Fuego en la noche
El otoño se volvió más frio. Caminar por los bosques era como abrirse paso entre una ventisca de hojas secas y cobrizas, que crujían al viento, giraban y se enmarañaban en danzas informes. La misma tierra se enfrió bajo sus pies, mientras el cielo era una masa de nubes lluviosas, con luces y sombras que se perseguían sobre ellas en dibujos incesantes mientras el sol avanzaba hacia el crepúsculo.
Aise había adelgazado. En los brazos de Rictus, parecía flaca, ligera y huesuda, con una piel blanca como el marfil donde el sol nunca la tocaba.
Siempre había sido una mujer modesta, algo que Rictus sabía que era raro entre las mujeres agraciadas con un rostro y cuerpo como los que habían adornado su juventud. En su segunda noche en casa, Aise le tomó de la mano y le condujo a su cama sin decir una palabra, y se unieron sobre ella como dos extraños educados, hasta que finalmente Aise pareció cobrar vida debajo de él con gemidos reticentes, y sus manos le atrajeron hacia sí con más fuerza. Cuando él terminó, permanecieron tumbados en la oscuridad de la habitación azotada por el viento, con los rostros tan juntos que Rictus pudo sentir las pestañas de Aise contra su mejilla cuando ella abrió los ojos en la oscuridad. Sus dedos le recorrieron el costado, como si quisieran volver a acostumbrarse a él.
—¿Qué fue esto? —preguntó, deteniéndose sobre un tejido cicatrizado—. Es nueva.
Rictus frunció el ceño.
—No me acuerdo. Un cuchillo, creo. No fue nada.
Aise encontró la cicatriz de la flecha en su muslo, y la rodeó suavemente con los dedos.
—Tantas heridas…
—El precio de la guerra —dijo Rictus. Se apartó de ella de mala gana y continuaron tumbados, uno junto al otro—. Siempre he sido afortunado en ese aspecto. Antimone me ha protegido.
—O Phobos —dijo Aise—. Dicen que el dios del miedo cuida de los que hacen su trabajo en el mundo.
Rictus le apoyó una mano en el vientre plano, tenso como el de una muchacha pese a los tres hijos que habían florecido en su interior.
—¿Es eso lo que piensas de mí, Aise, después de todo este tiempo?
—Lo sé cuando te veo vestido con esa armadura negra y la capa roja, con el rostro oculto por el yelmo. Entonces tengo miedo. Hay algo en tus ojos, Rictus. Tal vez sea lo que te ha hecho ser lo que eres. Sólo cambia cuando miras a Rian.
Rictus apartó la mano de la calidez del cuerpo de Aise y se frotó los ojos.
—Tú y Fornyx. A veces me pregunto si me conocéis en absoluto.
Ella se incorporó sobre un codo y se acercó de nuevo a él, hasta que estuvieron piel contra piel, y la humedad de su entrepierna mojó la cadera de Rictus. Incluso en la oscuridad, notó que Aise le sonreía.
—Tal vez te conozcamos mejor que tú mismo, esposo.
Su boca buscó la de él, anhelante. Le cabalgó con repentina energía, y su segundo apareamiento estuvo lleno de verdadera alegría, como el destello de un recuerdo, de un momento en que ella tenía más carne sobre los huesos, y él menos cicatrices en el cuerpo.
Así, día tras día, su otra vida se fue apoderando de él, y el espíritu de Rictus empezó a aclimatarse a la tranquila rutina de la granja.
Fornyx y él cortaron leña hasta que les sangraron las palmas, varearon las últimas castañas de los árboles con largos palos mientras las niñas corrían chillando a su alrededor, tratando de atraparlas con sus cestas, y excavaron en el duro suelo de arcilla del huerto junto a la casa para recoger remolachas y nabos. Se entregaron al trabajo con tanto entusiasmo, que Aise se quejó de que los esclavos se estaban volviendo perezosos, pero a Rictus le encantaba regresar a casa al anochecer, dolorido y sucio por el trabajo del día, para encontrar un fuego encendido, las niñas en la mesa y a Aise cociendo el pan sobre la plancha. Tomaba a su esposa entre sus brazos y acallaba con besos sus protestas hasta que ella le apoyaba las manos cubiertas de harina en los hombros para apartarle.
