Joe Trilling tenía una curiosa forma de ganarse la vida. Era una buena forma de vivir pero, desde luego, no ganaba tanto como habría ganado de vivir en la ciudad. De hecho, vivía en las montañas, a casi un kilómetro de distancia de una pintoresca aldea, rodeado de aire puro y bosques de pinos y abedules además de abundante laurel silvestre, y era su propio jefe. No había mucha competencia en lo que hacía; tenía a la mujer y a los niños con él y más pedidos de los que podía servir. Era uno de esos tipos noctámbulos, y cuando la familia se iba a la cama se ponía a trabajar silenciosa e ininterrumpidamente. Era feliz como una almeja.
Una noche —una mañana muy temprano, en realidad— le interrumpieron. Toc-toc, toc, toc. Golpes en la ventana, dos cortos, dos largos. Se quedó inmóvil, y se volvió, pues conocía esa llamada. No la había oído desde hacía años pero, desde que nació, había sido parte de su vida. Vio la cara que había fuera y llenó los pulmones para lanzar una exclamación que habría despertado a los bomberos de la aldea cercana pero, entonces, vio el dedo en los labios y soltó el aire. El dedo hizo una seña y Joe Trilling se volvió de nuevo, apagó un fuego, leyó un indicador, hizo una anotación, accionó un interruptor y, alegre pero silenciosamente, se precipitó hacia la puerta. Se deslizó fuera, cerró con cuidado y buscó en la oscuridad.
—¿Karl?
—Sshh.
Allí estaba, al borde del bosque. Joe Trilling fue hasta él y, cuchicheando porque Karl se lo había pedido, se golpearon, se maldijeron y se dedicaron los más obscenos insultos. No sería fácil explicarle esto a un ser extraterrestre; no se trata de algo forzosamente humano. Es algo cultural. Significa necesito tocarte, significa te quiero; pero eran hombres y eran hermanos, así que se golpeaban mutuamente brazos y espaldas y se profirieron insultos y juramentos despreciables, hasta que, finalmente, ni siquiera esas palabras bastaron y permanecieron en las sombras, sujetándose por los bíceps, sonriendo y taladrándose mutuamente con la mirada. Luego, Karl Trilling movió a un lado la cabeza indicando la carretera y se alejaron de la casa.
—No quiero que Hazel nos oiga —dijo Karl—. No quiero que ni ella ni nadie sepan que he estado aquí. ¿Cómo está?
—Preciosa. ¿Ni siquiera vas a verla? ¿Ni a los niños?
—Sí, pero no en este viaje. Ahí está el coche. Podremos hablar dentro. Ese bastardo me da miedo de verdad.
—Ah —dijo Joe—. ¿Cómo está el gran hombre?
—Muy mal —dijo Karl—. Pero hablamos de dos bastardos diferentes. El gran hombre sólo es el hombre más rico del mundo, y no me da miedo, y menos ahora. Hablo de Cleveland Wheeler.
—¿Quién es Cleveland Wheeler?
—Es de alquiler —dijo Karl, tras entrar al coche—. De hecho, es el segundo que alquilo. Cuando dejé el avión de la empresa fui a una compañía de alquiler y contraté uno, y luego éste. Estoy razonablemente seguro que no tiene micrófonos. Éste es un modo de responder a tu pregunta de quién es Cleve Wheeler. Otro modo sería decir el hombre en la sombra. El heredero. Genio polifacético. Tiburón asesino.
—El heredero —dijo Joe, reaccionando a la única parte que tenía algún sentido—. ¿El viejo la está palmando?
—Oficialmente, y es un secreto oficial: tiene cuatro de hemoglobina. ¿Te dice algo, doctor?
—Por supuesto, doctor. Anemia perniciosa, si son ciertos los rumores que he oído. El hombre más rico del mundo está muriéndose de hambre.
—Y de vejez, y de terquedad, y de obsesión. ¿Quieres saber algo de Wheeler?
—Cuenta.
—Don Afortunado. Nació con todo. Perfil griego. Músculos a lo Miguel Ángel. Descubierto a temprana edad por un perspicaz director de escuela primaria, fue enviado a una escuela privada; solía ir todas las mañanas directamente a la sala de profesores para comentar lo que había estado leyendo o pensando. Entonces designaban a un profesor para que trabajase con él o saliese con él o lo que fuese. A los doce años estaba en el Instituto, y camino de la universidad. Baloncesto, rugby, buceo de profundidad (máxima calificación para cada uno), y sí, se graduó en tres años, summa cum. Leía todos los libros de texto al principio del curso, no volvía a abrirlos de nuevo. Más que nada, estaba acostumbrado al éxito. Pasó lo mismo en la universidad: cumplió los dieciséis en el primer semestre, se limitó a asimilarlo todo. Muy popular. Por supuesto, se graduó con lo máximo.
