La lección
Druze se detuvo jadeante y levantó una mano. Convirtió la mano en un puño. De inmediato, la columna que le seguía se bifurcó, dividiéndose a derecha e izquierda de la carretera en un movimiento que recordaba al de un banco de peces. Los hombres formaron una línea, contuvieron la respiración, y empezaron a sopesar las jabalinas en las manos.
—Algún cabrón testarudo ha decidido resistirse.
El hombre de su derecha, un joven delgaducho con el cabello pajizo y ojos color telaraña, arrojó su jabalina al aire y la volvió a atrapar, al parecer por pura alegría.
—Eso espero, jefe. Por las tetas de Antimone, eso espero. La última buena pelea que tuve fue con una puta en Maronen.
Druze sonrió. Palmeó al joven en el hombro.
—Es cierto, hermano. Y oí que ganó ella.
Una carcajada recorrió las filas. Los igranianos estaban relajados, ajustándose los cinturones, atándose bien las sandalias, palpando las afiladas puntas de hierro de sus jabalinas. Cada hombre llevaba un puñado, y las desataron, buscando torceduras en las astas y clavándolas en el suelo para limpiar las hojas. En su mayor parte, vestían las túnicas de fieltro de las montañas del interior, y clámides de lana cuyos pliegues ataban bajo las axilas izquierdas para dejar libres los brazos de lanzar.
A un pasang de distancia en la carretera, su camino estaba bloqueado por un grupo de lanceros. Habían formado en cuatro filas y abarcaban cuatrocientos o quinientos pasos. Al menos mil seiscientos hombres, pensó Druze, mientras los estudiaba con sus brillantes ojos negros.
—Deben ser de Goron, la ciudad del valle del oeste —dijo. Todo rastro de humor abandonó su rostro. Observó de cerca la falange enemiga, estudiando sus intervalos, sus posturas, cómo sostenían las lanzas. Aquellos pequeños detalles eran significativos. Si los lanceros tenían los escudos sobre los hombros mucho antes de que se entablara la batalla, significaba que estaban nerviosos. Si abandonaban las filas para orinar o defecar en lugar de hacerlo en sus puestos, significaba que no estaban bien entrenados.
—Estos chicos no son malos —dijo, observando la quietud de la formación enemiga, y el hecho de que los esclavos de la retaguardia pasaban odres de agua por las filas.
Los flancos de la falange estaban protegidos por los bosques, a medio tiro de flecha a cada lado de la carretera. Bosques de castaños, desnudos por el invierno, pero con bastante maleza para ocultarlos. Podía haber más hombres en aquellos árboles, agazapados en el frío suelo con la nieve enfriándoles el vientre.
—Avisad a Corvus —dijo Druze—. De momento, nos pararemos aquí. Gabinius, llévate a un par de grupos a los árboles y asegúrate de si hay algo más que conejos allí. No quiero sorpresas.
—Entendido, jefe. —El joven de cabello pajizo se alejó a la carrera, llamando a los hombres más cercanos. Ocho de ellos se separaron de la fila y le siguieron carretera abajo, siluetas negras contra el suelo cubierto de nieve. Druze se sopló en las manos.
—Un día frío para morir —dijo.
Más atrás en la enorme columna, Rictus avanzaba con el paso infatigable del soldado veterano. Hasta donde podía ver, la carretera estaba llena de hombres marchando, y del esfuerzo de sus cuerpos se elevaba un vapor en el aire gélido, de modo que se movían en una niebla de su propia creación. Había poco que ver, excepto las espaldas de los hombres de delante.
Estaban a dos días de marcha de Hal Goshen, y Corvus había marcado un ritmo duro. La armadura de los hombres estaba amontonada en las carretas de intendencia, y los soldados marchaban sólo con lo puesto, usando las lanzas como bastones. Los Cabezas de Perro eran una inconfundible vértebra escarlata en la espina dorsal del ejército.
Había caballos trotando a cada lado de la infantería, como fantasmas de un mundo más veloz. Unos cuantos se detuvieron cerca de él, con la nieve volando de sus yelmos, los animales resoplando y cubiertos de manchas blancas de sudor. Caballos enormes, mayores que ninguna raza de las criadas en las tierras macht. Uno de los jinetes, una figura cubierta con una capa muy llamativa, levantó una mano. El kufr, Ardashir.