Con frecuencia, Rictus y Fornyx tomaban algo de vino después de cenar, y Eunion cantaba una canción de su juventud, o les contaba alguna campaña histórica de la que los dos hombres nunca habían oído hablar.
Había enseñado a leer a Rian, y empezó a hacer lo mismo con Ona, de modo que cada anochecer, después de la cena, podía oírse el murmullo de su voz de cantante, combinada con la de la hija menor de Rictus. Juntaban las cabezas en un rincón bajo una lámpara, descifrando las palabras de un pergamino.
Y luego se acostaban. Aise y Rictus siempre eran los últimos en retirarse. A veces Rictus se demoraba para quedarse frente al hogar en forma de colmena, junto a la última luz roja del fuego, saboreando el calor de las piedras bajo sus pies desnudos, el olor a pan y perros húmedos, y el crujido de las vigas sobre su cabeza cuando el viento descendía de las montañas para agitar la techumbre. En las noches tranquilas, oía el movimiento incesante del río en su lecho, y a los búhos que ululaban desde los bosques en las laderas del valle.
No solía pensar a menudo en los dioses, excepto antes de entrar en batalla, pero había ocasiones en que, estando en su tranquilo hogar, con las personas que más amaba en el mundo dormidas a su alrededor en el interior de los anchos muros de piedra, levantaba la cabeza y daba las gracias en silencio a Antimone, la diosa de la misericordia, por haberle concedido todo aquello.
No pensaba en la otra cara de Antimone, ni en el hecho de que, cuando se ponía el velo, también era la diosa de la guerra.
Llegó la primera nevada verdadera, y la nieve alcanzó la altura de sus rodillas en el transcurso de una sola noche. En las orillas del rio, el hielo se apelmazaba en grandes fragmentos brillantes como gemas. Las cabras habían bajado ya hasta el mismo valle, conducidas por Fornyx, Eunion y Garin desde los pastos altos, mientras los perros trotaban al borde del rebaño y olfateaban los rastros de lobo sobre la nieve.
Era el momento de empezar a vigilar a los lobos. Los hombres de la granja se turnarían para quedarse fuera por las noches junto al rebaño, encogidos junto a un fuego en el cobertizo que daba a la ladera oeste del valle, con los perros por toda compañía.
Rictus y Fornyx hicieron juntos la guardia de la primera noche, pues, mientras acompañaba a las cabras desde las tierras altas, Fornyx había descubierto el rastro de una manada entera en torno a las colinas, un rastro que conducía al sur. De modo que los dos hombres prepararon una provisión de leña en el cobertizo durante el día y, con la llegada de la oscuridad, se cubrieron con las viejas capas escarlatas, tomaron las lanzas y cargaron con un odre de vino para el frío de la noche. La petición de Rian de acompañarles fue firmemente rechazada, y Rictus besó a sus mujeres una tras otra antes de cerrar la puerta de la granja para quedarse junto a Fornyx en la gélida oscuridad bajo las estrellas.
—Tienes una sonrisa estúpida en la cara —dijo Fornyx—. Puedo verla incluso a oscuras. ¿No te dije que las cosas cambiarían?
—Tú eres bajo y feo —replicó Rictus—, pero ¿acaso me oyes mencionarlo? Vamos, perros.
Pisotearon la nieve helada, con los dos perros junto a ellos, convertidos en sombras delgadas y depredadoras a la luz de las estrellas. En una ocasión, Rictus levantó una mano y ambos se detuvieron a escuchar. El río, medio helado, había quedado en silencio, y apenas se movía una brizna de aire en el valle. Podían oír el crujido de sus propios huesos, y el suave movimiento de la sangre en sus gargantas con el latir de sus corazones, como el sonido de un perro jadeante.
