1

El agua tranquila

Como siempre, se detuvo en la cresta de la última loma. Apoyado en su lanza, contempló el creciente crepúsculo de sombras azuladas y exhaló algo parecido a un suspiro.

Ante él, la tierra se derramaba en pliegues y hondonadas cada vez más oscuras hasta encontrarse con la sombra llana de la cañada en el fondo del valle. Distinguió un destello rojo cuando el río pareció levantar la vista hacia la última luz del sol. Luego las laderas montañosas de alrededor parecieron arremolinarse, casi encogiéndose ante la llegada de la noche, y el valle desapareció, como en el truco de un prestidigitador. Pero en aquella tranquila oscuridad, pudo distinguir el resplandor de una luz, que ardía firme y amarilla.

La lanza crujió bajo su peso. Las correas de cuero del petate y el escudo se le clavaban en los hombros. El calor del día pareció abandonarle, como si el aire cálido se precipitara a llenar la fría oscuridad del fondo del valle. Cerró los ojos cuando el aire le besó el sudor resplandeciente de la frente, y se volvió, irguiéndose.

Tras él, en la cara norte de la loma, había una larga hilera de hombres sentados al borde del camino. Todos iban cargados con la coraza y el escudo. Todos empuñaban una lanza. Levantaron la vista cuando se volvió a mirarlos, y sus ojos eran destellos pálidos bajo el crepúsculo que cubría las montañas detrás de ellos.

—He llegado —dijo—. Aquí es donde os dejo.

La noticia recorrió la hilera. Los hombres se levantaron en una oleada de movimiento, como una serpiente que despertara lentamente a lo largo del camino. Tres siluetas se le acercaron desde el inicio de la fila, formando una punta de flecha. Una de ellas llevaba un estandarte, un asta de madera de tejo con una bandera harapienta que ondeaba perezosamente bajo la brisa del crepúsculo. En su maltrecha superficie podía distinguirse apenas el hocico estilizado de un perro o un lobo.

—Te visitaremos antes de las primeras nieves —dijo el portaestandarte, un tipo enorme con la frente arrugada sobre unos ojos como astillas de cristal azul, Sonrió, mostrando unos dientes anchos y amarillos, algunos de ellos adornados con hilo de plata.

—No lo haréis. Sois unos embusteros, y lleváis demasiado oro en el bolsillo. No lo gastes todo de una vez, Kesiro. Y tened los ojos bien abiertos por esos tipos de Machran, especialmente Karnos. Cuando llegue el Año Nuevo, tendréis que encontrar nuevos trabajos.

—¿Y tú, Rictus? —dijo otro de ellos. Era más joven, un hombre alto, delgado y pelirrojo que hubiera poseído la belleza de una muchacha de no ser por una profunda cicatriz bajo el ojo izquierdo, que le arrastraba hacia abajo el párpado inferior, desequilibrando su rostro y dándole una expresión al mismo tiempo burlona y lastimera.

—¿Qué quieres saber de mí?

—¿Te veremos cuando acabe el año?

Rictus hizo una pausa. Su mirada recorrió el camino, por encima de las docenas de hombres que lo bordeaban en silencio, todos ellos con la vista levantada hacia él, en la cima de la loma. El último resplandor del sol se reflejó en sus ojos y los hizo destellar con una luz rojiza. Era un hombre grande, con una melena de cabello rubio veteado de gris, ancho de hombros y largo de brazos, sin una onza de carne de más en el rostro. Cuando apretó los labios, el contorno de los dientes se volvió visible debajo de ellos, y una antigua cicatriz recorrió el camino desde su labio inferior a la barbilla.

—Esperaré a Año Nuevo, Valerian, y veré que me depara Antimone —dijo al fin, restando peso a sus palabras con una sonrisa. Valerian se recolocó el petate sobre los hombros.

—Muy bien entonces. ¡Nos espera Hal Goshen, muchachos! —dijo, y su rostro torcido se pareció a dos mitades de máscaras diferentes— ¡Nos esperan el vino rojo y las mujeres húmedas! Vendre con Kesiro, Rictus, y te sacaré de tu madriguera antes de que las nieves te entierren demasiado profundamente. —Levantó la lanza por encima de la cabeza, y señaló con ella hacia el este—. ¡Cabezas de Perro! —gritó, y el sonido fue repetido por las montañas y lanzado por todas las tierras altas—. Adelante. Podemos recorrer diez pasangs más antes de que salga Phobos.

