Siempre aparece alguien cada varios años al que se le ocurre llamarme Caronte. Nunca dura mucho. Supongo que no doy el tipo. Recuerden que Caronte es el sombrío barquero que conduce la nave por la Estigia, transportando a las desventuradas almas hasta el Más Allá. Habitualmente se le describe como un personaje huraño y taciturno, alto y enjuto.

Me han llamado Caronte, pero no me parezco a él. No soy precisamente taciturno, ni voy por ahí envuelto en una ondeante capa negra, y estoy demasiado gordo. Puede que también demasiado viejo.

De todos modos, lo de llamarme Caronte es bastante retorcido. Hago pasar Afuera a almas humanas, y para casi la mitad de ellas, las estrellas sí resultan ser la Estigia; nunca vuelven.

Tengo dos de las características que tenía Caronte. Una es esa amarga diferencia que me distancia de las almas que trato. Han perdido un mundo; otro les espera. Pero yo no pertenezco a ninguno.

La otra está relacionada con una parte poco conocida de la leyenda de Caronte. Y eso, creo que bien vale una historia.

Es la historia de Judson, y me gustaría que él estuviera aquí para contártela, lo cual es descabellado; la historia relata por qué no está aquí. Por cierto, «aquí» es Umbral, el escalón que da acceso al Más Allá. Es el otro satélite de la Tierra, el que órbita a su alrededor más allá de la Luna. Se construyó hace 7800 años para realizar operaciones de comercio interplanetario; claro que, ahora, ya no hay mucho de eso. Actualmente resulta tan fácil sintetizar cualquier cosa que carece de sentido importarla. Podemos conseguir todo lo que necesitemos de la energía, y la tenemos en abundancia. Hay abundancia de todo. Hasta de inseguridad, aunque tienes que venir a Umbral para encontrarla, y para colmo ser alguien como Judson.

No es ningún secreto que la inseguridad resulta vital para el proyecto que es Umbral. Los voluntarios para Umbral son escasos, debido a la existencia acomodada en la reposada Tierra. Pero aun así, vienen… los aventureros, los insatisfechos, los soñadores, para tripular las naves que, con el tiempo, proporcionarán a la Humanidad un segmento del espacio tan enorme que hasta el voraz apetito por expandirse que domina a la Humanidad se verá cansado durante milenios. Una imagen ronda los sueños de todos los humanos de hoy, la de una red de rayos de fuerza con forma de gigantesca esfera, abarcando todo el universo conocido y una gran parte del desconocido, y a través de la cual se transmitirá la materia instantáneamente, como si fueran impulsos mentales viajando por los senderos sinápticos de un cerebro gigante, y un hombre podría iniciar un paso aquí y terminarlo en las profundidades del espacio mientras su corazón latía sólo una vez. Es una visión que asusta a muchos y atrae a unos pocos, y de esos pocos, algunos son elegidos para salir afuera. Judson fue elegido.

Sabía que vendría a Umbral. Lo sabía desde hacía años, desde que estuve en la Tierra y le conocí. En aquel entonces sólo era un jovenzuelo, treinta años o algo así, y bajo esa aparente tranquilidad y suaves modales bullía algo que acabaría trayéndole a Umbral. Sólo se evidenciaba en sus ojos. Eran ojos hambrientos. Cualquier clase de hambre es rara en la Tierra. Para eso existe Umbral. El equilibrio social definitivo; una vía de escape para desequilibrados.

No me mires así cuando digo «desequilibrados». Si hablamos claro, hablamos claro. Estos días puedes permitirme hablar con claridad sobre desequilibrio social. Es escaso y es mínimo. Lo que sucede es que, si un hombre pasa los quince años de social primaria —me refiero a la infancia—, con todos los sutiles ajustes que atraviesa, y sigue teniendo un desequilibrio, es algo que le acompañará el resto de sus días, sin que importe lo mínimo que éste sea. La simple existencia de Umbral basta para que la mayoría sigan felices allí donde están. El puñado que va a Umbral lo hace porque no tiene más remedio. Una vez aquí, sólo la mitad consigue llegar hasta el final. El resto vuelve, o se queda a vivir aquí. Hagan lo que hagan, Umbral se hace cargo del desequilibrio.

Si lo reduces a la mínima expresión, los inadaptados lo son o bien porque les falta algo o bien porque tienen algo extra. En la Tierra hay sitio para todo y todo tiene un sitio. En Umbral puedes encontrar a alguien que tenga lo que a ti te falta, o que tenga el mismo extra que tú tienes; o te vas. Te vuelves pensando que, al fin y al cabo, la Tierra es un sitio bastante seguro donde vivir; o vas Afuera, y a nadie le preocupará nunca si eres feliz o no.

Yo esperaba en la puerta de entrada cuando Judson llegó a Umbral. Judson no era el causante. Ni siquiera sabía que venía en ese vuelo en particular. Sucede que, además de ser el Oficial Principal de Salida de Umbral, me gusta estar cuando llegan los vuelos. De ellos baja toda clase de gente, por toda clase de motivos. Se quedan aquí o no lo hacen, por toda clase de razones. Me gusta mirar las caras que bajan por la rampa y preguntarme cuál de ellos se irá y en qué dirección. Soy bastante bueno en ello. En cuanto vi la cara de Judson, supe que ese chico estaba destinado a ir Afuera. Lo vi en él incluso antes de darme cuenta de quién era.

Había un grupo de personas observando cómo iban apareciendo los recién llegados. La mayoría estábamos allí porque merece la pena observarles, a los dubitativos, a los al-infierno-con-todo, a los tristes. Pero me fijé en dos residentes en particular. Los dos cazadores. Uno era un chico alto, de pelo acicalado, llamado Wold. Era muy obvio lo que quería cazar. El otro era Flower. Era igual de obvio lo que buscaban sus grandes y separados ojos, pero era difícil saber por qué. Tenía entendido que estaba muy relacionada con un Destinado llamado Clinton.

En cuanto reconocí a Judson, olvidé todo lo relativo al lobo y la zorra y grité en su dirección. Dejó caer el equipaje donde estaba y vino saltando hacia mí. Se aferró a mis dos bíceps y apretó mientras yo le palmeaba las costillas.

—Estaba esperándote, Judson —le sonreí.

—Me alegro que aún sigas así —dijo.

Era un chico con el pelo color arena, todo nuez de Adán y ojos vigilantes.

—Estaré aquí de por vida —le dije—. ¿No lo sabías?

—No…, quiero decir…

—Olvida el tacto, Jud —dije—. Pertenezco a este sitio en virtud de no tener ningún otro sitio al que ir. En esta era de gente hermosa, a la Tierra no se le alegran los ojos al ver gente tan gorda y de aspecto tan extraño como el mío. Y tampoco puedo ir Afuera. Tengo una desviación del eje izquierdo. Ya sé que suena diplomático; en realidad es algo del corazón.

—Lo siento. —Se fijó en mi brazal—. Vaya, parece que eres el Gran Señor de por aquí.

—Sólo soy grande aquí —dije, golpeándome la cintura—. Hay una Oficina de Coordinación y medio pelotón de guardianes para encargarse del pastel. Yo sólo me encargo del último chequeo de los Destinados.

—Sí —dijo—. No exageras. Mucho. El que esta estación espacial cumpla con su cometido depende de que le des el visto bueno a una salida.

—Vamos, vamos —dije, exagerando mi embarazo para disimular mi ya exagerado embarazo—. Sea lo que sea, yo no me preocuparía si estuviera en tu lugar. Puedo equivocarme…, aún tenemos que hacerte muchas pruebas…, pero si alguna vez vi a un Destinado, ése eres tú.

—Hola —dijo una voz aterciopelada—. ¡Si se conocen ya! ¡Qué bien!

Flower.

Hay algo vagamente reptilesco en Flower, lo cual no le quita ni un ápice de su especial atractivo. Resultaba una chica realmente hermosa, poro a poro y gesto a gesto. Sus ojos eran demasiado grandes, y tan oscuros que parecían ser todo pupila rodeada de un blanco demasiado blanco. Su nariz era demasiado larga y su mentón demasiado pequeño, pero que Dios me ayude, nunca hubo boca más perfecta. Su voz sonaba igual que un violín cuando el arco roza sus cuerdas muy cerca del puente. Era alta, con una esbeltez frágil-en-el-medio y flancos que eran como resortes de acero. El efecto general te dejaba sin respiración. No me gustaba. Yo tampoco le gustaba a ella. Nunca hablaba conmigo más que de asuntos oficiales, y prácticamente no teníamos ninguno en común. Llevaba mucho tiempo aquí. Por aquel entonces, aún no había adivinado por qué. Pero no saldría Afuera ni volvería a la Tierra, lo cual en sí estaba bien; tenemos un montón de sitio.

Deja que te cuente algo sobre la mujer moderna y luego algo sobre Flower, algo de lo que no te darías cuenta hasta ser tan viejo y objetivo como yo he llegado a vivir para serlo.

Por lo que he leído, la ropa servía para lo que yo llamaría ocultamiento indicativo. Mientras la ropa tuviese una excusa mínima de funcionalismo, la gente en general y las mujeres en particular armaban mucho jaleo sobre algo llamado modestia innata, algo que nunca existió, y que tenía que aprenderse. El mito se aceptó sin problemas mientras se pudo culpar al tiempo por la ropa. La gente exponía aquello a lo que era indiferente el mundo para atraer la atención sobre el resto. «La modestia no es una virtud tan simple como la honestidad», decía un viejo libro. La ropa considerada como protección para el tiempo se mezcló con la ropa considerada como un adorno; las modas iban y venían y la gente las seguía.

Pero durante los últimos trescientos años o algo así no ha habido nada parecido al «tiempo» para nadie, ni aquí ni en la Tierra. La ropa como finalidad estética fue convirtiéndose más y más en la norma, hasta que hoy en día, los individuos sólo tienen que decidir qué ponerse, en caso de querer ponerse algo. Un pendiente y un tatuaje son tan aceptables en público como cuarenta metros de plastirred iridiscente y una peluca de dos metros.

En la actualidad, la mayoría de la gente es saludable, selecta y agradable a la vista. Las mujeres siguen tan presumidas como siempre. Una mujer con un defecto corporal, real o imaginario, tiene dos opciones: puede disimular el defecto con algo tan artísticamente colocado como para que parezca que es el mejor sitio donde colocarlo, o puede dejarlo al descubierto, sabiendo que nadie la juzgará en función del defecto. En estos días, la gente suele esperar hasta averiguar qué clase de ser humano eres.

