II

El horno crematorio del segundo sótano era puramente funcional, como si toda concesión al sentimiento y a la ceremonia se hubiese hecho en alguna otra parte, o hubiese sido suprimida. Esto último describe con más exactitud lo que sucedió cuando, finalmente, murió el viejo. Todo se llevó a cabo cumpliendo con meticulosidad sus instrucciones, inmediatamente después que se certificara la muerte y antes de hacerse pública notificación alguna, sin dilación y teniendo en cuenta el momento en que se abrió la cuadrada boca del horno con un sonoro ruido metálico, una bocanada de calor y una llamarada de luz, de ese color que los herreros de antaño llamaban color paja. El sencillo ataúd se deslizó rápidamente al interior, pequeñas llamaradas nacieron por sus esquinas, y la puerta se cerró de golpe. Llevó un momento para que los ojos se acostumbraran a la habitación desnuda, a los grasientos carriles vacíos, a la puerta cerrada. El mismo momento que los acondicionadores tardaron en barrer por completo el repentino olor a pino tierno chamuscado.

El forense se inclinó sobre la mesita y firmó por duplicado. Karl Trilling y Cleveland Wheeler hicieron lo mismo. El forense arrancó las copias, las dobló y las guardó en el bolsillo de la chaqueta. Miró la puerta metálica cerrada, abrió la boca, la volvió a cerrar y se encogió de hombros. Extendió la mano.

—Buenas noches, doctor.

—Buenas noches, doctor. Rugosi está fuera. Él le indicará la salida.

El forense estrechó en silencio la mano de Cleveland Wheeler y se marchó.

—Sé cómo se siente —dijo Karl—. Debimos haber dicho algo. Algo memorable, es el fin de una era. Algo tipo «un pequeño paso para el hombre…».

Cleveland Wheeler mostró su resplandeciente sonrisa de héroe de la universidad; quince años más tarde era un poco menos amplia, un poco menos franca, mucho menos en los ojos. Habló con su voz de mando, la que usaba para todo.

—Si piensa que está citando las primeras palabras de un astronauta en la Luna, se equivoca. Lo primero que dijo desde la escalerilla, cuando tanteaba con la bota en el suelo fue: «Es una sustancia blanda, puedo revolverla con el pie». Eso siempre me ha gustado mucho más. Era real, no estaba ensayado o memorizado o pensado y tenía que ver con ese momento y con el siguiente. El forense le dio las buenas noches y usted le contestó que el chofer esperaba fuera. Prefiero eso a cualquier otra cosa que hubiera podido decir. Creo que a él también le hubiera gustado —añadió Wheeler con un despectivo gesto del mentón hacia la puerta caliente y negra.

—Pero él no era estrictamente humano.

—Eso dicen.

Wheeler sonrió y Karl, pese a haber apartado el rostro, se sintió incómodo. La habitación pasó a un segundo plano: lo próximo que Wheeler iba a hacer, y lo siguiente y lo de después, haciéndose más y más real que el aquí y el ahora.

Karl le puso un final rápido a esto.

—Quise decir exactamente lo que dije, Wheeler —dijo sin inflexiones.

No debieron ser las palabras, que por sí solas sólo habrían conseguido otra media sonrisa y un olvido. Fue el tono, y, quizá, el «Wheeler». Hay un ritual en estas cosas. Era Cleve para los pocos de su mismo nivel y para los del nivel inmediatamente inferior. Por debajo de ahí era señor en la cara y Wheeler a sus espaldas. Ninguno de sus iguales le llamaría señor a menos que fuera preludiando un insulto, ninguno de sus iguales o inmediatos subordinados le llamaría Wheeler en ningún caso, jamás. Fuere cual fuese la causa, hizo que Wheeler retirase la mano del pomo de la puerta y se volviera. Su rostro estaba alerta e interesado.

—Será mejor que me diga lo que quiere decir, doctor.

—Haré algo mejor que eso. Venga.

Sin gesto, indicación o explicación alguna, se dirigió hacia el fondo, a la izquierda de la habitación, dejando a Wheeler la decisión de seguirle o no. Wheeler le siguió.

Karl se volvió hacia él, ya en el rincón.

