El portavoz de Machran
Karnos deslizó su dedo por la columna vertebral de la muchacha, desde la nuca a la sedosa cavidad de sus nalgas. Estaba húmeda, y se movió levemente bajo su tacto, arqueando el pálido cuerpo como un gato acariciado. Karnos volvió a mover el dedo hacia arriba, recorriendo la geometría de sus costillas, y rozando la hinchazón de un pecho. Le acarició el lóbulo de la oreja, donde lo cubrían las oscuras trenzas de cabello brillante.
—No me importa lo que dijera Polio, valías hasta el último óbolo —murmuró.
Una llamada a la puerta.
La muchacha sonrió cuando Karnos le besó la delicada oreja. Su mano recorrió de nuevo el cuerpo de la esclava, en aquella ocasión con más urgencia. Sintió un destello de deleite cuando ella levantó la grupa en un gesto de invitación.
De nuevo la llamada, ya no tan discreta. Un fuerte golpe con los nudillos.
—¡Que te jodan, Polio! —gritó Karnos—. ¡He ordenado que no me molestaran!
La muchacha se tensó a su lado, y sus ojos adoptaron el aire inexpresivo de los esclavos. El deber había sustituido a la excitación en un momento, aunque continuó inmóvil, con sus blancas nalgas levantadas en el aire.
—Amo, mis más sinceras disculpas, pero hay noticias que no pueden esperar. Ha llegado el propio Kassander, y te espera en el patio.
—¿Kassander? Ah, mierda —dijo Karnos. Se arrodilló en la cama, empujó— a la esbelta y pálida muchacha hacia un lado y alargó la mano hacia su quitón.
—Llévale algo de vino. Que se lo sirva Grania.
—Ya lo he hecho, amo. Quiere verte de inmediato.
—Claro —gruñó Karnos, pasándose el quitón por la cabeza. Dijo a la muchacha—: Vete y límpiate. —La chica bajó desnuda de la cama y salió por una puerta lateral. La colgadura que la disimulaba todavía se movía cuando Karnos se levantó descalzo y dijo—: Dile que estoy de camino. Y más vale que sea importante. Por el trasero de Phobos, ¡estamos en mitad de la noche!
Polio entró con una lámpara de bronce, protegiendo el pabilo con sus largos dedos.
—¿Llamo al cocinero?
—No, veamos primero qué ocurre. Ilumina el camino, Polio. Kassander es un hijo de perra impaciente, pero ni siquiera él se presentaría a esta hora por capricho.
Los dos hombres recorrieron el pasillo en un tembloroso globo de luz amarillenta, mientras sus sombras se agitaban a su alrededor. Polio era un anciano flaco, con una ancha barba gris. Llevaba un collar de esclavo, pero adornado de oro, y de sus hombros colgaba un himation de fino lino blanco.
Karnos llevaba un quitón manchado de comida, de lana sencilla y sin teñir. Era un hombre corpulento de barriga redonda y barba corta y negra. Su cabello, largo, estaba untado de aceite, y llevaba varios anillos en cada mano. Sus pies desnudos golpeaban el suelo de piedra.
—¿Está solo?
—Ha venido con una escolta de lanceros, amo, pero se han quedado fuera.
—Mierda. Entonces es oficial. Despierta a todo el mundo y prepara mi ropa del consejo y una buena capa.
—Algo de comida, tal vez.
—Vino; mucho. Del bueno. Tienen que ser malas noticias; nadie trae buenas noticias en la oscuridad. Lo tomaremos en el estudio. Y que sirvan también a la escolta.
Un amplio espacio rodeado de columnas pálidas, abierto al cielo. Karnos apretó los dientes a causa del frío. Captó el rumor del agua de la fuente del patio, el resplandor de la lámpara solitaria encendida junto al santuario, y el del brasero del portero, con los carbones mortecinos y casi apagados. Junto a él había una larga sombra, iluminada en rojo por el carbón, y a un lado la esbelta silueta de una esclava temblorosa que llevaba una jarra de cristal en las manos.
—Déjanos, Grania —dijo bruscamente Karnos. La muchacha huyó, con los pies golpeando la gélida piedra.