—¡Rictus! Corvus os quiere a ti y a los Cabezas de Perro al frente de la columna ahora mismo. Tomad vuestro equipo de las carretas y armaos. ¡Hay trabajo que hacer!
El rostro alargado y reluciente del kufr se abrió en una sonrisa y, cuando se alejó, su cabello largo y negro flotó detrás de él como la crin de su caballo.
Fornyx hizo una mueca.
—Estaba a punto de mear.
—Mea en su momento —le dijo Rictus—. Valerian, Kesiro… Romped filas y salid de la carretera. Es hora de ganarnos el sueldo, hermanos.
La línea de marcha del ejército se había abierto. Las formaciones se desviaron a derecha e izquierda de la carretera, tomando posiciones en hileras extendidas hasta los árboles. Aquella era la antigua carretera imperial de Machran, que procedía de Idrios, y las ciudades que la bordeaban la mantenían y cortaban la maleza y los arbustos a ambos lados, para frustrar los designios de los bandidos y hombres cabra. Rictus condujo a sus sentones fuera de la carretera y los hizo marchar rápidamente junto a las demás filas del ejército, consciente de los centenares de ojos que observaban a sus hombres vestidos de rojo.
—En formación, malditos inútiles —bromeó Fornyx en voz baja—. Hay que quedar bien ante el público.
Había una abertura donde se había detenido la vanguardia, y más allá estaban los igranianos de Druze y un cuerpo de caballería de los Compañeros. La bandera con el cuervo, el distintivo personal de Corvus, se agitaba bruscamente al viento.
—Ahí lo tienes —dijo Corvus, desmontando y reuniéndose con Rictus mientras sus hombres volvían a formar una línea—. Los ciudadanos de Goron han decidido presentar resistencia. Dos morai de lanceros y unos cuantos soldados de infantería ligera ocultos entre los árboles. Druze ha explorado la posición; no podemos rodearles sin una larga marcha por encima de las colinas, de modo que atacaremos directamente. Tú dirigirás el asalto con tus Cabezas de Perro, Rictus, y una de las morai de Teresian te seguirá. Druze hará salir a los soldados del bosque con sus igranianos y, cuando su línea se haya roto, yo dirigiré a la caballería. ¿Alguna pregunta?
Rictus parpadeó rápidamente, mirando el muro de lanceros que tenían delante. Sus escudos estaban marcados con el signo de gabios, por su ciudad, y su línea tenía el aspecto no del todo recto de los ciudadanos soldados. Era un buen plan. El chico de las uñas pintadas sabía lo que hacía.
—Yo atacaré su izquierda —dijo a Corvus—. Di a Teresian que lleve su morai a la derecha, pero despacio, para que yo golpee primero. Eso los desperdigará para él.
—Me reuniré contigo por la izquierda cuando entres, y te cubriré el flanco —dijo Druze. No había ni rastro de su humor burlón en aquel momento; parecía terriblemente serio. Por primera vez, Rictus sintió algo de aprecio por él.
—Muy bien, pues. Empecemos la danza —dijo Rictus, el antiguo aforismo de los macht al entrar en batalla.
—Ahora veremos cómo lucha Rictus de Isca —dijo Corvus. Y en su rostro había una expresión de felicidad tan brillante e intensa que no parecía del todo cuerdo.
Los Cabezas de Perro adoptaron su posición en cuestión de minutos. A su derecha, los hombres de Teresian tardaron bastante más en formar sus líneas. Eran soldados regulares de Corvus, y el propio Teresian iba a atacar con su morai. Había que decir algo sobre los oficiales de Corvus: a todos les gustaba dirigir desde primera línea.
Los dos grupos de lanceros intercambiaron unas cuantas observaciones, con reflexiones sobre la castidad de las respectivas madres y otras muestras de ingenio, hasta que Fornyx les interrumpió.
—Guardad todo eso para los cabrones de ahí delante, cabrones bocazas —les gritó.
Rictus se adelantó a la línea. Durante un momento permaneció allí, una estatua cubierta con una armadura negra y una capa roja, con el rostro oculto por el yelmo cerrado, y el penacho transversal erizado al viento. Luego levantó la lanza, y cuando los macht de detrás se adelantaron, se unió a la primera fila. Los cinco sentones incompletos de los Cabezas de Perro emprendieron el avance.