—Si alguna vez dice algo de esto a alguien, incluyéndome a mí, cuando salgamos de aquí, me limitaré a negarlo. Si alguna vez vuelve a entrar aquí, no encontrará nada que confirme su historia.

Extrajo del cinturón una complicada hoja de acero inoxidable y la deslizó entre los bloques de pared. Los bloques del rincón empezaron a moverse en sentido ascendente, silenciosa, pesadamente. Viéndolos a la débil luz del estrecho pasillo que dejaron al descubierto, cualquiera podía darse cuenta que eran bloques de piedra auténticos, y que sería un proyecto a largo plazo el atravesarlos sin esa llave y el dato exacto de dónde introducirla.

Karl volvió a moverse sin mirar a su alrededor, dejando que fuera Wheeler quien decidiera si seguir o no. Wheeler siguió. Karl oyó sus pasos detrás de sí y notó con placer, y algo así como admiración, que, cuando los pesados bloques descendieron asentándose sólidamente a su espalda, quizá Wheeler mirara por encima de su hombro, pero no se detuvo.

—Habrá observado que estamos recorriendo la longitud del horno —dijo Karl, como si fuera un guía turístico de autocar—. Y, ahora, estamos detrás de él.

Se hizo a un lado para que Wheeler pasase y viera la pequeña habitación.

Era de la amplitud justa para que cupieran los rieles que sobresalían de la parte trasera del horno, así como un pequeño espacio para permanecer en pie a cada lado. Al fondo, había una mesa pequeña con un maletín negro encima de ella. Sobre los rieles estaba el ataúd, con las esquinas carbonizadas y la tapa y los laterales húmedos y ligeramente humeantes.

—Lamento haber cerrado de ese modo la puerta de piedra —dijo Karl, prosaico—. No creo que vaya a bajar nadie, pero no quiero tener que explicarle esto a otra persona que no sea usted.

Wheeler miraba fijamente el ataúd. Parecía tranquilo, pero no era más que apariencia. Karl se daba cuenta de cuánto le costaba mantenerse así.

—Me gustaría que me lo explicara —dijo Wheeler.

Y se echó a reír. Era la primera vez que Karl veía a este hombre hacer algo mal.

—Lo haré. Lo estoy haciendo.

Abrió la maleta con un clic y la dejó reposar sobre la mesa. Dentro había un centelleo de cromo y acero y frascos diminutos en pequeños estuches. La primera herramienta que sacó fue un destornillador.

—Para la cremación no hace falta usar tornillos —dijo animadamente, y situó la punta bajo una esquina de la tapa. Golpeó el mango con la palma de la mano y la tapa saltó sin resistencia—. Ponga esto contra la pared, ¿quiere?

Cleveland Wheeler hizo lo que se le dijo en silencio. Le dio algo que hacer con los músculos, la posibilidad de volver la cabeza por un instante, la posibilidad de pensar, y, le dio a Karl la oportunidad de echar un vistazo rápido a su rostro tranquilo.

«Es digno de encomio —pensó Karl—. Admirable de verdad».

Wheeler levantó la tapa limpia y cuidadosamente y se quedaron mirando el interior del ataúd, uno a cada lado.

—E…, está mucho más viejo —dijo Wheeler por fin.

—¿No le ha visto recientemente?

—Alguna que otra vez —dijo el ejecutivo—. El mes pasado he estado más tiempo junto a él que en los últimos ocho o nueve años. Pero seguía siendo cuestión de minutos cada vez.

Karl asintió comprensivamente con la cabeza.

—Eso me han dicho, llamadas telefónicas a cualquier hora del día o de la noche y, luego, esos largos silencios de dos o tres días, sin llamadas, sin que nadie…

—¿Me va a contar lo de la caldera falsa?

—¿Caldera? ¿Horno? No es nada falsa. Cuando hayamos acabado con esto, cumplirá a la perfección con su cometido.

—¿A qué viene entonces todo este teatro?

—Para el forense. Esos papeles que firmó están ahora en una especie de limbo. Cuando volvamos a meter esto dentro y encendamos el fuego, se volverán tan legales como él cree que lo son.

