La cabra y su águila
Como había predicho Rictus, la nieve hizo su aparición aquella noche, cayendo en silencio en la oscuridad. Rictus se levantó mucho antes del amanecer para avivar las cenizas del fuego y hacer brotar de ellas un calor rojo, arrojando lumbre sobre el resplandor de las ascuas. Los perros se pusieron en pie a su lado, desperezándose y bostezando. El viejo Mij le lamió la cara y no quiso separarse de él hasta que le hubo rascado bien las orejas, mientras Pira, la joven perra, se revolcaba por el suelo, arqueando la espalda como un gato.
Abrió la puerta y se estremeció en su capa desgastada. En la oscuridad previa al alba, la nieve se extendía, gris y uniforme a través del valle que tenía delante. Por encima del borde de las montañas aún se veía al rojo Haukos, pero su hermano Phobos casi se había puesto.
Rictus anduvo descalzo sobre la nieve virgen, con los perros trotando detrás de él. En la blancura uniforme, sólo el río parecía oscuro en su ruidoso parloteo consigo mismo. Unas huellas en la nieve captaron la atención de Rictus; una liebre, y junto al borde del río había excrementos de un campañol aventurero que aún no estaba listo para su sueño invernal. Los perros olfatearon la orilla mientras lamían el agua.
Rictus se arrodilló junto a ellos sobre el gélido barro y sumergió las manos en la corriente, arrojándose agua sobre la cabeza y el cuello. El frío le hizo jadear, pero le despertó por completo.
Cuando regresó, la casa había cobrado vida. El fuego era un rugido amarillo, y Aise atendía una cacerola colgada sobre él; gachas de cebada, a juzgar por el olor. La nueva esclava, Styra, había traído más leña, y Fornyx estaba sentado a la mesa de la cocina, con los rastros de la bebida de la noche anterior visibles en el rostro.
—Estás demasiado despierto —dijo a Rictus—. No bebes lo suficiente; nunca lo hiciste. Señora —dijo a Aise—, ¿queda algo más de aquel buen vino amarillo para hacer pasar la resaca?
—Las gachas te sentarán mejor —dijo Aise, mientras depositaba un cuenco frente a él.
—¿Dónde están las niñas? —le preguntó Rictus.
Ella no levantó la vista de la cacerola para replicar:
—Fuera, ordeñando las cabras. Volverán enseguida. Come, esposo, mientras está caliente.
Rictus comió de pie, siguiendo su antigua costumbre, tomando con los dedos la pegajosa sustancia, hasta que captó la mirada significativa de Fornyx y cogió una cuchara de cuerno de la mesa.
Entraron las niñas, con cubos de leche de cabra tibia, charlando como estorninos, aunque Ona se quedó callada y con los ojos muy abiertos al ver a su padre con su capa roja de guerrero. Eunion las seguía de cerca, envuelto en la grasienta piel de cordero que había llevado todos los inviernos desde que Rictus le conocía. De repente, la cocina se convirtió en un lugar vivo, ruidoso y lleno de gente, una mesa rodeada de rostros entre el estrépito de los utensilios. Fornyx empezó a intercambiar bromas matutinas con Rian como si nunca hubiera estado fuera, y los perros permanecieron silenciosos tras las dos niñas, hasta que su paciencia dio frutos en forma de cortezas de pan mojadas en leche.
Rictus se quedó en pie junto a la puerta, mientras hacía girar mecánicamente la cuchara en el cuenco vacío. Los contempló sin decir nada, como el fantasma de un guardián, y sintió un dolor inexplicable cerca del corazón. Aquella era su familia. Él la había unido, la había creado, Las niñas eran de su propia sangre, y los demás estaban tan unidos a él por los recuerdos y el paso de los años que eran igual que parientes.
¿Por qué, entonces, se sentía a veces como si fuera un forastero que lo contemplaba todo desde el exterior?
Eunion había sido tutor de literatura antes de que Rictus y sus hombres derrotaran en una batalla al ejército de su ciudad. Una décima parte de los soldados derrotados habían sido vendidos como esclavos en cumplimiento de los acuerdos que habían concluido la guerra, un asunto sin ninguna importancia en algún lugar al oeste de Machran. Rictus ni siquiera recordaba ya el nombre de la ciudad que le había contratado para combatir contra el pueblo de Eunion.
