Hombres de Phobos
«A veces hay una línea muy fina entre ser un invitado y un rehén», pensó Rictus. La clave era no hablar de ello, enterrar el tema en cortesías. Un puño dentro de un guante.
Los escoltaron hacia el valle de Andunnon como si los hombres que les rodeaban estuvieran allí para protegerlos, y el extraño joven que se hacía llamar Corvus marchó todo el tiempo junto a ellos, como si fuera su amigo. Algunos de sus compañeros aliviaron a Rictus y Fornyx del peso de sus escudos, yelmos y lanzas, pero les permitieron conservar las espadas. Cortesía.
—Un lugar muy hermoso —dijo Corvus, cuando los bosques se abrieron y la columna salió al aire libre del fondo del valle—. Un hombre podría ser feliz aquí. No me extraña que quisieras mantener tu paradero en secreto, Rictus.
—Siento curiosidad por saber por qué he fracasado en mi empeño —dijo Rictus agriamente.
El joven asintió.
—Tenemos mucho de qué hablar. Espero que me consideres un invitado y no un intruso. No es mi intención haceros daño, ni a ti ni a tu familia.
—Si las palabras fueran comercio, todos los hombres serían ricos —dijo Fornyx, y escupió sobre la nieve—. Un invitado no se presenta con un sentón de guerreros para poner a prueba la hospitalidad de su anfitrión.
—Si hubiera traído menos hombres, habríais luchado conmigo —dijo Corvus, levantando una mano de largos dedos, como si quisiera atrapar algo—. Tenía que arrebataros toda esperanza de ganar para que escucharais lo que tengo que decir.
—Son hombres muy pacientes —dijo Rictus, señalando las hileras de soldados que marchaban a su lado—. ¿Cuánto tiempo llevaban enterrados en los bosques?
—Son mis igranianos —dijo Corvus—. De Igranon, al este de las Harukush. Allí hace tanto frío que creen que esto es una primavera suave en comparación. Son mis tropas ligeras, mi infantería de ataque. Druze es su jefe, y uno de mis comandantes.
—Espero que hayan traído su propio pan —dijo lentamente Fornyx.
Su tono era burlón e insolente, pero su rostro estaba pálido y demacrado como el de una víctima de la fiebre, y tenía el puño apretado en torno a la empuñadura de su espada.
—En este valle, mantendré a mis perros atados —dijo gravemente Corvus.
Avanzaron a buen ritmo. Cuando la columna estuvo cerca de la granja, vieron que Aise y Eunion aún no se habían marchado. Garin y Styra estaban en el patio delantero, enrollando edredones. Los dos se encogieron cuando la larga hilera de hombres armados aparecieron ante su vista y empezaron a chapotear en el vado del río. Luego echaron a correr como liebres, dirigiéndose al norte. Corvus movió un brazo hacia delante, y de inmediato el sonriente Druze echó a correr con dos docenas de sus hombres. Se dividieron en dos filas que flanquearon la granja y la rodearon. Los dos esclavos fugitivos fueron detenidos, inmovilizados y empujados de nuevo cañada abajo hacia la casa. Rictus y Fornyx se miraron. La disciplina de aquellos igranianos era casi tan buena como la de los Cabezas de Perro. Podían ser hombres de las tribus de las montañas, pero habían sido bien entrenados.
El cuerpo principal del sentón se detuvo frente a la granja y se quedó inmóvil en filas improvisadas. Corvus se volvió hacia Rictus.
—Llama a tu familia. Diles que no hay necesidad de asustarse. Llevamos buena comida y vino en los caballos. Si me lo permites, Rictus, me gustaría comer contigo esta mañana. —El sol brilló de lleno en su rostro; su piel parecía más incolora que nunca, y sus ojos eran pálidos como el cristal tintado.
La casa estaba en desorden, con mantas, vasijas y lámparas por todas partes, y objetos esparcidos por el suelo en el pánico de la huida.
El interior estaba oscuro cuando entraron (el fuego se había apagado) y Aise, Eunion y las niñas estaban encogidos en la pared opuesta.
Eunion tenía en ristre su antigua lanza de cazar jabalíes, y Aise aferraba un hacha pequeña.
