaba tan inmóvil como un árbol caído.
—Una o dos copas no nos harán ningún daño —admitió Druze—. Muy bien, pues.
—Y tal vez una partida de tabas. Kesiro había empezado una cuando he salido.
—No para mí. Tus cabrones escarlatas me desplumaron anoche.
Los dos hombres se volvieron y empezaron su lento y difícil descenso por la larga pendiente que habían subido por la mañana. Iban descalzos; el barro absorbía incluso las sandalias mejor atadas a los pies. Había unas dos docenas de macht en pie bajo la lluvia esperándoles; la mitad eran igranianos de Druze, y el resto Cabezas de Perro del sentón de Fornyx, con sus capas escarlatas. Uno de ellos les dirigió la palabra.
—Un poco más de lluvia y podremos cruzar por encima de las murallas de Machran en jodidos botes.
—Ése es el plan —dijo Fornyx—. ¿No lo sabías? De vuelta al campamento, chicos. Aquí no hay nada que vigilar.
El pequeño grupo de hombres siguió a sus líderes por la inundada carretera imperial, vadeando por el agua fría con el estoicismo propio de quienes ya habían pasado por todo aquello. Al este, el gran campamento del ejército conquistador de Corvus permanecía inmóvil bajo el interminable diluvio.
Rictus también observaba la lluvia. Estaba en el umbral de la tienda de Corvus, contemplando los hilos de agua parda que se curvaban y crecían en torno a las calles del campamento. Hasta donde alcanzaba la vista, el horizonte era una masa interminable de tiendas pardas. Las letrinas se habían inundado, y el hedor a excrementos flotaba sobre ellas. Aquel no era un lugar donde quedarse mucho tiempo. Los hombres enfermaban cuando se concentraban en grandes números. Era como si generaran un aire insano para su propia existencia.
Pensó en Aise y las niñas. En las tierras altas, la nieve se habría amontonado, y el mundo estaría cerrado en el invierno de la montaña. Estaban a salvo; nada ni nadie podría cruzar la nieve ni llegar a Andunnon antes del deshielo de primavera. Al menos podía dar las gracias por ello.
—Una copa de calor —dijo una voz.
Era Ardashir, el alto kufr. Ofreció una copa rebosante a Rictus con una sonrisa.
—Corvus está cavando canales con los Compañeros, para dar ejemplo. Tardará un rato. —El propio mariscal kefren estaba manchado de barro—. Yo he cavado esta mañana —explicó.
Rictus tomó el vino. Era flojo y aguado, pero le sentó bien de todos modos. Las carreteras estaban inundadas, y las caravanas de aprovisionamiento no conseguían pasar. Todo el ejército estaba a media ración. Otro motivo por el que no podían quedarse allí.
—Parece que Antimone está de parte de Karnos por el momento —dijo, sorbiendo el execrable vino.
—Vuestra Antimone, una diosa de guerra y misericordia. Una deidad extraña. Yo creo que Mot, el azote del mundo, pasa por encima de nosotros.
—Dioses distintos, la misma lluvia —gruñó Rictus. Se alejó del lado levantado de la tienda para dirigirse a la mesa de los mapas.
Estaban tan cerca…
Unos doscientos treinta pasangs les separaban de las murallas de Machran.
Aquella distancia, y el ejército que Karnos había logrado reunir a velocidad increíble para interponerse en su camino. Aún no era toda la leva de la Liga, pero no dejaba de ser un número respetable. Unos veinte mil hombres estaban acampados al otro lado de la colina, soportando la misma lluvia que sus enemigos, y Rictus no dudaba de que muchos más llegarían en los próximos días, con o sin barro.
—Deberíamos atacar ahora, antes de que las otras ciudades del interior envíen a sus contingentes —dijo—. Esta espera es… imprudente.
Ardashir se acercó a la mesa, irguiéndose por encima de Rictus como un tótem.
