5

El ejército

Hal Goshen. En macht antiguo, su nombre se refería a una puerta, y en los siglos transcurridos desde que los hombres se establecieran allí, había sido precisamente eso, el paso entre la piedra y el agua.

Las montañas de Gosthere, una hilera de colinas altas o montañas bajas irregulares, rocosas y desnudas, arrojaban allí una larga estribación, de unos doscientos pasangs de nordeste a suroeste. En su extremo, sobre una amplia elevación de terreno, se había construido la ciudad. Dominaba la antigua carretera que comunicaba la parte oriental de las Harukush con la occidental, y estaba apenas a quince pasangs del mar.

El terreno bajo entre la costa y la montaña había sido objeto de disputas durante generaciones, y era la raíz de la prosperidad de Hal Goshen. La tierra allí era negra y profunda, capaz de dar dos buenas cosechas al año si el clima acompañaba, y en la costa del sur había docenas de pueblos pesqueros y pequeñas comunidades cuyos hombres se consideraban ciudadanos de Hal Goshen y votaban en sus asambleas. El propio puerto de Goshen era el mayor de ellos, comunicado con la ciudad de la colina por una buena carretera. Tenía uno de los mejores puertos naturales de la costa sur, base de una próspera flota pesquera.

Un ejército que viajara al oeste a través de las Harukush se encontraría con que la tierra se estrechaba entre las montañas y el mar, hasta que las murallas grises de toba de Hal Goshen surgían ante ellos, como el tapón de corcho de una botella. Para beber el vino del oeste, era necesario abrir aquel tapón.

Había una compañía de hombres sobre las colinas del nordeste de la ciudad. Se habían detenido allí para observar la amplia extensión de mundo que se abría ante ellos. El frio era intenso, y la nieve flotaba por las estribaciones en nubes tan duras y pesadas como la arena, surgidas de los picos de las montañas detrás de ellos en largos estandartes contra un cielo pálido, azul como un huevo de petirrojo.

Corvus parecía notar el frío más que la mayoría. Estaba envuelto en una gruesa capa de fieltro de las tierras altas, y mantenía la capucha cerrada en torno a su boca.

—Allí está, la puerta del oeste. Espero que no tengamos que llamar demasiado fuerte —dijo.

Rictus estudió el terreno abierto al sur de la ciudad y las granjas desperdigadas, mucho más juntas que en las tierras altas. Un taenón de tierra allí exigiría sólo una décima parte de los esfuerzos que un hombre necesitaba hacer para mantener a su familia en las tierras altas. Incluso bien entrado el otoño, el lugar tenía un aspecto próspero y confortable, rodeado de viñas y olivos bien espaciados, con los bosques cortados, los pantanos desecados y pulcras paredes de toba por todas partes; mil años de esfuerzos o más. Era un paisaje domesticado, un grueso pichón a la espera del halcón.

—No me parece que los hombres de Hal Goshen estén muy asustados de tu ejército —dijo Fornyx. La nieve le había teñido de gris la barba y las cejas. Parecía cansado, y casi tan canoso como Rictus.

—Nuestro campamento está a ocho pasangs al este —dijo Corvus, con su mirada hambrienta fija en la ciudad—. Pero saben que estamos aquí. Cerraron las puertas hace ocho días, y entraron en la ciudad todas las provisiones que pudieron. La carretera del puerto ha sido cortada por mi caballería.

—No veo granjas quemadas ni viñas arrancadas —dijo Rictus.

—Ese no es mi modo de hacer la guerra —le dijo Corvus—. Tengo intención de apoderarme de esta ciudad y de las tierras que la rodean. No pretendo capturar un desierto.

—Entonces, ¿cómo alimentas a tus hombres? —preguntó Fornyx, con auténtica sorpresa en la voz.

—Recibo caravanas de provisiones de mis posesiones en el este —dijo Corvus—. Por eso puedo continuar la campaña pese a la llegada del invierno. Hacemos algo de recolección mientras marchamos, pero en general he descubierto que es mejor no saquear una tierra a cuyos habitantes deseas ganarte.