Tras él, las largas hileras de hombres emprendieron la marcha, tomando un camino pedregoso que recorría la cresta de la loma, con la última luz del sol a las espaldas. Valerian tendió una mano, y Rictus se la estrechó. Luego el corpulento y arrugado portaestandarte, Kesiro, hizo lo mismo. Se pusieron al frente de la hilera de figuras cargadas, y Rictus se quedó mirándolos marchar. Mientras los hombres pasaban junto a él en su camino hacia el este, todos ellos le dirigieron una inclinación de cabeza. Unos cuantos se golpearon el pecho con las lanzas en señal de saludo. Cuando hubo pasado la retaguardia, había oscurecido casi por completo, y millones de estrellas resplandecían en el cielo.

Una silueta oscura se desplegó entre las sombras por debajo de Rictus y se irguió hasta convertirse en un hombre compacto de barba negra, con el rostro afilado como el hocico de un zorro.

—Bueno, ¿vas a quedarte aquí hasta que te encuentre Phobos, o vamos a ir a casa? —preguntó el hombre, malhumorado. Bostezó y se frotó los ojos.

—Todo es bajada desde aquí, Fornyx —dijo Rictus—. Esta noche dormirás en una cama con un buen fuego junto a los pies.

Los dos hombres emprendieron el descenso hacia la cañada, desde donde se elevaba el sonido de agua corriente. Se movían en silencio, y sus pies calzados con sandalias devoraban la pendiente con el paso firme propio de los hombres habituados a marchar durante toda su vida.

—No vas a retirarte. Sólo se lo dices para tomarles el pelo —dijo Fornyx, hurgándose los dientes con la uña del pulgar mientras caminaba.

Rictus siguió andando en silencio, con los ojos fijos en el único punto de luz visible en la cañada debajo de ellos.

—Y si vas a retirarte —continuó Fornyx—, ¿por qué enterrarte en vida en estas colinas? Es muy difícil llegar hasta aquí, Rictus. —Al no recibir respuesta, continuó—: Cualquier ciudad de las Harukush te cubriría de oro sólo por tener tu lanza plantada en sus murallas. Podrías vivir como un rey, si quisieras.

—Nosotros no tenemos reyes —dijo rápidamente Rictus—. Y no siento ningún deseo de convertirme en uno. Maldita sea, Fornyx, ¿es que nunca te callas? Amas estas colinas tanto como yo. Y además, ya hay bastante oro enterrado bajo la chimenea de Andunnon.

Fornyx sonrió, con un aspecto más lobuno que nunca. La parte superior de su cabeza alcanzaba apenas el hombro de su compañero, pero los músculos de sus brazos y piernas eran como alambres enrollados, y seguía el ritmo de las largas zancadas de Rictus sin esfuerzo aparente.

—Hablar me divierte, y si nadie me responde, seguiré divirtiéndome hasta que se me haga caso.

—Bien, diviértete en silencio un momento, ¿quieres? Para aquí.

Se detuvieron, casi al borde un río montañoso, que caía resplandeciendo desde un acantilado rocoso al oeste y recorría el fondo de la cañada, espumeando y gorgoteando en su lecho de piedra. Rictus aspiró profundamente el aire cada vez más fresco.

—¿Hueles los pinos? —preguntó—. Todavía hay ajo en la orilla opuesta, y también tomillo. Me pregunto cómo le ha ido a la cebada este año.

—Igual que el anterior, supongo —dijo Fornyx con un resoplido—. Aise y Eunion lo tendrán todo floreciendo, como siempre. Vamos a refrescarnos los pies.

Empezó a chapotear a través del riachuelo plateado. Rictus le observó, sonriendo ligeramente. En los bosques colgantes que alfombraban las partes altas de la cañada ululó un búho, como si él también se preguntara qué le estaba reteniendo. Su mano ascendió hasta su cuello, y allí, al borde de su coraza, acarició un cordón de cuero del que colgaban un diente de lobo y un fragmento de coral redondeado. Luego Rictus empezó a vadear las rápidas y frías aguas en pos de Fornyx.