—¿Con este tiempo?
—Los hombres han luchado en condiciones peores.
—Lo sé, Rictus. Pero no hablamos sólo de hombres. ¿Y los caballos? La caballería no puede funcionar en este pantano. Hemos de esperar hasta que las llanuras se sequen. Corvus previó que esto podía ocurrir. Habla de gloria, y habla en serio, pero siempre hay un razonamiento frío y lógico detrás de lo que hace. Hasta que tengamos un terreno firme sobre el que luchar, el ejército no puede pasar a la ofensiva. Si lo hace, todo se reducirá a dos grupos de lanceros, uno contra otro, y en ese contexto, los números serán más significativos.
—No había pensado en vuestros caballos —concedió Rictus, terminándose el vino—. No es algo que un macht suela tener en cuenta.
Miró al alto kefren de arriba abajo.
—Dime, Ardashir, y contéstame con sinceridad; ¿qué diablos estás haciendo aquí?
Ardashir sonrió. Tenía un rostro amable, pero de un aspecto tan alargado y extraño que era difícil ver la humanidad en sus ojos.
—Corvus es mi amigo, el mejor que tengo. Le seguiría a cualquier parte.
—Eso no es respuesta.
—Es una respuesta. —Ardashir inclinó la cabeza—. Muy bien. Entonces, quiero que sepas esto: mi padre era el sátrapa de la provincia de Askanon, unos diez años después de que tú y tus Diez Mil la atravesarais. Era un buen hombre, un hombre honorable, pero incluso los hombres buenos pueden tener hermanos desalmados. —El rostro del kefren cambió. Fue como si sus huesos se volvieran más pronunciados, una máscara realmente extraña, como las de los honai con los que Rictus había luchado en Kunaksa—. Mató a mi padre, obligó a mi hermana, su sobrina, a casarse con él contra su voluntad, y se proclamó sátrapa. Yo era un niño, y el mayordomo de nuestra familia me sacó a escondidas del palacio de mi padre en Ashdod. Me llevó a Sinon, donde mi tío no podía tocarme por ser una ciudad macht. Y allí pasé gran parte de mi niñez, en la pobreza. Cuando murió Kurush, nuestro mayordomo, me quedé solo. Todo lo que me quedaba de mi vida anterior era esto. —Desenvainó la espada curva que colgaba a su lado. Era una cimitarra kefren sencilla, con empuñadura en forma de reloj de arena, y en ella había incrustado un pequeño rubí. Lo acarició con un pulgar—. El sello de mi familia. Ésta era la espada de mi padre. Todo lo que tengo de él.
Su rostro se animó.
—Y conocí a Corvus, jugando en la orilla a las afueras de Sinon, un hermoso día, hace unos doce años. Era un niño menudo, de la mitad de mi estatura, pero también era el líder de los niños de la ciudad, y me convirtió a mí, un kufr, en parte de sus amigos. Nunca lo he olvidado. —Bajó la vista para mirar a Rictus—. A Corvus no le importa que uno sea macht o kufr. Le importa la amistad. Cuando se la da a alguien, nunca lo traicionará.
Rictus observó a la alta criatura que se erguía ante él. Había aprendido a juzgar bien a los hombres a lo largo de los años. Sabía que Ardashir no mentía. Más aún, se descubrió sintiendo aprecio por aquel tranquilo kufr, aquel príncipe destronado que había seguido a un amigo loco hacia el oeste, en persecución de una idea absurda.
Volvió a mirar la mesa de los mapas, y vio escrita en ella el destino de su mundo, de su gente.
—Corvus tiene sangre kufr, ¿no es así? —dijo.
Ardashir asintió.
—Su madre era hufsa, de una de las tribus de las montañas. Pero era una mujer culta y refinada. Tú y yo podemos verlo en él, igual que todos los que conocen un poco de ambos mundos; pero la mayoría de los macht nunca han conocido a un kufr y creen que todos somos demonios con cara de caballo y ojos relucientes. —Sonrió.
