III

—Fíjese ahora en esto.

Karl tomó unas tijeras quirúrgicas del equipo, las cerró con un chasquido a lo largo del esternón, llevándolas hasta la clavícula y, luego, de una parte a otra, bordeando la parte inferior de las costillas. Introdujo los dedos por debajo y tiró hacia arriba. La caja torácica al completo se abrió con un crujido opaco, como si fuera una puerta, descubriendo el pulmón.

El pulmón no era rojizo, ni del color hepato-pardusco-negro de un fumador, sino amarillo, el amarillo límpido y vivo del azufre puro.

—Su metabolismo —dijo Karl enderezándose, al fin, y liberando la tensión de la espalda— es fantástico. O lo era. Vivía del oxígeno, como nosotros, pero lo descomponía principalmente en monóxido de carbono, bióxido de azufre y trióxido y bióxido de carbono. No digo que podía, quiero decir que tenía que hacerlo. Cuando se veía obligado a respirar lo que llamamos aire puro, podía tomar sólo cierta cantidad y, entonces, ir a procurarse unas cuantas inhalaciones de su propia atmósfera. Cuando era más joven podía pasar horas respirando oxígeno, pero a medida que pasaban los años tuvo que pasar más y más tiempo en el tipo de smog que podía respirar. Esas largas desapariciones suyas, y la reclusión, no eran tan excéntricas como cree la gente.

Wheeler hizo un ademán hacia el cadáver.

—Pero… ¿Qué es? ¿De dónde…?

—No puedo responder a eso. Ahora sabe tanto como yo, a excepción de una buena cantidad de pormenores médicos y bioquímicos. Vino de alguna parte, de alguna forma. Vino, vio, empezó a moverse. Fíjese en esto.

Abrió el otro lado del tórax y, luego, levantó y separó el esternón. Se lo mostró. El tejido del pulmón no estaba dividido en las dos conocidas partes, sino que se continuaba a partir de la línea central.

—Un solo pulmón, a todo lo largo, pese a esos dos lóbulos. Los riñones y las glándulas sexuales muestran la misma fusión de derecha a izquierda.

—Aceptaré su palabra —dijo Wheeler con cierta aspereza—. ¿Qué es, maldita sea?

—Un bípedo sin plumas, como describió Platón una vez al Homo sapiens. No sé lo que es. Sólo sé que es, y pensé que usted debería saberlo. Eso es todo.

—Pero usted ya ha visto antes a uno. Eso es obvio.

—Claro, Epstein.

—¿Epstein?

—Así es. El viejo debía tener un intermediario, alguien que pudiese pasar muchas horas con él y muchas horas fuera, sin despertar sospechas. El viejo podía hacer muchas cosas por teléfono, pero no todo. Epstein era, digamos, un brazo derecho que podía mantener la respiración durante un poco más de tiempo. A la larga eso se volvió contra él, y murió.

—¿Por qué no dijo nada antes de esto?

—Lo primero que hay que tener en cuenta es que estimo mi propio pellejo. Podía decir reputación, pero pellejo es la palabra. Firmé un contrato como su médico particular porque él necesitaba un médico particular, era algo más de escaparate. Pero ejercí muy poco la medicina, a no ser por teléfono, y el noventa por ciento de las veces fue sólo…, lo comprendí muy recientemente…, por diversión. Supongo que hasta un médico puede ser un alma cándida. Me llamaban o uno u otro y me describían una serie de síntomas y yo, prudentemente, sugería y recetaba. Luego recibía otra llamada diciendo que el paciente mejoraba y ahí concluía todo. Hasta llegué a recibir muestras…, sangre, orina, heces…, y las analizaba y nunca me di cuenta que tenían el mismo origen, como lo que el forense comprobó y firmó.

—¿Qué quiere decir con lo del mismo origen?

Karl se encogió de hombros.

—Podía conseguir todo lo que quería… Todo.