Los derrotados habían echado a suertes quién seria vendido, y la fortuna no había favorecido a Eunion. Tenía una hermosa voz de cantante, y conocía todas las canciones y baladas de las tierras bajas del oeste; por ello, y por su cultura, Rictus lo había comprado, para salvarlo de los traficantes de esclavos que acudían como cuervos a la conclusión de cada batalla. Una decisión simple, tomada en el impulso del momento. Había evitado que Eunion acabara en las minas, y le había granjeado a Rictus la amistad de un hombre excepcional, tan honesto y decente como era posible serlo en aquel mundo fracturado.
Fornyx había tomado la capa escarlata al servicio de un sentón mercenario cuando era poco más que un niño. Había sido maltratado por los soldados, y convertido en un sirviente. Los sentones de Rictus les habían derrotado en un combate duro y encarnizado cerca de la costa de Kupria. Era otoño; la temporada de campañas casi había terminado, y los dos pequeños ejércitos habían combatido bajo la lluvia, convirtiendo el suelo bajo sus pies en un pantano donde los heridos eran pisoteados y asfixiados.
Al acabar la batalla, Rictus había encontrado al pequeño Fornyx destrozando el cráneo de su propio centurión con una piedra. Había reconocido la mirada en los ojos del niño; la había visto en los ojos de muchos otros por todas las ciudades azotadas por la guerra de las Harukush. Hubo una época en que su propio rostro había tenido el mismo aspecto. De modo que había reclutado al pequeño Fornyx para sus propios sentones, y con el tiempo el niño se convirtió en un hombre que resultó más fiel que ningún perro, aunque poseía un sentido del humor ácido, capaz de provocar oleadas de carcajadas entre los hombres o hacer que se lanzaran unos sobre otros en el tiempo que se tardaba en beber un cuenco de vino.
Años después hubo una esposa y una hija, asesinadas por los hombres cabra mientras viajaban al encuentro de Fornyx allí, en Andunnon. Fue la única ocasión en que Rictus vio llorar a su amigo, mientras quemaban los lastimosos restos de su familia en una pira improvisada. Después de aquello, fue como si una luz se hubiera apagado en su interior.
No fue hasta el nacimiento de las hijas de Rictus que Fornyx recuperó algo de su antiguo fuego, como si Rian y Ona fueran de algún modo una compensación por su esposa e hija perdidas. Había vivido en Andunnon desde entonces; Aise había insistido en ello. Fornyx era el primer centurión de los Cabezas de Perro, el segundo de Rictus. Era un líder natural, acostumbrado a dirigir a los hombres más endurecidos. Pero las hijas de Rictus le conocían como el tío Fornyx, que les traía regalos de sus viajes y les contaba historias que las hacían gritar de risa.
Era lo más parecido a un hermano que Rictus hubiera conocido.
Y luego estaba Aise. Rictus la observó, sentada junto al fuego en su lugar habitual, con la mirada enternecida mientras Fornyx explicaba una de sus absurdas historias junto a la mesa y las niñas le escuchaban embobadas.
Aise fue un botín de guerra, una esclava entregada a Rictus como parte del pago de una deuda, Había sido contratado por una ciudad pobre de las tierras altas para que la defendiera durante el largo invierno de las ambiciones de una vecina más próspera. Una vez terminado el trabajo, la ciudad tenía poco dinero con que pagarles, de modo que les había dado lo que había podido: ganado, hierro, vino y esclavos.
Aquella muchacha alta y hermosa de cabello oscuro que tenía aire de reina había llamado inmediatamente la atención de Rictus, algo con lo que indudablemente habían contado los ancianos de la ciudad. Era una auténtica belleza, pero no era aquello lo que atrajo a Rictus. Había visto miles de esclavas hermosas en el curso de sus campañas. No, había sido su porte, la calma que parecía emanar de ella.
Durante las primeras semanas de su posesión, Rictus ni siquiera había intentado acostarse con ella. Había visto lo que hacían las violaciones, y aunque había hombres que las consideraban simplemente una parte más del proceso de las guerras, él las detestaba con toda su alma. Había matado a sus propios hombres por aquel motivo en varias ocasiones. En lugar de ello, trató a Aise con cortesía, casi como si fuera una invitada. Ni siquiera sabía muy bien por qué.