Pero una mujer sin ningún defecto en particular suele cambiar de ropa según su estado de ánimo. Puede llevar sólo un cinturón esta mañana y un traje de cola esta noche. Mañana quizá se ponga una blusa mal cortada y unos pantalones ceñidos. Se puede considerar como muy significativo que una mujer siempre se tape con algo. Está manteniendo su atractivo natural bajo reclutamiento forzoso, por decirlo de algún modo.

No me he puesto a contarte toda esta historia para impresionarte con mi erudición. Estoy utilizándola para ilustrar una faceta muy importante de la compleja personalidad de Flower. Porque Flower era uno de esos casos de reclutamiento forzoso. Excepto en los campos solares o en las piscinas, donde nadie lleva ropa, Flower siempre llevaba alguna clase de ropa.

El día que Judson llegó, ella vestía un ejemplo perfecto de lo que quiero decir. Llevaba una túnica negra con hombreras y sin mangas. Con una abertura a ambos lados, que se extendía desde un punto situado a un ancho de mano de distancia por debajo de las axilas hasta la cadera. Se ceñía bajo la garganta con un cierre magnético, y también tenía una abertura hasta el ombligo. La túnica no llegaba a medio muslo, y el suave tejido contenía una ligera carga de electricidad bioestática, para que se pegara y despegara de su cuerpo a medida que se moviera. Que Dios me ayude si no era una petición ambulante para que se desenterrara la extinta profesión de mirón.

Esto fue lo que entonces daba vueltas en mi cabeza al intercambiar mis primeras palabras con Judson. Por el modo en que ella le miraba, debí sospechar que planeaba algo, algo para ella, por supuesto. También debí sentirme doblemente alerta por el hecho que se molestase en hablar justo cuando lo hizo, cuando le dije a Jud que si alguna vez había visto un Destinado auténtico, ése era él.

Así que fue entonces cuando cometí mi gran error.

—Flower —dije—. Te presento a Judson.

El segundo que me llevó hablar, ella lo utilizó para chuparse el labio inferior, de modo que cuando le sonrió a Jud, el labio estaba visiblemente enrojecido por la presión sanguínea.

—Estoy encantada —dijo ella en algo que era cualquier cosa menos un susurro.

Y entonces tuvo la destreza de volver la misma sonrisa hacia mí y de marcharse sin decir otra palabra.

—¡Gah! —dijo Judson a través de una tensa glotis.

—Eso —le dije— ha estado muy bien dicho. Gah, del todo. Deja de poner los ojos en blanco, Jud. Dejaremos tu equipo en los cuartos de los Destinados y… ¡Judson!

Flower había desaparecido por la rampa del interior. Fui consciente que Judson recuperó la respiración sólo entonces.

—¿Qué? —me preguntó.

Me contoneé alejándome de él y tomé sus cosas.

—Vamos —dije, y le arrastré por el brazo.

Judson no tuvo nada que decir hasta que le di una habitación y nos dirigimos hacia mi sector.

—¿Quién es?

—Una residente perpetua —dije—. Vino a Umbral hace dos años. Nunca consiguió el certificado. Lo conseguirá pronto…, o nunca. ¿Piensas seguir adelante?

—¿En qué te basas para la certificación?

—Te doy algo para leer. Te bombeamos durante seis o siete noches con algo más de conocimiento mientras duermes. Examinamos tus reflejos físicos y mentales. Un examen. Si todo está bien, tienes el certificado.

—Y entonces… ¿Afuera?

Me encogí de hombros.

—Si es lo que quieres. Viniste a Umbral por tu cuenta. Puedes tomar tu curso si quieres y cuando quieras. Y después de tener tu certificado, podrás marcharte cuando quieras hacerlo, solo o con alguien, y sin necesidad de decírselo a nadie a no ser que quieras hacerlo.

—Cuando dices «voluntario» no lo dices porque sí.

—No hay ninguna otra forma de llevar esto. Y puedes apostar a que así conseguimos que vaya más gente Afuera que si lo hiciéramos de un modo algo más coercitivo. A la larga, claro, pero éste es un proyecto a largo plazo…, de unos seis mil años de duración.

Caminó un tiempo en silencio, y estoy bastante seguro de saber en lo que pensaba. No había regreso para los Destinados, y la mayor probabilidad de supervivencia se acercaba a un cuarenta y cinco por ciento, una cifra a la que se había llegado con unos cálculos tan complejos que prácticamente podía calificarse de conjetura. Con ese riesgo no se fuerza a la gente a que salga Afuera. Va por su cuenta, arrastrada por su propio razonamiento, o no va en absoluto.

—Siempre he pensado que los Destinados eran asignados a una nave y a una hora de salida —dijo Judson al rato—. Si los que están certificados pueden salir siempre que quieran, ¿qué es lo que impide que lo hagan los que no están certificados?

—Eso es lo que voy a mostrarte.

Pasamos ante las oficinas de Coordinación y nos encaminamos a las rampas de lanzamiento. Estaban aisladas del Pasillo Central por un enorme pórtico. Sobre la puerta flotaban tres palabras de brillantes letras:

ESPECIE

GRUPO

YO

—Los tres niveles de supervivencia —expliqué, al ver que Jud las miraba—. Están en todos nosotros. Puedes juzgar a un hombre por la manera en que los ordena. Los que guardan este orden son los mejores. Es un buen pensamiento para que se lleven consigo los Destinados. —Observé su expresión—. Especialmente por ser el tercero el que les trajo aquí.

Jud sonrió con lentitud.

—Llevas un aguijón con ese zumbido que tienes por discurso, ¿eh?

—Tengo un trabajo algo peculiar. —Le devolví la sonrisa—. Vamos, entra.

Puse la palma de la mano en la placa de apertura. Ésta brilló un momento y las relucientes puertas se deslizaron hacia atrás. Rodé hasta dentro, parándome justo en el atrio de lanzamiento al oír el sorprendido grito de Judson.

—Ven, vamos —dije.

Se quedó en la entrada, haciendo fuerza contra la nada.

—¿Qu-qu…?

Tenía los brazos extendidos y sus pies resbalaban en el suelo como si intentara abrirse camino a través de una pared de acero.

En realidad estaba esforzándose contra algo bastante más resistente que eso.

—Ésta es la respuesta a por qué no pueden salir Afuera los carentes de certificado —le dije—. La placa del exterior examina la forma y las arrugas de mi mano. La puerta se abre y el campo de Gillis-Menton contra el que haces fuerza me deja pasar. También deja pasar a todo el que esté certificado. A nadie más. Y ahora deja de empujar o te darás de bruces en el suelo.

Me acerqué al mamparo de la izquierda y puse la palma en la placa de ahí, haciéndole luego una señal a Judson. Se aproximó con timidez a la barrera. No estaba. Recorrió toda la distancia, y yo aparté la mano del lector.

—Esta segunda placa —expliqué— sólo funciona conmigo y con personas certificadas. No hay forma en que una persona no certificada entre en el atrio de lanzamiento si no le traigo yo personalmente. Es así de simple. Si quieren salir Afuera organizando antes un banquete y un desfile, pueden hacerlo. Si prefieren dejar la cama por la noche y largarse tranquilamente Afuera, pueden hacerlo. La mayoría lo hacen en silencio. Ven, vamos a ver las naves.

Cruzamos el atrio hasta llegar a la hilera de puertas que había en la pared del fondo. Abrí una al azar y entramos en la nave.

—¡Sólo es una habitación!

—Eso es lo que dicen todos —lancé una risita—. Supongo que esperabas algo en plan exploración planetaria, pero más elaborado.

—Siempre pensé que al menos parecerían naves. Esto es una habitación doble de un hotel de lujo.

—Es eso, y algo más.

Le mostré todo; los espaciosos contenedores de comida, los recicladores automáticos de aire, y, lo que era más reconfortante, el sintetizador, que significaba comida, combustible, herramientas y materiales convertidos directamente de energía en materia.

—Umbral es mucho más que una estación espacial, Jud. Es una factoría. Cuando decidas irte, sólo tendrás que accionar este interruptor. Serás catapultado fuera, pero no lo notarás, por el generador de estasis y la gravedad artificial. En cuanto te hayas ido, otra nave subirá desde abajo para llenar el hueco. Para cuando hayas escapado al campo gravitatorio de Umbral y saltes al hiperespacio, la nueva nave ya estará esperando pasajeros.

—¿Y esto seguirá así durante seis mil años?

—Más o menos.

—Eso son muchas naves.

—Lo es, si los Destinados cubren la cuota. Novecientas mil, contando el cuarenta y seis por ciento de fracasos.

—Fracasos —dijo Jud.

Me miró y sostuve su mirada.

—Sí —dije—. El cuarenta y seis por ciento que se espera que no consigan lo que buscan. Los que se materializan dentro de materia sólida. Los que entran en el nexo espacio temporal y nunca salen. Los que llegan a su conexión sináptica asignada y esperan, y esperan, y esperan hasta morir de viejos porque nadie llega a tiempo hasta ellos. Los que se vuelven locos y se matan o matan a sus compañeros. —Separé las manos—. El cuarenta y seis por ciento.

—Puedes convencer a un hombre del peligro —dijo Judson con tranquilidad—, pero nadie creerá nunca que va a morir de verdad. La muerte es algo que le pasa a los demás. No seré de los del cuarenta y seis por ciento.

Ése era Judson. Ojalá aún siguiese aquí.

Dejé que el comentario se quedase allí, en la mullida alfombra, y continué con el recorrido turístico. Le mostré el marco donde estaba encajado el aparato energético que era el corazón del proyecto, y le obsequié con una mirada preliminar a los controles y al equipo de conducción manual y astrogacional.

—Pero no te preocupes ahora —añadí—. Tendrás todo eso dentro de tu cabeza antes de que consigas el certificado.

Volvimos al atrio, cerrando detrás la puerta de la nave.

—En esas naves hay un montón de cosas —observé—, pero lo único que no puede meterse en ellas reducido al tamaño de una lata de sardinas es el hiperimpulso. Supongo que lo sabes.

