6

El hombre de la puerta

La rama verde permitió que Rictus llegara a las murallas de la ciudad. Estaba nevando, una nieve húmeda y oscura, hija del final de la estación. Por muy impenetrable que fuera la Maldición de Dios, no daba calor, y Rictus tiritaba bajo su capa escarlata mientras permanecía en pie, con la rama de olivo en una mano, y la piedra inexpresiva y abollada de las murallas se erguía sobre él. Había actividad sobre la muralla: podía ver el destello cónico de los yelmos al moverse, pero hasta el momento las enormes puertas seguían cerradas.

Había transcurrido un año y medio desde su última visita a la ciudad, a finales de verano, justo antes de partir para cumplir el contrato de Nemasis.

Entonces, las puertas habían estado abiertas, el sol era cálido y la tierra rica y fértil como un pomelo maduro.

Las carreteras habían estado llenas de gente, carretillas y animales de camino hacia el mercado del fin del verano. Para la mayor parte de los habitantes del campo de los alrededores, aquél era un viaje que se hacia una vez al año, para vender lo que habían cultivado, criado y tejido, y comprar a su vez lo que no podían fabricar por si mismos en sus granjas. Regresaban a casa con la cerámica roja única de la ciudad, o tal vez con un hacha nueva, o un esclavo, o incluso con un pergamino de poesía para leer en voz alta durante las oscuras horas del invierno.

Hal Goshen era el centro de las vidas de los hombres en sesenta pasangs a la redonda, y formaba parte del paisaje, igual que las montañas blancas y remotas que se elevaban en el horizonte del norte. No parecía posible que algo tan estable pudiera ser arrebatado o borrado del mundo a causa de la voluntad de un solo hombre.

Pero aquello podía ocurrir, si Rictus no conseguía una respuesta de aquellas murallas. Lo intentó de nuevo.

—Soy Rictus de Isca, bien conocido por vosotros y vuestra Kerusia. Estoy aquí para hablar en nombre del general del este, Corvus, cuyo ejército está detrás de mí. —Nada. Su malhumor se disparó—. Abrid la jodida puerta, ¿queréis? Soy un hombre solo, y me estoy helando aquí fuera.

Una oleada de carcajadas arriba. Finalmente, se oyó el chasquido reticente de un pestillo, y se abrió una poterna de la puerta, dejando paso a una figura pesadamente abrigada. La poterna se cerró de golpe tras el recién llegado.

—Espero que Aise haya bajado a las cabras de los pastos altos —dijo la figura—. Las nevadas que habrá ahora allá arriba enterrarían a un buey. —El hombre era flaco como un látigo, con el cabello largo, gris y lacio, y un adorno de oro en la nariz. Cuando sonreía, tenía los dientes blancos de un hombre mucho más joven; Rictus recordó que siempre había estado orgulloso de sus dientes, y del efecto de su sonrisa sobre las mujeres.

—Phaestus —dijo—. Gracias a la diosa. Pensaba que estaba a punto de recibir una flecha en el cuello.

—Tengo arcos apuntándote —dijo Phaestus—, aunque tampoco serviría de mucho contra la Maldición de Dios. De modo que es cierto: tú y los Cabezas de Perro os habéis unido al conquistador del este.

—Es cierto, aunque tampoco tuvimos muchas alternativas.

Los dos hombres se miraron sin hablar durante un largo minuto. Rictus era un huésped y un amigo: había comido en casa de Phaestus, comprado regalos para sus hijas, y contado historias de sus campañas a su hijo. Los dos hombres habían cazado jabalíes juntos en las colinas, y habían compartido vino en torno a una hoguera, mientras Fornyx les hacía reír a carcajadas con sus chistes sucios.

—Ah, bien, parece que se le da bien obligar a los hombres a escoger —dijo Phaestus al fin—. Incluso a ti. ¿Qué opinas de él, Rictus? ¿Es el campeón todopoderoso del que todo el mundo habla?

Rictus pensó en Corvus, el joven bajo y delgado con las uñas pintadas, y dijo con toda sinceridad:

—Bueno, me asusta como ningún otro hombre que haya conocido.

Phaestus pareció realmente sobresaltado al oír aquello.