—Esposa —dijo Rictus con voz áspera—, haz que enciendan el fuego y recojan todo esto. Tenemos invitados. —Una copa se rompió bajo su pie cuando avanzó hacia ellos. Apoyó una mano en la cabeza de Ona y tocó el hombro de Aise. Suavemente, dijo—: Esto no es lo que creéis. —Limpió una lágrima de la mejilla de Rian, cuyo rostro estaba blanco y desafiante en la penumbra.
—Padre, ¿han venido a matarte?
—Han venido a hablar, cariño. Y tenemos que ser listos. Poned la mesa y encended las lámparas. —No dijo nada a Aise, pero se apretaron fuertemente las manos durante un largo momento.
—Haced lo que dice vuestro padre —dijo Aise al fin, con la voz áspera como la de un cuervo. Su mirada no se apartó del rostro de Rictus—. Él sabe lo que nos conviene. Estamos en sus manos.
De nuevo en el exterior, Rictus se dirigió a Corvus y los hombres que esperaban.
—Tal vez queráis darles un momento. Han tenido una mañana muy angustiosa.
—Mis disculpas —dijo Corvus, haciendo una mueca—. Grakos, descarga a los caballos. Druze, los hombres pueden descansar y comer. Luego me acompañarás dentro, cuando Rictus esté dispuesto a invitarnos. —Se inclinó levemente ante Rictus.
Tenía unos modales anticuados, la clase de cortesía que Rictus no había visto en mucho tiempo, como si hubiera salido de una época antigua. Su acento también era extraño. Rictus había oído hablar macht a hombres de todos los rincones de las Harukush, y a unos cuantos de más allá, pero no podía situar al tal Corvus.
—¿Qué es esto, una especie de juego? —quiso saber Fornyx—. Somos tus prisioneros. ¿Por qué hablas de invitaciones?
—Digo en serio todo lo que digo —repuso suavemente Corvus—. Si Rictus no desea que entremos en su casa, nos quedaremos fuera. Pasaremos más frío, eso sí.
Fornyx sacudió la cabeza, dividido entre la furia y el simple desconcierto.
—Yo estoy dispuesto a dejaros entrar —dijo Rictus, con el fantasma de una sonrisa—. Pero mi esposa puede tener otras ideas. —A pesar de todo, empezaba a creer que aquel extraño joven hablaba en serio.
—Hemos traído buen vino, minerio de la costa oeste —dijo Druze—. Dentro o fuera, su sabor es mejor del que se puede beber en cien pasangs a la redonda.
—¿Minerio? ¿Has oído eso, Rictus? —dijo Fornyx—. Si hemos de morir, al menos nuestras barrigas nos lo agradecerán.
—No hablemos de muerte hoy —dijo Corvus, y un destello frío apareció en sus ojos pálidos. Por un momento, pareció un hombre mucho más anciano.
Aise estuvo a la altura. Siempre se le había dado bien poner orden en el caos, y había sabido mantener la calma incluso en los momentos más violentos de su vida en común. Cuando finalmente Rictus invitó formalmente a Corvus y su compañero Druze a entrar en la casa, el lugar estaba tan limpio y ordenado como en cualquier otra mañana del año. El fuego era un resplandor amarillo en el hogar, y las lámparas buenas ardían dulcemente, de nuevo colgadas de las vigas del techo. Había comida y bebida sobre la mesa, y Eunion retenía a los dos perros en un rincón. Sus gruñidos bajos eran la única nota discordante en los preparativos.
Aise se adelantó con un plato de sal. Se había recogido el cabello sobre la cabeza, y llevaba el quitón escarlata sin mangas que Rictus le había comprado en una noche de borrachera mucho tiempo atrás, cuando ambos eran jóvenes y llenos de fuego. Llevaba los ojos pintados con kohl y estibio; había en ella cierto vestigio de su antigua belleza deslumbrante, y Corvus y Druze se detuvieron en seco. Corvus se inclinó ante ella como ante una reina, se llevó una pizca de sal a los labios y dijo:
—Las bendiciones de Antimone sobre ti y tu hogar, señora.
—Sed bienvenidos —dijo Aise, y Rictus la amó en aquel momento por el orgullo y coraje que había en lo que había hecho. Si todos tenían que morir aquel día, se alegraba de haberla visto de aquel modo una última vez.
—Sentaos; tengo… —pero Aise se interrumpió. Corvus se había dirigido directamente al rincón y se había arrodillado ante los perros.