—He oído algo. La patada inicial en dirección al espacio de segundo orden viene de esta estación, ¿verdad? Pero ¿cómo vuelve la nave al espacio normal cuando llega?

—Es tecnología tan refinada que casi suena a magia —contesté—. Aún no he empezado a comprenderlo. Sin embargo, puedo ponerte una analogía. Se necesita una fuente de energía, un aparato de compresión, y una válvula para llenar una cámara neumática. Sólo se necesita una vulgar uña para que vuelva a salir el aire. ¿Entiendes a lo que me refiero?

—Algo. De todos modos, lo importante es que el Destino es en un solo sentido. Esas naves nunca vuelven. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Una de las puertas que teníamos detrás de nosotros se abrió y una chica salió de una nave.

—Oh… ¡No sabía que había alguien aquí! —dijo, y vino hacia nosotros con pasos largos y suaves—. ¿Estoy en camino?

—¿Tú…, en camino, Tween? —respondí—. No tienes ninguna oportunidad.

Estaba muy orgulloso de Tween. Era una de las cosas más encantadoras que le habían pasado a estos ancianos y cansados ojos. Hace dos siglos, antes que los límites de variación estuvieran tan rígidamente establecidos como ahora, los de Eugenesia crearon a los de su clase; piel olivácea con el pelo blanco y los ojos rubí oscuro de un albino. Fue un experimento que no debieron interrumpir nunca. El albinismo no era dominante, pero en Tween era muy fuerte. Llevaba el pelo largo, realmente largo; cuando lo tenía suelto podía pisárselo y seguir erguida. Ahora lo llevaba dividido en dos ingeniosas valvas, formando una corona que parecía de plata auténtica. Llevaba una tela color fuego rodeándole la garganta y fluyendo detrás de ella mientras caminaba.

—Éste es Judson, Tween —dije—. Éramos amigos en la Tierra. ¿Qué haces aquí?

Ella rió, con una risa tímida y cautivante.

—Estaba dentro de una nave pretendiendo que estaba Afuera. Un día nos miraríamos a los ojos y diría «¡Vamos!», y nos habríamos ido. —Tenía el rostro lleno de luz—. Fue algo maravilloso. Y eso es lo que haremos uno de estos días. Ya lo verás.

—«¿Haremos?». Ah, te refieres a Wold.

—Wold —susurró, y yo deseé, por un breve y doloroso momento, que alguien, en alguna parte, algún día dijera mi nombre de esa manera.

Y pisando los talones a esta reacción tuve la imagen mental del Wold que había visto una hora antes, arreglado y atento, observando a los pasajeros del vuelo con sus oscuros ojos de cazador. No había nada que pudiera decir. Mis atribuciones tienen sus límites. Si Wold no sabía reconocer algo bueno cuando lo veía, peor para él.

Pero mirando a ese resplandeciente rostro, supe que sería peor para ella.

—¿Estás certificada? —preguntó Judson, con respeto.

—Oh, sí —sonrió ella.

—Desde luego que lo está —dije yo—. Pero tiene sus problemas, ¿verdad, Tween?

Empezamos a caminar hacia la puerta.

—Oh, sí —dijo Tween. Me encantaba oírle hablar. En su voz había una cualidad reposada, acogedora como el silencio que sobreviene al desaparecer un ruido irritante de cuya existencia no nos habíamos dado cuenta—. Cuando llegué aquí carecía de aptitudes lógicas. Había cosas que no me quedaban en la cabeza, ni con la hipnopedia. Ni siquiera todos los datos sobre el Universo te son útiles si no sabes relacionar los unos con los otros. —Sonrió—. Solía odiarte.

—No te culpo por ello. —Le di un codazo suave a Judson—. Le negué el certificado ocho veces. Venía a mi oficina para recibir las malas noticias, y cuando se las daba se quedaba toda quieta y revolvía los pies y tragaba algo de saliva. Y la primera cosa que decía siempre era: «Bueno, ¿cuánto puedo repetir el entrenamiento?».

Ella se sonrojó, riéndose.

—¡Estás contando algo confidencial!

Judson la tocó.

—No importa. No te menospreciaré por culpa de sus divagaciones… Debías querer mucho ese certificado.

—Sí —dijo—. Mucho.

—¿Puedo…, puedo preguntar por qué?

Ella le miró, a él, en él, a través de él, más allá de él.

—Toda nuestra vida —dijo con calma— es saludable y segura y pequeña. Esto… —señaló con el brazo hacia las naves— es la única cosa que conocemos que no es ninguna de esas cosas. Podría darte cincuenta razones para ir Afuera. Pero creo que todas se reducen a ésta.

Guardamos silencio un momento, y luego dije:

—Lo incluiré en mi agenda, Tween. No puedes tener más razón. La vida moderna nos proporciona una variedad infinita de todo menos la magnitud de las cosas que hacemos. Y ésa resulta ser bastante minúscula.

«Y anticuados, enormes y gordos oficiales de estación —pensé— rechazados por un mundo y descalificados para el otro. Un trabajo pequeño para una mente pequeña».

—La única razón por la que la mayoría de nosotros hacemos cosas sin importancia y tenemos pensamientos sin importancia —decía Judson— es porque, en esta era de eficiencia, la Tierra tiene muy pocos trabajos como el suyo.

—Muy pocos hombres le aprecian por trabajos como el suyo —corrigió Tween.

Parpadeé mirándoles a los dos. Estaban hablando de mí. No creo que cambiara mucho de expresión, pero me sentí tan sonrojado como el color de los ojos de Tween.

Atravesamos las puertas, y Tween pasó primero, sin dedicarle ni un solo pensamiento a la barrera que no existía para ella, seguida por Judson, que esperaba precavido mi visto bueno una vez que la placa exploradora del interior hubo examinado forma y arrugas de mi mano. Les seguí, y las enormes puertas se cerraron detrás.

—¿Quieres venir a la oficina? —le pregunté a Tween cuando llegamos al Corredor Central.

—No, gracias —dijo—. Voy a buscar a Wold. —Se volvió hacia Judson—. Te certificarás con rapidez —le dijo—. Lo sé. Pero…

—Dilo, sea lo que sea —dijo Jud, notando sus dudas.

—Iba a decirte que consigas antes el certificado. No intentes decidir nada antes de eso. Tendrás que aceptar mi palabra, pero nada de lo que te ha podido pasar nunca se parece a saber que eres libre de atravesar esas puertas cuando te apetezca.

La cara de Judson adquirió una expresión de ligero desconcierto, de ligera terquedad. Desapareció, y supe que hacerlo era un esfuerzo consciente para él. Luego alargó la mano y tocó su largo cabello plateado.

—Gracias —dijo.

Ella se marchó; el gesto de su cabeza nos decía que estaba ansiosa de encontrarse con Wold. Al doblar la esquina del corredor nos saludó y desapareció.

—Echaré de menos a esa chica —dije, y me volví hacia Judson.

La mirada de perplejidad había vuelto, esta vez con toda intensidad.

—¿Qué pasa?

—¿Qué quería decir con ese consejo de hermana de conseguir el certificado antes que nada? ¿Qué otra cosa podría decidir hacer en este momento?

Le di unas palmadas en el hombro.

—No dejes que te preocupe eso, Jud. Ve algo en ti que tú aún no te ves.

Eso no le satisfizo en absoluto.

—¿Como qué? —Cuando no contesté, preguntó—: Tú también lo ves, ¿verdad?

Subimos la rampa de mi oficina.

—Me gustas —dije—. Me caíste bien desde el momento en que te eché la vista encima, hace años, cuando no eras más que un retoño.

—Estás cambiando de tema.

—Infiernos, sí. Ahora deja que reserve mi aliento para subir la rampa.

Apenas era una cuesta. A medida que pasaron los años, la rampa pareció inclinarse más y más. Coordinación se ofreció dos veces a energizarla para mí y yo siempre me negué con terquedad. Noto como se acerca el momento en que será excesiva para mi volumen. Al mismo tiempo, me alegré de poder retrasar mi respuesta a la pregunta de Judson. Ésta radicaba en el aprecio que sentía por él; sabía la respuesta instintivamente, pero necesitaba pensarla. Estamos demasiado condicionados a analizar lo que no nos gusta y a dar por supuesto lo que nos gusta.

La puerta del exterior se abrió a medida que nos acercábamos. Había un hombre en la sala de espera. Era alto, vestía una capa gris y llevaba una diadema dorada alrededor de su pelo negroazulado.

—¡Clinton! —dije—. ¿Cómo estás, hijo? ¿Me esperabas?

La puerta del interior se abrió para mí y entré en mi despacho, con Clinton detrás de mí. Me dejé caer en mi sillón construido especialmente y le indiqué un diván. Judson carraspeó al llegar a la puerta.

—¿Puedo… en…?

Clinton alzó rápidamente la cabeza con un gesto tenso y de fastidio. Clavó su brillante mirada azulada en Jud y su expresión cambió.

—Entra, por el amor de Dios. Recién llegado, ¿eh? Siéntate. Nunca se aprende demasiado sobre este proyecto. O sobre esta gente. O sobre la clase de problemas en que puede verse metido un Destinado.

—Éste es Judson, Clint —dije—. El Destinado más impaciente de todos. ¿Qué te preocupa, hijo?

Clinton se humedeció los labios.

—¿Qué te parece si salgo Afuera…, solo?

—Tienes ese privilegio, si crees poder disfrutarlo.

Se dio un puñetazo en la palma de la mano.

—Bien, entonces…

—Claro que —dije, mirando al techo— las naves están construidas para dos personas. Yo, personalmente, estaría algo preocupado ante la perspectiva de pasar…, eh…, todo el tiempo que sea, mirando una habitación vacía durante el viaje. Especialmente —añadí en voz alta, para interrumpir lo que iba a decir—, si iba a pasar unas horas o semanas o quizá una década sabiendo que estaba solo por haberme embarcado en un momento de locura.

—No puedes decir que esto sea una locura momentánea —saltó Clinton—. Llevo años esperándolo. Primero porque tuve necesidad de algo y me di cuenta de lo que era; segundo, porque la necesidad aumentó cuando empecé a trabajar para satisfacerla; tercero, porque descubrí quién y qué podían aplacarla; y cuarto, porque me equivoqué con el tercer punto.

—¿Te equivocaste? ¿O temes haberte equivocado?