Al menos, no se debía a nada que hubiera podido explicar con palabras que tuvieran sentido, ni siquiera a Fornyx. Pero fue en aquellos días, en torno a las hogueras del campamento, cuando, al mirar los rostros que le rodeaban, Fornyx, Eunion y más tarde Aise, comprendió que había encontrado algo precioso, o que tenía la posibilidad de encontrarlo. Tal vez una especie de plenitud.
Se conocía a sí mismo; en su fuero interno, sabía que estaba tratando de recrear la familia que había perdido años atrás, en la caída de Isca. Pero ello no significaba que estuviera equivocado.
Cuando se acostó con Aise por primera vez, fue porque ella acudió a él por voluntad propia, cosa que aún la volvió más singular a sus ojos. Se unieron por curiosidad y una especie de apetito mutuo. Tal vez ella también trataba de recrear algo de una vida anterior, una vida perdida para siempre.
Poco menos de un mes más tarde, Rictus liberó a Aise y a Eunion, mientras Fornyx ponía los ojos en blanco y los demás centuriones intercambiaban apuestas sobre el tiempo que pasarían entre ellos aquellos extraños.
Habían transcurrido veinte años.
Aise levantó la vista del cuenco para mirarlo. Su magnífica mata de cabello estaba recogida en la parte trasera de su cabeza, ya totalmente gris, y había arrugas oscuras en torno a su nariz. El quitón largo y sin forma que vestía la volvía casi asexuada, y sus manos tenían los nudillos ásperos y encallecidos por el trabajo en la granja. Pero sus ojos eran los mismos, aquel gris hierro tan raro en las tierras bajas. Igual que los ojos de Rictus, los de su mujer parecían de una nativa de las tierras altas.
Una oleada de risas recorrió la mesa, y Eunion echó atrás la cabeza como un chiquillo. Fornyx se levantó, secándose los labios, con la broma aún en los ojos.
—Ah, no tenéis sentimientos. Encontráis divertida la historia de mis desventuras. Señora, gracias por la comida; creo que voy a ver el día que hace fuera, y tal vez añadiré algo a la corriente del río. ¿Me acompañas, hermano?
Rictus dirigió otra mirada a su esposa, pero ella estaba limpiando la mesa, dando instrucciones a las niñas y a Eunion y llamando a los esclavos. La maquinaria de la casa funcionaba con regularidad, Su regreso apenas la había perturbado.
—Te acompaño. Aquí no soy necesario. —El tono desagradable de su voz hizo que Aise se detuviera y le mirara una vez más, pero lo que estuviera pensando permaneció oculto tras sus ojos.
El sol había ascendido por encima de las montañas, y el valle era un resplandor intenso de blanco y azul. Los perros pisotearon la delgada capa de nieve, olfateando rastros invisibles. Rictus se quedó junto a Fornyx mientras el otro hombre orinaba en el río, con los ojos cerrados y sonriendo.
—Dale tiempo —dijo a Rictus, y anduvo unos pasos corriente arriba antes de arrodillarse en la nieve para lavarse.
—¿Tiempo para qué? ¿Para empezar a echarme de menos?
—Hemos estado fuera un año; más de un año. Ella es la señora aquí, Rictus. Luego llegas tú y alteras todo su mundo. Os llevará tiempo, pero los dos lo conseguiréis al final; siempre lo hacéis. —En voz más baja, añadió—: Cada año igual.
—Te he oído, listo.
—Muy bien. Escúchate también a ti mismo: nervioso como un niño. Dentro de tres días, Ona te estará abrazando, Aise tendrá besos para ti mañana y noche, y Rian seguirá pensando que su padre es un dios entre los hombres.
—Tal vez fui un estúpido por pensar en retirarme, en pasar aquí todo el año.
—Eres un estúpido, desde luego, pero no porque te falte amor por tu familia. Eres un maldito estúpido si piensas que cuidar cabras y plantar cebada será vida suficiente para ti.
—Fue suficiente para mi padre, y era iscano.
—No se trata de Isca. —Fornyx se irguió y resopló—. ¡Phobos, el agua esta fría! Rictus, esa capa roja a tu espalda es todo lo que has conocido. ¡Por la misericordia de Antimone, fuiste el líder de los Diez Mil! Y, para bien o para mal, siempre lo serás. Me apuesto la paga de un año a que cuando oigas hablar de la próxima guerra, te pondrás húmedo como una chica ansiosa de poder rodear algo con las piernas.