—¿Y quién era su padre?
—Nunca le conocí, ni tampoco Corvus. Se había marchado o había muerto antes de que él naciera.
Rictus miró al interior de la tienda, donde la Maldición de Dios, la armadura que Corvus no quería ponerse, permanecía sobre su soporte como una estatua amputada. Una repentina revelación le recorrió la columna vertebral como un escalofrío.
El padre de Corvus había sido un portador de la Maldición.
Tal vez hubiera dicho algo al respecto, pero, como si la conversación le hubiera llamado, el propio Corvus entró en la tienda, sacudiéndose la lluvia de la capa y bromeando con Teresian, que le acompañaba. El líder del ejército estaba tan cubierto de barro como si se hubiera revolcado en él; sus dientes y ojos resplandecían en un rostro marrón. Su sonrisa se ensanchó al ver a Rictus y Ardashir junto a la mesa.
—¡Ja! Así que huyendo del barro, ¿no? ¡Y con copas de vino en las manos! Ven, Ardashir, esto es una desgracia. Dame un trago, ¿quieres? —Bebió largamente de la copa del kufr—. No es minerio, Rictus, lamento decirlo. Pero sea cual sea la variedad, todo el vino se va del mismo modo. Teresian, sírvenos más. Juro que tengo barro hasta en la garganta.
El humor de Corvus parecía inmune a la lluvia y al pantano en que se encontraba su ejército. Se quitó la capa y uno de los pajes se adelantó de entre las sombras para recogerla. Rictus ni siquiera había reparado en su presencia.
—Gracias, Sasca —murmuró Corvus, y cuando apoyó una mano en el hombro del paje, el rostro del muchacho se iluminó.
—¿Cómo están los Cabezas de Perro? —preguntó Corvus a Rictus, dirigiéndose a los carbones enrojecidos del brasero y situándose tan cerca de él que pronto pudieron oler la lana chamuscada de su quitón.
—Fornyx y Druze informan que el campamento enemigo está tan animado como el nuestro; nada de idas y venidas. Nadie puede moverse con este tiempo.
Corvus pareció profundamente satisfecho con la noticia.
—Excelente. Ardashir, ¿el tren de intendencia?
—Progresa lentamente, a unos veinte pasangs por la carretera. Las carretas están hundidas hasta los ejes, y los bueyes están muriendo de pie. Pasarán al menos dos días antes de que puedan alcanzarnos.
—Ah. —Ni siquiera aquello estropeó su buen humor—. Hermanos, no debemos permitir que un poco de lluvia nos afecte al ánimo. Tal vez haya un modo de divertirnos un poco en este diluvio. Teresian, tienes el vino a tu lado; pásalo, hombre.
«¿Divertirnos?», pensó Rictus. Miró a Ardashir, y el kufr se encogió de hombros.
—Siento el deseo de conocer mejor a mis enemigos —continuó Corvus—. Allí están, acampados por millares al otro lado de la colina, y ni siquiera nos hemos saludado. Ese Karnos es un hombre fascinante, según dice todo el mundo. Igual que tú, Rictus, un hombre de cierta edad que se ha hecho a si mismo. Estoy pensando que debería saber algo más de él.
—Conozco a Karnos; he hablado con él muchas veces —dijo Rictus—. Es un fanfarrón y un tratante de esclavos enriquecido con el pico de oro.
—Ese pico de oro realmente le sirve para conseguir cosas —replicó Corvus, todavía de buen humor—. Mira a tu alrededor y nombra a otro miembro de la Kerusia de Machran capaz de poner al ejército en marcha con la rapidez con que lo ha hecho Karnos. No, hay algo de sustancia en ese hombre, no es sólo un demagogo. —Hizo una pausa—. Creo que me gustaría echarle un vistazo.