Me miró sin verme.

—No lo sé —dijo, habiendo desaparecido toda decisión de su voz—. No estoy seguro.

—Bueno, entonces no tienes ningún problema de importancia. Sólo tienes que preguntarte a ti mismo si merece la pena salir solo por culpa de un problema que aún no has resuelto. Si es así, adelante.

Se levantó y se dirigió a la puerta.

—¡Clinton! —Mi voz debió quebrarse; se detuvo sin volverse, y con el rabillo del ojo vi cómo Judson se levantaba de golpe—. ¿Por qué le dijiste a Judson que se quedara cuando sugirió marcharse y dejarnos solos? —dije con voz más queda—. ¿Qué viste en él para reaccionar así?

Los pensativos y semicerrados ojos de Clinton apenas disimulaban su brillante azul al clavarse en Judson, que se encogió como un colegial.

—Creo que porque me parece franco —dijo Clinton—. Y de confianza. ¿Responde eso a tu pregunta?

—La responde —le dije, despidiéndole alegremente con la mano.

—Tienes una manera impresionante de operar.

—¿En él?

—En nosotros dos. ¿Cómo sabes que reaccionará haciendo que se enfrente a su problema? Podría ir directamente al atrio de lanzamiento.

—No lo hará.

—¿Estás seguro?

—Claro que lo estoy —dije con voz átona—. Si Clinton no se hubiera decidido ya a no salir solo…, al menos, no hoy…, no habría venido a verme para que le convenciera de lo contrario.

—¿Qué es lo que le preocupa de verdad?

—No podría decirlo.

No lo diría. No a Judson. No ahora, al menos. Clinton estaba maduro para salir, y era de los que actúan cuando están preparados. Había descubierto lo que creía que era el perfecto ser humano para acompañarle Afuera. Ella no estaba lista para salir. Ni lo estaría aunque pasara toda una eternidad.

—De acuerdo —dijo Jud—. ¿Y qué pasa conmigo? Ha sido muy embarazoso.

Me reí de él.

—Hay veces en que no sabes cómo decir una cosa en particular, y puedes obligar a otra persona a decirlo por ti. ¿Por qué me has gustado nada más verte, hace años, y todavía ahora? ¿Por qué sintió Clinton que eras de confianza? ¿Por qué Tween pensó que podía darte algún consejo, y qué motivó el consejo? ¿Por qué…? —«No. No digas lo que sería más significativo de todo. Déjala fuera de esto», pensó—. Bueno, no tenemos por qué enumerar todo lo que ha pasado esta tarde. Lo dijo Clinton. «Se puede confiar en ti». Prácticamente todo el que te conozca sabrá, o sentirá, que puede confiar en ti…, que te conmoverá…, que te importará…, que te afectará. Nos gusta saber que producimos algo en alguien.

Judson cerró los ojos, frunció el ceño. Yo sabía que escarbaba en sus recuerdos, pensando en amistades íntimas y amistades casuales…, en cuántas de ellas…, en todo lo que significaban para él y él para ellas. Me miró.

—¿Tengo que cambiar?

—¡Santo Dios, no! Sólo que…, no dejes que sea demasiado íntimo. Creo que Tween se refería a eso cuando dijo que no tomaras ninguna decisión hasta no alcanzar la relativa serenidad de la certificación.

—Serenidad… Me vendrá bien algo de eso —murmuró.

—Jud.

—¿Mmm?

—¿Alguna vez intentaste resumir en una sola frase por qué has venido a Umbral?

Me miró sorprendido. Había vivido, y vivido intensamente, como la mayoría de la gente, sin cuestionarse nunca para qué. Y, como la mayoría de la gente, tarde o temprano tendría que responder la pregunta del millón: «¿Qué estoy haciendo aquí?».

—He venido porque…, porque…, no, eso sería simplificar demasiado.

—Es igual. Dilo de todas formas. Una frase simple basta si de verdad hay algo importante en ella. Todo lo básico es simple, Jud. Todo lo básico es importante. Los asuntos complicados pueden ser fascinantes, terribles, divertidos, intrigantes, preocupantes, educativos, o lo que quieras; pero si son complicados, no son, por definición, importantes.

Se inclinó hacia adelante y posó los codos sobre las rodillas. Sus manos se entrelazaron con fuerza, e inclinó la cabeza.

—Vine aquí…, buscando algo. No porque creyera que estaba aquí, sino porque no me quedaba otro sitio donde mirar. La Tierra está bajo una disciplina tan estricta…, disciplina por la comodidad, disciplina por el lujo constructivo. Nombras una necesidad y automáticamente está satisfecha, y nadie parece comprender que son las necesidades que no puedes nombrar las que son importantes. Y toda la Tierra está en un estado de desarrollo abortado por culpa de Umbral. Todo se mantiene inmovilizado. Lo que manda es el statu quo, porque así debe ser durante seis mil años. Seis mil años de evolución social y física sacrificados por el enorme salto que posibilita Umbral. No encontraba lugar para mí en la parte inmovilista del plan, así que sólo me quedaba ir a la parte activa.

Tras esto guardó un silencio tan largo que sentí que debí pincharle.

—¿Es posible que no hayas sido capaz de encontrar algún modo de ser feliz en la Tierra?

—Oh, no —dijo afirmativamente. Luego alzó la cabeza y me miró—. Un momento. Ahí casi has dado en el blanco. Tengo…, tengo la frase en la punta de la lengua.

Frunció el ceño. Esta vez mantuve la boca cerrada y le observé.

—Eso que ando buscando —dijo finalmente, con el tono más firme que había empleado hasta entonces— es algo que me falta, o algo que tengo y a lo que no he podido dar un nombre. No querré salir Afuera si encuentro algo aquí o en la Tierra que pueda llenar ese hueco. No me haría falta salir. No tendría que salir. Pero si creo que no lo hay aquí, entonces saldré Afuera, porque prefiero ser parte de algo grande a ser algo a lo que le falta una parte. ¡Un momento! —Se mordió el labio inferior. Los nudillos le crujieron mientras retorcía las manos—. Te lo diré de otra manera y tendrás tu frase simple.

Respiró profundamente y dijo:

—He venido a Umbral para encontrar…, o bien algo que aún no tengo pero que me pertenece, o bien si…, pertenezco a algo que aún no me tiene.

—Bien —dije—. Está condenadamente bien. Sigue buscando, Jud. La respuesta está aquí, en alguna parte, con alguna forma. Nunca oí decirlo mejor: ¿Posees, o te poseen? Decidas lo que decidas, tienes tres alternativas posibles.

—¿Ah, sí? ¿Tres?

Mostré los dedos, uno a uno.

—La Tierra. Esto. Afuera.

—Ya… me doy cuenta.

—Y puedes seguir el camino indicado por cualquiera de las palabras que viste flotando sobre la puerta del atrio de lanzamiento.

Se levantó.

—Tengo mucho en que pensar.

—Cierto.

—Pero me has proporcionado una guía maravillosa.

Me limité a sonreírle.

—¿Has acabado conmigo? —preguntó.

—De momento.

—¿Cuándo empiezo a ganarme el certificado?

—Hasta ahora has superado las cuatro novenas partes.

—¡Serás perro! Todo esto era…

—Soy un hombre muy ocupado, Jud. Trabajo constantemente. Dejémoslo por ahora. Tendrás noticias mías.

—¡Serás perro! —Volvió a decir—. ¡Condenado perro sabueso!

Pero se marchó.

Me senté para pensar. Pensé en Judson, claro. Y en Clinton y en sus preocupantes ideas solitarias. El viaje puede hacerse en solitario, pero no es una buena idea. La comunicación mental del equipo humano no es una conveniencia, es una necesidad vital. Y en Tween. ¿Cuán hermosa puede llegar a ser una chica? Y la manera en que le brillan los ojos cuando piensa en salir Afuera. Ya está certificada. Supongo que Wold y ella se separarán en cualquier momento.

Entonces, mi mente volvió a Flower. Junta las piezas…, algo tiene que encajar. Dale así la vuelta y… ¡Ah!, Clinton quiere salir Afuera. Lleva mucho esperando y esperando que certifiquen a su chica. Y Ella ni siquiera lo ha intentado. Él no esperará mucho más. ¿Quién es ahora su chica…?

Flower.

Flower, que excitó tanto a Judson.

¿Por qué a Judson? Hay hombres más fuertes, más listos, mejor parecidos. ¿Qué tenía Judson de especial?

Archivé todo en la mente, con un sello rojo de prioridad.

Pasaron los días. Sonó un timbre y se encendió un número en mi escritorio. No tuve que comprobar los números para saber quiénes eran. Fort y Mariellen. Buenos chicos. Salieron Afuera durante un período de sueño. Pensé en ellos, observé la pauta de luces de seguridad que parpadeaban, una tras otra. Pautas de manos que se borraban de la placa de la puerta; nunca volverían a necesitarse. Nave reemplazada. Zona despejada y dispuesta. Hora de lanzamiento archivada en Coordinación. Matrimonio registrado. Maquinaria automática que calculaba, archivaba, perforaba tarjetas, y activaba más maquinaria automática hasta que Fort y Mariellen sólo fueron líneas axiales en las moléculas de una cinta magnética…, nombres…, recuerdos…, quizá muertos; desaparecidos durante los próximos seis mil años.

¡Aguanta así, Tierra! Espéralos, espera al cincuenta y cuatro por ciento que (espero, espero con todas mis ganas) volverá. Sus parientes, sus amigos de la Tierra llevarán mucho tiempo muertos, igual que sus hijos y los hijos de sus hijos; permite, al menos, que los Destinados vuelvan a casa, a la misma Tierra, al mismo lenguaje, a las mismas costumbres. Serán las costumbres milenarias de algo-más-que-la-Tierra, el origen de una increíble esfera espacial que estará al alcance de la Humanidad gracias al esfuerzo de los Destinados Afuera. La Tierra está conteniendo seis mil años de progreso a cambio de poder usar las estrellas como puertas, para poder llegar a Marte en un minuto, para que Antares y Betelgeuse no sean más que escalas de un recorrido más largo. Seis mil años de sagrado estancamiento pueden comprar un universo, conquistar el tiempo, impedir el fraccionamiento de la Humanidad al dispersarse en naves, ser argollas momentáneas de una evolución divergente entre las estrellas. Cuando los Destinados vuelvan, las estrellas les esperarán en la habitación de al lado.