Joe Trilling, que se había esforzado durante todo el instituto y la facultad de medicina cual estibador de puerto, gruñó con envidia.
—He conocido uno o dos así. Maravillan a todo el mundo, nadie se da cuenta de lo fácil que les resulta.
Karl negó con la cabeza.
—No fue exactamente así en el caso de Wheeler. Si algo le resultó fácil, se debió a la naturaleza de su equipo. Era como un coche de cuatrocientos caballos circulando en un tráfico para sesenta caballos. Cuando necesitaba sus músculos, los usaba, quiero decir que los ponía de verdad en acción. Un tipo de lo más voluntarioso. Bueno, pues tuvo trabajos entre los que optar, qué diablos, tuvo carreras entre las que optar. Entró en una compañía de arquitectura que pudo utilizar sus matemáticas, talento administrativo, presencia, conocimiento de los materiales y del arte. Ascendió rápidamente hasta la cima, le hicieron socio. Mientras tanto concluyó el doctorado. Hizo una boda extremadamente buena.
—Don Afortunado.
—Sí, Don Afortunado. Mira. Wheeler se convirtió en socio de la compañía, cumplía con su trabajo y dominaba el tema, o todo lo que podía aprender o comprender de él. Pero el aprender y comprender no bastaban para hacer frente a ciertas cosas como la avaricia o la estupidez inesperada, a los accidentes o la pura mala suerte. Dos de los otros socios participaron en un negocio con el que no voy a cansarte ahora, una urbanización de apartamentos de lujo edificada en el lugar erróneo para inquilinos erróneos y en terrenos adquiridos de forma errónea. Wheeler lo vio venir, les convocó y habló con ellos. Ellos dijeron «sí-sí», y siguieron adelante a pesar de todo e hicieron lo que quisieron; algo que a Wheeler no se le ocurrió ni remotamente. La única cosa que una gran capacidad, una moral recta y una buena educación no te proporcionan es el fin de la inocencia. Y Cleve Wheeler era un inocente.
»Bueno, pues el desastre vaticinado por Cleve sucedió, pero peor de lo previsto. Cuando salen a la superficie cosas así, lo hacen poniendo al descubierto otras muchas corrupciones encubiertas. La firma se hundió. Cleve Wheeler no había fracasado nunca en su vida. Era la única cosa en la que carecía de práctica para encarar. Cualquier persona con la más rudimentaria de las inteligencias se habría dado cuenta que era el momento de largarse, de abandonar, incluso. De reducir las pérdidas. Pero no creo que ni se le pasara por la cabeza.
Karl Trilling se echó a reír de repente.
—En una de las novelas de Philp Wylie hay una descripción escalofriante de un incendio forestal y de cómo huyen despavoridos los animales; zorros y conejos corriendo hombro a hombro, búhos volando de día para adelantarse a las llamas. Y hay un escarabajo arrastrándose torpemente por el suelo. El escarabajo llega a una zona quemada, al borde de esas ocho hectáreas de infierno. Se detiene, mueve las antenas, gira hacia un lado y empieza a caminar alrededor del fuego. —Volvió a reírse—. Eso es lo que tenía de especial Cleve Wheeler bajo esos músculos, cerebro y brillantez, ¿sabes? Si fuera un escarabajo y tuviese que hacerlo, no daría media vuelta ni se rendiría. Si lo único que pudiese hacer fuese rodearlo, empezaría a caminar.
—¿Y qué pasó? —preguntó Joe.
—Que aguantó. Utilizó todo lo que tenía. Utilizó su cabeza, su personalidad, su reputación y todos sus bienes mundanos. También pidió prestado e hizo promesas, y trabajó. ¡Oh, cómo trabajó! Bueno, así pues, mantuvo la empresa. La limpió por completo de la corrupción y lo rehizo todo desde dentro, esta vez de forma sólida y limpia. Pero le costó.
»Le costó tiempo, todas las horas del día exceptuando las cuatro o algo así que empleaba en dormir. Y justo cuando lo había allanado todo e iba a ponerlo en marcha, le costó su mujer.