—Alguien podría opinar que un hombre cuya granja está en llamas tiene más posibilidades de ceder ante tus argumentos —dijo Fornyx.

Corvus volvió hacia él sus extraños ojos pálidos.

—He descubierto que hay dos modos de tratar con los hombres: o les ofreces respeto, o los matas. Cualquier cosa intermedia simplemente crea resentimiento y deseo de venganza.

—Tu mundo es un lugar duro y simple —dijo Fornyx.

—Duermo bien por las noches —repuso Corvus con una sonrisa.

Rictus escuchó el intercambio sin decir nada. Pensaba en Hal Goshen. Durante veinte años, había vivido cerca de la ciudad; Andunnon estaba apenas a sesenta pasangs, en las colinas de Gosthere. Conocía a los hombres del interior de aquellas murallas de toba, se había sentado a sus mesas y bebido su vino. Phaestus, el portavoz de su Kerusia, le había contratado más de una vez, había comido en Andunnon y cazado con él. Aise y él habían estado en el teatro en Hal Goshen, para ver la representación de Ondimion. Su vestido escarlata había sido adquirido en el agora de la ciudad.

Era en el puerto de Goshen donde Rictus había embarcado hacia el Imperio, tanto tiempo atrás. El mar se había teñido de negro entonces con los barcos de los Diez Mil.

No tenía ningún deseo de ver aquella ciudad sitiada o asaltada, ni de ver a su gente derrotada y esclavizada. Estaba demasiado cerca de su hogar, de los recuerdos que formaban la telaraña de su vida.

—Tu razonamiento es correcto —dijo a Corvus—. Hal Goshen y sus alrededores pueden reunir a unos cuatro mil guerreros, y sólo dos tercios de ellos serian lanceros. No tendrían ninguna posibilidad. Si les informamos de este hecho, no creo que sea difícil convencer a la Kerusia de abrirnos las puertas.

Corvus asintió, observando atentamente el rostro de Rictus.

—Ésa es también mi opinión. Por supuesto, seria mucho mejor si se lo explicara alguien a quien conocen. Alguien en quien confían.

Rictus bajó la vista hacia el joven encapuchado, frunciendo el ceño.

—Cierto.

Fornyx intervino.

—Bueno, ¿qué os parece si antes vamos a echar un vistazo a ese ejército tuyo? Quiero ver a qué se deben tantas alabanzas.

El campamento de un ejército normalmente se anunciaba en el viento, con el hedor de los excrementos humanos. Y del humo de leña. Mientras descendían de las tierras altas hacia la llanura, pudieron captar el olor en la brisa, y enseguida Rictus se vio asaltado por un aluvión de recuerdos.

En todas las batallas que había librado desde su regreso con los Diez Mil más de dos décadas atrás, nunca había formado parte de una fuerza mayor de dos o tres mil hombres. Los conflictos entre las ciudades de los macht eran asuntos de pequeño tamaño, que se solucionaban casi con una especie de ceremonia. Los asedios como el de su última campaña eran poco habituales.

Los guerreros de dos ciudades se congregaban en verano, mucho antes de la cosecha, y chocaban unos contra otros con todo el refinamiento táctico de dos ciervos en celo. A menudo los campos de batalla sobre los que luchaban habían sido empleados por sus padres y abuelos, sedes de guerras desde tiempo inmemorial. Un bando ganaba, el otro perdía, y el vencedor dictaba los términos. Era raro que tales encuentros acabaran con la destrucción de una ciudad como entidad política: los macht consideraban vagamente impío destruir por completo una ciudad estado.

Había casos especiales, sin embargo. La propia ciudad de Rictus, Isca, había sido destruida por una alianza de sus vecinos, porque Isca había adiestrado a sus ciudadanos como mercenarios y guerreado contra las otras ciudades con la intención de subyugarlas por completo a su voluntad, convirtiéndolas en sus vasallas. Para los macht, aquello era algo intolerable, contra natura. La guerra en las Harukush era un ritual sangriento, un modo de convertir a los niños en hombres y de aumentar las riquezas y prestigio de una ciudad. No se hacía con el objetivo de conquistar.