Seis mil vueltas alrededor de Sol, con Sol moviéndose en una galaxia en movimiento, y la galaxia volando a través de un universo en continuo cambio. Todo esto hará que la Tierra tenga un movimiento resultante de nueve grados Möllner en la Curvatura Universal. Umbral lanzará sus minúsculas naves durante seis mil años, y su gigantesca planta energética las proyectará al espacio-tiempo, y los controles automáticos las mantendrán allí hasta que todas, o bastantes de ellas, estén en posición. Algunas se materializarán en el universo conocido y algunas en nebulosas apenas imaginadas; algunas aparecerán en la vacía nada que hay más allá de las formaciones galácticas, y algunas saldrán al espacio normal dentro de soles en formación.

Pero cuando llegue el momento, y las pequeñas naves estén alineadas siguiendo una gran pauta esférica en el espacio, y vuelvan a ser reales, entonces se enviarán los unos a los otros un abanico de rayos energéticos. Y cada rayo encontrará a sus vecinos como el cableado de un cuadro de mandos, como las sinapsis de un cerebro, y llegará a la Tierra a través de ellos.

Y entonces la Humanidad se dispersará en y a través de esa esfera, yendo de un extremo al otro del Universo en segundos, transmitiendo instantáneamente hombres y materiales desde y hacia las estrellas. Una nave podrá enviar aquí un conjunto de piezas para ser ensambladas allí, en una estación espacial. Más allá, en algún planeta perdido de una estrella desconocida, hombres a años luz de la Tierra podrán ensamblar transmisores de materia y conectarlos a la gran esfera, y añadir otro mundo a los ya conocidos.

¿Y qué será de los Destinados?

Tiempo real: seis mil años.

Tiempo en la nave, desde la entrada en el subespacio hasta su materialización: cero.

Fort y Mariellen. Buenos chicos. Ya no son más que recuerdos; luces que se mueven en un cuadro de mandos, una tras otra, hasta que todo queda registrado. Y en Umbral, la silenciosa maquinaria dice: «¡El siguiente!».

Fort y Mariellen. Aprietan abrazados el botón de salida. Con el lanzamiento le dan la espalda a Umbral, sin esforzarse. En unos minutos habrá un fogonazo gris, o quizá ni siquiera eso. Se ven rodeados de estrellas desconocidas. Se miran a los ojos. Están en otro lugar…, en otro tiempo. Se encienden los indicadores. Éste dice que se ha lanzado el rayo en dirección a los vecinos más próximos y, a través de ellos, a todos los demás. Este otro grita «emergencia» y Fort cambia a control manual y hace lo que puede para evitar una nube de polvo, un planeta…, quizá una nave alienígena.

Quizá Fort y Mariellen (o George y Viki, o Bruce, que salió Afuera solo, o Eleanor y Grace, o Sam y Rod, que eran hermanos) se materialicen y mueran tan rápidamente en una explosión provocada por el desplazamiento de materia que no tengan tiempo de sentir dolor. Quizá les alcance un meteorito y vean, con brillantes ojos que van helándose rápidamente, los espumarajos que expulsen sus pulmones al estallar. Quizá sobrevivan durante minutos y semanas, y luego se vean atrapados por la atracción de algún gigante gaseoso o algún sol desconocido. Quizá sean perseguidos y muertos, o capturados, por seres inimaginables.

Y algunos de ellos sobrevivirán a todo esto y esperarán el bendito contacto; el estridente heraldo del transmisor de materia con que está equipada cada nave, y la repentina aparición de un hombre, que no nació sesenta siglos antes, cuando dejaron Umbral, transmitido instantáneamente desde la Tierra hasta su nave. Y volverán con él, a una Tierra exultante y sin cambios, uniéndose a los miles de millones de seres humanos maduros y adiestrados que estarán dispuestos a llenar el Universo con costumbres humanas; los nuevos humanos que habrán dejado atrás la guerra y la avaricia, que habrán adquirido un universo tan vasto que no necesitarán explotar los recursos de otra criatura, tan rico y accesible que tendrá todo lo que necesiten.

Y algunos sobrevivirán, y esperarán, y morirán esperando debido a algún error de cálculo. Los rayos nunca llegarán hasta ellos; sus rayos no contactarán nada. Y puede que, de ésos, algunos no mueran, que encuentren refugio en algún planeta y dejen allí huellas de su paso que sorprenderán a todo ser vivo e inteligente de dentro de un millón de años. Quizá dejen algo más que eso. Quizá la Humanidad se desarrolle allí de forma más lenta y azarosa.

Pero los cálculos insisten en que el cincuenta y cuatro por ciento establecerá la esfera conquistadora de estrellas, y volverá.

Pasaron las semanas. Un timbrazo: Bark y Bárbara. Maldita sea, se acabó el pastel de crema de plátano de Bárbara. Clasificación, partida, archivo, luces. Matrimonio registrado.

Cuando un hombre y una mujer salen Afuera, están casados. Hay otra manera de casarse en Umbral. Hay menos precipitación en ella que en el unir las manos en el botón de lanzamiento. Pero no por ello es menos solemne. Significa lo que significa porque no está marcada por la necesidad. Los niños heredan el apellido de las madres, casadas o no, y no existe diferencia alguna. Los hombres y mujeres hacen lo que quieren como adultos responsables, dentro de límites extremadamente amplios. Excepto…

La Humanidad ha llegado al matrimonio moderno tras arduas tensiones y trágicos errores. Al eliminar la presión social de la búsqueda del cónyuge, al darse término a la persecución insultante de la soltería, un matrimonio deja de ser un sello que marca lo que la gente acabará haciendo, con o sin ceremonias. Los hombres y mujeres no se vieron atrapados en la hipocresía de los votos matrimoniales cuando fueron libres de buscar su mutua compañía siempre que quisiesen y sin recibir castigos sociales de ningún tipo. Bajo condiciones semejantes, un matrimonio se asume con toda seriedad y sinceridad, constituyendo una declaración pública de la elección y, con el añadido de una sociedad madura, de inviolabilidad. Las viejas y encantadoras palabras «olvidando a todos los demás» deletrean la naturaleza del matrimonio moderno, con el añadido que está universalmente reconocido que la fidelidad no es una orden o una restricción, sino una decisión consciente. El divorcio es rápido y sencillo, y casi inexistente. Los casados viven así, los solteros viven así; los límites están establecidos y son profundamente respetados. La gente se casa porque quiere vivir dentro de los límites del matrimonio. El hecho que un matrimonio exista es prueba incontrovertible indicando que funciona.

Hablé acerca del matrimonio con Tween. La encontré en el Pórtico. Creo que había estado en una de las naves. Si estaba pálida, su piel olivácea lo ocultaba. Si tenía los ojos inyectados en sangre, el brillante rubí de sus ojos lo disimulaba. Puede que la viera arrastrar los pies al caminar, o algo así. La tomé por la barbilla e hice que me mirara a la cara.

—¿Tengo que matar algún dragón?

Me dedicó una brillante sonrisa que sólo existía en sus labios.

—Estoy estupendamente —dijo valiente.

—Lo estás —concedí—. Lo cual no tiene nada que ver con la manera en que te sientes. No voy a insistir, pequeña, pero si comes demasiadas manzanas verdes, o has metido el pie en un cactus, ¿tienes algún lugar seguro donde esconderte mientras gritas?

—Sí —dijo ella sin aliento, esforzándose todo lo posible en sonreír—. Oh, sí. —Me acarició la mejilla—. Eres… bueno. ¿Me dirías una cosa si te la preguntara?

—¿Sobre certificados? No, Tween. Nada sobre la certificación de alguien. Pero… todo lo que tiene que hacer es completar su hipnopedia final, y aún no se ha presentado a ella.

No le gustó nada oír eso, pero también le hizo reír, un poco.

—¿Lees mentes, como dicen todos?

—No. Y no lo haría, si pudiera. Y si no pudiera evitarlo, no actuaría como si lo hiciera. O sea, no. Lo que pasa es que he vivido lo bastante para saber lo que hace moverse a la gente. Así que si una persona no me importa mucho, puedo darme cuenta de lo que la inquieta. Claro que —añadí—, si me importa algo, puedo adivinarlo mejor aún. ¿No ibas a casarte pronto, Tween?

No debí haber dicho eso. Se sobresaltó y por un momento dejó de forzar esa sonrisa. Y luego…

—Oh, sí —dijo animada—. Bueno, no del todo. Lo que quiero decir es que, cuando salgamos Afuera, bueno, podemos tanto hacerlo como no, y supongo que en cuanto Wold esté certificado, nos…, creemos que salir Afuera es el mejor modo… Creo que se me ha metido algo en el ojo. Lo si-sien

La dejé marchar. Pero la próxima vez que vi a Wold —fue en el Sector Euforia— le saludé con alegría. Hay veces en que me siento de lo más jovial.

Apoyé la mano en su hombro. Su espalda se inclinó un poco y me pareció notar cómo se unían las vértebras.

—Wold, chico —dije de corazón—. Me alegro de verte. Últimamente no te veo mucho. ¿Enfadado?

Se apartó de mi lado.

—Un poco —dijo malhumorado.

Su pelo era demasiado brillante, y su dentadura perfecta siempre me recordaba el teclado de un instrumento musical.

—Bueno, déjate caer por allí —dije—. Me gusta ver cómo progresan los jóvenes. Tú has llegado bastante lejos —añadí, con cierto énfasis.

—Tú también —dijo él con más énfasis.

—Bueno —le di una palmada en la espalda. Sus ojos no se movieron, cosa que me sorprendió—. Puedes superarme. Puedes ir más lejos de lo que yo nunca iré. Ya nos veremos, amigo.

Me alejé, sintiendo los fríos puntos marrones de su mirada.

Y ni diez minutos después que pasara esto, conocí la danza kakumba. No suelo fijarme mucho en el baile, pero en ese momento se oyó un rugido animal en la sala y entré para ver lo que excitaba tanto al público.