—¿Kassander?
La sombra se convirtió en una enorme figura embozada, tan ancha como Karnos pero más alta.
—No paras de comprar chicas guapas, Karnos. ¿Cuántas tienes ahora mismo?
—Si quieres alguna, te la presto. ¿Cuál es la noticia que me obliga a estar aquí, tiritando como un caballo agotado en la noche, mientras Phobos se burla de mí?
Kassander vació su copa.
—Noticias del este. Hal Goshen se ha rendido.
Karnos se apoyó en un pilar de mármol. Los últimos restos del calor del dormitorio habían desaparecido.
—Ah, diablos. —Se pasó una mano de nudillos velludos sobre el rostro, y le pareció sentir el peso de sus años y el del frío del invierno en los mismos huesos—. Se lo advertí, ¿no?
—Si, lo hiciste —dijo Kassander—. Has tenido razón en todos los casos. Eso es bueno; significa que tal vez te escucharán ahora.
Karnos levantó bruscamente la cabeza, con una mueca burlona en mitad de la barba.
—¿Eso crees? Hermano, tienes una confianza en la racionalidad de los hombres que me hace dudar si reír o llorar.
—Si esto no sirve para unir a la Liga, nada lo hará. Podría ser una buena noticia, Karnos; tal vez estemos en el punto de inflexión.
—Siempre tan optimista, ¿eh? ¿Quién más lo sabe?
—La noticia habría corrido por toda la ciudad al amanecer. Ya he enviado mensajeros al interior, y están despertando a la Kerusia mientras hablamos.
—Ven adentro conmigo. La polla se me ha encogido como una pasa con este frío… o tal vez por culpa de tus noticias. —Kassander le siguió como un oso obediente, arrojando la copa al estanque del patio con un chapoteo plateado.
—¡Luz, luz! —rugió Karnos—. ¿Es que tengo que avanzar a tientas en la oscuridad en mi propia casa? ¡Traed una lámpara!
Volvió a aparecer Polio. Se inclinó ante Kassander, que hizo un breve movimiento de cabeza en respuesta.
—Amo, el fuego de tu estudio esta encendido, y…
—Que preparen allí mis ropas, Polio, y despierta a los mozos de establo. Quiero al castrado negro caliente y reluciente, con el mejor arnés. Iré al Empirion al amanecer.
Polio volvió a inclinarse, entregó su lámpara a Karnos y se alejó.
La casa estaba cobrando vida. Los esclavos corrían en todas direcciones con lámparas en las manos, entre gritos ininteligibles procedentes de las cocinas, en la parte trasera de la casa. Karnos y Kassander avanzaban por los corredores, ajenos a todo ello, hasta que se abrió una pesada puerta para revelar una habitación iluminada por el fuego, cubierta de pergaminos y rollos, con un esclavo de ojos muy abiertos que se inclinó profundamente, depositó un montón de ropa sobre el escritorio y huyó, murmurando naderías.
—Tienes demasiados esclavos —dijo Kassander, retirando el extremo de su capa enrollada a su brazo—. Están por todas partes, como malditas cucarachas. ¿No puedes contratar hombres libres para que te enciendan el fuego y cuiden de tus caballos?
—Los hombres libres tienen sus propias lealtades, familias y preocupaciones —dijo Karnos, apartando los papeles amontonados sobre dos sillas de armazón de hierro—. Los esclavos sólo tienen que preocuparse por su trabajo. Si lo hacen bien, nada más puede inquietarles en el mundo.
Se despojó del quitón de lana y permaneció desnudo a la luz del fuego. Luego empezó a vestirse con la ropa traída por el esclavo.
—Hubieras llegado a portavoz mucho antes si el mundo no te mirara mal por el harén que tienes aquí. Hay chistes sobre ti y tu insaciable polla pintados en las paredes de todas las tabernas del Mithannon.
—Insaciable, ¿eh? —dijo Karnos con una sonrisa. Sacó la cabeza del cuello de un quitón de lino negro—. Eso me gusta. El pueblo ama a los políticos cuyos vicios están expuestos a la luz, Kassander; saben que tienes menos cosas que ocultar. Yo amo a las mujeres…
—Pues cásate con una.