—Son muy hermosos. Suéltalos, amigo mío. No tienen nada contra mí. —Sobresaltado, Eunion soltó los collares de los perros, y ellos se adelantaron, husmeando, gruñendo, enseñando los dientes y lamiendo el rostro de Corvus. Él se echó a reír, adquiriendo un aspecto infantil mientras jugaba con las orejas y rascaba los flancos de los animales. El viejo Mij se revolcaba como un cachorro, con la lengua fuera.
Rictus miró a Druze, y el hombre de la barba negra se encogió de hombros con una sonrisa irónica.
—Los perros y los caballos se le dan muy bien.
—¿Y los hombres? —preguntó Fornyx.
—Ya lo descubriréis. Por eso estamos aquí.
Corvus se levantó, con los perros danzando a su alrededor como si fuera un amo perdido largo tiempo atrás.
—Perdóname, Rictus. Aún no he conocido al resto de tu familia.
Ona le observó en silencio, chupándose el pulgar, como no había hecho en muchos años. Rian, en su orgullo pálido y desafiante, parecía una versión joven de su madre, una mujer, ya no una chiquilla, y Rictus sintió una sacudida de puro miedo cuando Corvus le tomó una mano y se la besó.
—Tu casa está llena de belleza —dijo a Rictus, con la mirada aún fija en Rian—. Eres un hombre afortunado. Druze, los regalos.
Druze puso un odre de vino sobre la mesa, y luego una bolsa de red llena de naranjas y gruesos limones de la lejana costa este.
—Vamos a comer —dijo bruscamente Corvus.
Tal vez fue la comida más extraña en que Rictus hubiera tomado parte. Se sentaron en torno a la larga mesa de pino y se pasaron los platos unos a otros en perfecta armonía, como si no hubiera habido cien soldados acampados fuera, como si Corvus fuera un amigo de la familia que hubiera llegado por casualidad.
Rictus y Fornyx se sentaron aún con sus corazas negras, lo que prestaba cierta belleza sombría a la situación, y Druze les sirvió a todos copas del vino minerio, como un maestro de ceremonias. Se habló muy poco, hasta que Rian, tras despedazar el pan sobre su plato, dijo:
—¿De verdad eres él? ¿El Corvus del que habla todo el mundo, el hombre del este?
—Lo soy —dijo Corvus, tomando un sorbo de vino.
—¿Cómo lo sabemos? No te pareces a él. Podrías ser un bandido que se aprovechara de su nombre.
Corvus la miró. Su sonrisa roja era como una cicatriz sobre su rostro.
—¿Y qué aspecto tiene ese Corvus del que has oído hablar?
—Es… es alto, para empezar. Y monta a caballo, según dicen, y dirige un ejército de miles de hombres, no una banda de bandidos de las montañas.
Corvus apoyó una mano en el hombro de Druze.
—Yo no llamaría bandidos a mis igranianos, señora. Al menos, ya no. —Los dos hombres se sonrieron. Druze se inclinó sobre la mesa, con los negros ojos centelleando. En un susurro burlón, dijo:
—Una vez lo fuimos, es cierto; lo llevamos en la sangre. Pero ahora las cosas son distintas. Ya no se gana dinero haciendo de bandido. —Y se echó a reír, como ante una broma privada.
—Eres demasiado joven para ser el hombre de las historias —insistió Rian.
Corvus se encogió de hombros.
—Pregunta a tu padre sobre la verdad de las historias. Cuanto más lejos viaja la verdad, menos se parece a la verdad. Así es el mundo. Yo crecí oyendo historias sobre los Diez Mil y sobre Rictus de Isca, que los condujo a casa desde el continente al otro lado del mar. Para mí era un héroe, un gigante mítico… cuando era niño. Pero tu padre es una persona real, un hombre solitario que está aquí sentado, bebiendo con nosotros. Todas las leyendas empiezan en lo ordinario y lo cotidiano, igual que de una bellota surge un roble.
—¡Eres demasiado bajo! —exclamó Rian, y su rostro se llenó de color. Aise le apoyó una mano en el brazo.
—Basta, hija. A partir de ahora, comerás en silencio.
Corvus no parecía haberse ofendido.