El baile había superado ya la mayoría de las etapas, de modo que el animador sólo tenía tres parejas en el escenario. A medida que me abría paso hasta un lugar más privilegiado, fue eliminada otra de las parejas, quedando sólo las dos mejores. Una de ellas estaba compuesta por una rubia alta con pelo emperifollado y brazaletes subvoltaicos que dibujaban y redibujaban un entrechocar de arcos en tonos pasteles. Bailaba con uno de los operarios con traje acorazado encargados del casco de la estación espacial; y eran muy buenos.

La otra pareja tenía una chica morena y esbelta, de movimientos fluidos, que vestía una túnica abierta marrón oscuro. Se movía, tan maravillosamente que contuve el aliento, y la miré con tanta atención que pasaron unos segundos antes de ver que era Flower. Mi reacción hizo que tardara unos segundos más en darme cuenta que su pareja era Judson. Por buena que fuera la otra pareja, ésta era mejor. Había examinado los reflejos de Jud y eran fenomenales, pero no tenía ni idea que pudieran responder así a algo.

El animador enfocó una solitaria luz a la primera pareja. Se oyó un estallido de música y la rubia con arcos luminosos y su amigo se enzarzaron en un intrincado frenesí de miembros desarticulados y pataleos semirrítmicos. Pasaron tantas cosas y tan rápidas entre las dos personas que cuando la música se detuvo pensé que nunca se separarían. Pero se separaron y un rugido surgió de la multitud que les observaba. Y luego el mismo aullido de música sonó para Jud y Flower.

Judson se limitó a quedarse atrás y cruzarse de brazos, caminando con movimientos sencillos para indicar que, de verdad, también estaba bailando. Pero se lo dejó todo a Flower.

Ahora diré en una sola frase lo que hizo: se inclinó ante él y se levantó lentamente alzando las manos por encima de la cabeza. Pero las palabras nunca podrán describir perfectamente el proceso. Tardó diez minutos en levantarse del todo. En el minuto cuarto, la multitud empezó a darse cuenta que su cuerpo temblaba. No se meneaba o se sacudía o algo así de simple. Era un escalofrío continuo, aparentemente incontrolable. En el minuto octavo, la audiencia empezó a darse cuenta que estaba controlado, y de cuán controlado estaba. Era algo hipnótico, increíble. En el crescendo final, Flower estaba de puntillas con los brazos estirados hacia lo alto, y no hizo ninguna floritura cuando la música se detuvo; se limitó a relajarse y permanecer inmóvil, sonriendo a Jud. Aun desde donde yo estaba podía verse el sudor que bañaba la cara de Jud.

Un hombre alto que tenía a mi lado gruñó con un sonido tenso y doloroso. Me volví para verle. Era Clinton. La tensión recorría su mandíbula como una rata bajo una alfombra. Puse una mano en su brazo. Parecía de piedra.

—Clint.

—¿Qui…?Ah. Hola.

—¿Tienes sed?

—No —dijo.

Se volvió hacia la pista de baile, explorándola con los ojos, encontrando a Flower.

—Sí, hijo, la tienes —dije—. Vamos.

—¿Por qué no vas y…? —Recuperó su autocontrol—. Tienes razón. Tengo sed.

Fuimos a la semidesierta sala de juegos y nos servimos un poco de methylcafeína. No dije nada hasta encontrar una mesa. Se sentó muy tenso, mirando su copa sin verla.

—Gracias —dijo entonces.

—¿Por qué?

—Iba a portarme de manera muy poco civilizada ahí dentro.

Me limité a esperar.

—Bueno, maldita sea, es libre de hacer lo que quiera, ¿verdad? —dijo malhumorado—. ¿Que le gusta bailar?, pues estupendo. ¿Por qué no iba a hacerlo? Maldita sea, no hay por qué excitarse.

—¿Quién está excitado?

—Es ese Judson. ¿Por qué tiene que estar todo el rato rondando a Flower? No ha hecho una maldita cosa por conseguir el certificado desde que él llegó.

Se bebió el licor de un trago. No pareció afectarle, lo cual significaba algo.

—¿Qué hacía antes que él llegara? —pregunté con suavidad y, cuando no respondió, añadí—: Jud está Destinado, Clint. Yo no me preocuparía. Puedo garantizarte que Flower no estará con él cuando salga, y eso será muy pronto. Aguanta y espera.

—¿Esperar? —Sus labios se contrajeron—. Llevo semanas dispuesto a salir. Solía imaginarnos a…, a Flower y a mí trabajando juntos, ayudándonos mutuamente. Solía hacer planes para festejar el día que nos certificáramos. Solía mirar a las estrellas y pensar en la red que ayudaríamos a echar sobre ellas, con la que tiraríamos de ellas, para meterlas luego en un cesto. En Flower y yo, volviendo a la Tierra tras seis mil años, contemplando cómo la Humanidad progresaba por sí sola, sabiendo que habíamos hecho algo para ayudar. He esperado mucho, y ahora me dices que espere algo más.

—Esto —dije— es lo que tú llamarías una situación inestable. No puede seguir así y no seguirá. Espera, te digo: espera. Acabará produciéndose un reventón.

Y se produjo.

El timbre sonaba en mi despacho. Moira y Bill. Denegados los certificados a Hester, Elizabeth, Jenks y Mella. Hester vuelve a la Tierra. Hallowell y Leticia, matrimonio registrado. Concedido el certificado a Musette, Aaron, n'Guchi, Mancinelli y Judson.

Judson recibió la noticia con tranquilidad, resplandeciente. En estos días no le veía mucho. Flower ocupaba gran parte de su tiempo, y el entrenamiento el resto. Se marchó con rapidez, en cuanto estuvo certificado, tras acompañarle para probar el lector de manos de la puerta y le di las instrucciones finales, supongo que para darle la noticia a Flower. Recuerdo que me pregunté cómo se tomaría la reacción de la chica.

Cuando volví a la oficina, Tween estaba en ella. Se levantó del sofá en cuanto dejé atrás la rampa. Sólo necesité mirarla una vez.

—Entra.

Me siguió a través de la puerta interior. Pasé la mano ante la placa de infrarrojos y se cerró. Entonces abrí los brazos.

Gemía como un cordero recién nacido y corrió hacia mí. Sus lágrimas eran abrasadoras, y no creo que los músculos humanos estén hechos para la tensión a que les sometían esos agonizantes sollozos. La gente debería llorar más. Debería aprender a hacerlo con facilidad, como el reír o el sudar. En personas como Tween, que no hacen nada si no pueden sonreír y convertir eso en hábito, el llanto se almacena de verdad. Con semejante almacenamiento, sin desarrollar válvula de salida alguna, las cosas se desgarran cuando la presión es excesiva.

Me limité a abrazarla con fuerza para que no explotara. Lo único que le dije fue «sh-h-h» cuando intentó hablar mientras lloraba. Cada cosa a su tiempo.

Le llevó un tiempo, pero cuando terminó, terminó. No se apagó por ello. Estaba débil de tanto castigo, pero calmada. Habló.

—No es real —dijo débilmente—. Es alguien que hice con el brillo de las estrellas, por querer tanto ser parte de algo tan importante como este proyecto. Nunca creí que, a excepción de esto, hubiera nada importante en mí. Quería pertenecer a algo que fuera más importante que yo, y llegar a hacer algo, juntos, tan importante que sería digno de Umbral.

»Creía que era Wold. Hice que fuera Wold. Oh, no es culpa suya. Pude darme cuenta de lo que era él, pero no lo hice. Lo que hice con él, lo que siento por él, es una locura tan grande como el convencerme a mí misma que él tiene alas y luego le odiase por no poder volar. Es cualquier cosa menos un héroe. Se acerca a los recién llegados y los descalificados simulando que es un hombre que un día se entregará a la Humanidad y a las estrellas… Puede que hasta él mismo se lo crea. Pero no terminará el entrenamiento, y…, ahora lo sé, ahora me doy cuenta, ha intentado con todos los medios posibles que no fuera certificada. No podía tratarme como a su estúpida niña guapa si conseguía certificarme. Y él no podía conseguir el certificado porque, entonces, un día, tendría que salir Afuera, y eso es algo a lo que no puede enfrentarse.

»Él… quiere que le deje. Si lo hago así, si lo decido yo, podrá llevar mi recuerdo como si fuera una banda negra en el brazo, y pasar así el resto de su vida engañándose y diciéndose que su sucesión de mujeres no es más que una búsqueda de algo con lo que reemplazarme. Así siempre tendría una excusa; nunca tendría que arriesgar el pescuezo. Sería el héroe caído, y todas las mujeres que fueran tan estúpidas como yo intentarían curarle esas heridas que consiguió que yo le infligiera.

—¿No le odias? —le pregunté con suavidad.

—No. Oh, no, ¡no! Ya te lo he dicho, no es culpa suya. Yo… amaba algo. En mi corazón vivía un hombre, vivía allí desde hacía años. No tenía ni nombre ni cara. Yo le di el nombre de Wold y la cara de Wold y no quise creer que no fuera Wold. Fue cosa mía. No fue cosa de Wold. No le odio. No me gusta. Yo no…, nada.

Le palmeé el hombro.

—Estupendo. Estás curada. Si le odiaras, seguiría siendo importante. ¿Qué harás ahora?

—¿Qué debo hacer?

—Yo nunca te diré lo que debes hacer en una cosa como ésta, Tween. Lo sabes. Tienes que encontrar tus propias respuestas. Puedo aconsejarte que utilices con cuidado esos ojos tuyos que acabas de abrir. Y no creo que ese hombre que vive en tu corazón no exista en ninguna parte. Existe. Puede que en esta misma estación. Simplemente no has sido capaz de verle.

—¿Quién?

—Por Dios, bonita. No me preguntes eso. Pregúntaselo a Tween la próxima vez que la veas; es algo que sólo Tween sabe con seguridad.

—Eres tan inteligente…

—Bah. Sólo soy lo bastante viejo como para haber cometido más errores que la mayoría, sólo eso, y tengo buena memoria.

Ella se levantó, tambaleante. Alargué la mano y la ayudé.

—Estás hecha polvo, Tween. Mira…, no te vayas aún. Escóndete un par de días y descansa algo y piensa un poco. En este nivel hay un cuarto. No te molestará nadie, y encontrarás todo lo que necesites, incluyendo silencio e intimidad.

—Eso estaría bien —dijo en voz baja—. Gracias.

—Muy bien…, mira. ¿Te importa si envío a alguien a charlar contigo?

—¿Charlar? ¿A quién?