—¿Estás loco? No, no. Flirteo con el poder y me tiro a las esclavas. Las mujeres buenas y decentes son demasiado peligrosas para un hombre como yo. Y me acerco a los cuarenta; demasiado viejo para acostumbrarme a las manías de una esposa. Toma asiento. No, se me hiela la sangre sólo de pensarlo… y sabes el respeto que siento por tu hermana.
—Cree que el sol sale y se pone a tu alrededor. Haukos sabrá por qué.
—Es la viva imagen de una dama virtuosa, un adorno para tu familia. Si me casara con ella, se… Bueno, ya sabes lo que ocurriría. No, pronto verá la luz y se casará con otro tipo que valga la pena, que llegue a casa sobrio todas las noches y que le haga muchos hijos. Basta. —Palmeó su elegante quitón y se puso un par de sandalias—. ¿Dónde está el jodido vino? ¡Polio!
Llegó el vino, traído por una muchacha absurdamente hermosa cuya túnica apenas le llegaba a los muslos. Polio se quedó a su lado como un padre severo.
—¿Eso es todo, amo?
—Por el momento. Comeremos más tarde. Que el cocinero prepare ese caldo tan bueno que tomamos ayer. Y asegúrate de que nadie se acerca a esta puerta, Polio.
Polio se inclinó y salió, majestuoso como un rey de barba gris.
Karnos se sentó y llenó de vino dos copas de arcilla. Metió los dedos en su propia copa y salpicó el fuego con unas cuantas gotas.
—Para Phobos, el maldito cabrón. Una libación.
Kassander le imitó con la lenta sonrisa de los hombres grandes.
—Para Haukos, que aún no ha apartado el rostro de nosotros.
—Tu buen humor me da ganas de vomitar —dijo Karnos—. ¿Cuáles son los detalles de lo sucedido, o aún no los sabemos?
Kassander se reclinó en la silla con un suspiro, haciendo crujir el armazón bajo su peso.
—La misma historia que hemos visto otras veces. Asusta a la gente humilde con el tamaño de su ejército, les ofrece términos aceptables y se va.
—Acababa de llegar a las murallas —dijo Karnos, dándose un puñetazo en la rodilla—. Creí que teníamos tiempo. Phaestus nos aseguró que resistiría.
—El consejo de Phaestus fue ignorado, y le declararon ostrakr. Sarmenio fue nombrado gobernador.
—¡Sarmenio! Ese cabrón de cara de rata… Le invité a comer el mes pasado y no paró de hablar de cómo Hal Goshen detendría al invasor. Cabrón. Y tiene la polla pequeña. Me lo dijo Grania.
—Sea cual sea el tamaño de su instrumento, ahora gobierna Hal Goshen como un tirano, a las órdenes de Corvus. Pero hay algo más, Karnos.
—Lo veo en tu cara. Te estás guardando lo mejor para el final, viejo cabrón. Bueno, suéltalo ya, si no hay más remedio.
—Rictus de Isca estuvo en Hal Goshen. Se ha unido al invasor.
Karnos se puso en pie. Dejó la copa de vino en el escritorio, derramando parte del líquido color baya sobre los papeles. Se situó frente al fuego y contempló las llamas sin verlas, mientras Kassander limpiaba el vino derramado con el borde de su capa.
—Rictus —dijo en tono apagado—. No lo hubiera creído de él.
—¿Quién es ahora el optimista? Rictus es un mercenario —dijo Kassander, irritado—. Va donde está el dinero, y el tal Corvus debe tener ya una fortuna en su tesoro.
—No. —Karnos se volvió—. Rictus es un macht anticuado. Tiene fe en algunas cosas. Creí que le tenía, Kassander. Este verano hablamos, y creí que le tenía. ¡Imagina si hubiéramos conseguido traerlo hasta aquí para que dirigiera al ejército!
—Mi imaginación se dispara —dijo Kassander—. Por desgracia, tendrás que conformarte con Kassander de Arienus en lugar de Rictus.
Karnos agitó una mano.