—¿Qué prepararemos? ¿Una especie de embajada? —preguntó Teresian, entrecerrando los ojos.
—Podríamos plantar una tienda entre los dos ejércitos —sugirió Ardashir.
Corvus levantó una mano.
—Estaba pensando en algo un poco más personal. Quiero verle esta noche.
Todos parecían hipnotizados por sus palabras. Entonces Rictus lo comprendió.
—Quieres entrar en el campamento enemigo.
Corvus inclinó la cabeza a un lado, y de su rostro cayeron varios copos de barro. Se quitó unos cuantos más, y los sostuvo en una mano.
—¿Por qué no? Cubiertos con esto, todos los hombres se parecen.
—Corvus, hermano mío… —empezó a decir Ardashir.
—Tú no, Ardashir. Ni todo el barro del mundo podría disimular tu origen. —Corvus sonreía, pero el humor se había apagado en él. Hablaba en serio—. Tú, Rictus, ¿quieres acompañarme?
Un momento de silencio, mientras la lluvia tamborileaba sobre el tejado de la gran tienda.
—¿Lo crees prudente? —preguntó francamente Rictus.
—No he dicho que fuera prudente. He dicho que es lo que quiero hacer. Y, como uno de mis mariscales, me gustaría que me acompañaras.
Otra prueba. Rictus sostuvo la mirada del joven. Algo parecido a una comunicación perfecta pasó entre ellos.
—Muy bien —dijo, con toda la despreocupación que pudo reunir—. ¿Nosotros dos solos, entonces?
—Cuantos menos mejor. Pero quiero que nos acompañe Druze. Se le dan bien estas aventuras.
—¿Y cuándo saldremos?
Corvus se desperezó frente al brasero, de modo que el resplandor rojizo le iluminó el rostro desde abajo, haciendo que se pareciera menos que nunca al de un hombre normal.
—Esperaremos a que oscurezca —dijo—. Y, Rictus…
—¿Si?
—Viajaremos ligeros. Tu coraza se quedará aquí, con esa capa escarlata.
Rictus asintió. Teresian y Ardashir protestaron, afirmando que era una aventura absurda, un riesgo innecesario. No usaron la palabra locura, pero estaba en sus pensamientos de todos modos. Tanto Corvus como Rictus los ignoraron. El líder del ejército y su nuevo mariscal necesitaban aprender a confiar el uno en el otro, y ambos lo sabían.
«Su vida estará en mis manos», pensó Rictus, «como la mía ha estado en las suyas. Sólo tengo que alzar la voz en el campamento enemigo para que lo capturen, y este ejército suyo se descompondrá en pedazos. Y él lo sabe».
Tuvo que maravillarse ante la audacia de Corvus. Aquel muchacho…
No, no era un muchacho. Aquel modo de verlo ya no era sostenible. De hecho, no era más joven de lo que había sido el propio Rictus cuando le nombraron líder de los Diez Mil. A veces, con la memoria selectiva de los hombres maduros, Rictus olvidaba que también él había sido algo parecido a un prodigio.
Se despojó de la capa y empezó a desabrochar los cierres de su coraza negra. Contempló la otra Maldición de Dios de la tienda, colocada sobre su soporte como un fantasma silencioso. «¿Quién te llevó?», se preguntó. «¿Fuiste uno de los nuestros, uno de los que hicieron la marcha junto a mi?»
Colocó la coraza junto a su compañera, y por un momento todos los ocupantes de la tienda quedaron en silencio, mirándolas.
Allí estaba la piedra de toque de la herencia de los macht. Ningún kufr había poseído ni vestido ninguna en toda la historia conocida. El Don de Antimone era como un misterio negro en el núcleo del mundo macht. En ocasiones, Rictus pensaba que si alguien lograba averiguar el origen de aquellos artefactos, llegaría a descifrar el enigma de los propios macht. Durante la larga marcha de tantos años atrás, Rictus había llegado a pensar que los macht no formaban parte por completo del mundo que habitaban. Por lo menos, no habían estado allí en un principio.