Allí estaba, a lo lejos: el cántico débil y triste del lobo. Los perros junto a los dos hombres emitieron un gruñido bajo.
—Mala señal, tan temprano —dijo Fornyx en voz baja.
—Mi padre siempre decía que eso significaba un invierno muy duro. Phobos, la escarcha está muy fría. Encendamos ese maldito fuego antes de que los pies se nos peguen al suelo.
Caminaron sobre la nieve quebradiza hasta el refugio, y Fornyx empezó a encender el fuego; era con mucho el mejor de los dos con la yesca y el pedernal. Las cabras, criaturas inquietas y salvajes en los pastos altos, parecieron alegrarse de modo casi patético al ver a sus amos, y el rebaño se congregó frente a la cabaña, como una mancha oscura sobre la nieve. Pronto la luz del fuego les reveló a las más cercanas, y los ojos fríos de los animales devolvieron el reflejo de las llamas a los hombres y perros del cobertizo.
Fornyx golpeaba el suelo con los pies delante del fuego. Él y Rictus se habían llenado las sandalias con pelo de conejo, que fue chamuscado por las llamas, despidiendo un olor acre a campaña.
—¿Crees que los pasos estarán aún abiertos? —preguntó Fornyx.
Rictus inclinó la cabeza.
—Es posible. Aunque en la cresta el tiempo será aún peor. Dependerá de la dirección en que el viento envíe la nieve.
—Me apuesto algo a que Valerian y Kesiro están aún junto al mar en Hal Goshen, en alguna taberna, con las barrigas llenas de vino barato y los regazos llenos del trasero de alguna fulana barata.
Rictus sonrió.
—Si tienen sentido común.
—Sabes que Valerian y Rian…
—Lo sé. No estoy ciego.
—Ella ya tiene edad suficiente, Rictus, y Valerian es un buen hombre, pese a sus tonterías.
Rictus extendió las manos hacia el fuego con un breve movimiento de cabeza.
—Conozco el valor de Valerian tan bien como cualquiera.
—Pero…
—Pero lleva la capa escarlata.
—No tiene por qué llevarla toda su vida.
—Y no la llevará si quiere casarse con Rian. No quiero que tenga la vida que ha tenido su madre.
—Has dado a Aise una buena vida, Rictus —dijo Fornyx en voz baja.
—Habría sido mejor si yo fuera un hombre como mi padre.
Fornyx alzó los brazos. Sabía que era inútil persistir en aquella conversación cuando Rictus invocaba el recuerdo de su padre.
—Pásame el odre de vino, ¿quieres?
Pasaron la noche sentados, turnándose para dormitar un poco después de medianoche. Hablaron sin mucho entusiasmo de antiguas batallas y antiguos camaradas, y de los atractivos de diversas mujeres que habían conocido. Apenas se percataron cuando la nieve empezó a caer de nuevo, un velo gris más allá del fuego que hizo palidecer a las cabras durmientes y depositó sobre el valle un silencio absoluto, como si el mundo estuviera despierto y consciente, pero a la espera de algún suceso. El fuego se apagó, y en el silencio de la nieve volvieron a oír la llamada aguda y distante del lobo.
Las cabras se removieron inquietas al oírlo, haciendo caer la nieve de sus lomos, con lo que tomaron el aspecto de caballos píos. Con el fuego bajo, Rictus y Fornyx pudieron ver el resplandor de la luz de las dos lunas. El frío Phobos, con el rostro pálido como el peltre, y el cálido Haukos, su hermano menor, cuya luz teñía la nieve de un tono rosado como de vino aguado. Ambas lunas estaban llenas en el cielo, y a su alrededor, los cristales de hielo del aire trazaban un halo doble de luz arco iris.