Empezó como un murmullo, un zumbido en la respiración. Pero entonces Valerian empezó a entonar el Peán, una voz solitaria y sonora en mitad de la falange. Otros se unieron a él hasta que toda la formación lo estuvo cantando, y el ritmo lento y plañidero de la antigua melodía hacía que sus pies marcharan al mismo ritmo. A su derecha, la morai de Teresian se les unió.
Y delante, los hombres de Goron empezaron a cantar también, de modo que todo el campo de batalla cantaba, como si los dos bandos fueran a reunirse en armonía y no en el asesinato mutuo. La batalla que se avecinaba quedó convertida en un ritual, un acontecimiento ceremonial.
Para Rictus, el Peán era algo distinto. Ya no se unía a la canción, y no lo había hecho desde su regreso del Imperio, tantos años atrás. Nunca había olvidado el segundo día de Kunaksa, cuando los Diez Mil habían entonado aquella canción, creyendo que marchaban hacia su muerte pero avanzando de todos modos, para ser dignos de quedar en el recuerdo de los hombres. Aquel día el Pean les había mantenido en marcha, les había recordado quiénes eran.
Ya no le gustaba cantarlo cuando luchaba contra su propia gente.
La línea enemiga bajó las lanzas y empezó a avanzar al encuentro de los Cabezas de Perro.
—¡Hombro! —gritó Rictus, y sus hombres levantaron las largas lanzas de tal modo que las crueles puntas de los aichmes sobresalían por delante. Las filas eran de seis hombres; normalmente luchaban con ocho, pero Rictus había preferido alargar un poco las líneas, y su formación todavía era más profunda que la del enemigo, más numeroso.
Los hombres de Goron habían cometido un error al tratar de ocupar todo el terreno entre los bosques. Habían enflaquecido sus sentones, el error clásico de los aficionados que intentaban cubrir sus flancos.
Rictus movió la cabeza de un lado a otro, observando las posiciones. En pocos minutos estaría en mitad del othismos, y ciego para todo, excepto el hombre de delante que trataba de matarle. Vio a los hombres de Druze entrar en los bosques de su izquierda, chillando como una multitud de diablos, y vio que los soldados enemigos ocultos surgían de la maleza para enfrentarse a ellos. Su flanco estaba cubierto.
—¡A la carga! —gritó. Y los Cabezas de Perro echaron a correr.
Mantuvieron la formación; habían ejercitado y ejercitado aquella maniobra miles de veces durante los años. Ningún ejército de ciudadanos podía mantener la formación a la carrera; las filas se mezclaban y alteraban, y perdían la inercia compacta que era la clave de la lucha en falanges. Pero los hombres de Rictus eran profesionales, los mejores de su oficio. Devoraron el suelo rápidamente, sin dejar de cantar, y se estrellaron contra la formación enemiga con un increíble estrépito de bronce.
Escudos chocando contra escudos. Un aichme pasó junto a los ojos de Rictus. Otro atravesó el penacho de crin de su yelmo.
Emitió un gruñido al sentir sobre él el peso de los hombres de detrás, levantándole los pies del suelo por un instante. Pinchó con su lanza, ignorando los gritos del lancero enemigo apretado contra su cara, atacando las filas tercera y cuarta.
Mató al cerrador de filas con una estocada en los ojos, metiendo la punta de su lanza en el yelmo del otro hombre. La hoja rechinó sobre el bronce y el hueso cuando volvió a sacarla. La sangre caliente se derramó sobre su antebrazo. El hedor a excrementos se elevó a medida que los hombres perdían el control de sus intestinos.
Los Cabezas de Perro empujaron hacia atrás a un enorme segmento de la línea enemiga. Los hombres caían, se tambaleaban y desaparecían en la melé.
Las hileras enemigas se convirtieron en una multitud informe de figuras que gritaban, pintadas de sangre, agitando salvajemente las lanzas. El sonido era como el de cien herreros trabajando. Una lanza rota voló por los aires, con el asta convertida en una flor astillada.