—No te portes como una niña. Sabes perfectamente lo que hubiera significado tener al líder de los Diez Mil en estas murallas. ¡Phobos! Nunca lo hubiera creído de él.
—Te estás repitiendo.
—Una costumbre propia de los políticos; te mantiene la boca en movimiento hasta que tienes algo nuevo que decir. Kassander, debemos abordar este tema ahora, mientras la sorpresa de la noticia está aún sacudiendo las calles. Si lo debatimos en la Kerusia, Corvus estará ante nuestras murallas incluso antes de que logremos reunir a la asamblea.
—Algo me dice que tendré un papel en esto.
—Eres el polemarca del ejército. Por el amor de Dios, ¡Corvus está a diez días de marcha de estas murallas! ¡No tenemos tiempo para tonterías!
Kassander suspiró pesadamente.
—Quieres que llame al ejército por mi propia iniciativa.
—Al amanecer. Debemos tener las calles llenas de hombres. Hay que hacer que el pueblo se dé cuenta del peligro, para forzar a la Kerusia.
—Puedo hacerlo. Puedo llamar a las huestes, pero eso significará el fin de tu carrera política, y lo sabes. Si pasas por encima de la Kerusia, votarán tu destitución. Ya te odian, de todos modos.
Karnos sacudió una mano en un gesto despectivo.
—Llegué a ser miembro de la Kerusia por aclamación popular. Si me echan, tendrán que responder ante el pueblo.
Kassander contempló su vino. Se hizo el silencio en la habitación, interrumpido sólo por el crepitar del fuego, donde ardía madera de olivo. Su sutil fragancia azul les envolvía en la quietud.
—Tú me conseguiste este puesto —dijo Kassander—. Tú me nombraste polemarca, de modo que estoy atado a ti. Estoy en deuda contigo.
—Aquí no se trata de cobrar favores —gritó Karnos. Kassander levantó la cabeza, sonriendo. La sonrisa lenta y amplia de un hombre honesto.
—Lo sé. Hace mucho tiempo que somos amigos, Karnos. Si hago esto, será por dos motivos. Porque es la decisión correcta para preservar esta ciudad, y porque eres mi amigo.
—El único amigo verdadero que tengo —dijo Karnos con vehemencia—. Después de esto, los demás me abandonarán como ratas huyendo de una casa en llamas.
—Mira el lado bueno; seguirás teniendo esclavas para follar.
Machran ocupaba seis pasangs de oeste a este, y sus dos terceras partes dormían. Incluso en el barrio del Mithannon, las tabernas y burdeles cerraban sus puertas unas horas durante la noche. Por ello fue especialmente remarcable la rapidez con que la noticia recorrió las estrechas calles, encendiendo ventana tras ventana.
Kassander lo empezó, entrando en tromba en el dormitorio de los pregoneros con el sello de Karnos pegado a un edicto de la Kerusia y gritando para despertarlos. Hombres de voz broncínea y pies rápidos, los pregoneros estuvieron en la calle en cuestión de minutos, gritando la noticia en cada encrucijada a la que llegaban. Hal Goshen había caído. Estaban llamando al ejército. Todos los hombres capaces de la primera y segunda clase de propietarios tenían que armarse y dirigirse a los campos marciales junto al río Mithos.
Cuando Karnos estuvo montado y de camino al Empirion, las calles habían despertado por completo y bullían como en un día de festival. Los hombres le llamaban mientras abarrotaban la ancha avenida en dirección al barrio del Amphion, muchos de ellos cargados con escudos y lanzas. Karnos se envolvió en su capa negra y siguió cabalgando con su expresión de autoridad remota en el rostro, sintiéndose como si acabara de abrir la puerta a un toro bravo.
El Empirion era un enorme anfiteatro cubierto con una cúpula, que podía albergar fácilmente a cinco mil personas. Nominalmente, era un teatro, pero también se usaba para reuniones públicas cuando hacía mal tiempo. Karnos lo había elegido deliberadamente. Siempre hablaba mejor cuando se dirigía a una multitud. Así era como había conseguido convertirse en portavoz de Machran, aunque su padre no había sido nada más que un artesano de tercera clase, incapaz de costear siquiera la panoplia de un lancero.