—Deja que improvise sobre la marcha.

Los ojos de rubí me dedicaron una cálida mirada, y sonrió. Pensé que me gustaría sentir tanta confianza en mí mismo como la que ella tenía en mí…

—Es la cuatrocientos doce —dije—, la tercera puerta de la izquierda. Quédate todo el tiempo que quieras. Vete cuando te apetezca hacerlo.

Se acercó a mí e intentó decir algo. Por un segundo pensé que iba a besarme en la boca. No lo hizo; me besó la mano.

—¡Te daré de azotes! —rugí, confundido—. ¡Fuera de aquí, maldita sea!

Se rió…, siempre tenía algo de risa preparada en su interior, pasase lo que pasara, bendita sea su cabeza de algodón…

En cuanto se marchó me volví hacia el anunciador y llamé a Judson. «Infiernos —pensé—, puedes intentarlo, ¿no?». Mientras esperaba pensé en la hambrienta mirada de Judson, y en ese agujero de su cabeza…, esa accesibilidad, y en lo que pasaba cuando le llegaba algo erróneo. ¡Dios, la gente sensible es la que más acaba haciendo el imbécil!

Llegó a los pocos minutos, acalorado, excitado, feliz y preocupado, todo a la vez.

—Venía hacia aquí cuando oí tu llamada —dijo.

—Siéntate, Jud. Tengo un pequeño proyecto en mente. Quizá puedas ayudarme.

Se sentó. Busqué las palabras adecuadas. No podía decir nada acerca de Flower. Le tenía enganchado; si decía cualquier cosa sobre ella, la defendería. Y uno de los fenómenos más antiguos de las relaciones humanas consiste en que llegamos a sentir mucho apego por las cosas que acabamos defendiendo, aunque antes no nos gustasen. Volví a pensar en el ansia que vivía en Jud, y en lo que podría ver Tween con sus ojos recién abiertos.

—Jud…

—Me he casado —barbotó.

Me quedé rígido. No creo que mi cara evidenciara nada.

—Es lo que tenía que hacer —dijo, casi furioso—. ¿No te das cuenta? Ya sabes cuál es mi problema… Fuiste tú quien me lo hizo ver. Estaba buscando algo que me perteneciera…, o algo a lo que pertenecer.

—Flower —dije.

—Claro. ¿Quién si no? Mira, esa chica también tiene problemas. ¿Qué crees que le impide obtener el certificado? Ni siquiera cree ser digna de ello.

«Dios mío», dije. Afortunadamente, lo dije para mí mismo.

—Pase lo que pase, he hecho lo que debía —dijo Jud—. Si puedo ayudarla a obtener el certificado, saldremos juntos Afuera, ya que hemos venido para eso. Si no puedo ayudarla en eso, pero descubro que llena ese sitio de mi interior que lleva tanto tiempo vacío, bueno, para eso he venido yo aquí. Podemos volver a la Tierra y ser felices allí.

—Pareces tenerlo muy claro.

—Claro que lo tengo claro. ¿Crees que habría seguido adelante con el matrimonio si no lo tuviera claro?

«Claro que lo habrías hecho», pensé.

—Felicidades, entonces. Ya sabes que te deseo lo mejor.

Se levantó indeciso, empezó a decir algo, y aparentemente no encontró las palabras adecuadas. Fue hasta la puerta y dio media vuelta.

—¿Puedes venir esta noche a cenar?

Titubeé.

—Por favor. Me gustaría mucho —dijo.

Arqueé una ceja.

—Dime la verdad, Jud, ¿es idea tuya o de Flower?

Se rió avergonzado.

—Maldita sea, siempre has sido demasiado perspicaz. Mía…, bueno…, o sea, no es que le caigas mal, pero…, bueno, infiernos, quiero que sean amigos, y creo que la entenderías, y a mí también, mucho mejor si haces el intento.

Se me ocurrían muchas cosas que prefería hacer antes que cenar con Flower. Nadar unos largos en aceite hirviendo, por ejemplo. Miré a su rostro ansioso. ¡Oh, diablos!

—Me encantaría —dije—. ¿A eso de las ocho?

—¡Estupendo! ¡Guau! —dijo, como un colegial—. ¡Guau!, gracias. —Se movió de un lado para otro, sin saber si marcharse en seguida o no—. Hey —dijo de pronto—. Me hiciste llamar. ¿Cuál es ese proyecto para el que me querías?

—No es nada, Jud —dije con cansancio—. He… cambiado de idea. Te veré luego, hijo.

La cena fue algo especial. Bistecs. Jud en persona los había asado a la parrilla. Tuve la intuición que también los había seleccionado él, y que él había puesto la mesa. Pero fue Flower la que me proporcionó algo donde sentarme. Me miró lentamente sin ocultarlo, se acercó a la mesa, apartó la esbelta silla de aluminio y arrastró hasta ella una enorme tumbona. «Algo innecesario —pensé—; soy grueso, pero esas sillas de aluminio han aguantado mi peso hasta ahora».

No pienso detallar asalto tras asalto. La comida se tragaba estando Flower en silencio o manufacturando pequeños latigazos conversacionales. Jud intentaba meterla en la conversación cuando guardaba silencio. Y cuando ella hablaba, intentaba desviar la conversación de mi persona. Creo que el acontecimiento fue un completo éxito, para Flower. Para Jud debió ser un infierno. Para mí…, bueno, fue interesante.

Un ejemplo: Flower pincha y le da vueltas a la carne, y cuando caza una pausa en la elaborada conversación que intentábamos sacar adelante Jud y yo, empezaba a cortarme meticulosamente el bistec por los bordes.

—Si hay algo que no soporto —dijo con claridad— es oler o ver la grasa.

Un ejemplo: decía «Oh, Señor» esto y «el Señor» aquello con tanta precipitación que parecía decir «gordo». (1) todo el tiempo.

Un ejemplo: estornudé en una ocasión. Me tendió un pañuelo con rapidez y educación suficientes, y luego dijo: «Para los estornudos…», lo cual quedó como un detalle hasta que le dio un codazo a su marido y dijo: «¡Gracias!». (2). En ese punto las cosas se pusieron bastante silenciosas.

Un ejemplo: cuando terminó, se recostó y suspiró.

—Si siempre comiera así, acabaría hinchada como… —Me miró directamente y se interrumpió. Jud se sonrojó con tristeza e intentó darle una patada por debajo de la mesa. Lo sé porque me acertó a mí—, como un flotador —concluyó.

Pero siguió mirándome, calmada e insultante.

Un ejemplo: … bueno, ya te habrás hecho una idea. Lo que puedo decir en mi favor es que lo capeé todo. No iba a darle la satisfacción de echarme hasta no haber encajado todo lo que me tenía preparado. No podía enfadarme abiertamente, porque, de hacerlo, ella me presentaría luego ante Jud como alguien que la odiaba. Si Jud fue alguna vez lo bastante inteligente, recordaría esta noche como aquella vez en que ella se mostró insufriblemente insultante, y eso era con exactitud lo que yo quería.

Por fin terminó la cosa, y yo me despedí lo más tarde que pude sin tener que pasar allí toda la noche. Cuando me marché, ella se tomó del brazo de Jud y lo sujetó con fuerza hasta que desaparecí de la vista, abortando así la única posibilidad que tenía Jud de acompañarme parte del camino y disculparse.

Hasta que no pasaron cuatro días no pudo acercarse a mí lo bastante como para hablarme, y cuando lo hizo tuve la impresión que había mentido para estar allí, que Flower le creía en otra parte.

—Lo que pasó la otra noche, no pienses que… —dijo con rapidez.

Le interrumpí con toda la suavidad y firmeza que fui capaz.

—Lo entiendo perfectamente, Jud. Reflexiona un momento y te darás cuenta de eso.

—Flower no se comportó como debía. Haré que cambie. La próxima vez que vengas será muy diferente. Ya lo verás.

—Estoy seguro que sí, Jud. Olvídalo, ¿quieres? No ha pasado nada.

«Y la próxima vez será seis meses después que vuelvan los Destinados», pensé. Eso me daba unos sesenta siglos o así para prepararme.

Una semana después de la boda de Jud, yo estaba en el Pasillo Central que conduce al Pórtico de Salida. No sé si fue algún sexto sentido o si de verdad olí alguna cosa. Tengo un recuerdo muy sólido de methylcafeína en el aire, al tiempo que miraba por el pasillo y veía cerrarse el Pórtico.

Me planté allí demasiado rápido como para que le sentase bien a mis gastadas válvulas. Abrí las puertas de un manotazo y corrí por todo el atrio. Cuando algo en mi forma y tamaño se pone a correr resulta más difícil parar que dejarse llevar. La compuerta de una nave estaba abierta y me dirigí hacia ella. Empezó a cerrarse. Olvidé todo lo referente a aminorar la marcha y dediqué la poca energía que me quedaba a que mis viejas piernas fueran más rápido.

Sentí como uno de mis pies chocaba con el talón del otro con una horrible sensación de desastre a cámara lenta y mi centro de gravedad empezó a moverse más rápido de lo que yo me desplazaba. Estuve una eternidad suspendido en medio del aire, lo bastante para morder y tragar una lengua, y entonces me golpeé el estómago, me precipité hacia delante con el pecho y dos de mis barbillas, y resbalé. Tenía las dos manos frente a mí. La izquierda golpeó el mamparo y se dobló. La derecha atravesó lo poco que quedaba de la abertura de la puerta, que se cerró aplastando mi antebrazo. Entonces mi frente golpeó el umbral de la compuerta y me desmayé.

Cuando la luz volvió a encenderse, yo estaba extendido en la litera de una nave, al parecer solo. El brazo izquierdo me dolía más de lo que podía soportar, y el derecho me dolía más aún, y los dos juntos no podían superar lo que pasaba en mi cabeza.

Cuando emití un gemido, un hombre apareció del cubículo de servicio. Llevaba en las manos un cuenco de agua caliente y el equipo B de primeros auxilios de la nave. Se acercó rápidamente hasta mí y restañó la sangre que tenía entre las dos barbillas. Hasta ese momento mi borrosa visión no dedujo quién era.

—Clinton, bastardo hijo de perra —le ladré—. Deja en paz la barbilla y ponme plexicaína en los brazos.

Tuvo la osadía de reírse de mí.