Los Cabezas de Perro trabajaban mecánicamente, acuchillando las ranuras de los yelmos, las gargantas desnudas, los brazos levantados, escogiendo cuidadosamente la carne que deseaban arruinar. Aquello era como esquilar ovejas. Un hombre tenía que mantenerse en las filas y aguantar. Era imposible escapar para los que estaban en primera línea. Los hombres bajaron las cabezas tras los escudos y clavaron los talones al suelo.
Rictus oyó gritar a sus centuriones por encima del clamor de la batalla.
—¡Empujad, cabrones, empujad! —gritó Fornyx, y los hombres de las últimas hileras apoyaron los escudos en las espaldas de los de delante y le obedecieron.
Otro empujón hacia delante, el peso aplastante de los hombres de detrás y los de delante.
Sin la protección de su coraza negra, Rictus no hubiera sido capaz de respirar en aquella terrible prensa mortal. Los hombres se desmayaban y quedaban en pie en mitad de todo ello. Había cadáveres bajo sus pies, escudos abandonados, y el suelo se estaba convirtiendo en barro debajo de ellos, empantanado de sangre y otros fluidos menos nobles.
—¡Uno más! —gritó Rictus con el escaso aliento que le quedaba en los magullados pulmones—. ¡Cabezas de Perro, adelante!
Pudo sentirlo, como un repentino cambio de tiempo. Los hombres de Goron flaqueaban; la presión en su primera línea se reducía. Miró a los ojos del hombre aplastado contra él, y vio en ellos la duda y la derrota. Sonrió.
—Eres hombre muerto —dijo, y se echó a reír.
La línea enemiga se rompió cuando los Cabezas de Perro empujaron por tercera vez. Primero los hombres de detrás soltaron los escudos y echaron a correr, y luego cundió el pánico. En segundos, la batalla se abrió. La formación enemiga perdió todo el orden, y se convirtió en una turba en la que cada hombre pensaba sólo en si mismo. La presión aflojó. El hombre apretado contra Rictus retrocedió un paso, dos, todavía mirándole a los ojos. Era un buen soldado; por eso era jefe de filas. No quería huir, soltar vergonzosamente el escudo y presentar la espalda a los aichmes de sus enemigos. Estaba llorando.
Finalmente, cuando todos los de detrás le hubieron abandonado, se volvió para seguirles, para huir hacia la seguridad de las murallas de la ciudad. Cuando se volvió, Rictus le acuchilló en la nuca, sintiendo el crujido de la punta de lanza a través de la espina dorsal del hombre. Cayó sin ningún ruido.
Rictus pasó por encima de él. Toda la línea enemiga estaba en desbandada. A la derecha, los hombres de Teresian les seguían entre un coro de gritos y carcajadas salvajes; un ruido sin palabras y sin consciencia, fruto de la euforia y el alivio. Rictus levantó la lanza, respirando rápidamente como un atleta.
—¡Alto! —gritó—. ¡Reformad!
Los Cabezas de Perro se reunieron, apretaron las filas y permanecieron inmóviles entre una extensión de cadáveres y escudos abandonados. Los hombres que huían de ellos ya no eran soldados, ni merecía la pena matarlos. En cualquier caso, el único modo de alcanzarlos hubiera sido soltar también los escudos. Habían hecho suficiente.
Rictus se adelantó a la primera fila, clavó el regatón de su lanza en el suelo y se quitó el yelmo, sintiendo que el bendito frío del día invernal le aliviaba el torturado cráneo. Fornyx se unió a él. Su barba negra estaba apelmazada de sangre.
—Siempre es el tercer empujón el que lo consigue —dijo, y tocó un cadáver con el pie. Era el hombre a quien Rictus había acuchillado en la nuca. Llevaba un brazalete de hierba seca en la muñeca, como el que una hija podría fabricar para su padre en una tarde de verano. Rictus apartó la vista de él.
Hubo un trueno en el aire, un temblor percibido a través de las plantas de los pies. Los hombres de Teresian separaron sus filas por la derecha, y por la abertura entró un torrente de caballería. Corvus la dirigía, con su estandarte personal flotando sobre su cabeza. Los lanceros rugieron al paso de los Compañeros, altos kufr montados en grandes caballos, con sus capas de colores brillantes abiertas sobre los hombros como banderas.