Acudieron los perros, que les recibieron ladrando cuando se acercaron a los aleros de la granja, pero sus ladridos se convirtieron en grititos de felicidad al captar el olor de los dos hombres. Eran perros de caza grandes y moteados, que saltaban como cachorros en torno a Rictus y Fornyx, con la lengua colgando de entusiasmo. Un cuadrado de luz se abrió en la noche, deslumbrador, eliminando las estrellas y convirtiendo la cañada que les rodeaba en un espacio negro e insondable.

Apareció una mujer recortada en el umbral, con la luz del fuego y las lámparas brillando detrás de ella junto con el sonido de risas infantiles. La mujer dirigió una palabra brusca a los perros, que se calmaron al instante, sonriendo de felicidad. Las risas del interior cesaron. Rictus se acercó a la puerta.

La mujer que tenía delante era alta, con los ojos y el cabello color hierro. Iba envuelta en un chal de lana fina, del mismo tono azafrán que la luz que tenía detrás, de modo que parecía bañada en un cálido resplandor. Su rostro era largo, su mandíbula fuerte como la de un hombre, y al ver a Rictus y Fornyx sus ojos se abrieron ligeramente, pero aquél fue el único cambio en su rostro. Regreso al interior de la casa y salió con un plato plano.

—Señor. Bienvenido a casa —dijo, con una voz tan suave como la miel de brezo. Rictus y Fornyx tomaron sal del plato y la probaron.

—Que Antimone nos bendiga a todos —dijo Fornyx.

—Aise —dijo Rictus. Y se inclinó para besar a la mujer en la frente.

Ella se hizo a un lado.

—Pasad. Os esperábamos desde que llegaron las noticias de Nemasis, hace más de un mes. —Una breve pausa, lo bastante larga para ser percibida—. Es tarde, pero todavía queda algo de cena.

Rictus tuvo que inclinarse para entrar en la casa. La luz de las lámparas y el escozor que el humo de leña le provocó en los ojos le obligaron a parpadear.

Era una granja de montaña, larga y baja, de paredes y suelo de piedra, con tejado de juncos del río. Tenía una chimenea en forma de colmena frente a la puerta, de la que emanaba la débil fragancia del pan cocido. De las vigas colgaban lámparas de aceite, suspendidas de cadenas de plata (Rictus las había traído del asedio de Avensis, quince años atrás), y la pesada mesa de pino y los bancos que habían construido Fornyx y él entre blasfemias de borracho, más de una década atrás, continuaba en su sitio, oscurecidos por el tiempo y el uso.

Pero también había objetos desconocidos: un nuevo telar se erguía entre las sombras de la pared norte, y un cofre con goznes de bronce había sustituido al anterior, donde Rictus había guardado sus manuscritos durante tanto tiempo como la casa llevaba en pie.

Y la gente también había cambiado. Eunion se levantó de su lugar junto al fuego, llevándose el puño al pecho. Se movía con más dificultad de lo que Rictus recordaba, y en su cráneo había aún menos cabello, pero la viva inteligencia de sus ojos oscuros era la misma.

—Bienvenido a casa, amo —dijo, usando aún el término, aunque Rictus le había liberado muchos años atrás.

—¿Estás bien, Eunion?

—Tan bien como siempre, amo. La señora me mantiene vivo.

Los recién llegados dejaron caer su carga sobre el suelo de piedra, aflojando los cierres de su armadura. Eunion les retiró las corazas negras de las espaldas y las colocó con gran respeto sobre los soportes en forma de cruz junto a la pared del aguilón. Hizo lo mismo con el resto del equipo, hasta que pareció que había dos hombres con armadura y yelmo agazapados entre las sombras, con los hombros cubiertos por capas escarlatas.

Aise había desaparecido por la puerta trasera, y pudieron oírla dar palmadas llamando a los esclavos. Rictus fue a detenerla (no quería alboroto), pero lo pensó mejor. Era su casa, después de todo, y había pasado más de un año desde su última visita.

—Bien, ¿no vais a decirme nada? —dijo a las dos delgadas figuras erguidas junto al fuego—. ¿Es que no me conocéis?

—Siempre —dijo una de ellas, que saltó a sus brazos enseguida.

Rictus la hizo girar por el aire, riendo y respirando su olor, sintiendo la ligereza de la juventud de la muchacha contra su cuerpo; luego la dejó en el suelo y la miró fijamente.