Y comprendía por qué Corvus vacilaba antes de ponerse la armadura negra. Era medio kufr, e incluso su indudable coraje debía flaquear ante la idea de una criatura de sangre kufr vistiendo la Maldición de Dios.
«¿Quién sabe?», pensó Rictus. «Tal vez la armadura no permitirá que se la ponga. ¿Cómo quedaría entonces? De modo que la deja ahí, como una mezcla de tentación y reproche».
Y de repente tuvo un destello de comprensión de la maquinaria que empujaba a Corvus.
«Quiere gobernar a los macht, porque quiere sentir que de veras es uno de ellos. Si las Harukush le aclaman como a su líder, ¿cómo no va a ser uno de nosotros? Eunion tenía razón», pensó Rictus. «Es un soñador. Pero hay algo más. Esto es lo que le empuja, esto es lo que le corroe las entrañas. Se ha rodeado de chicos sin padre y los ha convertido en una familia. Quiere formar parte de algo. Tal vez éste sea su otro secreto: ser capaz de tomar a los huérfanos y hacerles sentir de nuevo que pertenecen a algo».
Salieron del campamento al oscurecer, tres hombres manchados de barro, vestidos con sencillas clámides de lana, descalzos sobre el frío lodo, con las capuchas levantadas sobre los rostros como los komis de los kufr. Llevaban las drepanas de las tierras bajas propias de las tropas de Karnos, y Druze se había pintado sobre el escudo de cuero el símbolo de machios, el de la ciudad de Machran.
La inundada llanura entre los ejércitos había sido una buena tierra de cultivo, y todavía podían verse los negros bosquecillos de olivares, pero la lluvia que descendía de las colinas la había anegado de tal manera que parecía un pantano salvaje, una ciénaga gris de barro moteado y agua ocre.
Karnos había acampado su enorme ejército sobre una elevación baja al otro lado de la carretera imperial, y el agua había formado un circulo en torno a su base, de modo que parecía una isla, o un enorme fuerte rodeado por un foso, de varios pasangs de anchura; y las nubes eran tan bajas que casi llegaban hasta la cumbre del campamento.
A ocho pasangs en la retaguardia del ejército enemigo estaba la ciudad de Afteni, renombrada por sus trabajos de herrería. Y tras ella estaba Arkadios, y más al oeste y al sur una de las grandes ciudades del interior, Avennos de las Leyes, donde el propio Tynon había vivido y enseñado durante un tiempo, en una época perdida entre las nieblas del pasado. Había sido el autor de los códigos que a la sazón gobernaban casi todas las ciudades macht. El origen de la Kerusia (la asamblea que poseía cada ciudad estado macht) se encontraba allí.
Avennos no era la ciudad que había sido; tanto Avensis, en el sur, que había sido su colonia durante un tiempo, como Arienus, al suroeste, se habían hecho más grandes con el paso de los años. Pero Avennos formaba parte de la identidad macht, igual que la propia Machran. Aquél era el motivo, según Rictus, de que Karnos hubiera adelantado al ejército hasta tal punto, extendiendo sus líneas de aprovisionamiento y quedando atrapado en el mismo barro que Corvus. Para preservar aquel núcleo de tradición. Era una idea militarmente defectuosa, pero irreprochable desde el punto de vista político.
La oscuridad se cerró sobre la llanura, una negrura sin luz, sin estrellas ni lunas. Los tres hombres se tambaleaban al andar, con el barro hasta las pantorrillas. En una ocasión, Druze cayó de bruces, y los demás tuvieron que detenerse, liberarle del barro y ponerle de nuevo en pie. Corvus sufrió un ataque de risa, y después de meditar sobre lo absurdo de su situación, la hilaridad se extendió a los otros, de modo que pasaron unos minutos tapándose la boca, apoyados unos en otros como borrachos.