Y Corvus había cambiado todo aquello.

¿Cómo diablos lo hacía?, se preguntó Rictus. ¿Quién era aquel muchacho y de dónde venía? Tenía muchas preguntas, y sin embargo no había reconocido ni siquiera ante sí mismo que una parte de la razón de su presencia allí era la simple y ávida curiosidad. Quería saber cómo lo había hecho.

El campamento del ejército de Corvus era enorme, como una gran cicatriz sobre el rostro del campo. Vagamente cuadrado, consistía tal vez en veinte taenones de tiendas, hileras de caballos y carretas, el mayor campamento que Rictus hubiera visto en las Harukush. Fornyx se detuvo en seco al verlo y se pasó los dedos por la barba.

—¡Phobos! De modo que las historias eran ciertas, después de todo. ¡Realmente has conquistado el este, y te has traído a la mitad contigo!

Corvus les indicó ciertos segmentos del campamento.

—Las líneas más cercanas son los lanceros reclutados, ciudadanos del este que estarán aquí mientras dure la campaña. Detrás están mis propios lanceros, que me han seguido desde la caída de Idrios, hace dos años. Los igranianos de Druze están acampados en el lado norte, y en la retaguardia están mis Compañeros, la caballería del ejército.

Rictus había visto antes ejércitos grandes. Había habido más de treinta mil hombres en las fuerzas de Arkamenes, el pretendiente kufr al trono del Gran Rey, y Ashurnan había puesto varias veces aquella cantidad de soldados en el campo en Kunaksa. Aquél era un campamento de muchos miles de hombres, pero no era el ejército del que había oído hablar en las historias; era demasiado pequeño.

—¿Cuántos hombres tienes aquí? —preguntó abiertamente a Corvus.

—Los suficientes para lo que nos proponemos. He tenido que dejar varias guarniciones detrás de mí. —Corvus inclinó la cabeza en aquel gesto suyo que recordaba a un pájaro—. El ejército que veis aquí cuenta con poco menos de catorce mil hombres.

—¡Phobos! —exclamó Fornyx, pero Rictus no se impresionaba tan fácilmente.

—Será mejor que Karnos no se te enfrente con todas las fuerzas de la Liga Avenia.

—El número no lo es todo —dijo Corvus—. Precisamente tú deberías saberlo mejor que nadie, Rictus.

Descendieron por las laderas de las colinas hasta el mismo campamento. Había retenes de dos o tres hombres sin armadura pero con jabalinas, montados sobre los resistentes ponis de las montañas del este. Cerca de la masa de tiendas de cuero, la infantería montaba guardia con sus lanzas. Las ciudades macht adornaban los escudos de sus guerreros con emblemas alusivos al nombre de la ciudad, pero todos los soldados de Corvus llevaban el símbolo de un pájaro negro pintado en los suyos, la única concesión a la uniformidad.

Los más cercanos levantaron las lanzas y gritaron el nombre de Corvus cuando lo reconocieron, y ello pareció provocar un movimiento en todo el campamento, como el viento levantando olas a través de un campo de trigo maduro. El muchacho encapuchado que caminaba junto a Rictus se apartó los pliegues de su clámide de las tierras altas y levantó una mano al entrar en el campamento de su ejército, para ser recibido por un grito áspero de las multitudes de hombres que le vieron llegar.

—Quieren de veras al pequeño cabrón —dijo Fornyx, sorprendido.

Una ciudad de tiendas de campaña, con las calles pulcras y los caminos marcados con troncos donde el terreno era blando. Había letrinas excavadas en cada encrucijada, trincheras profundas con hombres agazapados sobre ellas. Se estaban excavando otras nuevas mientras Rictus observaba. Había disciplina, más de la habitual en los ejércitos de las ciudades.