—Dijiste que había hecho una excelente boda.
—La boda que hace uno cuando es un joven que está en la cima del mundo y va subiendo cada vez más alto. Supongo que era una chica bastante agradable, pero estaba tan acostumbrada al fracaso como él. Pero él podía rodearlo. Podía alquilar una habitación y viajar en autobús. Ella no sabía cómo hacerlo y, por supuesto, siempre hay algún que otro pretendiente rechazado entre bastidores.
—¿Cómo se lo tomó?
—Mal. Se había casado de la misma manera que jugaba al fútbol o se examinaba, con todo su ser. Le afectó. Supongo que todas estas cosas le habían afectado, pero esto fue la gota que colmó el vaso.
»No dejó que eso le detuviera. No dejó que nada le detuviera. Siguió adelante hasta pagar todas las facturas, hasta el último centavo. Intereses incluidos. Continuó hasta que la empresa volvió a valer lo que valía antes que sus exsocios empezaran a comerse los beneficios. Y entonces la regaló. ¡La regaló! Vendió por nada todos los derechos y títulos que tenía a su nombre.
—Al final se rindió, ¿eh?
Karl Trilling miró despectivamente a su hermano.
—Rendirse. Es cuestión de matices, ¿no? La meta de Cleve Wheeler era cero, ¿entiendes? ¿Qué es el éxito? ¿No es decidir lo que se va a hacer y, entonces, seguir en ello hasta el final?
—En ese caso —dijo su hermano con calma—, el suicidio es un éxito.
Karl le dedicó una mirada larga y penetrante.
—Exacto —dijo, y pensó un momento en ello.
—De todas formas, ¿por qué cero? —preguntó Joe.
—Investigué mucho sobre Cleve Wheeler, pero no pude meterme dentro de su cabeza. No lo sé. Aunque puedo suponerlo. Tenía la intención de no deberle nada a nadie. No sé lo que sentía por la compañía que salvó, pero puedo imaginármelo. El hombre en que se convirtió, en que se estaba convirtiendo, no quería deber una maldita cosa. Yo diría que sólo quería largarse, pero bajo sus propios términos, entre los que se incluía no dejar atrás nada que pudiese influir en él.
—De acuerdo —dijo Joe.
Karl Trilling pensó: «Lo bueno del viejo Joe es que sabe esperar. Todos estos años sin vernos, con apenas otra comunicación que no fuese una postal en cada cumpleaños (y a veces ni eso) y aquí está, como si nos viéramos todos los días. Yo no estaría aquí si no fuese importante; no le estaría contando todo esto a no ser que él necesitase saberlo; no necesitaría todo esto a menos que fuese a ayudarme. Todo esto sin decirlo. No tengo que pedirle ni una condenada cosa. ¿Qué estoy interrumpiendo en su vida? ¿Qué voy a interrumpir? No tengo que preocuparme de nada de eso. Ya se ocupará él».
—Me alegro de haber venido, Joe.
—Eso está bien —dijo Joe, que significaba todas las cosas en las que Karl había estado pensando.
Karl sonrió, le dio un golpe en el hombro y continuó hablando.
—Wheeler desapareció del mapa. No resulta fácil seguirle la pista durante esa época. Aparecía de repente en cualquier sitio. Durante ese tiempo vivió al menos en tres barrios, quizá en más, pero los tres estaban hechos un asco cuando llegó él y eran modelos cuando se marchó. Estableció negocios; todos ellos de una manera distinta a como se había hecho anteriormente, como un supermercado sin anaqueles, ni música enlatada, ni juegos o cupones, sólo con ordenadas pilas de cajas abiertas de las que el cliente tomaba todo lo que quería. Con un rotulador que colgaba de una cuerda, el mismo cliente lo marcaba como indicaba una tarjeta pegada a la caja. Huevos, carne, pescado congelado y cosas así, y todos los productos estaban tasados a un dos por ciento exacto sobre los precios al por mayor. La gente era honrada porque nunca podía estar segura que en el mostrador de verificación de la salida no se supiesen los precios de todo; además, engañar en los precios listados hubiera resultado sencillamente embarazoso. Como sólo necesitaba un gran almacén para la mercancía y carecía de empleados que gastasen miles de horas de tiempo marcando uno a uno todos los artículos, los precios mejoraban los de cualquier otra casa de descuento habida o por haber. También vendió esto y se trasladó. Creó una línea de comida infantil sin preservantes, la puso en franquicia y volvió a trasladarse. Descubrió un envase de plástico que ardería sin contaminar, lo patentó y vendió la patente.