Empezaron a perseguir a los hombres de Goron, una cabalgata de muerte, y los alancearon por detrás mientras huían. Pronto el terreno abierto que conducía a la ciudad en la distancia se hubo cubierto de negro con los cadáveres esparcidos, y los Compañeros seguían persiguiéndoles, matando a decenas, a centenares, derribándolos como galgos masacrando liebres.
—Eso es asesinar —dijo Fornyx, enseñando los dientes con repugnancia.
Druze se unió a ellos. Sus igranianos corrían detrás de la caballería, saqueando a los muertos, matando a los heridos y limpiando como chacales en la estela de una manada de leones. Ofreció a Rictus y Fornyx un odre de vino. Vino amargo de las tierras altas, como el que Rictus fabricaba en Andunnon. Druze se limpió la boca. Su rostro oscuro relucía de sudor.
—Sé lo que estáis pensando —dijo—, pero si luchas contra Corvus, esto es lo que ocurre. Estos hombres sólo tenían que haberse quedado en el interior de sus murallas y aceptar nuestros términos, y hoy estarían vivos y con sus familias.
—La guerra tiene sus convenciones —dijo Rictus—. Uno no persigue hasta la muerte cuando el enemigo ha sido derrotado.
—Él es diferente —repuso Druze—. Sus guerras son diferentes. Por eso las gana.
Fornyx tomó un largo trago de vino y devolvió el odre a Druze, sin apartar la mirada de la masacre cada vez más lejana.
—Sí, es todo un general, nuestro pequeño Corvus. Pero una cosa es derrotar a una banda de ciudadanos en inferioridad numérica, y otra enfrentarse al ejército de la Liga.
Druze asintió.
—Lo sé. Y, ¿sabes una cosa, Fornyx? Lo está deseando. Lo desea con todo su corazón. Y cuantos más hombres reúna la Liga contra nosotros, más feliz será. A veces creo que su padre fue el mismo Phobos. No tiene miedo.
—Todos los hombres temen algo —dijo Rictus—. Aunque no sea a la muerte.
—Entonces teme al fracaso —admitió Druze—. Más que a ninguna otra cosa. Más que a la muerte.
La caballería frenó a unos dos pasangs de distancia. Unos cuantos puntos aislados en movimiento eran todo lo que quedaba de los mil seiscientos hombres que habían formado una línea para enfrentarse a Rictus en lo que parecía sólo unos minutos atrás. La ciudad de Goron acababa de perder a sus hombres. A todos ellos.
—¿Qué va a hacer ahora? ¿Saquear la ciudad? —preguntó Fornyx.
Druze sacudió la cabeza.
—Ése no es su estilo. No puede tolerar que se ejerza violencia contra mujeres o niños. Creo que tal vez en su niñez le ocurrió algo, o a su propio pueblo. Es lo que más odia.
Rictus sintió un extraño alivio. Había visto suficientes ciudades saqueadas antes, y no sólo la suya. Detestaba la vileza que afloraba incluso en los mejores hombres cuando desaparecían todas las reglas, cuando se daba rienda suelta a los más bajos instintos.
—¿Cómo entraste a su servicio? —preguntó a Druze, extrañado.
El moreno igraniano no parecía un hombre que conociera la derrota. Poseía la seguridad de quien siempre se encuentra en el bando ganador.
—Corvus mató a mi padre —dijo simplemente Druze—. Un buen día, derrotó a mi pueblo en una batalla abierta al oeste de Idrios. Sus Compañeros nos persiguieron como han hecho hoy con esos hombres.
—¡Phobos! —exclamó Fornyx.
Druze esbozó su sonrisa oscura.
—Mi padre era un buen guerrero, pero también un fanfarrón y un bandido. Yo le quería, pero no estaba ciego a sus defectos. Luchó contra Corvus espada contra espada, y cayó. Y después Corvus le dio un funeral digno de un rey. Mi pueblo no vive en ciudades. Vosotros no los consideraríais civilizados, y con razón; pero son capaces de apreciar la grandeza en un hombre, igual que vosotros. Corvus la tiene. Y yo quiero estar presente cuando esa grandeza dé sus frutos. Sólo por la aventura. Quiero formar parte de la historia.
Rictus y Fornyx se miraron, y la boca de Fornyx se curvó en una sonrisa irónica.