—Entonces, ¿lo que el forense examinó no era…? —y señaló el ataúd con la mano.

—Por supuesto que no. Por eso tiene una puerta trasera el crematorio. Hay un truco de magia que se puede comprar por unos cuantos centavos y que funciona de la misma manera. Este cuerpo estaba dentro del horno. El duplicado, un doble salido de Dios sabe dónde, le juro que yo no lo sé, estaba tumbado allí fuera esperando al forense. La combustión empezó al apretar el botón y el otro ataúd se deslizó dentro empujando a éste afuera al tiempo que lo empapaba de agua según iba saliendo. Mientras estamos aquí hablando, el cuerpo humano está convirtiéndose en cenizas. Mis instrucciones privadas secretas, tanto para Epstein como para el jefe, eran esperar hasta estar seguros de encontrarme a solas y, entonces, entrar aquí una hora después y apretar el segundo botón, que llevaría a éste de vuelta al fuego. No tenía que hacer indagaciones, ni preguntas, ni pedir ninguna clase de información. Todo era muy lógico pero nada razonable, como tantas de sus órdenes. —Rompió inesperadamente a reír—. ¿Sabe usted por qué ni el viejo ni Epstein, por cierto, por si nunca se dio cuenta, no le estrechaban la mano a nadie?

—Supongo que obsesión por los microbios.

—Porque su temperatura corporal era superior a los cuarenta grados centígrados.

Wheeler se tocó una de las manos y no dijo nada.

Cuando Karl sintió que el silencio se hacía lo bastante denso, preguntó con viveza:

—Bueno, jefe, ¿qué hacemos ahora?

Cleveland Wheeler alzó la mirada lentamente del cadáver hacia Karl, como si apartar su mente de él le costara un esfuerzo.

—¿Cómo me ha llamado?

—Es una forma de hablar —dijo Karl, y sonrió—. Trabajo para la compañía, y ésta es usted. Estoy cumpliendo órdenes que estarán definitiva y totalmente cumplidas cuando apriete ese botón; no tengo otras. Así que, la verdad depende de usted.

La mirada de Wheeler volvió a posarse en el cadáver.

—¿Quiere decir… con él? ¿Es eso? ¿Qué debíamos hacer?

—Sí, eso. Sí, quemarlo del todo y olvidarlo, o convocar al consejo de administración y a una selección de científicos. O llamar a los periódicos y alarmar a todo bicho viviente. Eso es algo que hay que decidir, pero yo pensaba en un abanico más amplio de posibilidades.

—Como…

Karl hizo un ademán con la cabeza, señalando el ataúd.

—¿Qué era lo que estaba haciendo aquí? ¿Qué ha hecho? ¿Qué planeaba hacer?

—Será mejor que continúe —dijo Wheeler, y, por primera vez, dijo algo que, en cierto modo, sugería inseguridad en sí mismo—. Usted ha tenido tiempo para pensar en todo esto. Yo… —y extendió las manos, casi con impotencia.

—Puedo entender eso —dijo Karl con suavidad—. Hasta ahora, he ido contándolo todo como un conferenciante contratado y lo sé. No voy a turbarle con alusiones personales salvo para decir que ha absorbido usted todo esto con menos temblor de piernas que ningún otro en quien pudiera pensar.

—Ya temblaré cuando tenga tiempo. Ahora estoy buscando una manera de asimilar esto.

—De acuerdo. Bueno, hay una sencilla técnica que se aprende estudiando álgebra elemental. Tiene que ver con la construcción de gráficos. Se sitúa un punto dentro del gráfico y donde lo indiquen los datos conocidos. Se consigue más información, se sitúa otro punto y, luego, un tercero. Teniendo esos tres puntos…, cuantos más, mejor, claro, pero con tres basta…, se les puede unir y establecer una curva. Esta curva tiene determinadas características y es lícito prolongarla un poco más basándose en la suposición que se producirán datos ulteriores.