—Yo iré delante —dijo Corvus al fin—. Soy más ligero y menos torpe que vosotros, y veo mejor en la oscuridad. Agarraos a mi capa y tratad de no hacerme caer de culo.
Siguieron adelante. Su único punto de referencia en la oscuridad sin estrellas era el resplandor apagado de las hogueras enemigas. Sólo ardían unas cuantas, librando una batalla sin esperanza contra la interminable lluvia. Normalmente, un ejército del tamaño del de Karnos hubiera iluminado el cielo nocturno con sus hogueras como una ciudad en época de festival.
Corvus se detuvo, y Rictus sintió el fuerte apretón del hombre sobre su brazo.
—Centinelas —murmuró, su aliento cálido en el oído de Rictus—. Iremos por la derecha y les rodearemos.
Dieron un laborioso rodeo en torno a los centinelas que sólo Corvus había visto. Se alegraron de la lluvia, porque su siseo disimulaba su lento avance. Rictus descubrió que le dolían las articulaciones como no le había ocurrido desde el invierno anterior, en el sitio de Nemasis, y volvió a sentir el dolor de la herida de flecha en su muslo. El frío y la humedad siempre estaban dispuestos a recordarle sus antiguas cicatrices, como si se hubieran puesto de acuerdo con su cuerpo envejecido para hacerle pensar en su mortalidad.
Vadearon tan silenciosamente como pudieron a través de un agua gélida que les llegaba a las rodillas, apretando los dientes para no tiritar, y empezaron a oír nuevos sonidos, además del de la lluvia. Voces de hombres, un breve rumor de conversaciones, y el resplandor de las luces que asomaban por las aberturas de las tiendas de cuero. El suelo se elevó bajo sus pies, y se volvió algo más seco; el barro sólo les llegaba a los tobillos.
—Aquí estamos —dijo Corvus, en un tono tan despreocupado como si los hubiera guiado a su propio patio trasero—. A partir de aquí, hemos de arreglamos y parecer ciudadanos. Tal vez deberíamos tener nombres distintos. Druze, tú me pareces un Timus.
—Jefe —dijo Druze—, yo te seguiría hasta el otro lado del velo si me lo pidieras, pero no trates de hacerme reír. No es uno de tus puntos fuertes.
—Tengo carencias en ese aspecto —admitió Corvus, y le vieron sonreír bajo la capucha. Parecía tan animado como un chiquillo que hubiera descubierto un agujero en la pared de una casa de baños—. Me pregunto si la tienda de Karnos es tan grande como la mía. ¿Qué opinas tú, Rictus? Le conoces mejor que yo.
—Creo que el acento de Druze y tu cara nos delatarán en un momento. Déjame guiar, en nombre de Phobos, y cerrad los dos la boca.
Corvus asintió, y añadió en una voz clínica, totalmente diferente:
—Contad los signos que veáis. Quiero saber qué ciudades han traído a sus ejércitos.
Caminaron por el campamento tan descaradamente como si aquél fuera su sitio. Druze limpió el barro de su escudo, de modo que el signo de Machran resplandeció en blanco en la oscuridad iluminada por hogueras. El campamento del ejército de Karnos olía peor que el suyo, y Rictus apartó de su mente cualquier reflexión sobre lo que podían estar pisando sus pies desnudos.
Los hombres estaban arrebujados en sus tiendas, encogidos en torno a temblorosas lámparas de arcilla y malolientes velas de sebo. Algunos espíritus resueltos mantenían hogueras encendidas. Sobre cada una de ellas se veía la familiar silueta negra del centos, la gran caldera de hierro en que lo soldados habían comido desde tiempo inmemorial. Había un olor apetitoso en el aire entre los miasmas: los hombres de Karnos comían cabra estofada, con montones de lentejas y cebollas para dar sabor a la carne. Comida de las tierras bajas; su olor trajo a Rictus recuerdos de una docena de campañas antiguas.