—El Miedo y la Esperanza, llenos en el cielo juntos. Es un presagio, Rictus —murmuró Fornyx. Ambos miraban hacia arriba, hipnotizados.
—No creo en ellos —gruñó Rictus, pero también él se había contagiado de la sensación de prodigio, del presentimiento de que se encontraban en el umbral de un gran cambio en el mundo.
—Lo he visto unas cuatro veces en mi vida, y cada vez marcó el principio de algo nuevo.
—Ah. —Medio irritado, Rictus se volvió. Detestaba oír hablar de signos y presagios. Su vida le había privado de cualquier sentido de lo sobrenatural. Creía en lo que sus manos podían hacer y sus ojos ver, y aunque invocaba a los dioses para suplicar o agradecer, era más un acto reflejo que otra cosa, una especie de añadido. No creía en…
—Fornyx… Mira allí, hacia el sur de la cresta. ¿Lo ves? —Apagó el último rescoldo del fuego y miró fijamente a través de los campos nevados hacia los oscuros bosques de las colinas de arriba y, más allá, la alta cresta que marcaba la entrada al valle, a unos seis pasangs de distancia. Allí, en la oscuridad inundada por la luna, se veía el resplandor de un solo fuego, firme como la llama de una linterna de cristal.
—Lo veo. —Fornyx se reunió con él, estremeciéndose de frío—. Es una hoguera, en la ladera de la cresta. Deben estar hundidos en la nieve, quienesquiera que sean.
—¿Valerian? ¿Kesiro?
—Demasiado cerca. Ellos conocen bien este valle. Por seis pasangs más, habrían seguido andando durante la noche, sabiendo que aquí les esperaba una cama caliente. Quienquiera que esté allí fuera, Rictus, no conoce Andunnon.
Antes de que saliera el sol, Rictus y Fornyx estaban de regreso en la granja. El resto de la familia se levantó para observarles con la boca abierta mientras los dos hombres se armaban metódicamente el uno al otro, cargando con las corazas negras que eran el regalo inmemorial de Antimone a los macht, ajustándose las espadas y fijando las grebas de bronce a las pantorrillas. Las niñas se acercaron a su madre, con los ojos muy abiertos, y Eunion, tras un sobresalto momentáneo, trajo su propia lanza de caza. Rictus lo vio y levantó una mano.
—No, no, amigo mío. Tú quédate aquí.
—¿Qué sucede, Rictus? —preguntó Aise con calma, con los brazos en torno a los hombros de Ona y el rostro pálido y fijo como el de una estatua.
—Es posible que no sea nada. Fornyx, ata esa maldita correa suelta a mi espalda, ¿quieres? —Los dos hombres se revisaron mutuamente, tirando de las correas y ajustando las hebillas.
—¿Escudos? —preguntó Fornyx.
—Y yelmos. Mejor interpretar bien el papel.
Ona se echó a llorar.
En cuestión de minutos, el Rictus y el Fornyx de la granja habían desaparecido. En su lugar había dos mercenarios pesadamente armados, con los ojos convertidos en meros destellos en las ranuras de los yelmos, las capas escarlatas de su oficio sobre los hombros, escudos en el brazo izquierdo y lanzas en el derecho. Se habían convertido en hombres de Phobos, el dios del miedo.
—Quedaos en la casa —dijo Rictus a los demás—. Si a media mañana no hemos vuelto, tomad unas cuantas cosas y dirigíos al norte, colina arriba. Id a aquella vieja cabaña de pastores en los pastos altos. Puede que todo esto no sea nada, de modo que no hagáis nada irreversible. —Captó la mirada de Eunion—. Tú y Garin, mantenedlas a salvo hasta que volvamos.
Eunion asintió, tragando saliva convulsivamente.
Rictus miró a Aise y luego a Rian, con el rostro convertido en una máscara inexpresiva e insondable. El rostro de la muerte. Sin más palabras, salió de la casa, y Fornyx le siguió.