Aquella noche el ejército acampó frente a las murallas de Goron; las hileras de sus tiendas ocupaban más extensión que la propia ciudad. Por la tarde, Corvus había ordenado que sus hombres recogieran a todos los muertos de la carretera y los amontonaran en una pira, para quemarlos al día siguiente. Durante toda la noche, las mujeres de la ciudad descendieron hasta el montón de cadáveres para gritar, lamentarse y llorar a sus esposos, padres e hijos, y sus gritos sobrevolaban el campamento como una acusación, como si la misma Antimone estuviera encima de ellos, moviendo sus alas negras en la oscuridad mientras sus lágrimas invisibles caían sobre la nieve.
Rictus fue convocado a la tienda de Corvus poco antes de la guardia media de la noche, y entró en ella para encontrar a la mayor parte del alto mando reunido, sentado en torno a la mesa de los mapas con copas de arcilla en las manos, mientras los braseros ardían intensamente a su alrededor. Corvus caminaba arriba y abajo, con su largo cabello negro suelto. A la incierta luz de las lámparas colgantes, parecía una muchacha hermosa y exótica vestida con un quitón de hombre. Las cicatrices plateadas de sus antebrazos estropeaban la imagen.
Saludó a Rictus con aquella sonrisa peculiar y encantadora, como la de un hijo que cree haber complacido a su padre.
—Tus hombres han demostrado hoy ser dignos de su reputación. Es la primera vez que veo a una falange de lanzas mantener la formación a la carrera. Has dado a los lanceros de Teresian algo en que pensar.
El propio Teresian, una versión más joven de Rictus, no parecía particularmente pensativo. Miró a Rictus con hostilidad velada, pero levantó una copa de vino hacia él en un reticente gesto de respeto.
—No hubiéramos debido tener que luchar hoy —dijo Corvus, continuando sus paseos por la tienda—. Ha sido una estupidez por su parte. ¿Qué esperaban conseguir?
La rabia le hizo elevar el tono. Su voz sonaba casi aguda.
—He convertido a los hombres de Goron en una lección; su ejemplo viajará por delante de nosotros. Soy optimista; creo que no encontraremos más resistencias inútiles antes de llegar a los alrededores de la propia Machran. Es allí donde la campaña tendrá su clímax. He tenido noticias de que la Liga Avenia se está reuniendo al fin, y de que Karnos ha convencido a todas las ciudades de enviar hombres. La batalla decisiva se librará pronto, antes de la mitad del invierno.
—Karnos lo ha hecho bien —dijo Demetrius, el mariscal tuerto de los lanceros de leva, inclinando la cabeza para ver mejor con su único ojo.
—Parece que es un buen orador, y el polemarca de Machran, Kassander, es un viejo amigo suyo; trabajan juntos como la mano y el guante. Todo eso es una ventaja para nosotros.
—No veo cómo —dijo Rictus—. La Liga puede reunir a treinta o cuarenta mil hombres si tiene tiempo de hacerlo. No tenemos ni la mitad de soldados.
Corvus sonrió.
—Pero si esos treinta o cuarenta mil hombres son derrotados en una batalla abierta, todo habrá terminado de un solo golpe, y todas las ciudades del interior habrán sido derrotadas al mismo tiempo.
—Si son derrotadas. —Rictus estaba más desconcertado que alarmado. ¿Acaso aquel muchacho quería luchar en condiciones imposibles?
Corvus pareció leerle el pensamiento.
—¿Dónde está la gloria, Rictus, en derrotar a ejércitos de ciudadanos uno tras otro en una serie interminable de batallas insignificantes? No, dejaremos que se reúnan. Dejaremos que confíen en su número. Cuando estén reunidos, encontrarán el valor suficiente para salir a nuestro encuentro, lanza contra lanza.
—Gloria —repitió Rictus. Miró a los demás hombres de la tienda, pensando en la matanza de aquella mañana. Había sido una batalla insignificante, desde luego, pero las mujeres que lloraban junto a la pira funeraria no estarían de acuerdo.
Sacudió la cabeza. «Tal vez soy demasiado viejo», pensó. «He olvidado lo que es tener ambición. Lo que puede hacerle a un hombre».
Druze le guiñó un ojo. Teresian estaba perdido en su vino. Demetrius, el más anciano, parecía impasible como una roca. Rictus había oído su nombre antes; había dirigido un sentón mercenario varios años atrás, perdido el ojo luchando para Giron, en la costa de Kupria, y viajado al este. Para acabar sirviendo a las órdenes de Corvus.