—Extrapolación.

—Extrapolación. Eje X, el destino de nuestro difunto jefe. Eje Y, el tiempo. La curva es su destino, o sea, su influencia.

—Un gráfico bastante amplio.

—A lo largo de treinta años.

—Sigue siendo muy amplio.

—De acuerdo —dijo Karl—. Ahora bien, a lo largo de estos mismos treinta años, hay otra curva; la transformación del medio ambiente. —Alzó una mano—. No voy a leerle un tratado ecológico. Seamos más objetivos. Digamos, sencillamente, alteraciones. Bien. Un mensurable aumento de la temperatura media por causa del anhídrido carbónico y el efecto invernadero. Tracemos la curva. Incidencia de metales pesados, mercurio y litio, en el tejido orgánico. Tracemos otra curva. Lo mismo con hidrocarburos clóricos, hipertrofia de las algas debida a los fosfatos, incidencia de coronarias… Muy bien, ahora superpongamos todas esas curvas en el mismo gráfico.

—Veo adonde quiere ir a parar. Pero debe tener cuidado con ese tipo de juegos estadísticos. Por ejemplo, el incremento de accidentes de tráfico coincide con el incremento en el uso de latas de aluminio e imperdibles recubiertos de plástico.

—Cierto. No creo estar cayendo en eso. Sólo quiero encontrar explicaciones racionales a un par de, por otra parte, situaciones irracionales. Una es ésta: si las alteraciones acaecidas en nuestro planeta no son más que el resultado de una negligencia…, algo más o menos fortuito, la negligencia…, entonces, ¿cómo es que nadie está siendo negligente de modo que salga beneficiado el medio ambiente? Sorprendente, ¿no? Lo prometí, nada de lecciones de ecología. Repito: ¿cómo es que toda esa negligencia promueve una alteración y no una conservación?

»Siguiente pregunta: ¿a qué se encamina ese cambio? Supongo que habrá leído textos especulativos sobre el “terraformar”, alterar otros planetas con el fin de hacerlos habitables para seres humanos. ¿Puede imaginar que se esté intentando cambiar este planeta para que se acomode a algún otro ser? ¿Puede imaginar que necesiten más agua y que quieran derretir el casquete polar mediante el efecto invernadero? ¿O incrementar el nivel de óxidos de azufre, para eliminar ciertas formas marinas que van desde el plancton a las ballenas? ¿O reducir la población aumentando los índices de cáncer de pulmón, enfisemas, ataques cardíacos o, incluso, guerras?

Los dos hombres se sorprendieron mirando el rostro dormido del ataúd. Karl dijo con suavidad:

—Ya sabe a qué se dedicaba: sustancias petroquímicas, combustibles fósiles, alimentos procesados, publicidad, todo lo que ha producido alteraciones o ayudó a los alteradores.

—No estará culpándole de todo eso.

—Por supuesto que no. Encontró ayudantes voluntarios a millones.

—No pensará que intentaba alterar un planeta entero sólo para poder encontrarse cómodo en él.

—No, no lo pienso, y éste es el quid de la cuestión. No sé si habrá más como él o como Epstein, pero sí puedo suponer que, si prosiguen las alteraciones actuales, que además se aceleran, habrá que prepararse para recibirles.

—¿Qué le gustaría hacer, entonces? —dijo Wheeler—. ¿Movilizar al mundo contra el invasor?

—Nada parecido. Supongo que yo invertiría las alteraciones, lenta y silenciosamente. Si este planeta en estado normal es inadecuado para ellos, lo mantendría así. Y no creo que tuviesen que volverse. Lo que creo es que, sencillamente, no vendrían.

—O lo intentarían de alguna otra manera.

—Lo dudo —dijo Karl—, porque lo intentaron de ésta. Si hubiesen pensado que podrían haberlo hecho con flotas de naves espaciales y armas supermortíferas, ya estarían haciéndolo. No, ésta es su manera, y, si no funciona, lo intentarán en otro sitio.