—¿Y que me dices de ti, pequeña comadreja barbuda? ¿Es que no tienes deseos de sentar la cabeza y…? —Estuvo a punto de decirlo. Y ver crecer a tus hijos. La frase flotó en el aire entre ellos.
—Si tengo una casa —dijo Fornyx, mucho más serio—, está aquí. Y el día que tú cuelgues la capa escarlata, yo haré lo mismo. No querría servir con nadie que no fueras tú.
—Nadie más te aceptaría.
Fornyx sonrió.
—No estés tan seguro. Haber sido el segundo de Rictus de Isca cuenta para mucho en este mundo. —Vaciló—. Sin embargo, te envidio.
—¿Qué es lo que me envidias? —preguntó Rictus. «Se trata de Aise», pensó. «Siempre se ha tratado de Aise». Pero las siguientes palabras de Fornyx le sorprendieron.
—Lo que viste en tu juventud. Los lugares por donde marchaste, el mundo que recorriste, Formaste parte de una leyenda, Rictus, y viste cosas que pocos entre los macht pueden imaginar. La tierra más allá del mar, y el imperio que la domina. Para todos nosotros no es nada más que una historia, o las palabras de una canción. Pero tú estuviste allí. Luchaste en Kunaksa. Sobreviviste a la carga del Gran Rey, y a la larga marcha de regreso. Daría cualquier cosa por haber formado parte de aquello.
—He oído decir eso mismo a muchos hombres, normalmente cuando están borrachos —dijo Rictus—. Pero nunca a ti.
—Creí que tenía demasiado sentido común. Tú y yo sabemos lo que es la guerra. De modo que se cómo debió ser: peor que una pesadilla negra de Phobos. Pero haber formado parte de ello, haber hecho historia… eso significa algo.
Rictus recordó.
El calor devastador de aquellos días interminables en las colinas de Kunaksa, el hedor de los cadáveres, Los gritos de agonía de los caballos mutilados. Y los rostros de los que habían compartido todo aquello con él. Gasca, muerto en Irunshahr, no mucho mayor que un niño demasiado grande. Jason, al que había amado como a un hermano, y que había sobrevivido a todo ello sólo para ser acuchillado en una trifulca sin importancia en Sinon, en la misma orilla del mar.
El mar. Cómo lo había amado en su juventud. Y recordó a los supervivientes de los Diez Mil gritando de alegría al verlo. Aquel momento, aquel brillante destello de alegría, estaba grabado en piedra en su corazón.
—Fue hace mucho tiempo —dijo Rictus, con la voz algo pastosa—. Casi media vida. La marcha de los Diez Mil ya no es nada más que el recuerdo de un anciano.
Fornyx escupió en el río.
—Es más que eso, y tú lo sabes. Igual que tú serás siempre algo más que un granjero de las tierras altas con una lanza en el umbral. Cargamos con nuestro pasado por donde vamos, hermano, especialmente los que llevamos la Maldición negra. Es lo que somos.
Permanecieron uno junto al otro mientras el valle se iluminaba todavía más a su alrededor, y los pájaros de los bosques colgantes llenaban el aire de canciones.
—Es lo que somos —asintió Rictus al fin.
La nieve fue un prodigio matutino que desapareció a media tarde, excepto donde las sombras de los árboles protegían algunas capas del sol. Aquel primer día de su regreso, Rictus recorrió los límites de su pequeño reino con un bastón de avellano en la mano y un cuchillo de bronce al cinto para cortar el pan con cebolla y queso que le había preparado Aise.
Acompañado de Eunion y Rian, recorrió las laderas pardas hasta el terreno abierto más allá de los bosques, y permaneció allí, para contemplar como un rey su rebaño de cabras mientras los resistentes animales acababan con los últimos restos de hierba del año. Como todo lo demás, el rebaño había crecido durante la ausencia de Rictus.
El desigual trío se sentó en la hierba mientras el viento la hacia ondear a su alrededor y, con la llegada del mediodía, los tres empezaron a morder las cebollas rojas como si fueran manzanas. Los perros se tumbaron a un lado, atentos y con los ojos brillantes. La charla de Rian pasaba junto a los oídos de Rictus escuchada sólo a medias, haciéndole sonreír de vez en cuando si captaba su sentido general.