Los demás miembros de la Kerusia, todos ellos vástagos de las familias más antiguas de Machran, miraban a Karnos con cierta indulgencia paternal en el mejor de los casos, y con abierto disgusto en el peor. Era un hombre que conseguía resultados, que se encargaba de las trabajos sucios y los hacia no sólo con alegría sino con cierta elegancia vulgar.
Era tosco, malhablado y ostentoso, pero cuando hablaba los hombres le escuchaban. Podía convencer a una multitud, flirtear con ella, hacer reír a la gente o inflamarla de ira. Los que le consideraban maleducado e inculto no habían visto nunca su biblioteca personal, ni le habían oído hablar de teatro o filosofía después de cenar. Karnos cuidaba de mantener su imagen. Era un hombre del pueblo, y allí estaba su encanto.
Kassander había hecho bien su trabajo. Pese a lo abarrotadas que estaban las calles, había una corriente de movimiento bien definida en dirección al norte y la puerta del Mithannon. Los reclutas se estaban reuniendo, confiados en que la maquinaria de la ciudad funcionaba con la debida legalidad. Centenares de hombres avanzaban encorvados bajo el peso de su equipamiento, y todas las calles estaban erizadas de lanzas.
Karnos desmontó frente al Empirion. Una de las maravillas del mundo macht, la cúpula tenía la altura de cincuenta hombres, toda de resplandeciente mármol blanco, a la sazón teñido de rosa por la luz del alba, cortada bloque a bloque de las enormes canteras de piedra en torno a Gan Cras, y trasladada al sur en carretas de ruedas de hierro tiradas por bueyes. Era tan antigua como la propia ciudad, aunque no lo parecía. El mármol blanco seguía inviolado, austero y digno. Todo lo que no era Karnos.
Habían encendido las grandes antorchas del interior, y el lugar era un escenario sombrío lleno de voces resonantes, hilera tras hilera de personas que ocupaban los bancos escalonados de piedra, los de detrás a unos ochenta pies por encima del círculo del orador de abajo. Cuando entró Karnos, se elevó un rugido, un coro sin palabras de preguntas, saludos e improperios.
Las clases medias de la ciudad estaban de camino hacia el Mithannon. Los allí presentes comprendían los dos extremos de la sociedad de Machran. Pequeños comerciantes, esclavos liberados y fracasados en general. Y también las familias más nobles de la ciudad: los Alcmoi, los Terentian, los Goscrin y media docena más. Los hombres de aquellas familias no estaban sujetos a la leva. Se vestirían de armadura cuando les pareciera bien, y serían los oficiales de la falange. Aquél era su privilegio. Que tuvieran o no la capacidad de dirigir a hombres en una batalla era irrelevante.
Y, esperando a Karnos en el círculo, estaban tres de los miembros más peligrosos de la Kerusia. Katullos, Dion y Eurymedon. Los tres hubieran podido ser hermanos de Polio, todos ellos severos y con barbas grises, con los pliegues de los himationes recogidos sobre el antebrazo al estilo clásico. Rezumaban enfado; se les veía en el rostro.
Karnos sonrió. Abrió los brazos, se detuvo frente a los otros miembros de la Kerusia y respiró profundamente la energía de la multitud.
Gestrakos había hablado en aquel mismo lugar, postulando la existencia de otros mundos. Ondimion había puesto en escena sus tragedias sobre aquellas piedras. Y el mismísimo Naevius había tocado allí su arpa, cantando las canciones que estaban profundamente grabadas en las almas de los macht, incluso el Peán, que entonaban en el momento de la misma muerte.
Algunos hombres hacían música, otros construían en piedra. Otros dirigían ejércitos.
Karnos sabía manejar una multitud. Era el motivo de su presencia en el mundo. Aquél era su momento.
—Hermanos —dijo. Y la acústica del Empirion era tan soberbia que su voz alcanzó las filas más alejadas de la multitud sin que apenas tuviera que levantarla.
Pero la levantó, junto con los brazos, extendidos como si les hubiera abrazado a todos de haber podido.