Wheeler, pensativo, empezó a mordisquearse el labio.

—Lo único que se necesitaría —dijo Karl con suavidad— es a alguien que supiese lo que estaba haciendo, que tuviera la influencia suficiente y la habilidad necesaria para saberlas utilizar. Incluso podrían manipular vidas humanas para conseguir la clase de hombre requerida.

Antes que Wheeler pudiese contestar, Karl volvió a tomar el escalpelo.

—Quiero que haga algo por mí —dijo bruscamente y con un nuevo tono de voz, autoritario; el mismo de Wheeler, en realidad—. Quiero que lo haga porque ya lo hice yo, y maldita sea si quiero ser el único hombre del mundo que lo ha hecho.

Se apoyó en la parte superior del cofre y realizó una incisión de sien a sien, a lo largo de la línea del cabello. Luego, asegurando los codos en el borde de la caja y sujetándose una mano con otra, dirigió el escalpelo hacia abajo, recto, al centro de la frente y, más abajo, hasta la nariz, dividiéndola exactamente en dos. Continuó por los labios superior e inferior y a lo largo de la punta del mentón llegando hasta la garganta. Luego se incorporó.

—Coloque las manos sobre sus mejillas —ordenó.

Wheeler frunció fugazmente el entrecejo (¿cuánto hacía que nadie le hablaba así?), vaciló y, a continuación, obedeció.

—Al mismo tiempo, tire hacia abajo con las dos manos.

La incisión se ensanchó con la presión y, luego, de improvisto, la carne cedió y se soltó toda la piel del rostro. La inesperada falta de resistencia llevó las manos de Wheeler al fondo del ataúd, con lo que se encontró cara a cara a pocos centímetros del cadáver.

Al igual que los pulmones y los riñones, los ojos —¿ojos?— excedían de la media, ligeramente reducidos en el centro. La pupila era ovalada, un largo eje transversal. La piel era de espliego descolorido con vasos amarillos y, en lugar de nariz, había un agujero orlado por filamentos. La boca era circular, los dientes no estaban situados de forma radial. Tenía poca barbilla.

Wheeler cerró los ojos, sin moverse; los mantuvo cerrados durante un segundo o dos y, luego, los abrió de nuevo resueltamente. Karl rodeó con rapidez el extremo del ataúd y pasó un brazo bajo el pecho de Wheeler. Wheeler se apoyó con fuerza un momento, se incorporó rápidamente y le apartó el brazo de un empujón.

—No tenía por qué haber hecho esto.

—Sí tenía por qué —dijo Karl—. ¿A usted le gustaría ser el único hombre del mundo que lo ha padecido, sin tener a nadie a quien poder contárselo?

Finalmente, Wheeler pudo reírse.

—Apriete ese botón —dijo, cuando terminó de reír.

—Páseme la tapa.

Cleveland Wheeler acercó la tapa del ataúd con docilidad absoluta, y la colocaron entre los dos.

Karl apretó el botón y ambos contemplaron cómo se deslizaba el ataúd hasta el recuadro en llamas. Luego se marcharon de allí.

Joe Trilling tenía una curiosa forma de ganarse la vida. Era una buena forma de vivir pero, desde luego, no ganaba tanto como habría ganado de vivir en la ciudad. De hecho, vivía en las montañas, a casi un kilómetro de distancia de una pintoresca aldea, rodeado de aire puro y bosques de pinos y abedules además de abundante laurel silvestre, y era su propio jefe. No había mucha competencia en lo que hacía.