Por lo demás, sin embargo, se limitaba a disfrutar del sonido de la voz de su hija mayor, y a apretarle de vez en cuando una mano, perdida en las profundidades de la alta hierba amarilla, como para asegurarse de que fuera real.
Por muy charlatana que fuera Rian, fue Eunion quien proporcionó a Rictus la versión más clara del año transcurrido. Efectivamente, había una cueva de osos en las laderas de la colina de Crag, oculta entre los arbustos y enebros que cubrían la ladera norte. Los osos eran casi sagrados para los macht, respetados por su fuerza y ferocidad, pero el ocupante de aquella cueva en particular era elusivo y, al menos por el momento, lo mejor era dejarlo en paz.
Apenas se habían visto vorine en el valle desde la muerte de la hembra y sus cachorros, pero en su lugar habían aparecido lobos explorando las colinas. El oso dormiría durante el invierno, pero los lobos no… Era algo a tener en cuenta.
El macho cabrío, el viejo, sabio y malvado Grenj, había luchado contra un águila, algo que Eunion nunca había visto ni oído mencionar antes. Rian represento la pelea mientras la describía como si fuera una historia de leyenda: una mano era el águila, y la otra el valiente Grenj. Cualquier otro hubiera visto algún presagio en una cabra que daba muerte a un águila, pero para Eunion aquello no había sido nada más que un fenómeno natural fascinante, algo que recordar y analizar. Como si la narración le hubiera llamado, Grenj se abrió paso entre su harén para acercarse a ellos, con su majestuoso despliegue de cornamenta y sus fríos ojos amarillos.
Era igual de bueno que un perro para proteger a los suyos, dijo Eunion, aunque había envejecido… El invierno siguiente podría ver su muerte.
—Cuando haya muerto, pondremos sus cuernos encima de un poste —dijo Rictus—. Es lo que se solía hacer en Isca cuando yo era pequeño. Para mantener aquí su espíritu.
—Vivirá años y años —protestó Rian—. Tiene que vivir, tras una hazaña semejante.
—Eso espero —dijo Rictus, besándole la parte superior de la cabeza—. Tienes razón: lo merece.
—¿Y la campaña, amo? ¿Cómo ha ido este año? —preguntó Eunion—. La ciudad que os contrató fue Nemasis, ¿no es cierto?
A Eunion le encantaba oír noticias del ancho mundo, y era uno de los pocos hombres capaces de analizarlas con inteligencia. Rictus miró a Rian. Estaba sentada entre ellos, con la barbilla sobre las rodillas, frotando el vientre de Mij con los dedos de su pie desnudo.
Rictus captó la mirada de Eunion, y vio la disculpa en el rostro del otro hombre.
—Ha sido una campaña muy larga —dijo de mala gana, y apoyó una mano en la nuca de su hija, como para protegerla—. Hubo pocos combates; uno o dos enfrentamientos al suroeste de Machran. Pero los venganos fueron muy testarudos. Tienen buenas tierras en torno a esa ciudad suya rodeada de murallas de barro, y no admitieron su derrota ni siquiera cuando les expulsamos del campo de batalla. De modo que se convirtió en una especie de asedio.
—¡Un asedio! —exclamó Rian, como si aquélla fuera una revelación maravillosa.
—Algo raro en esta época —dijo Eunion. Se pasó una mano endurecida por el vello blanco de su barbilla.
—Algo raro, gracias a Dios. Y además en invierno. Pasamos allí los meses más fríos del año, y devoramos todo lo que había en el campo de los alrededores mientras los venganos pasaban hambre en la ciudad. Hicieron una salida a fin de año, y aquél fue su error. Tomamos la barbacana, y todo terminó.
—¿Y los términos? —Eunion siempre quería conocerlos. Tal vez se debía a su propio destino en la vida.
—¿Qué les hicisteis? —quiso saber Rian, Eran sus propios ojos, en el rostro de su hija, mirándole fijamente.
—Bueno, los nemasianos se habían visto obligados a pasar medio invierno congelados en los campamentos en lugar de estar sentados en casa con sus esposas, de modo que no estaban muy dispuestos a la clemencia.
Rictus no quería decir más. No tenía ningún deseo de comunicar a su hija ni a aquel hombre bueno y amable sentado a su lado nada sobre la carnicería y el caos que habían puesto fin a la campaña.
—¿Sobrevivió Venga? —preguntó Eunion, con los labios apretados.