—Por los dioses, Rian, eres aún más alta. ¿Es que nunca vas a parar de crecer?

—No hasta que sea tan alta como tú —replicó ella—. Un día podré mirarte directamente a los ojos.

—Tú siempre podrás mirarme a los ojos. —La besó, rodeándole el rostro con sus manos grandes y encallecidas por la lanza. La muchacha tenía los ojos de Rictus (o eso le habían dicho) y el cabello negro y espeso de la juventud de su madre.

—¿Cuántas primaveras tienes ahora? ¿Trece?

—Catorce —le corrigió ella desdeñosamente.

—Me apuesto algo a que hay colas de pretendientes en la puerta, deseosos de casarse contigo —dijo.

—Sí, pero ninguno de ellos es lo bastante rico…, ¡Y quiero a un hombre que sepa leer!

Rictus y Kornyx se echaron a reír.

Aise regresó con los dos esclavos de la casa, Garin, un hombre corpulento de unos treinta años, y una muchacha, una recién llegada a quien Rictus no había visto antes.

—¿Dónde la conseguiste? —preguntó a Aise, frunciendo el ceño. Rictus era quien tomaba las decisiones sobre la compra y venta de esclavos, una de las obligaciones del señor de la casa—. ¿Qué le ocurrió a Veria?

—Garin la dejó embarazada, y perdió al niño. Después de aquello, no hacia otra cosa que llorar por los rincones y no servía para nada, de modo que la vendí. Compré a esta chica, Styra, en Hal Goshen, en el mercado grande.

—Hal Goshen, —Rictus se mordió los labios, tras ver que Aise levantaba la barbilla a su modo combativo, como si se preparara para un golpe. Aquél no era el momento.

Miró a Garin, atareado amontonando leña y hojarasca junto al fuego, pero el hombre llevaba su máscara de esclavo, una expresión vacía y pétrea, Él y Veria habían formado una pareja, una unidad que Rictus no hubiera roto. Pero era más sentimental respecto a aquellos asuntos de lo que Aise había sido nunca. Tal vez se debía a los recuerdos de sus propias pérdidas.

—Padre, no le has dicho nada a Ona —dijo Rian en un susurro, apretándole la mano.

—Sí, sí. Ven aquí, muchachita, no te morderé.

Aise le había estropeado un poco el humor, y se le notó en la voz.

Ona se le acercó, como un ratón a un halcón. Él le tendió una mano; la otra estaba aún en la cintura de su hija mayor.

—¿Ona? No pasa nada. Ven aquí conmigo.

Su hija menor también había crecido. Se había convertido en una niña de rostro pecoso, con el cabello castaño y grandes ojos verdes.

Tenía ya siete… no, ocho años. Rictus la agarró con el brazo libre y la atrajo hacía sí, recordando cuando cabalgaba sobre sus hombros riendo a carcajadas el otoño anterior, y el día que los tres habían regresado de los bosques con un cesto de setas y el pelo lleno de hojas de haya. Mantuvo a sus hijas en el círculo de sus brazos, sintiendo el aliento de Rian en el cuello y las manitas rollizas de Ona apretándole el brazo, y sólo entonces le pareció que verdaderamente había regresado a casa.

Había buena comida preparada para ellos, pese a lo tardío de la hora. Garin avivó el fuego hasta que resplandeció como una lámpara, y la esclava nueva, Styra, puso la mesa con los platos esmaltados que Rictus y Fornyx habían traído de alguna antigua campaña en la costa, cerámica de un rojo brillante decorada con delfines y pulpos.

Había pan de cebada y queso de cabra, olivas negras y aceite verde, y tiras de jamón curado del cerdo que habían matado el mes anterior. Ajo recogido junto al río, cebollas púrpuras que hacían lagrimear los ojos, y tomillo fresco para perfumarlo todo. Y vino, el vino amarillo y ligero con sabor a resina de las tierras altas. Rictus y Fornyx cayeron sobre la comida como perros hambrientos, y durante un rato la casa quedó en silencio, a excepción de sus gruñidos apreciativos y el crepitar de la leña en el fuego. Pero finalmente quedaron saciados, y se apartaron de la mesa emitiendo una mezcla de gruñido y gemido.

—¿Vino del año pasado, señora? —preguntó Fornyx.

Aise asintió.