—Mi madre era una mujer muy sabia, como la tuya —dijo—. Siempre me decía que un hombre es tan alto como cree ser. —Saludó con la copa a Rian—. Y además, señora, en las historias soy alto, ¿verdad?
La tensa comida terminó, y Aise se llevó a las niñas de la habitación, Rian todavía furiosa. Eunion se dirigió a un rincón, donde fingió leer un pergamino, aunque sin engañar a nadie; tenía las orejas tan erizadas por la curiosidad como un gato pelado. Rictus, Fornyx, Corvus y Druze se quedaron en torno a la mesa, mirándose unos a otros, hasta que Fornyx, que había bebido copiosamente del excelente vino, se levantó con un siseo irritado y se volvió hacia Rictus.
—Quítame esta maldita cosa, ¿quieres? —Y se palmeó la coraza negra sobre sus hombros.
—Permíteme —dijo Corvus, levantándose con la rapidez de un bailarín. Y antes de que Fornyx pudiera protestar, estaba manipulando los cierres de la armadura y abriéndolos con bruscos chasquidos. Levantó la coraza de los hombros de Fornyx y la sostuvo un instante entre sus manos.
—Me sorprendo cada vez que toco una —dijo—. La ligereza, la fuerza interior. ¿De qué está hecho el Don de Antimone? ¿Te lo has preguntado alguna vez, Rictus?
—Dicen que Gaenion fabricó el material —añadió Druze—. A partir de la misma esencia de la oscuridad. Y como Antimone lo usó para fabricar corazas para nosotros, la exiliaron del cielo, para que nos vigilara y se compadeciera de nosotros, y para que nos llevara tras su velo a la hora de la muerte. He oído decir que la vida y el destino de los macht están tejidos en ellas, en dibujos que no podemos ver. —Druze tenía un rostro amplio y de nariz grande, un rostro de granjero, y poseía la tez olivácea de las tribus del este. Pero sus ojos no dejaban escapar nada, y la empuñadura de la drepana que colgaba de su hombro había visto mucho uso.
Corvus movía la coraza de un lado a otro para captar el resplandor del fuego, mientras Fornyx le observaba con expresión estúpida.
—Mirad cómo refleja la luz en ocasiones; un destello aquí y allá. Pero otras veces no refleja nada, sino que es tan negra como un agujero en la misma tierra.
Fornyx recuperó su coraza, tambaleándose un poco.
—Con todas las conquistas que has hecho, sería normal que ya tuvieras la tuya propia —dijo a Corvus.
El rostro del extraño joven se endureció y se convirtió en una máscara pálida.
—Tengo una —dijo suavemente—. Prefiero no llevarla.
—¿Por qué?
—Un hombre debe ganarse el derecho a la Maldición de Dios, Fornyx.
Fornyx resopló, y se abrió camino hacia el extremo de la pared, donde situó la coraza sobre su soporte. Apoyó una mano sobre ella.
—No les importa quién las lleve —dijo, por encima del hombro—. Se adaptan a los huesos de uno como una segunda piel, no importa si es gordo o flaco, alto… —se volvió con una mueca burlona—, o bajo.
Corvus pareció quedarse inmóvil de repente. Los únicos sonidos de la habitación eran el crepitar del fuego y la respiración lenta que salía de la boca de Druze.
—Rictus, tu amigo ha bebido demasiado vino —dijo Corvus en voz baja—. No sabe lo que hace.
—¿No sé lo que hago? —gruñó Fornyx—. Maldito enano cabrón, ¿y si te tumbo sobre mis rodillas y te parto en dos?
Rictus se levantó.
—Basta. —Una sola mirada detuvo en seco a Fornyx—. Ya hemos jugado a tu juego —dijo a Corvus—. Ahora quiero saber cuáles son tus intenciones. ¿Has venido a matarnos, a hacernos alguna especie de oferta? Somos mercenarios, no videntes. Ve directo al grano, y acabemos con esto.
Corvus asintió, y la máscara de su rostro adoptó algo de vida. Realmente, tenía los huesos finos como una muchacha, pensó Rictus. No parecía posible que aquél fuera el hombre que llevaba tres años conquistando ciudades en el este, el general imparable de los rumores. Un líder de ejércitos.
Y, sin embargo, cuando uno le miraba a los ojos… Había en ellos cierta expresión fría e implacable.