Podían oler el humo en el tranquilo aire, el único aroma en la mañana vestida de nieve. Sin hablar, ascendieron hacia los bosques, con los escudos colgados de las espaldas y las lanzas en posición vertical.
Al cabo de dos pasangs se quitaron los yelmos y se detuvieron a escuchar. La nieve había silenciado los bosques, los pájaros y el mismo río. Los árboles estaban mudos y escuchaban con ellos. Un faisán graznó y tosió hacia el oeste, y el sonido se transmitió como un grito.
Y luego otro sonido. Voces humanas, y algo grande avanzando entre la nieve y los arbustos por encima de ellos.
—Cuento cuatro, o podrían ser cinco —dijo Fornyx.
—Cinco —dijo Rictus—. Y al menos dos caballos.
—Deberíamos haber traído jabalinas, o un arco.
Rictus sonrió con amargura.
—Llevamos la capa escarlata y la Maldición de Dios. Se mearán encima en cuanto nos vean. Ponte el yelmo, hermano, y cubre mi izquierda; eres más rápido que yo.
—Siempre dices lo mismo. Sólo por una vez, ¿no podría…?
—Fornyx. —La palabra surgió de la boca de Rictus en un siseo.
Fornyx hizo una mueca, se ocultó detrás de un árbol y se puso el yelmo. Los dos hombres intercambiaron un movimiento de cabeza, agarrando las lanzas por la mitad.
Podían distinguir voces de hombres con acentos extraños, una carcajada como un ladrido y el siseo del aire a través del hocico de un caballo. El camino colina abajo estaba enterrado bajo la nieve, pero el paso estaba libre entre los árboles, como una cinta blanca desplegada por las laderas del bosque.
Estaban cerca. Podían oler el sudor de los caballos.
El faisán volvió a graznar, como si contara los momentos. Detrás de su árbol, Rictus respiraba de manera profunda y regular, como le había enseñado su padre de pequeño, y como él había enseñado a su vez a los hombres que habían combatido bajo sus órdenes.
La lanza en su mano le resultaba más familiar que el tacto del pecho de su esposa. La coraza negra era ligera como una pluma en su espalda. El mundo era una ranura de luz brillante. Había vivido aquellas sensaciones toda su vida. Eran su vida. Eran lo que le hacía sentirse vivo.
Salió de detrás del árbol.
El primer momento, contar los cuerpos. Qué actitud tenían, qué llevaban en las manos, cómo iban vestidos; sus puntos débiles. ¿Quién era el líder? Había que encargarse de él primero.
Eran soldados, todos ellos. Rictus lo vio de inmediato, pese a las capas de color pardo y a las ropas de invierno. Llevaban espadas, las pesadas drepanas curvas de las ciudades bajas, colgadas de las caderas, y del arzón del caballo más cercano pendían tres yelmos de bronce, como cebollas gigantescas. Pero ninguna capa escarlata a la vista; no eran mercenarios.
Los hombres se detuvieron en seco cuando Rictus y Fornyx se materializaron ante ellos, como relucientes estatuas de ébano y escarlata, con sus lanzas apoyadas en el hombro. Los ojos de Rictus se movían en todas direcciones en el interior del yelmo. Respiró un poco, algo más relajado, observando los hechos e intenciones reflejadas en sus ojos. No sería necesario matar, al menos por el momento.
—Buenos días, muchachos —gritó, y el bronce privó a su voz de tono y calidez—. ¿Qué buscáis en estas colinas nevadas en esta época del año?
Uno de los hombres se movió hacia el caballo de delante, donde había unas cuantas jabalinas. Rictus se adelantó dos pasos y apuntó a la garganta del hombre con el aichme de su lanza.
—No te van a hacer falta, amigo mío. Hoy no.
Un hombre de barba negra levantó los brazos. Tenía un rostro amplio y agradable, que parecía al mismo tiempo simpático y siniestro. Podía haber sido el hermano menor de Fornyx.