—¡Phobos!

Rictus apretó suavemente el hombro del otro y lo apartó de la muralla.

—He venido a traeros sus términos.

—Tiene a Aise y las niñas. ¿Es eso?

Rictus negó con la cabeza.

—Escúchame, Phaestus. Y mira al sur. Observa lo que hay y sé honesto contigo mismo.

La blanca nieve había cubierto las tierras de labor al sur de la ciudad, convirtiéndolas en un campo uniforme interrumpido sólo por las siluetas de las vallas y demarcaciones, apenas distinguibles, de los viñedos y olivares. Pero a unos cuatro pasangs de donde estaban los dos hombres había una mancha negra sobre el mundo, un sarpullido de hileras ordenadas que apenas podían identificarse como filas de hombres y caballos. Una hueste enorme cuyas líneas ocupaban cinco pasangs de extremo a extremo, una distancia mayor que la amplitud de la ciudad a la que se enfrentaban.

—Tiene veinticinco mil hombres, Phaestus, todos ellos veteranos acostumbrados a la victoria. No intentes decirme que tus ciudadanos soldados pueden luchar contra eso. Sé cuál es la fuerza de Hal Goshen. Conozco a tus centuriones y sus ejercicios.

—No lo dudo. Pero Hal Goshen no está sola en esto, Rictus. ¿Qué me dices de Machran y la Liga? El propio Karnos estuvo a punto de contratarte al final del verano, pero te marchaste. La Liga acudirá en nuestra ayuda.

—La Liga se ha demorado demasiado. Se han pasado los dos últimos años debatiendo que hacer con respecto a Corvus, y han acabado persiguiendo su propio rabo. Ningún ejército acudirá en vuestro rescate, Phaestus, así que olvídate de ello. Corvus se ha movido demasiado aprisa. Es un consejo de amigo: aceptad sus términos.

El rostro de Phaestus estaba tan pálido como su cabello.

—¿Cuáles son sus términos? —dijo.

—Los mismos que ha ofrecido a una docena de ciudades en el este. Debéis renunciar a vuestra independencia y uniros a él, aceptarle como gobernante absoluto. Debéis pagar una décima parte de vuestras riquezas y rentas a su tesoro, y debéis enviarle quinientos lanceros cada año para luchar en sus guerras. Si lo hacéis, Hal Goshen no sufrirá ningún daño: él ni siquiera entrará en la ciudad, sino que nombrará a un gobernador. —Rictus volvió a apretar el brazo de Phaestus, estrujando la carne sobre el hueso—. He hablado con él sobre esto. Tú serás el gobernador, Phaestus. Te doy mi palabra. Y si demuestras ser leal, tu hijo Philemos te sucederá.

—De modo que ahora está creando dinastías, ¿no? —espetó Phaestus—. Reyezuelos títeres, que servirán a las órdenes del gran rey de todos. ¿Qué somos ahora, Rictus? ¿Igual que los kufr? Un hombre libre empuña su lanza y tiene derecho a que su voz se oiga entre sus pares; así es como los macht hemos vivido siempre.

—Los tiempos están cambiando —dijo Rictus furioso, aunque no con Phaestus—. Te lo advierto como amigo, si no os sometéis a él, tomará Hal Goshen y la destruirá para dar ejemplo. Tú y tu hijo moriréis, y vuestras mujeres serán esclavizadas. Hal Goshen desaparecerá, igual que Isca. Lo hará, Phaestus, créeme.

Phaestus le miró con una mezcla de desconcierto y desprecio.

—El gran líder de los Diez Mil, a quien consideraba mi amigo. Rictus de Isca, reducido a recadero de un bárbaro. Regresa a su lado, Rictus, y dile que…

—¡Por el amor de Antimone, Phaestus, no te pongas solemne ahora! Éste es un mundo frío y duro, y el honor es algo que dejarnos para las historias. Se os está ofreciendo algo que no tiene precio. Es posible que haya honor en lo que aceptáis, y podréis salvar a vuestra ciudad de una pesadilla.

Phaestus parecía dudar si ponerse a gritar o a llorar. Sacudió la cabeza.