Corvus se dirigió a la chimenea y extendió sus dedos largos y pálidos hacia las llamas. El esmalte de sus uñas parecía gris a la luz del fuego. Apenas era mediodía en el exterior, pero en la granja podía haber sido medianoche. Se oía el murmullo bajo de las conversaciones de los hombres al otro lado de las paredes, pero no había viento en el valle. El río Andunnon era una simple insinuación de ruido.
Corvus se volvió. Sonreía.
—Es muy sencillo —dijo—. Estoy aquí para contratarte a ti, a tu amigo Fornyx y a tus hombres. Quiero que sirváis en las filas de mi ejército.
Rictus tomó asiento, se sirvió más vino en una copa de arcilla, y metódicamente llenó las copas de todos. Druze levantó la suya en brindis antes de beber, con los ojos negros vigilantes como los de un armiño. Fornyx se sentó a su lado, y los dos hombres morenos parecieron más que nunca hijos del mismo padre, aunque uno tenía grandes músculos y huesos amplios y el otro era delgado como un pincho de zarza.
—Los mercenarios elegimos a nuestros patrones —dijo Rictus—. Elegimos nuestros contratos, y los votamos. Tal vez desees contratarnos, Corvus, pero eso no significa que puedas hacerlo.
Corvus se acercó a la mesa, levantó una copa y estudió la temblorosa superficie del vino en su interior.
—Oh, yo creo que sí —dijo suavemente—. Druze, cuéntaselo.
—Tus centuriones en jefe, Valerian y Kesiro, son invitados de nuestro ejército en este mismo momento —dijo Druze, agitando una mano con gesto de disculpa—. Tus sentones han sido rodeados y están en nuestro campamento, frente a Hal Goshen.
—Prisioneros —siseó Fornyx.
—Invitados —le corrigió Corvus—. Ya les he explicado los términos de mi contrato, y los encuentran convenientes. Pero quieren saber tu opinión, Rictus de Isca.
Allí estaba. El guante retirado y el puño a la vista al fin. Aquel muchacho delgado de ojos fríos tenía a Rictus y su familia en la palma de su mano.
—¿Y si rehúso? —preguntó Rictus.
Corvus volvió a mirar su copa.
—Es un mundo duro. Un hombre tiene que hacer lo que pueda para proteger a sus seres queridos. Y lo que deba para conseguir la vida que ha elegido para sí. Sé que Karnos de Machran ha hablado contigo y tus sentones para ofreceros trabajo, trabajo contra mí. Los Cabezas de Perro son famosos en nuestro mundo: ¿cuántos son ahora mismo, Druze?
—Cuatrocientos sesenta y dos —dijo Druze al instante—. Sin contar a los aquí presentes.
—Sólo cuatrocientos sesenta y dos hombres… pero esos hombres han sido entrenados por Rictus de Isca. Sus hazañas, su mero nombre… tu nombre… valen diez veces más que el mismo número de lanceros ordinarios. Y si Karnos muestra algo de sentido común, y te ofrece a ti, Rictus, el mando general del ejército de la Liga, mi trabajo se doblaría. El líder de los Diez Mil, al frente del ejército de la Liga Avenia… ¡Piénsalo! Encenderías una hoguera en las Harukush, una hoguera que podría consumir mis ambiciones para siempre.
Corvus sonreía, con los labios apretados, y a la luz del fuego su rostro de pómulos altos no parecía enteramente humano. Sus ojos reflejaban las llamas como los de un zorro.
—De modo que ya ves por qué estoy aquí.
La voz de Rictus rechinó como grava al salir de su boca.
—¿Y si no acepto el contrato de ninguno? ¿Y si deseo quedarme aquí, cultivar mis tierras y seguir viviendo en paz en este valle?
Corvus asintió.
—Tus centuriones me dijeron que habías dicho cosas parecidas. Piensas en colgar la lanza, en caminar detrás de un arado, en apacentar las cabras, en olvidarte de la capa escarlata. —Hizo una pausa—. Tus amigos son muy leales, Rictus. Casi me convencieron.
Lentamente, inclinó la copa y derramó un hilillo de vino color rubí sobre la mesa. Se esparció y formó charcos como sangre recién derramada.