—Sí. Aunque perdió gran parte de sus tierras. —Y a la mayor parte de sus hijos e hijas, añadió Rictus para sí, pensando en las largas hileras de niños encadenados que habían llenado las carreteras en dirección a los mercados de esclavos de Machran.
—Nosotros sufrimos pocas bajas, no más de cincuenta en total.
—¿Cincuenta? Eso no es nada. Casi no luchasteis —acusó Rian.
—Casi no luchamos —asintió Rictus, aunque algo en su rostro hizo que Rian le apoyara una mano en la rodilla en un gesto de oscura disculpa.
—¿Y qué noticias hay de Machran, amo? —insistió Eunion—. Hemos oído historias en Onthere y Hal Goshen, pero son tan confusas que parecen poco más que mitos. ¿Sabes algo más sobre lo que esta ocurriendo en el este?
Rictus frunció el ceño, frotándose el muslo derecho justo bajo el borde de su quitón. Allí había una cicatriz rosada que marcaba el lugar donde una flecha vengana, casi sin fuerza, había impactado contra su pierna el año anterior. Había tardado mucho tiempo en curarse en el frío del campamento, y todavía le molestaba cuando pasaba mucho rato sentado sobre el frío suelo, como en aquel momento.
El este, donde había surgido aquel nuevo fenómeno, aquel prodigio. Era todo lo que la gente le preguntaba en sus viajes: «¿Qué noticias hay del este? ¿Qué está haciendo ahora?». Aquella aparición, aquel fénix de la guerra.
—Es difícil separar el mito de la realidad cuando se habla del este —dijo al fin—. Sé que esté en el interior, que ha dejado Idrios atrás, y oí decir que Gerrera y Maronen habían caído.
—Es cierto, entonces: ¡se dirige hacia aquí! —exclamó Rian, y levantó las dos manos como para atrapar un ramillete.
—Si tiene Maronen —dijo Eunion en tono tenso—, su próximo paso tiene que ser Hal Goshen.
—Yo también opino eso.
—Amo, Hal Goshen esta sólo a…
—Lo sé —le interrumpió bruscamente Rictus.
—¿Qué es lo que quiere, padre? —preguntó Rian.
Rictus se encogió de hombros.
—Algunos dicen que sólo busca dominar todas las ciudades macht. Pero eso es absurdo. —Hablaba por encima de la cabeza de Rian, mirando a los ojos a Eunion—. Cuando estuvimos en Machran, Karnos hablaba de invocar los términos de la Liga Avenia, y esta vez creo que las ciudades principales responderán. Si eso sucede, Machran puede poner en el campo un ejército aliado de unos cuarenta mil hombres, una fuerza como nunca se ha visto en las Harukush. Ese supuesto conquistador no puede enfrentarse a algo semejante. Se dará cuenta de que es absurdo, y dará la vuelta. —Quería que Eunion se mostrara de acuerdo con él, que tratara aquel tema como lo había hecho Rian.
Pero el anciano no parecía dispuesto a ello.
—¿Es cierto lo que dicen de él, que es poco más que un niño? —preguntó Rian, con una amplia sonrisa.
—Es joven, según dice todo el mundo, pero hace falta algo más que un niño para hacer lo que él ha hecho durante estos tres últimos años. Tiene una docena de ciudades bajo su dominio, y las gobierna como un rey, aunque sin darse ese nombre.
Eunion asintió, pensativo.
—Se hace llamar Corvus. Una palabra muy antigua. Me pregunto de donde la sacó. Se refiere a un ave carroñera negra, un cuervo o algo parecido.
—Le llaman así. Nadie sabe su verdadero nombre, o él no se ha dignado revelarlo, en cualquier caso. Pero, se llame como se llame, este año tiene un ejército de veinte mil hombres en el campo, que crece con cada nueva conquista. Cuando toma una ciudad, sus términos son tan benévolos que los ciudadanos casi se alegran de luchar después para él. No esclaviza a nadie, no confisca tierras ni propiedades. Sólo quiere hombres que empuñen la lanza en sus filas, y dinero para financiar sus campañas. Hace que la guerra se alimente a sí misma.
—He oído decir que sabe leer como un erudito —dijo Eunion, con una sonrisa curiosamente melancólica.