Tuvo que esforzarse para recuperar la concentración: las escenas ante él eran tan familiares que la sensación de peligro quedaba amortiguada.
Se detuvo en seco al ver el signo de namis pintado en azul sobre algunos escudos. Eran hombres de Nemasis, con los que había combatido el verano anterior. El hombre de dientes mellados con la cabeza afeitada era Isaeos, el idiota cuyas vacilaciones habían costado vidas y hecho perder meses en el último contrato de Rictus. Se cubrió la cabeza con la capucha al pasar junto a él.
El desigual trío de sucios forasteros recorrió el campamento sin problemas, otros tres macht anónimos en un mar de ellos. Rictus dejó de contar signos al llegar a los veinte. Todas las ciudades del interior estaban allí, pero el campamento no era lo bastante grande para albergar a todos sus hombres. Algunas ciudades debían de haber enviado solamente contingentes simbólicos, nada más. Incluso entre los miembros de la Liga Avenia había hostilidades y rivalidades. Karnos había hecho una buena labor al conseguir llegar tan lejos con tantos hombres.
Nadie les dijo nada. Rictus no se sorprendió. Había conocido ejércitos de ciudadanos durante toda su vida. Lucharían como leones cuando llegara el momento, pero la idea de disciplina en el campamento no les entraba en la cabeza; era como intentar formar un rebaño de gatos.
Tras unas pocas semanas con Corvus, había empezado a dar por descontada la eficiencia del ejército al otro lado de la llanura, a observarla incluso con un toque de indulgencia. Casi había olvidado que sus Cabezas de Perro eran la excepción, no la regla, y que Corvus había conseguido algo sorprendente y distinto con su propio ejército.
Una vez más, se encontró considerando a aquel kufr mestizo desde un nuevo ángulo revelador.
Kufr. Aquello era algo a tener en cuenta.
Los tres intrusos ganaron confianza, envalentonados por la negra noche, la lluvia y las manchas de barro que les hacían casi indistinguibles de cualquier otro hombre del campamento. Rictus aceptó un trago de vino de un simpático borracho con el signo de machios tatuado en el brazo, y llegó al extremo de preguntarle dónde estaba la tienda de Karnos.
—¿Ese gordo cabrón? —gritó el hombre—. Todavía está en Machran, con la polla metida en el trasero de alguna esclava. Es Kassander a quien buscas, amigo. Él está al mando aquí. ¿Qué eres, una especie de mensajero? Maldita lluvia; es insoportable, ¿verdad? —Se alejó tambaleándose, abriéndose paso a través del barro con la obstinada determinación del borracho que sabe adónde quiere ir.
—Cuanto más oigo hablar de ese tal Karnos, mejor me cae —dijo Druze, con sus cejas negras y gruesas arqueadas sobre la frente—. Si yo tuviera elección…
Le interrumpió un grito de mujer agudo y aterrado.
—He dicho —continuó Druze— que si yo tuviera elección, preferiría con mucho…
—Cállate —espetó Corvus—. Rictus, ¿dónde ha sido eso?
Rictus señaló a un punto entre la irregular hilera de tiendas.
—No es asunto nuestro, Corvus. No hay nada más que ver aquí.
Fue ignorado. Corvus echó a andar en dirección al grito.
—Oh, mierda —murmuró Druze, y agarró a Rictus de un brazo, empezando a seguir a su líder—. Rictus, en nombre de Phobos, párale.
Corvus se movía como un depredador negro y silencioso entre las hileras de tiendas, seguido por Rictus y Druze.
Se había quitado la capucha, y sus ojos reflejaban la luz de las hogueras y la devolvían con un verde violento.
Apartó la entrada de una tienda, y de su interior surgió el resplandor de una lámpara, el olor a sudor de hombre y a algo más, algo fuerte, intenso y amargo en la noche.
Miedo.