Llegaron a un espacio abierto frente a la mayor tienda que habían visto hasta el momento. Una hilera de altos postes de madera con amplios brazos había sido clavada en el suelo a un lado, como una serie de patíbulos.

—¿Qué es esto? —preguntó Fornyx.

—La zona de ejecuciones —le dijo Corvus—. Y aquí está mi tienda. Rictus, quisiera que fueras mi invitado.

—¿Dónde están mis hombres? —quiso saber Rictus—. Me gustaría verlos.

Corvus dirigió una inclinación de cabeza a Druze, que se alejó a toda prisa. Había empezado a llover, una llovizna fría que descendía en nubes desde las montañas.

—Venid adentro. Llegarán enseguida.

La tienda era alta, como una casa de pieles sobre la que la lluvia había empezado a tamborilear de modo más insistente, con una pared entera levantada sobre postes. Había braseros en el interior, brillantes y con el carbón caliente, una mesa ancha llena de mapas y un soporte para armaduras cubierto de armas y una coraza negra. Dos centinelas permanecían firmes como el mármol junto a la amplia entrada, ignorando la lluvia que les corría por el rostro.

—Éste es mi hogar —dijo Corvus, despojándose de la empapada clámide y extendiendo los dedos hacia el calor de un brasero. Un par de chiquillos, de no más de quince años, tomaron la capa y trajeron vino a la mesa en una jarra de auténtico cristal.

—Hice que la construyeran después de tomar Idrios. Se necesitaron las pieles de ochenta reses. En los últimos dos años, no he dormido bajo un verdadero techo más de media docena de veces. —Levantó la cabeza, sonriendo—. Me gusta oír la lluvia sobre ella. —Pareció salir de una ensoñación—. Bebed; no es minerio, pero es casi igual de bueno. Comeremos al ponerse el sol. Entonces conoceréis a los demás comandantes del ejército. Tenemos mucho de que hablar.

Rictus bebió, admirando la jarra de cristal y estudiando discretamente los mapas sobre la mesa. En su mayor parte, representaban las Harukush orientales: sus ríos, sus carreteras, sus ciudades y pueblos. Pero había uno que representaba toda la tierra desde Machran y sus amplios alrededores, el anillo de ciudades que la rodeaban y que formaban parte de la confederación conocida como la Liga Avenia, así llamada en honor a la ciudad de Avennos, donde se había formado más de veinte años atrás.

El chico que estaba junto al brasero había conquistado en dos años unos ochocientos pasangs de las Harukush, y a juzgar por aquellos mapas, controlaba ya al menos una docena de ciudades importantes, además de incontables pueblos y aldeas. ¿De dónde había salido?

—Debí saber que os encontraría con copas en las manos —dijo una voz. Era Kesiro, con una sonrisa tan amplia que mostraba todos los hilos de plata que rodeaban sus dientes. Y tras él estaba Valerian, con la belleza arruinada de su rostro torcido iluminada por algo parecido al alivio.

—Rictus… ¿Cómo fue en la granja? ¿Está todo el mundo…? ¿Rian…?

—Mi familia está bien —dijo Rictus formalmente, sin sonreír—. Informad, centuriones. ¿Cómo están mis hombres?

Se tensaron, con las gotas de lluvia corriendo sobre su rostro. Fornyx permaneció en silencio junto a Rictus. Los dos hombres mayores llevaban la armadura negra y los quitones y la capa escarlata de su profesión. El resto de su equipo había sido transportado por los hombres de Druze, pero llevaban las espadas, y tenían el aspecto de auténticos centuriones duros y veteranos. Valerian y Kesiro, en contraste, vestían unos quitones grises de civil que no habían sido lavados en bastante tiempo.

—Los Cabezas de Perro están acampados a medio pasang de aquí, en el lado sur del campamento —dijo Valerian—. Están todos presentes con las armas en la mano, a la espera de tus órdenes.

—Lo sometimos a votación —dijo Kesiro, con su cabeza afeitada reluciendo por la lluvia—. Harán lo que tú digas, Rictus. No han firmado ningún contrato, ni lo firmarán sin tu aprobación.