—Entonces, ¿por qué?

—Porque hay algunas cosas que usted debe saber.

Karl metió el brazo en el ataúd y separó las retorcidas manos. Se desunieron renuentes, y las colocó a ambos lados del cuerpo. Desabotonó la chaqueta, la echó hacia atrás, hizo lo mismo con la camisa y bajó la cremallera de los pantalones. Una vez hecho esto, alzó la vista y encontró la penetrante mirada de Wheeler, fija no en el cadáver sino en él.

—Tengo la sensación —dijo Cleveland Wheeler— que nunca le he visto a usted antes.

«Pero lo haces ahora», respondió en silencio Karl Trilling. Y «gracias, Joey, tenías toda la razón». Joe supo la respuesta a ese preocupante problema: «¿Cómo deberé comportarme yo?».

«Habla exactamente igual a como lo hace él —respondió Joe—. Sé todo el tiempo como es él…».

Sé lo que es él. Un hombre sin ilusiones (no dan resultado) y sin esperanza (¿quién la necesita?), que tiene el inalterable hábito del éxito. Alguien que puede decir que hace un bonito día de tal manera que todo el mundo a su alrededor le prestará atención y exclamará a continuación: «¡Sí, señor!».

—Ha estado usted muy ocupado —respondió Karl con brusquedad.

Se quitó la chaqueta, la dobló y la puso sobre la mesa junto al equipo de herramientas. Se calzó unos guantes de cirujano y alargó la esterilizada mano hacia un escalpelo.

—Hay gente que chilla y se desmaya la primera vez que presencia una disección.

Wheeler sonrió débilmente.

—Yo no chillo ni me desmayo.

Pero a Karl Trilling no se le escapó que sólo entonces, en el último momento posible, fue cuando Wheeler miró de verdad el cuerpo del viejo. Cuando lo hizo, ni chilló ni se desmayó; sólo profirió un gruñido de asombro.

—Supuse que se sorprendería —dijo Karl con calma—. Por si se lo está preguntando, le diré que era un macho. La especie parece ser ovípara. También es mamífera, pero tiene que ser ovípara. La verdad es que me gustaría echarle un vistazo a una hembra. Eso no es una vagina. Es una cloaca.

—Hasta este momento —dijo Wheeler con voz en trance—, creía que su observación de «no humano» era en sentido figurado.

—No. Eso no es verdad —respondió Karl bruscamente.

Dejó las palabras pendiendo en el aire, como quedan cuando un orador tiene talento para aislarlas con cuñas de silencio, e hizo un hábil corte en el cadáver, que se extendió desde el esternón a la sínfisis púbica. Éste siempre es el momento más difícil para el espectador primerizo, resulta duro no comprender visceralmente que el cuerpo muerto nada siente y no puede protestar. Atento a Wheeler, Karl esperaba un grito sofocado o un estremecimiento, pero éste se limitó a contener la respiración.

—Supongo que nos podríamos pasar horas, semanas, entrando en detalles —dijo Karl, mientras hacía una diestra incisión transversal en el área ensiforme, casi rodeando los trapecios de cada lado—, pero esto es lo que quería que viese.

Tomó la carne por la juntura de la cruz que había cortado, por el lado izquierdo, y dio un tirón hacia arriba y hacia la izquierda. Las capas cutáneas se desprendieron con facilidad, junto a la grasa que había bajo ellas. No eran rosáceas, sino de un timbre blancuzco color espliego. Las fibras estriadas de los músculos de las costillas quedaban ahora a la vista.

—Si usted hubiera palpado el tórax del viejo —dijo, mostrándolo del lado derecho— habría tocado lo que parecían ser costillas humanas normales. Pero, mire esto.

Separó las fibras musculares del hueso, con hábiles cortes, en un área intercostal de unos diez centímetros cuadrados, y raspó. Apareció una costilla y, cuando ensanchó el área y raspó entre ésta y la siguiente, se vio claro que estaban unidas por una tenue capa flexible de hueso o quitina.

—Es como ballena, como una barba de ballena —dijo Karl—. ¿Ve esto?

Seccionó completamente un trozo, lo dobló.

—Dios mío.