Y Ardashir, el mariscal kufr. Miró a Rictus a los ojos, y había algo sorprendente en su rostro. Una especie de solidaridad o comprensión. Luego el kufr apartó la vista, y Rictus quedó imaginándolo.
—¿Qué es lo que quieres? —preguntó en voz alta—. ¿Para qué todo esto?
Corvus se detuvo en sus paseos, levantando el rostro pálido con expresión de sorpresa.
—Una pregunta curiosa para que la haga un mercenario —se burló Teresian.
«Sí», pensó Rictus. «Un día tú y yo nos veremos las caras, amigo mío».
—No tan curiosa —dijo Corvus—. Y Rictus es más que un mercenario. Mucho más. —Paseó la mirada por la tienda, y se hizo un silencio en el que los gritos de las mujeres junto a la pira podían oírse como un rumor en el viento—. Una vez estuvo al mando de un ejército, el ejército más celebrado que los macht hayan tenido nunca, fuera de las leyendas.
«Lo dirigí por casualidad», pensó Rictus. «Porque los mejores hombres habían muerto. Fue un capricho de Phobos, nada más».
Pero no dijo nada.
—Yo nací en las afueras de Sinon, en la tierra del otro lado del mar —continuó Corvus—. La mayoría de vosotros ya lo sabéis. He visto el Imperio por el que marchó Rictus, o un rincón de él, igual que Ardashir. Él y yo crecimos juntos, y tanto si es kufr como si no, es mi hermano en todo excepto en la sangre. —Miró lentamente a todos los hombres de la tienda, encontrando sus ojos uno tras otro—. Sinon es el lugar donde acabó la marcha de los Diez Mil, donde su épica llegó a su fin. —Miró a Rictus—. Y no acabó en gloria, sino en miseria. Cuando los últimos sentones de aquellos héroes llegaron finalmente a las orillas del mar, ¿qué es lo que hicieron? Enfrentarse unos a otros como perros callejeros. Se mataron unos a otros por oro, por los insultos proferidos o recibidos durante la larga marcha hacia el oeste. Estaban divididos incluso antes de ver el mar. Eran macht, y habían derrotado a los ejércitos del Gran Rey una y otra vez en batalla abierta. Habían humillado a un imperio, pero eran incapaces de gobernarse a sí mismos.
Un destello cruzó el rostro de Corvus, una mezcla de desprecio e ira. A Rictus se le heló la espina dorsal al verlo. Aquel muchacho era…
—Ése es el error fatal de los macht —continuó Corvus. Su rostro era una máscara incolora, y sus extraños ojos violeta relucían como los de un animal salvaje—. A menos que se enfrenten a una muerte exterior, se pasan la vida luchando unos contra otros, como gallos de granja cacareando en sus gallineros aislados. Eso es lo que somos, aquí en las Harukush, las piedras más pobres del mundo.
»En el Imperio, los macht son objeto de leyenda y maravilla, una historia contada para asustar a los niños. Somos la temible bestia de la noche, los seres que cruzaron el mar para sembrar la destrucción y luego desaparecieron. Lo sé, he oído esas historias al otro lado del mar Sinonio. Pero aquí… —Una expresión de disgusto apareció en su rostro—. Aquí somos un millón de enanos peleones, todos quejándonos y preguntando dónde tendremos espacio para cagar.
Levantó la barbilla y se irguió. Era esbelto como una muchacha, pero en aquel momento Rictus no albergaba ninguna duda de que podía haber matado a cualquier hombre de la tienda que se hubiera enfrentado a él. Los hombres olían el miedo y la debilidad, igual que los perros. Y no había nada de eso en Corvus. Era una criatura de singular determinación.
—Estoy aquí para unir a los macht, para convertirlos en un solo pueblo, con un solo propósito. Vinimos a este mundo para gobernarlo, y eso es lo que haremos. Para que todos tengamos la misma voluntad, debo conquistarlos a todos. Tengo intención de unir a toda nuestra gente bajo un solo gobernante.
Sonrió un momento, desarmándolos con su ironía.
—Me pondré la Maldición de Dios, Rictus; el día en que sea nombrado rey de los macht.