Rictus miró a Corvus.

—Creo que hemos salido del territorio de los contratos. El juego ha cambiado.

—Otra cosa que tenemos que comentar —dijo Corvus—. Pero más tarde. —Druze y un par de asistentes habían entrado en la tienda detrás de Valerian y Kesiro, y esperaban pacientemente. El igraniano estaba tan encendido de curiosidad como un gatito observando una madeja de lana—. Debo irme. Rictus, tú y tus oficiales quedaos aquí. Los pajes vendrán a arreglar todo esto para la comida de la noche dentro de poco. Hasta entonces, tenéis la tienda para vosotros solos. —Su mirada pasó por encima de los cuatro mercenarios. Pareció vacilar un segundo, luego sacudió la cabeza y, con un gesto brusco de la mano, indicó a Druze y a los asistentes que salieran con él a la lluvia.

—El héroe conquistador nos abandona —dijo secamente Fornyx—. Tomad algo de su vino, hermanos; ese chico sólo tiene lo mejor, al parecer.

Pero Valerian y Kesiro continuaron inmóviles, clavados en su sitio por la mirada de Rictus.

—Contadme qué pasó —dijo éste, con una voz fría como la lluvia.

—Estábamos en una taberna de Grescir cuando nos capturaron —dijo Valerian—. Bastante ebrios.

—Era un pequeño Cuchitril de camino hacia Hal Goshen —dijo Kesiro—. Detuvimos la marcha para que los hombres pudieran llenar sus odres. Debían estar vigilando la carretera. Ese cabrón de ojos negros, Druze, rodeó el lugar con lo que parecían mil hombres, y luego nos dijo que os habían capturado a ti y a Fornyx y estaban negociando un contrato con vosotros.

—Nos dieron un salvoconducto si les seguíamos hasta su campamento —dijo Valerian—. Cuando hubimos formado, ya tenían a mil hombres más en las colinas en torno a la ciudad, y también caballería. ¿Qué más podíamos hacer, Rictus?

—Podíais vigilar mejor —dijo Rictus en voz baja.

—Ese tal Corvus lo sabe todo sobre ti —rezongó Kesiro—. Tu historia, tu familia, la granja. Debe de haber tenido espías en todas las carreteras de Idrios a Machran esperando a los Cabezas de Perro durante estos últimos meses.

—¿Y los hombres? ¿Cómo están de provisiones?

—Les alimentan los intendentes de Corvus. Les han asignado tiendas y un lugar en el tren de intendencia. —Valerian sacudió la cabeza—. Todo está organizado, como hicieron con nosotros hace varias semanas.

—Lo creo —dijo Rictus—. A Corvus no le gusta dejar nada al azar. Ahora lo sé.

—¿Cuál es el juego, entonces? —preguntó Kesiro—. ¿Quieres intentar algo, o hemos de bajar la cabeza ante ese muchacho y dejar que nos dé por culo?

Rictus miró los mapas sobre la mesa. Comprendió que todo aquello era deliberado. Corvus los había dejado allí para que Rictus viera lo que había hecho, lo que había conseguido y lo que se proponía hacer.

¿Cómo sería aquel fenómeno en una batalla, con sus extrañas ideas, con sus hombres a caballo? Una vez más, le invadió la curiosidad.

—Sería una estupidez dejar que el orgullo se interpusiera —murmuró, tocando la mesa de los mapas y observando todos los territorios macht extendidos ante él como el dibujo de una historia ya terminada. Pensó en la campaña mezquina y brutal del verano y el invierno anteriores. La total incompetencia de los hombres que le habían contratado. Y antes, las incontables escaramuzas en las que había luchado durante los últimos veinte años, guerras sin propósito, pequeñas batallas escuálidas sin ningún resultado, aparte del número de muertos, mutilados y esclavizados.

Qué aburrido había sido todo.

Y recordó Kunaksa, la terrible gloria de aquellos días en las colinas de la Cabra, luchando por el destino de un imperio. Creando una leyenda.