Lo que hacía era fabricar maniquíes anatómicos, principalmente para las fuerzas armadas, aunque tenía muchos encargos de facultades de medicina, de productores cinematográficos y algún que otro particular, sin hacer preguntas. Podía fabricar un modelo de cualquier órgano interno, añadido a un cuerpo o a cualquier parte del mismo o penetrando en él. Podía fabricar modelos para ser mirados, para ser percibidos, olidos y palpados. Podía proporcionarte una hedionda gangrena o una tiroides húmeda salpicada con sangre de verdad. Podía fabricar un ejemplar único o presentar una producción en serie. El doctor Joe Trilling era, en una palabra, el mejor que había en lo que hacía.

—Lo definitivo —le dijo Karl (en circunstancias mucho más relajadas que las precedentes: de día, y con cerveza)—, lo realmente definitivo fue la parte de la cara. Dios, Joe, hiciste un trabajo espléndido.

—Sólo tuercas y tornillos. Lo espléndido fue tu idea de hacer que le pusiera las manos encima.

—¿Qué quieres decir?

—He estado dándole vueltas —dijo Joe—. Creo que ni tú mismo te das cuenta de lo genial que fue ese detalle. Lo de montarle el número al tipo está muy bien, pero hacerle poner las manos encima además de los ojos y el cerebro… Eso fue un golpe genial. Es como…, mira, recuerdo perfectamente una vez que, siendo niño, volvía de la escuela y apoyé la mano en la baranda de una empalizada donde alguien había escupido. —Abrió la mano y la sacudió—. El recuerdo de aquella impresión ha permanecido durante todos estos años. No he podido quitármelo de encima en todo ese tiempo; no me lo han quitado todos los restregones que me di. Es algo más que cerebral o psicológico, Karl, algo más que el mecanismo mnemotécnico en las mismas células, especialmente en las manos, que puede ser evocado. Lo que quiero decir es que, sin importar cuanto tiempo viva, Cleve Wheeler sentirá esa piel resbalando bajo las palmas de sus manos, y eso le enfrentará cada vez con ese rostro. No, tú eres el genio, no yo.

—¡Bah! Tú sabías lo que estabas haciendo. Yo no.

—Seguro que tú no.

Joe se recostó en la silla, tanto que no podía alcanzar su cerveza, y miró al sol a través de ella, desde abajo. Contemplando la cada vez más distante perspectiva de las burbujas (porque se expanden al ascender), murmuró:

—¿Karl?

—¿Sí?

—¿Has oído hablar de la navaja de Occam?

—Sí. Hace mucho. Es un principio filosófico. O lógico o algo así. Veamos. Dado un efecto y una opción de posibles causas, la más simple es la que tiene más probabilidades de ser cierta. ¿Es eso?

—No muy fiel, pero bastante exacto —dijo Joe Trilling con pereza—. Bien. Tú eras quien solía proclamar que la lógica se basta a sí misma y no tiene nada que ver con la verdad.

—Aún lo proclamo.

—Conforme. Ahora bien, tú y yo sabemos que la codicia humana y la negligencia se bastan a sí mismas para destruir este planeta. Nosotros pensábamos que eso no era suficiente para los tipos como Cleve Wheeler, que son los que pueden hacer algo respecto a ello, así que le fabricamos un extraterrestre que respiraba smog. Quiero decir que, con nuestras razones, él no habría hecho nada por salvar al mundo, así que le proporcionamos una razón propia. Sacada de nuestras cabezas.

—Dictada por los factores disponibles. Sí. ¿Adónde quieres ir a parar, Joe?

—Oh, sólo a que nuestro complicado montaje resulta ser de lo más simple, en el sentido que lo redujo todo a una sola causa. La navaja de Occam corta las cosas reduciéndolo todo a causas más simples. Las causas sencillas tienen más probabilidades de ser las reales.

Karl dejó la cerveza de un golpe encima de la mesa.

—Jamás pensé en eso. He estado demasiado ocupado para pensar en ello. ¿Imagínate que tuviéramos razón?

Se miraron el uno al otro, inquietos.

Finalmente, Karl habló:

—¿Qué debemos esperar ahora, Joe…, naves espaciales?