—No sé nada sobre eso. La gente dice muchas tonterías sobre él. —Rictus miró fijamente a Eunion. Podía haberlo esperado de su hija, pero le decepcionó ver que el anciano estaba también atrapado por las historias, por la oleada de mitos que crecían en torno al tal Corvus. Había experimentado algo parecido en su propia vida, y sabía hasta qué punto la mezquindad podía agazaparse detrás de una leyenda—. También he oído que por la noche le crecen alas, que es el hijo del mismo Phobos, que ni siquiera es un macht, sino una especie de semidiós. Precisamente tú, Eunion, no deberías creer todo lo que oyes.
El anciano volvió a sonreír.
—Lo sé, amo. Pero a veces los hombres necesitamos historias. —Apoyó una mano en la cabeza de Rian—. Todos las necesitamos. Es lo que nos distingue de las bestias.
Los dos captaron la irritación de Rictus. Rian se apartó de él para acercarse a Eunion, lo que le enfureció más aún. En silencio, los tres contemplaron las colinas, donde los oscuros bosques terminaban al borde de las montañas al norte y al oeste. La nieve de la noche anterior yacía sobre las cumbres; estaban blancas como un sueño invernal.
—Siempre me he burlado de los presagios y portentos, y los he considerado indignos del tiempo de un hombre racional —dijo Eunion—, pero si fuera un campesino de las colinas…
—¿Un cabeza de paja? —preguntó Rictus en tono burlón, casi amargo.
Eunion inclinó su cabeza calva.
—Ésa es una expresión que no había escuchado en mucho tiempo, viviendo aquí arriba. Pero si lo prefieres… Si fuera un campesino inculto de las tierras altas, podría interpretar algo en la derrota del águila por el viejo Grenj.
—¿Y qué interpretarías? —preguntó Rictus, de nuevo con el ceño fruncido.
—La alteración de la normalidad. Algo en el aire; un cambio para nosotros. Para todos nosotros. Para todos los macht.
—Lees muchas cosas en la buena suerte de esa cabra —dijo fríamente Rictus. No le gustaba oír a Eunion hablar de aquel modo.
—Perdóname, amo. Ese chico conquistador, ese… fenómeno… No creo que abandone este mundo sin dejar sobre él una marca todavía mayor de lo que ya ha hecho. Y, si te entiendo correctamente, tú crees lo mismo. Fornyx insinuó que estás pensando en colgar la capa escarlata. ¿Es cierto?
El rostro de Rian se levantó hacia él, abierto y lleno de alegría.
—¡Padre! ¿Es cierto?
—Eunion, saltas de un tema a otro como una de esas malditas cabras.
—Creo que no. Creo que hay una relación.
Rictus no dijo nada durante un buen rato. Mordió la cebolla, y el intenso sabor le inundó la boca, Luego la ayudó a bajar con un trozo de cremoso queso de cabra.
—Ese Corvus hace la guerra contra nosotros —dijo—. Y no es una guerra como las que hemos visto hasta ahora; lo hace todo de modo muy diferente. ¿Sabías que emplea la caballería en su ejército, no para explorar o recolectar, sino como parte de la línea de batalla principal? Como tú dices, es un fenómeno.
Rictus suspiró profundamente, notando el aroma de los pinos en el viento, y los olores más cercanos a cabra y cebolla, a lana y al sudor de su propio cuerpo y el de sus acompañantes. La esencia del mismo mundo, aquel tranquilo vacío de las tierras altas. Siempre le había parecido un lugar aparte, más allá de las preocupaciones y confines de las llanuras bajas, las ciudades, la política de los hombres.
Apoyó una mano sobre los hombros de Rian y la atrajo hacia sí, hasta que pudo oler la lavanda y el tomillo que Aise siempre introducía en los baúles de ropa.
—Padre…
—He sido soldado toda mi vida, Eunion. He llevado la Maldición de Dios durante casi un cuarto de siglo, y he visto a hombres matarse unos a otros en todas las formas concebibles. Es parte de la vida. Para mí, ha sido un oficio, una vocación para la que tengo aptitud, igual que otros hombres saben hacer música o construir con piedra y mármol. Lo acepto. He construido mi vida en torno a ello. Pero lo de ahora es algo diferente. Las cosas van a cambiar. Creo que llevar la lanza en los tiempos que se avecinan será como luchar en una guerra sin fin.
Inclinó la cabeza y besó el cabello negro de su hija.