—Nunca he comprendido del todo la naturaleza de un mercenario. Los capas rojas sois una especie en extinción, y os hemos convertido casi en una leyenda. Pero al final, lo único que importa es el peso del monedero que os ofrecen. Escupo sobre lo que tú llamas honor, Rictus.

Rictus le agarró por la garganta, con los ojos grises centelleando.

—Cuidado con lo que dices, viejo. No sabes de qué hablas. ¿Has visto alguna vez arder una ciudad? Yo si. He visto a mi gente arrastrada hacia el mercado de esclavos, a mi familia masacrada. Si tu orgullo exige que condenes a los tuyos al mismo destino, te juro que haré un esfuerzo especial cuando rompamos vuestras murallas. Te buscaré y te mataré yo mismo, y a tu precioso hijo. Y lo último que verás en esta tierra será a mis hombres violando a tu esposa e hijas. —Arrojó a Phaestus a un lado como un perro con una rata muerta—. He venido en son de paz. Propuse tu nombre a Corvus porque sabía que eres un hombre justo y honorable, capaz de gobernar con prudencia. Tú amas esta ciudad, igual que yo. Su destino está ahora en tus manos.

Phaestus se frotó la garganta, con los ojos pálidos y febriles.

—¿Crees que deseo convertirme en un tirano, esclavo de un tirano mayor? No me conoces tan bien como creías, Rictus. Y me parece que yo no te conozco en absoluto.

—Presenta sus términos ante la Kerusia, entonces. Escucha lo que tienen que decir los otros ancianos, y sometedlo a la asamblea.

Phaestus frunció el labio inferior.

—¿Cómo te compró? ¿Te quedarás con los despojos de sus conquistas? Antimone nos observa, Rictus. Sus alas negras baten sobre nuestra cabeza durante toda nuestra vida. Tú y Corvus responderéis por lo que estáis haciendo.

—Correré el riesgo con los dioses. Tú piensa en la oferta que te he hecho, y pregúntate si tus ideales valen la muerte de una ciudad. Corvus espera respuesta antes del anochecer. Si no la hay, el ejército atacará vuestras murallas al amanecer.

Rictus se volvió sobre sus talones y se alejó. Ni Phaestus ni los hombres de la muralla pudieron ver la agonía reflejada en su rostro.

Hal Goshen capituló aquella noche. Uno de los ancianos de la Kerusia, Sarmenio, fue proclamado gobernador por Corvus. La ciudad aceptó a un pequeño grupo de funcionarios del séquito del conquistador, y accedió a suministrarle provisiones para el resto de la campaña. Quinientos jóvenes de rostro deprimido vestidos con la armadura de sus padres marcharon para unirse al ejército en la llanura, y se les situó bajo el mando de Demetrius.

No vieron ningún rastro de Phaestus. Había trasladado los términos de la rendición de la ciudad a la Kerusia, y luego había desaparecido, huyendo de la ciudad con su familia en dirección a las colinas. En su ausencia, y a petición de Corvus, fue declarado ostrakr por la Kerusia, antes de que la asamblea fuera desbandada. Igual que Rictus, ya no tenía ninguna ciudad.

Tal vez fue el ejemplo de conquista más eficiente que Rictus hubiera visto. No se derramó una sola gota de sangre, pero una gran ciudad había caído. Y con la caída de Hal Goshen, el camino hacia las tierras occidentales de las Harukush quedaba expedito. El tapón había sido retirado de la botella.

El ejército de Corvus formó una columna de marcha a la mañana siguiente, un río de hombres que ennegrecía la faz de las tierras bajas. El gran campamento en el que habían pasado los días anteriores fue desmantelado y abandonado; las tiendas de cuero, las forjas de campo y las provisiones envasadas, empaquetadas y cargadas en las carretas del tren de intendencia. Y empezaron a moverse. Las nubes se abrieron, y la luz amarilla del sol convirtió su paso en una serpiente inmensa y erizada que se arrastraba hacia el oeste, mientras las interminables compañías pasaban junto a las murallas que no habían tenido que derribar.

Entre ellos, Rictus avanzaba en silencio al frente de sus hombres. Su armadura negra no reflejaba ni un solo destello del sol otoñal. No miró atrás.