—Preparamos seis ánforas, y todavía quedan cinco llenas. No bebemos mucho vino en ausencia del señor de la casa.

Rictus se levantó de la mesa, desperezándose. Alborotó el cabello negro de Rian al pasar junto a ella, y ajustó el resplandor oscuro como la medianoche de su coraza, expuesta en su soporte junto al aguilón este. Pasó los dedos por el penacho horizontal de pelo de caballo de su yelmo, y tocó la empuñadura de cuero de su lanza.

Permaneció allí un rato. Fornyx estaba convenciendo a Ona de que se sentara en su regazo; siempre había sido su favorita, tal vez porque su propia hija había tenido el cabello caoba. Aise recogía la mesa, y Eunion y los esclavos habían salido a echar un último vistazo al rebaño, o lo que quedaba de él. La granja recuperaba la rutina interrumpida de la noche, tras haber hecho un espacio para Rictus y Fornyx.

—¿Adónde has ido este año, padre? —preguntó Rian, reuniéndose con el frente a la sombría panoplia de su armadura. Rictus recordó la campaña de aquel verano, las interminables marchas a través del polvo, los errores e incompetencia de los hombres que le habían empleado. La sangre escarlata resplandeciendo sobre la hierba marchita. Un hombre destripado, tratando en vano de apartar las moscas de sus entrañas. Sus hombres cantando mientras mataban. Rictus cerró los ojos un segundo.

—No ha sido gran cosa. Muchas carreras por las colinas en torno a Nemasis. Apenas hemos tenido que luchar.

—¿Y tus hombres? ¿Están… están todos vivos?

—No todos, cariño. Así es la guerra; no todo el mundo puede regresar. Pero cantamos el Peán sobre las piras de nuestros muertos, devolvimos los suyos a los perdedores, y así terminó todo.

—¿Y Valerian está bien?

Rictus la miró con expresión divertida, aunque sólo a medias.

—Valerian está entero, como siempre. No me digas que todavía sientes algo por él, mi niña.

Rian se sonrojó, y su rostro pareció florecer.

—Sentía curiosidad, eso es todo.

—Bueno, tal vez le veas de cerca antes de que llegue el invierno. Él y Kesiro han prometido venir a visitarme antes de que la nieve cierre los pasos.

—¿De veras? —Su rostro se iluminó, como una margarita tocada por el sol. Extendió los brazos, le rodeó el cuello y le besó la cicatriz de la barbilla.

—De veras. Ahora vete a la cama, y llévate a tu hermana. Es casi medianoche.

—Por la mañana te enseñaré una cueva nueva, donde Eunion dice que duermen los osos.

—Sí, haremos eso. Ahora a dormir.

Durante los años, la granja había sido ampliada y extendida. Originalmente, consistía tan sólo en una habitación alargada con una tosca chimenea y una sola puerta torcida, cubierta por un trozo de piel de cabra. Aquello había sido al principio. Entonces Rictus, Fornyx y Eunion habían construido las paredes, piedra a piedra, y usaron mimbres de sauce para aguantar el tejado de turba. La propia Aise había cortado la turba, tendiéndosela a los hombres encaramados a las paredes.

Aquel primer invierno había sido tan frio que los cuatro dormían acurrucados juntos bajo las pieles de cordero, tan cerca del fuego que la lana se tiñó de oscuro, y los lobos rondaban y husmeaban junto a la misma puerta.

Desde entonces, el lugar se había ampliado casi cada año, y habían transcurrido cerca de veinte. Durante aquel tiempo, Rictus había combatido en quince campañas, y sólo había pasado unos cuantos veranos y primaveras allí.

Rictus llamaba a aquel valle Andunnon, Agua Tranquila, pues cuando el río se curvaba al fondo de la cañada detrás de la casa, su lecho se ensanchaba y la corriente se volvía parda y perezosa, con truchas del color de las pecas moviéndose como sombras en las profundidades iluminadas por el sol. También había sido el nombre del hogar de su niñez, muy al nordeste de allí, cerca de las ruinas quemadas de lo que había sido una ciudad.