—¡Hermanos! Todos me conocéis, conocéis mi nombre. Soy Karnos de Machran, portavoz de la Kerusia. Vosotros me pusisteis aquí, votando abiertamente en la asamblea de hombres libres en el Amphion de Machran, la primera vez en toda una generación en que se escogía así a un portavoz. Hermanos míos, me habéis hecho un honor mucho mayor del que merezco…
Observaba minuciosamente a la multitud, alerta a sus posturas, con las orejas preparadas para oír el principio de conversaciones susurradas.
Era como tirar de un pez demasiado pesado para la caña. Había que captar la atmósfera, masajearla, guiarla y acariciarla hacia donde quería que fuera. Un hombre no podía tomar por asalto a una multitud; Katullos, el último portavoz, lo había intentado y había fracasado miserablemente.
—Mi familia no es importante —continuó Karnos—. Mi padre forjaba metal en un puesto del Mithannon; yo nací allí, y conozco esos callejones como si fueran las venas de mi brazo. Me puso a trabajar sentado en el suelo de la calle, arreglando las abolladuras en las cacerolas de la gente por un óbolo al día antes de los diez años…
Se oyó un gruñido apreciativo entre la multitud. Les encantaba oír hablar de los orígenes humildes. ¿Quién necesitaba la retórica cuando se podía contar con el sentimentalismo, con la solidaridad de los pobres urbanos?
—Pero vio lo que había en mi, y contrató a un esclavo durante una hora cada noche para que me enseñara a leer y escribir, porque no deseaba verme encorvado y tosiendo hollín durante el resto de mi vida.
Aquel esclavo era Polio, un joven delgado y de cabello oscuro, que había descubierto que instruir al inteligente y entusiasta hijo del herrero era un modo de ahogar el dolor de su propia esclavitud.
—Cuando murió mi padre, vendí su puesto y sus herramientas, y compré a un chico analfabeto de las tierras altas. Lo eduqué a mi vez, lo vendí con beneficios y no miré atrás.
Aquello había sido por la época en que los Diez Mil habían regresado de su fallida expedición al Imperio. Karnos lo recordaba bien. Unos cuantos sentones habían desfilado por Machran, invitados por Dominio, el portavoz de aquel entonces. El famoso Rictus no había estado allí, pero de todos modos, las calles se habían llenado de multitudes ansiosas de ver a los héroes del este con sus capas escarlatas.
Karnos aún recordaba la expresión hambrienta y demacrada de sus rostros, sus ojos aún fijos en un horizonte invisible.
Era la primera vez que veía a las multitudes de Machran en toda su potencia en las calles, y nunca lo había olvidado. ¿Cómo sería sentir que toda aquella adulación se dirigía a él, o que miles de personas estaban pendientes de sus palabras? Aquél había sido el inicio de la lenta hoguera de ambición que le había ardido en las entrañas desde entonces.
—Pero no os aburriré con la historia de mi vida, ya la habéis oído antes. Hermanos, baste decir que vengo del mismo lugar que vosotros.
Su mirada recorrió las hileras curvas del anfiteatro. Dejó que la frase flotara en el aire un momento, vio algún signo de inquietud, y continuó.
—Soy un hombre ambicioso, es cierto. Si no lo fuera, aún estaría arreglando cacerolas en el Mithannon. Pero soy un hombre de Machran. Ésta es mi ciudad. Mi vida ha estado y estará siempre dentro de sus murallas. No haría nunca, nunca, nada que pudiera dañar a este lugar. Antes moriría.
Los hombres más ricamente vestidos en la parte inferior del círculo se removieron. Vio alguna mueca burlona.
—Y, hermanos, sabed esto: nunca os he mentido. Sabéis que no soy un hipócrita. Me gusta el vino, las mujeres, y toda la diversión que quepa en mi vida, y nunca he tratado de ocultarlo.
Las clases más bajas empezaron a hacer muecas, y algunos hombres rieron en voz alta.
—¡Sí, eso lo sabemos! —rio alguien, y hubo un murmullo de carcajadas. Tenía que controlarlos rápidamente.