—Para Phobos —dijo—. Una libación. —Puso la mano sobre el vino y luego la levantó, con la palma hacia arriba—. Tú y yo somos hombres de sangre, Rictus. Hijos del mismo Phobos. No puedes renunciar a tu naturaleza, ni yo tampoco. En los tiempos que se avecinan, volverás a vestir esa capa, empuñarás una lanza y seguirás tu vocación. No intentes convencerme de lo contrario. Veo en ti la inquietud que he sentido en mi mismo toda mi vida. Si te unes a mí, formarás parte de grandes cosas; vivirás tu vida como merece ser vivida. Formarás parte de los cambios en el mundo. Y yo te seré fiel para siempre. Lo juro ante el mismo Phobos. —Luego miró a Rictus directamente a los ojos—. Si no te unes a mí, haré lo que debo. Morirás aquí hoy mismo. Pero te prometo que serás el único. Fornyx se salvará, igual que tu familia, y tus hombres servirán bajo mis órdenes. Tu nombre tendrá su lugar en la historia, pero tu parte en ella habrá terminado. Hoy. —Sonrió un poco, y en su rostro había algo genuino, un dolor verdadero.
Luego se volvió, y de repente sus ojos centellearon como los de un animal hambriento.
—Te dejaré que lo pienses. Y te veré fuera cuando te hayas decidido. Druze, vámonos.
Druze se levantó y abrió la puerta, dejando pasar un resplandor de luz blanca y el aire gélido del mundo exterior. Él y Corvus salieron, cerrando la puerta tras ellos. Por un instante, Rictus se encontró cegado en la penumbra de la granja, con la visión llena de imágenes. Parecía que no sólo sus ojos sino toda su mente se negaban a aceptar lo que estaba ocurriendo. Mientras recuperaba la vista, bebió un largo trago de vino.
—Un cabrón modesto, ¿verdad? —dijo Fornyx, sentándose pesadamente.
—Un fenómeno —dijo una voz, y Rictus y Fornyx se sobresaltaron. Era Eunion, olvidado en su rincón. Se levantó lentamente y se acercó a la mesa, con el pergamino aún en la mano. Los perros gimieron al captar el ambiente de la habitación.
—Es el don de un esclavo —dijo, con una sonrisa tensa—. Pasar desapercibido.
—Un don que me gustaría tener —asintió Rictus.
—¿Crees que habla en serio? —preguntó Fornyx.
Fue Eunion quien respondió.
—Habla en serio, amo, habla muy en serio. Es un hombre que tiene una imagen concreta de sí mismo en su cabeza, y hará lo necesario para que esa imagen sea real. Son los hombres más peligrosos de conocer. No son pragmáticos, sino soñadores.
—Sus sueños le han llevado muy lejos —dijo amargamente Fornyx, pasándose los dedos por la barba—. Rictus, estamos acorralados. Tenemos que obedecer al pequeño cabrón, al menos por el momento. Rictus permaneció saboreando el vino. Se sentía curiosamente distanciado. Le parecía que en su vida había saboreado una copa de un modo tan completo, disfrutando de cada matiz de su sabor. Había complejidades en él que nunca había imaginado, muy lejos de lo habitual en los vinos de montaña.
Había algo más; Corvus le conocía, le conocía lo suficiente para atacar las debilidades de su coraza. No se trataba sólo de las amenazas veladas a su familia y sus hombres, no era un burdo chantaje. Uno podía conseguir la obediencia de un hombre de aquel modo, pero no su lealtad.
Corvus había levantado un telón y prometido que había algo grande al otro lado, y Rictus sabía, sin lugar a dudas, que si aquel muchacho esbelto y terrible daba su palabra, la cumpliría. Porque, como había dicho Eunion, era un soñador, y faltar a su palabra destruiría la imagen que tenía en su mente de si mismo.
Rictus miró a sus amigos.
—Podemos confiar en él —dijo—. Lo sé.
Fornyx emitió un silbido bajo.
—Vas a hacerlo.
—Es eso o la muerte; ¿por qué no? —replicó Rictus. Se levantó, sintiendo que el vino le aflojaba la mente. Al pasar la vista por la sencilla habitación, comprendió que aquel lugar siempre había sido un refugio para él, y esperaba que lo fuera siempre. Pero Corvus tenía razón, y también Fornyx.
Viviría y moriría con una capa escarlata a la espalda.