—Oí hablar de eso, pero aún no lo he visto por ninguna parte.
—Quizá lo veas —dijo Karl con cautela—, quizá lo veas. De todas formas, tenía un gestor en Pasadena que se encargaba de los detalles, y él, simplemente, se limitaba a dedicarse por completo a su trabajo. Nunca oí que fracasara en nada de lo que emprendiese.
—Parece una nueva edición del gran hombre en persona, tu honorable jefe.
—No eres el único que se ha dado cuenta de eso. El jefe puede no ser muy brillante en muchos aspectos, pero nadie le criticó nunca su habilidad para los negocios. Siempre ha tenido los tentáculos a la búsqueda de esa clase de personal especial que anda perdido por ahí. Probablemente le tenía echado el ojo a Cleveland Wheeler desde hacía años. No me extrañaría que le hubiera hecho alguna oferta de cuando en cuando, pero durante la época en que Wheeler no estaba dispuesto a trabajar para algo tan grande. Siempre había llevado las cosas a su manera, y eso es algo que no haces con un imperio ya institucionalizado.
—Heredero evidente —dijo Joe, recordándole algo que dijo antes.
—Exactamente —asintió Karl—. Sabía que captarías la idea antes que terminase.
—Pero termina —dijo Joe.
—Está bien. Lo que voy a contarte ahora, sólo quiero que lo sepas, no espero que entiendas lo que significa ni lo que le ha hecho a Cleve Wheeler. Necesito que me ayudes, y no podrás ayudarme a menos que conozcas toda la historia.
—Dispara.
Karl Trilling disparó:
—Wheeler conoció una chica. Se llamaba Clara Prieta y su familia procedía de Sonora. Era lista como el diablo…, creo que a su manera tanto como Cleve, aunque con la décima parte de su formación…, e igual de bonita, y quería a Cleve, y no a lo que él podía proporcionarle. Estuvo a su lado cuando él no tenía nada, cuando él nada quería. El uno para el otro eran la alegría de cada día, la de cada hora. Debió ser por la época en que montaba estos negocios y demás, cuando volvía a hacer algo. Compró una casa y un coche. Compró dos coches, uno para ella. No creo que ella lo quisiese, pero a él no le bastaba; siempre buscaba algo con que agradarle. Una noche, salieron de casa de algún amigo; ella acababa de estar de compras, él, en lo que fuera en que trabajase entonces, así que los dos tenían coche. Él la siguió en el camino de vuelta a casa, y pudo contemplar cómo perdía el control y volcaba. Murió en sus brazos.
—¡Jesús!
—Don Afortunado. Escucha ahora: una semana más tarde, al doblar una esquina en el centro de la ciudad, se dio de bruces con el atraco a un banco. Una bala perdida le alcanzó y le arañó la nuca. Estuvo siete meses inmovilizado y pensando en cosas. Cuando salió, le dijeron que su administrador se había quedado con todo y largado al sur con su secretaria.
—¿Qué es lo que hizo?
—Se puso a trabajar y pagó la cuenta del hospital.
Permanecieron sentados largo tiempo en la oscuridad del coche, hasta que Joe dijo:
—¿Estuvo paralizado, en el hospital?
—Durante más de cinco meses.
—Me pregunto en qué pensaba.
—Puedo imaginar en qué pensó —dijo Karl Trilling—. Lo que no puedo imaginar es qué decidió. Qué conclusión sacó. Qué decidió ser. Maldita sea, no hay palabras adecuadas. Todos hacemos lo que podemos con lo que tenemos, o lo intentamos. O deberíamos intentarlo. Él lo hizo, y con la mejor materia prima posible. Jugó siguiendo las normas; trabajo duro; fue honrado, legal y justo; fue capaz; fue brillante. Salió del hospital con esas dos cualidades intactas. Sólo Dios sabe lo que le pasó al resto.
—Así que fue a trabajar para el viejo.
—Sí, y, no sé por qué, pero eso me da miedo. Es como si todas sus cualidades no bastasen para que los dos congeniaran hasta que no le pasaron todas esas cosas, hasta que no le convirtieron en lo que es.
—Y, ¿qué es lo que es?