—Podríamos hacer cosas peores —dijo, pensando en voz alta. Observó a los dos jóvenes centuriones con una ceja levantada—. Tenéis un aspecto terrible. ¿Cuánto tiempo lleváis aquí?

—Cinco días —dijo Valerian, con una sonrisa nerviosa—. Hemos tratado de pasar desapercibidos.

—Id a limpiaros. Os quiero vestidos de escarlata cuando nos sentemos con los oficiales de ese tipo. No vamos a quedar como bandidos vagabundos delante de él.

—Y lo mismo se aplica a los hombres —dijo Fornyx con severidad, pero había cierta luz en sus ojos—. Somos profesionales… y el tal Corvus no es más que un aficionado con talento.

Los oficiales del ejército del aficionado entraron en tropel más tarde, cuando las hogueras del campamento anfitrión empezaban a relucir en el crepúsculo azul adornado por la lluvia. Se habían instalado mesas plegables, con bancos estrechos a los lados.

Un grupo de chicos imberbes atendía a los comensales. No eran esclavos, y de hecho tenían una actitud de particular altanería. Observaban a Rictus y a sus centuriones con abierta curiosidad.

Los otros eran más reservados. Sobre todo eran hombres jóvenes, de la edad de Valerian. Corvus los presentó mientras la comida era repartida sobre la mesa sin ceremonia. Comida sencilla del ejército: pan negro, carne de cabra salada, queso amarillo y aceite y vinagre para suavizarlo. El vino era local, y Rictus lo había bebido miles de veces antes. Al parecer, las mejores variedades se reservaban para las ocasiones y los invitados especiales.

Druze estaba allí, como jefe de los igranianos, y un cabeza de paja de anchos hombros llamado Teresian fue identificado como el general de los lanceros de Corvus. Mirando su rostro, Rictus se vio a si mismo veinte años atrás: huesudo, con los ojos grises y la expresión reservada.

Un hombre algo mayor, tal vez en la treintena, fue presentado como Demetrius. Tenía un solo ojo, y en el otro un orificio de tejido cicatrizado. Era el general de los reclutas, los hombres que Corvus había traído desde el este, de cada una de las doce ciudades que había conquistado. Rictus se preguntó cómo se sentirían aquellos hombres (había unos seis mil, según todos los informes) luchando lejos de sus hogares para un hombre que había destruido su independencia. Probablemente, su papel allí era más bien el de rehenes del buen comportamiento de sus ciudades.

Pero la verdadera sorpresa fue el líder de la caballería de los Compañeros de Corvus. El nombre del tipo era Ardashir, y era una cabeza más alto que todos los demás hombres de la habitación, con los ojos de un verde violento y la piel de un dorado pálido. Su rostro era tan alargado que resultaba casi equino, y se había recogido el largo cabello negro en una cola.

Ardashir no era macht. Era kufr.

Había pasado mucho tiempo desde que Rictus pusiera la vista sobre un kufr. Sabía, por experiencia propia, que los demás pueblos del mundo tenían otras formas y tamaños. Había conocido a muchos durante sus viajes, y aunque los macht los consideraban a todos con el mismo desprecio, Rictus sabía que las cosas eran más complejas.

Había muchas castas en el Imperio, pero las más altas estaban formadas por los que procedían de la patria original en Asuria, que hablaban el idioma de la corte del Gran Rey y eran sus guardaespaldas y administradores. A juzgar por su apariencia, Ardashir era uno de ellos, un kefren de casta alta de la nobleza imperial. Y estaba allí, sentado a una mesa macht, dirigiendo tropas en un ejército macht.

Rictus descubrió que el alto kefren le estudiaba con la misma intensidad con que era estudiado. Ardashir sonrió.

—No ocurre a menudo que uno tenga la oportunidad de compartir la mesa con una leyenda. Rictus de Isca, he oído tu nombre en las historias durante toda mi vida, igual que todos los que estamos aquí. Me alegra el corazón saber que lucharemos hombro a hombro a partir de ahora. —Su voz era profunda y melodiosa, y su macht casi perfecto—. Vamos, bebe conmigo.