Andunnon había florecido desde una simple cabaña de piedra a una verdadera granja. Habían cortado los arbustos y domesticado la maraña de olivos silvestres de la ladera oeste; habían plantado viñas al este, donde la cañada recibía el mejor calor del sol, y sembrado cebada en el suelo llano y fértil del valle. Pan, vino y olivas, la trinidad de la vida. Lo habían fabricado todo allí. Y también habían fabricado niñas, que continuarían con aquella vida después de ellos. Era más de lo que Rictus había soñado con poseer. Y no había necesitado construirlo con sangre.

La granja tenía anexos y extensiones: habitaciones para los esclavos y visitantes, y también para Fornyx, pues aquélla también era su casa. Se había convertido en una extensión deforme y mal diseñada de piedra, turba y juncos que sin embargo parecía pertenecer al paisaje tanto como el rio que la rodeaba. La granja se había acomodado a la propia tierra, y formaba parte de las estaciones igual que la mano de un hombre formaba parte de su brazo. No importaba lo lejos que Rictus estuviera, ni a cuántos hombres hubiera arrebatado la luz de la vida, su hogar estaba allí, y allí era donde su espíritu encontraba la escasa paz que los recuerdos le permitían.

Fornyx se había acostado, con el potente vino amarillo resonando en su cabeza, y Rictus se reunió con Aise junto al fuego moribundo, con los perros tumbados y satisfechos a sus pies. Aise había apagado las lámparas, todas menos un pequeño cuenco de arcilla que iluminaria su camino cuando se acostaran, y entre su luz parpadeante y el resplandor rojizo del hogar, su esposa casi le pareció joven de nuevo, con las arrugas disimuladas y los fuertes huesos de su rostro resaltados por las sombras.

Rictus podía ver a Rian en aquel ostro, y a Ona, y al niño que había nacido entre ellas y cuyas cenizas formaban parte de la tierra y el aire del mismo valle. Alargó la mano. Aise le miró con su sonrisa precavida, y dejo que le tomara los dedos.

—Bien, esposa —dijo Rictus.

—Bien, esposo.

El viento arreciaba en el exterior, y por el silbido en la chimenea de arcilla Rictus supo que procedía de las montañas del oeste. Pronto llegaría la nieve, tal vez aquella misma noche. Estuvo a punto de preguntar a Aise si ya habían llevado a las cabras a los pastos bajos, pero se contuvo a tiempo. Ella se habría encargado, como se encargaba de todo cuando él no estaba.

—La cerda tuvo una camada de seis —dijo Aise, retirando la mano—. Matamos a dos, y vendimos al resto en Onthere. Los vorine se llevaron a dos cabritos, pero en primavera Eunion y Garin encontraron una madriguera en la colina de Crag, y mataron a la hembra y sus cachorros. No hemos visto más desde entonces.

Rictus asintió.

—El prensado ha sido bueno, una docena de jarras. Hice la pasta de olivas que te gusta, con vinagre negro de las tierras bajas; compramos un odre cuando vendí los cerdos.

—No debiste vender a Veria dijo Rictus en voz baja.

El rostro de Aise no se alteró.

—Estaba descontenta, siempre hablando de su bebe muerto, e inquietaba a Garin con sus lloros.

—Un hijo muerto no es una tontería —dijo Rictus, con más calor en la voz. Aise no pareció oírle.

—Tuve que coger oro del cofre para pagar la diferencia, pero Styra es un partido mejor. Es joven, tiene buenas caderas, y Garin tendrá pronto un hijo con ella. —Hizo una pausa—. A menos que prefieras ser tú mismo quien are su campo.

Rictus miró a su esposa entre el enfado y el desconcierto, estudiando su rostro a la roja luz del fuego.

—No me acuesto con mis esclavas, esposa. Eso es algo que nunca he hecho.

—Yo fui tu esclava, y te acostaste conmigo —dijo Aise fríamente.

Algo parecido a un escalofrío recorrió la espalda de Rictus. Habían ido directamente a los antiguos depósitos de armas olvidadas y almacenadas en sus corazones, y las habían desenterrado todas. Volvían a estar afiladas y resplandecientes.

—Entonces era distinto. Nosotros éramos distintos. Por los dioses, mujer, no quiero hablar de esto la primera noche que paso en casa. Tú eres la piedra sobre la que he construido esta vida. Lo hecho, hecho está.

—Y durante las campañas del año, ¿recurres a los servicios de alguna chica del campamento al final del día?

—Sabes que sí, de vez en cuando. Soy un hombre. Tengo sangre en las venas.