—No hay respuesta corta a eso, Joe. El viejo se ha convertido en un mito moderno. Nadie le ve nunca. Nadie puede predecir lo que va a hacer o por qué. Cleve Wheeler entró en su sombra y desapareció casi tan completamente como el jefe. Puedes afirmar muy pocas cosas con certeza. El jefe siempre ha sido un recluso, y, en los diez años que lleva con él, Cleve Wheeler ha acabado convirtiéndose en otro más o menos igual. Los negocios siguen igual con él, claro, lo que implica una inusualidad constante, largos períodos de silencio, seguidos de esos otros espectaculares e inesperados de viajes y negocios. Supón que el viejo planea esos negocios y que algún genio todopoderoso de su plana mayor se encarga de hacerlos realidad. Claro que también puede ser que dicho genio fuera el instigador de las negociaciones. ¿Quién puede saberlo? Sólo la gente que está más próxima a él: Wheeler, Epstein, yo. Y yo no lo sé.
—Pero Epstein ha muerto.
Karl Trilling asintió en la oscuridad.
—Epstein murió. Lo que nos deja sólo a Wheeler para velar la tienda. Yo soy el médico personal del viejo, no el de Wheeler, y no hay garantías para que vaya a serlo de Wheeler.
Joe Trilling volvió a cruzar las piernas y se arrellanó en el asiento, mirando la susurrante oscuridad.
—Esto empieza a tomar forma —murmuró—. El viejo está casi fuera, tú muy bien podrías estarlo y no queda nadie para ocupar su puesto a excepción de este Wheeler.
—Sí, y no sé ni lo que él es ni lo que va a hacer. Sé que tendrá más poder que cualquier otro ser humano del planeta, tendrá tanto que estará muy por encima de cualquier clase de ambición que podamos imaginarnos; ni tú ni yo podemos pensar en esos términos de magnitud. Y ya ves, es un hombre que, podemos decir, ha comprobado en sí mismo que ser bueno, inteligente, firme y honrado no da exactamente buen resultado. ¿Hacia dónde se encaminará con eso encima? Y, si partimos de la hipótesis que últimamente ha tomado más y más decisiones, y extrapolando a partir de aquí; ¿hacia dónde se dirige? De lo único que podemos estar seguros es que tendrá éxito en todo lo que emprenda. Es un hábito en él.
—¿Qué es lo que quiere? ¿No es eso lo que intentas adivinar? ¿Qué puede querer un hombre así, si sabe que puede conseguirlo?
—Sabía que había venido al lugar apropiado —dijo Karl casi con alegría—. Eso es exactamente. En cuanto a mí, tengo todo cuanto necesito y hay muchos sitios a los que podría ir. Me gustaría que Epstein aún estuviese aquí, pero está muerto y cremado.
—¿Cremado?
—Así es. No podías saberlo. Instrucciones del viejo. Me encargué yo mismo. Estoy seguro que habrás oído de piscinas privadas con agua fría y caliente, pero seguro que nunca has oído nada de alguien con un horno crematorio privado en el segundo sótano.
Joe alzó las manos.
—Supongo que puedes tener todo lo que quieras si te metes la mano en el bolsillo y sacas dos mil millones de dólares de verdad. Por cierto, ¿es legal?
—Tú lo has dicho; si tienes dos mil millones de dólares. De hecho, el forense del condado estuvo presente y firmó los papeles. Y también estará cuando el viejo se marche. Todo está indicado en sus instrucciones finales. Eh, un momento, no quiero que pienses mal del forense. No estaba comprado. Hizo un examen muy competente de Epstein.
—Muy bien. Ya sabemos qué esperar cuando llegue el momento. Es el después lo que te preocupa.
—Exacto. ¿Qué es lo que ha hecho el viejo, y me refiero al actual conglomerado viejo, durante todo este tiempo? ¿Qué es lo que ha hecho durante los últimos diez años, desde que entró Wheeler, y en qué se diferencia de lo que hizo antes? Y, ¿cuánta de esta diferencia, si es que hay alguna, se debe a Wheeler y no al jefe? Tenemos que seguir con eso, Joe, y, a partir de ahí, extrapolar lo que va a hacer Wheeler con el mayor poder económico privado que ha conocido el mundo.
—Hablemos de ello —dijo Joe, empezando a sonreír.
Karl Trilling conocía los síntomas, así que también empezó a sonreír un poco.
Y hablaron de ello.