—De modo que hoy estoy aquí sin pretensiones ni mentiras. Acudo a vosotros con la verdad en las manos, para entregárosla. Es vuestro privilegio hacer con ella lo que queráis.
Casi podía sentir en su espalda las miradas rencorosas de los otros miembros de la Kerusia presentes. Una parte irracional de él se encogió al pensar en un cuchillo invisible e inesperado hundiéndose en su espalda. El Empirion había visto sucesos parecidos.
Se adelantó unos pasos, acercándose al pie de los bancos, hasta que pudo oler los perfumes y jabones olorosos de los hombres más cercanos al suelo, y la suciedad de los de más arriba.
—Por tanto, he convocado esta asamblea de emergencia, reunida en tiempos de guerra, para votar las medidas extraordinarias adoptadas en este día por mí mismo y el polemarca del ejército, Kassander de Arienus.
Phobos… Había captado su atención, desde luego. En los próximos minutos habría salvado su carrera o estaría sintiendo de veras aquel cuchillo en la espalda.
—Todos sabéis ya de la capitulación de Hal Goshen, tras una defensa de ocho días por su gente y el líder de la Kerusia, Phaestus. Nuestro enemigo, Corvus el belicoso, está en marcha mientras hablo, apenas a dos semanas de nuestras propias murallas.
»Hermanos, bajo mi propia autoridad, he llamado a las levas esta mañana; se están concentrando ahora en el río Mithos. Lo he hecho con el pleno apoyo de nuestro polemarca, pero sin consultar a los demás miembros de la Kerusia. En eso he actuado ilegalmente.
Allí estaba. Lo había admitido públicamente.
—Y ahora os pido que votéis sobre mis actos. He hecho lo que he hecho por el bien de la ciudad y de todos nosotros, sin pensar en mi posición ni en mis ambiciones; os lo juro por el velo de Antimone. Ahora os pido que legalicéis retrospectivamente la llamada a los soldados, para que podamos continuar organizando una defensa efectiva de la ciudad contra el que quiere privarnos para siempre de nuestras libertades.
»Según la constitución de Tynon, en tiempos de guerra es posible convocar asambleas extraordinarias para votar leyes por aclamación popular. Hermanos, ahora necesito oír vuestras voces. Perdonadme por haber infringido nuestros códigos, y que quede constancia de que lo he hecho sólo en interés de la ciudad, en vuestro interés.
»Hermanos, ¿legalizaréis ahora formalmente mis acciones de esta noche, la llamada al ejército y la convocatoria de esta asamblea? Oigamos lo que decís. Los que estéis a favor, decid sí.
La cúpula rugió.
Karnos luchó por hacerse oír.
—Los que estéis en contra…
Pudo ver moverse las bocas de los hombres bien vestidos sentados al pie del círculo, pero el ruido que pudieran hacer fue ahogado por la atronadora oleada de síes que todavía sacudía el Empirion. Levantó los brazos.
—¡Declaro aprobada la moción!
La multitud siguió rugiendo. Desde los círculos más altos del anfiteatro empezaron a arrojar trozos de comida que aterrizaron en los bancos inferiores.
Los hombres se levantaron. Oyó su nombre coreado por miles, vio los brazos alzados hacia él. Levantó su propio brazo en señal de saludo.
«Os tengo», pensó. «Os tengo».
Uno de los otros miembros de la Kerusia cruzó el escenario para situarse a su lado. Era Katullos, el corpulento y canoso patriarca de la familia Alcmoi, que también había sido portavoz en otro tiempo. Se inclinó hacia él para hacerse oír y dijo a Karnos:
—Lo has hecho muy bien.
—Gracias.
—De momento estás a salvo, amigo mío, con la multitud gritando tu nombre. Veamos cuánto dura. —Apoyó una enorme mano en el hombro de Karnos en lo que pareció un gesto amistoso. Pero Karnos pudo sentir la furia en el apretón del anciano—. Algún día vitorearán la noticia de tu caída, Karnos. Y te juro que estaré allí para verlo.
Karnos le sonrió con perfecta amabilidad.
—Debes contar con que vivirás mucho tiempo, Katullos.