—Cuando te fuiste, dijiste que iba a ser una campaña de verano, nada más. Y aquí estás, después de casi un año y medio. Me dijiste que esto había terminado, Rictus. No más campañas. Me dijiste que dejarías la capa escarlata y te quedarías aquí conmigo.

—Lo sé.

—No necesitamos más dinero; tenemos todo lo que un hombre podría desear.

—Excepto un hijo —espetó él. Y en cuanto lo hubo dicho, sintió deseos de abofetearse a si mismo. Una pelea estúpida, tan inútil como la campaña de aquel año.

Aise miró fijamente el fuego, y de algún modo pareció marchitarse ante Rictus, aunque no se movió.

—No debí decir eso; no tenía ningún motivo —dijo él, tendiéndole de nuevo la mano. Ella se la dio, pero como algo inerte. Su actitud era obediente, nada más.

—Los hombres quieren hijos —dijo Aise en tono ligero—. Así es la vida. Así es como los hombres quieren ser recordados. Una hija abandona la casa, y se convierte en parte de otra familia. Un hijo continúa la suya —Miró a Rictus directamente, con el rostro inexpresivo como la hoja de una espada—. Deberías tomar otra esposa.

—Ya tengo esposa.

—Ya no puedo tener hijos, o me falta tan poco para ello que no importa. Y tú tampoco eres joven. Si quieres un heredero, tendrás que engendrárselo a alguna mujer decente; no estaría bien que su madre fuera una esclava.

—Tú también fuiste una esclava —le recordó Rictus con vehemencia—. ¿Crees que eso me importa, después de todo este tiempo?

Ella sonrió, y en su rostro había amargura y al mismo tiempo una especie de felicidad, como si un recuerdo le hubiera iluminado los ojos.

—Tú me liberaste. No quisiste tomar a ninguna otra que no fuera yo. No lo olvido, Rictus. Nunca lo olvidaré.

—Entonces vamos a la cama —dijo él, tirándole de la mano como un niño que tratara de llamar la atención de su madre. Era como intentar arrancar la raíz de un roble.

—No; me quedaré aquí un rato con los perros. Tú ve a la cama. Hay una jofaina de agua para que te laves.

—Hubo un tiempo en que me hubieras lavado tú misma, Aise, y yo te hubiera devuelto el favor.

—Ya no somos jovencitos, Rictus, para aparearnos como perros a la mínima oportunidad.

—Tampoco estamos muertos —espetó él, y se levantó, con el rostro lleno de ira. Tomó a su esposa por los brazos y la puso en pie. Ella le miró directamente, inexpresiva como la pizarra. Con algo parecido a un gruñido, Rictus la tomó en brazos y atravesó la habitación, mientras los perros gemían al percibir el cambio de ambiente. Abrió de un puntapié la puerta que conducía a su dormitorio. Había una sola lámpara encendida, y sus músculos se tensaron mientras se preparaba para arrojar a la mujer sobre la cama.

Pero se detuvo, con los brazos en torno al delgado cuerpo de su esposa. Ella estaba tensa, como el rostro de un hombre preparado para recibir un golpe.

Era un espacio pulcro y ordenado. Aise le había preparado un quitón nuevo, y las maltrechas sandalias que siempre utilizaba en la granja, Vio las últimas flores del año, recién cortadas en un jarrón, el jarrón aguamarina que había traído de Sinon, hacia una eternidad, y que ella siempre había conservado, por el recuerdo. Sábanas limpias, jarra y jofaina, todo preparado como se lo había preparado Aise durante más de veinte años, a veces bajo un techo, a veces bajo la lona harapienta de una tienda de campaña, y a veces bajo nada más que el dosel de las estrellas. Su ira se esfumó.

La depositó suavemente sobre el lecho de sauce, con el rostro apretado. Besó a su esposa en la frente; sus rasgos eran ilegibles bajo la sombra que él proyectaba frente a la lámpara. Permaneció un momento ante ella, como un gigante oscuro, un intruso que llenaba la habitación con su corpulencia y el olor del camino, el hedor del ejército. Luego se volvió y salió, cerrando la puerta detrás de él.

La primera noche de su regreso, Rictus durmió en el suelo frente al fuego moribundo, envuelto en la capa escarlata y con los perros enroscados en torno a él por toda compañía.