—¡La Maldición de Dios, aquí, en mitad de ninguna parte! ¡Eso sí que es un prodigio! Baja la lanza, hermano. No queremos haceros ningún daño. Somos simples viajeros, de camino a una vida mejor.
Rictus inclinó la cabeza, con la lanza firme como una piedra en su puño. Era consciente de la presencia de Fornyx a su izquierda, enviando silenciosas nubes de aliento al tranquilo aire. Nadie más se movía; por lo menos, demostraban sentido común. Un movimiento brusco podía hacer que la mañana terminara en una carnicería, y lo sabían.
—¿Quiénes sois? —preguntó Rictus al hombre barbudo.
El hombre inclinó la cabeza, sonriendo.
—Yo soy Druze, y éstos son mis amigos, mis camaradas Grakos, Gabinius y un par de bribones más. Buscábamos la ruta más rápida hacia Hal Goshen, y parece que nos hemos desviado durante la noche. Nuestras disculpas si hemos entrado en tu territorio. No queremos hacer ningún daño. Es posible que nos llevemos uno o dos conejos de tus bosques, pero eso será todo.
Estaba mintiendo. La carretera de Hal Goshen pasaba por la cresta de la montaña, y era imposible no verla. Sólo un imbécil podía desviarse, y aquel hombre no lo era. Rictus lo supo sólo por el destello negro azabache de sus ojos. Tampoco estaba asustado, ni siquiera intranquilo. Aquello era preocupante.
Uno de sus compañeros descendió por la pendiente desde la retaguardia del grupo, también mostrando sus palmas vacías. Era un tipo más pequeño y esbelto. Llevaba la clámide corta de lana de los habitantes de la montaña, con la capucha levantada, de modo que su rostro era difícil de distinguir, a excepción del resplandor de sus ojos cuando el sol se reflejó en ellos al pasar.
—Tal vez preferiríais que diéramos la vuelta —dijo, apoyando una mano en el hombro de Druze. Sus uñas habían estado pintadas de escarlata algún tiempo atrás, pero el esmalte se había desgastado y agrietado. Parecía haber estado escarbando en sangre—. Si es así, creo que no vamos a discutir con dos hombres como vosotros. Incluso siendo cinco, no seríamos rival para dos portadores de la Maldición. De modo que consideraos vencedores. —Sonrió bajo la capucha—. No es necesario derramar sangre en una mañana tan hermosa.
—Cierto. Salid de este valle, y nos separaremos como amigos —dijo Rictus. Bajó la lanza, pero mantuvo el hombro izquierdo hacia los forasteros, cubriéndose con el escudo.
—De acuerdo —dijo el hombre más bajo—. Aunque, si pudiera, me gustaría saber los nombres de los que nos obligan a retroceder.
—¿Me tomas por un imbécil? —preguntó Rictus en tono ligero.
Los cinco hombres eran jóvenes, y el que hablaba tal vez el más joven de todos, pero su equipamiento había visto mucho servicio, y tenían la actitud relajada pero alerta de los soldados bien entrenados. Había algo extraño en todo aquello.
—He oído decir que Rictus de Isca vive en este valle —dijo el joven encapuchado—. Se cuentan muchas historias sobre él, y además lleva la Maldición. Si me lo encontrara, me gustaría saberlo, sólo para poderlo contar más tarde.
—Los portadores de la Maldición no brotan del suelo, especialmente en un lugar tan alto y alejado de la vida civilizada —añadió Druze, extendiendo los brazos en actitud razonable—. No puedes culparnos por sentir curiosidad.
—Tal vez Rictus prefiera no ser molestado —dijo Fornyx.
—Tiene todo el derecho a hacerlo —replicó el encapuchado—. Créenos cuando decimos que no le deseamos ningún mal. He leído historias sobre los Diez Mil desde que era niño. Si llegara a conocer a su líder en persona, sería un día muy especial para mí.
Levantó la cabeza, y por primera vez miró a Rictus a los ojos.