Rictus sintió que se le oprimía la garganta. El rostro del kefren había sacudido sus recuerdos. Recordó caras como aquélla mirándolo desde una hilera de miles de hombres, peleando tan cerca de él que su saliva le salpicaba la cara y su sangre le empapaba la piel. Había pisoteado rostros como aquél en el barro de Kunaksa. No había imaginado que los recuerdos pudieran regresar de un modo tan vívido e intenso mientras estaba totalmente despierto y con los ojos abiertos, y tuvo que luchar contra un fuerte impulso momentáneo de levantarse de un salto. Bajó la cabeza y se atragantó con una copa de vino amarillo.

Toda la mesa le observaba: Rictus, el líder de los Diez Mil, sucumbiendo al pánico al ver a un solo kufr. Luchó contra la sensación, rechinando los dientes en el vino. Cuando volvió a levantar la cabeza, su rostro era inexpresivo como el pedernal.

—Estás muy lejos de casa —consiguió decir.

Ardashir inclinó la cabeza para darle la razón.

—Un amigo viajó hasta aquí, y yo le seguí.

—La gente de Ardashir forma la mayor parte de la caballería de los Compañeros —dijo el hombre tuerto, Demetrius—. Estuvieron entre los primeros que combatieron por Corvus, y han venido hasta aquí…

—Son mis amigos, todos ellos. —La voz alta y clara de Corvus interrumpió al veterano—. Han luchado a mi lado en una docena de batallas. Los macht nunca han sabido apreciar el potencial de la caballería, y un hombre no se convierte en jinete de la noche al día.

Para crear mi brazo montado, tuve que buscar al otro lado del mar.

Rictus, en tu juventud te abriste paso luchando a través de medio Imperio. Precisamente tú deberías ser capaz de apreciar el valor de sus gentes.

Corvus le observaba con expresión tensa. Rictus comprendió que aquello era una prueba.

—Luché contra los honai del Gran Rey en Kunaksa, y contra la caballería asuria en Irunshahr. No necesito que nadie me convenza de la habilidad de tu gente.

Druze se inclinó hacia Ardashir, y alargó una mano para sacudir al kefren por el hombro.

—Hábiles o no, Rictus os derrotó, montón de mierda amarilla.

La mesa estalló en carcajadas, y Ardashir rio tan fuerte como el resto. Hizo chocar su copa con la de Druze. Los dos mostraban tanta familiaridad como dos camaradas de armas cualesquiera. Rictus se limpió el sudor frio de la frente. Vio que Corvus todavía le estudiaba, sonriendo sin humor. Entonces el pálido muchacho levantó su propia copa en dirección a Rictus y la vació. Al parecer, había pasado la prueba.

—Rictus ha entrenado a sus Cabezas de Perro hasta un nivel no igualado por ningún ejército que yo haya visto —dijo Corvus, levantando la voz. La larga mesa quedó en silencio al instante—. Sólo son media morai de lanceros, pero tengo intención de que su ejemplo cunda por todo el ejército. Aquí y ahora, nombro a Rictus de Isca uno de mis mariscales, de rango igual a todos los que estáis aquí. Demetrius, Teresian, consultaréis con Rictus sobre el adiestramiento de vuestros propios hombres. Si podemos poner en el campo una falange que luche tan bien como lo hicieron los Diez Mil, no habrá nada en las Harukush que pueda resistirnos.

Hubo un murmullo de asentimiento general, y Fornyx palmeó la espalda de Rictus, inclinándose para hablarle al oído.

—Felicidades, mariscal. Antes de que me permitas besar tu excelso trasero, mira a tus colegas. Creo que acabas de mear en su vino.

El tuerto Demetrius y el flaco Teresian. Bebieron en silencio, observando a Rictus por encima del borde de sus copas, y Rictus comprendió que acababa de ganarse sus primeros enemigos en el ejército de Corvus.