—Tienes mi palabra.
Su rostro era pálido, y en sus ojos había algo extraño. Pero antes de que Rictus pudiera ver qué era, el joven había vuelto a bajar la mirada.
—Phobos —blasfemó Fornyx.
—Ve hacia tu izquierda —murmuró Rictus entre dientes. Aquellos jóvenes no iban a retroceder. La mañana terminaría en sangre, después de todo. En voz más alta, dijo—: Marchaos ahora. No quiero más preguntas, ni más conversación. Marchaos, o moriréis aquí. —Él y Fornyx levantaron las puntas de las lanzas hasta la altura de las gargantas y adoptaron posiciones de ataque.
Ninguno de los hombres se movió. El joven encapuchado suspiró, se metió una mano en la manga y extrajo una flauta de madera barata, del tipo que los soldados se fabricaban en los campamentos.
—No lucharé contigo, Rictus —dijo con calma. Estaba demasiado tranquilo. Mientras Rictus y Fornyx avanzaban, ni él ni ninguno de sus hombres se movieron, pero el joven se llevó la flauta a los labios (rojos como los de una muchacha) y tocó una melodía aguda, un fragmento de himno de marcha que Rictus había oído centenares de veces.
E, instantáneamente, el bosque cobró vida a su alrededor.
Surgieron hombres de entre la nieve, de detrás de los árboles, de los arbustos. Habían estado tendidos bajo capas blancas, ocultos entre la maleza. Su aparición llenó los bosques de pájaros asustados.
En un momento, Rictus y Fornyx se vieron rodeados por docenas de soldados armados, con los rostros azulados por el frío. Algunos llevaban arcos, otros jabalinas, y otros desenvainaron sus drepanas, de modo que el hierro frío centelleó entre el resplandor de la nieve.
Se mantuvieron observando en silencio, como guerreros de leyenda surgidos mágicamente de la misma tierra.
—Maldita sea —dijo Fornyx—. Pequeño cabrón.
Rictus sintió un sobresalto devastador, el conocimiento de que todo había terminado, de que toda su vida había llegado a su fin.
«De modo que así es cómo todo termina», pensó Rictus. «Para mí, para Fornyx, para todos nosotros». Pensó en Aise y en las niñas, en lo que les ocurriría a partir de entonces, y resistió al impulso automático de atacar, de ensartar a aquel muchacho de la flauta y ahogarle en su propia sangre. Tenía que ganar tiempo.
—Suelta el arma —dijo a Fornyx.
—Mi trasero —espetó su amigo, con los ojos muy abiertos de furia detrás del yelmo.
—Hazlo, Fornyx.
Los dos hombres clavaron la parte inferior de las lanzas en el suelo, de modo que los regatones quedaron enterrados. Con la mano derecha libre, Rictus se despojó del yelmo, y el aire frío le mordió la cara.
—Estamos en desventaja —dijo al flautista—. Y tienes razón. Mi nombre es Rictus, y éste es mi segundo, Fornyx. —Miró a su alrededor, con el corazón martilleándole y el rostro tenso por el esfuerzo de mantenerlo impasible. Pero consiguió hacer una especie de reverencia despectiva—. ¿Crees que has traído suficientes hombres?
El joven levantó una mano y se apartó la capucha. Sonreía. Descendió por la ladera como si fueran los escalones de un palacio, hasta que estuvo tan cerca que Rictus hubiera podido alargar los brazos y rodearle la garganta con las manos.
Sus ojos eran extrañamente claros, de un tono violeta que no parecía del todo natural. Llevaba el cabello hasta los hombros, de un negro resplandeciente como el ala de un cuervo, y en su piel blanca había cierto resplandor dorado.
Era hermoso como una doncella, pero tenía la cicatriz de una antigua herida de espada en la esquina de su ojo izquierdo.
—Hace mucho tiempo que deseo conocerte, Rictus de Isca —dijo—. Me llaman Corvus.