—Cada cosa a su tiempo, viejo. Estás sangrando. Compórtate como un paciente y no como un impaciente.

—Impaciente al que se le acaba la paciencia —grité—. ¡Ponme la plex! ¡No tengo nada de estoico y silencioso!

—De acuerdo, de acuerdo.

Sacó la aguja del estuche, la apuntó al aire y la hundió diestramente en mis brazos. Buen chico. La clavó en el bíceps de uno y en el antebrazo del otro, y acertó en los ganglios correctos. El dolor desapareció. Sólo quedaba la cabeza, pero me dio un analgésico y empezó a disminuir el terrible dolor.

—Me temo que tienes roto el izquierdo —dijo—. En cuanto al derecho…, bueno, si no hubiera visto esa mano arrastrándose por el suelo como un perrito, e invertido el control de la puerta, te habría cortado las uñas hasta el codo. ¿Qué diablos creías estar haciendo?

—No lo recuerdo; quizá tenga conmoción cerebral. Parece que quería ver lo que había dentro de la nave, ya fuese por un motivo o por otro. ¿Puedes entablillar el brazo?

—Llamemos al médico.

—Tú puedes hacerlo igual de bien.

Fue por el equipo C y sacó un entablillado de tracción. Envolvió alrededor del dolorido brazo el envoltorio acolchado, sujetó los extremos del entablillado a codo y muñeca, y lo enfocó con una lámpara de infrarrojos. A los pocos segundos, el entablillado empezó a alargarse. Cuando el antebrazo roto fue unos pocos milímetros más largo que el otro, apagó la lámpara y el entablillado termoplástico se fijó automáticamente, sujetándose al acolchado. Clinton apartó las grapas.

—Con eso basta, de momento. Bueno, ¿me dirás ahora lo que hizo que te interpusieras en mi camino?

—No.

—¡Deja de aparentar que eres un niño inocente! Te delata la barba. Sabías que iba a salir solo, ¿verdad?

—Nadie me dijo nada de eso.

—Nadie tuvo que hacerlo nunca —dijo irritado, sonriendo luego—. Tío, me gustaría poder seguir enfadado contigo. De acuerdo… ¿Y ahora qué?

—¿No piensas salir ya?

—¿Contigo aquí dentro? No digas locuras. La estación perdería demasiado y yo no ganaría nada. ¡Maldito seas! Me había marcado una borrachera preciosa de methylcafeína, y tenías que venir tú a despejarme… Bueno, sigamos adelante. Lo haré a tu manera. ¿Qué hacemos ahora?

—Dejar de tomarme por Maquiavelo —gruñí—. Ayúdame a volver a mis habitaciones y te dejaré para que hagas lo que quieras.

—Contigo las cosas nunca son tan sencillas —medio sonrió—. Muy bien. Vamos.

Cuando me puse en pie, con más ayuda por su parte de la que me gustaría admitir, el corazón empezó a latirme. Debió notarlo porque no dijo nada mientras estuvimos allí esperando a que se comportara como era debido. Clinton era un buen chico.

Conseguimos salvar todo el camino del atrio y el Pórtico, pero lentamente. Cuando pusimos el pie en mi rampa, negué con la cabeza.

—No, esto no —suspiré—. No lo conseguiría. Vayamos por ahí.

Seguimos por el pasillo lateral hasta llegar a la 412. La puerta se abrió para mí.

—¡Hola! —llamé—. Tienes compañía.

—¿Qué? ¿Quién? —dijo la voz cristalina. Apareció Tween—. ¡Oh-oh! No quiero ver a nadie… Dios mío, ¿qué ha pasado?

Mis párpados se cerraron. Lancé un gemido.

—Creo que será mejor que le tumbemos —dijo Clinton—. No está bien.

Tween corrió hasta nosotros y me tomó gentilmente por el brazo, por encima del entablillado. Me llevaron hasta un sofá y me derrumbé en él.

—El condenado —dijo Clinton con buen humor—. Parece trabajar horas extras para impedirme que salga Afuera.

Hubo un silencio tan largo que abrí un ojo. Tween le miraba como si nunca le hubiera visto antes…, y, la verdad, así era, al tener los ojos tan llenos de Wold.

—¿De verdad quieres salir Afuera? —preguntó con tono suave.

—Más que… —Miró a su pelo, a su bonita cara—. No recuerdo haberte visto mucho. Eres… Tween, ¿verdad?

Ella asintió y dejaron de hablar. Cerré los ojos porque estaba seguro que me mirarían sólo por hacer algo.

—¿Está bien? —preguntó ella.

—Creo que…, sí, está dormido. No me extraña. Lo ha pasado muy mal.

—Pasemos a la otra habitación para poder hablar sin molestarle.

Cerraron la puerta. Apenas podía oírles. Lo hicieron bastante tiempo, con silencios ocasionales. Por fin oí lo que había estado esperando:

—Si no hubiera sido por él, ya no estaría aquí. Iba a salir solo.

—¡No! Oh, me alegro…, me alegro que no lo hicieras.

Uno de los silencios.

—Yo también, Tween. Tween… —oí entonces con un susurro de sorpresa.

Me levanté del sofá y salí en silencio. Volví a mis habitaciones y hasta conseguí subir la rampa. Me sentía muy bien.

Oí un rumor bastante feo.

He visto mucho y he hecho mucho, y me considero a prueba de sorpresas, pero esto me llegó hasta lo más íntimo. Me refugié en el viejo bálsamo del «No puede ser, no puede ser», pero mi corazón sabía que sí podía ser.

Me acerqué hasta Judson. Tenía ojeras y estaba más silencioso de lo habitual. Le pregunté lo que hacía en esos días, aunque lo sabía.

—Profundizando en astrogación —me dijo—. Nunca he visto nada tan fascinante. Una cosa es que te lo metan en la cabeza mientras duermes, y otra muy diferente experimentarlo nota a nota como si fuera música.

—Pero pasas demasiado tiempo en los archivos, hijo.

—Consume mucho tiempo.

—¿No puedes estudiar en casa?

Creo que fue entonces cuando se dio cuenta de adónde quería ir a parar.

—Mira —dijo—. Tengo mis problemas. Hay cosas en las que me equivoco. Pero no estoy ciego. No soy un estúpido. No puedes decirme a la cara que no puedo manejar problemas que sólo me atañen a mí, ¿no crees?

—No, si estuviera seguro de ello —dije—. Maldita sea, no lo estoy. Y no pienso suplicarte los detalles.

—Me alegro —dijo con sobriedad—. Así que no tenemos por qué tocar el tema, ¿verdad?

Me reí en voz alta, muy a pesar mío.

—¿Dónde está la gracia?

—En mí, Jud, chico. Me están… manejando.

Vio a lo que me refería y sonrió un poco conmigo.

—Diablos, sé muy bien a dónde quieres llegar. Pero no estás lo bastante metido en el asunto como para conocer todos los enfoques. Yo sí. Tomaré cartas en el asunto cuando llegue el momento. Hasta entonces, es un problema que sólo me atañe a mí.

Tomó sus mapas estelares y supe que una palabra más habría sido una de más. Le estreché la mano y dejé que se fuera.

«Cinco personas —pensé—: Wold, Judson, Tween, Clinton, Flower. Aparto dos y quedan tres. Tres son multitud, y en este caso una multitud explosiva».

Nada, nada justifica la infidelidad en el matrimonio moderno. Pero los rumores siguieron circulando.

—Quiero mi certificado —dijo Wold.

Le miré y un montón de conjeturas se abrieron paso en mi mente. ¿Así que quieres tu certificado? ¿Por qué? ¿Y por qué en este preciso momento? ¿Qué puede hacer un hombre con un certificado que no pueda hacer sin él, aparte de salir Afuera? Porque, maldita sea, tú nunca saldrías Afuera. No por tu propia voluntad.

Pensé todo esto, pero nada salió al exterior.

—De acuerdo —dije—. Para eso estoy aquí, Wold.

Y nos pusimos a trabajar.

Trabajó con ahínco, y sin problemas y con facilidad, igual que como hablaba, igual que como se movía. Siempre me sorprenderá lo inútiles que pueden hacer de sí mismos personas realmente dotadas.

Se certificó con tanta facilidad como si respirara. ¿Y te creerías que pese a trabajar con él, ver lo duramente que trabajaba y haberle ayudado en todo, nunca conseguí adivinar lo que le movía a ello?

Yo no estaba nada feliz cuando dejamos atrás la rutina de su certificación. Había algo que marchaba mal en alguna parte…, faltaba algo. Estaba ante un rompecabezas donde todas las piezas encajaban con facilidad, o no lo harían nunca. Ojalá… Oh, Dios, ojalá hubiera pensado un poco más rápido.

Tras la certificación de Wold, dejé que pasara un día. No podía dormir, y no podía analizar lo que me preocupaba. Así que empecé a pasear para ver si lo descubría.

Fui a los archivos. «¿Dónde estaba Judson?».

La chica me dijo que hacía cuarenta y ocho horas que no aparecía por allí.

Miré en la Zona Recreativa, en las bibliotecas, en las salas de observación y de estéreo. Alguna especie de sentido común firme como una roca me impidió emitir una llamada general. Empezaba a ser obvio que no estaba cerca. Naturalmente, en Umbral había centenares de habitaciones y pasillos que no se utilizaban, y no se utilizarían hasta que no se completara el proyecto interplanetario y empezaran a funcionar los transmisores de materia. Pero Jud no era de los que se escondían.

Me encogí de hombros y me di cuenta que estaba especulando demasiado para no mirar en el lugar obvio. Creo que lo que temía más que cualquier otra cosa era que no estuviera allí.

Pasé la mano ante el anunciador de la puerta. Ella respondió al momento; venía de los campos de sol y no se había molestado en mirar quien era. Toda ella era de un tostado cálido de pies a cabeza, toda terciopelo y resortes de acero. Tenía caídos los enormes ojos y la boca fruncida en un mohín. Pero, en cuanto me reconoció, se cuadró ante la puerta.

Creo que dentro de toda mente humana hay un mecanismo que prepara todas las respuestas y que nunca comete errores. Creo que hacía bastante tiempo que el mío tenía los datos necesarios para haber adivinado lo que estaba pasando, y lo que iba a pasar. Lo que sucedía es que hasta ese momento no fui capaz de ver la respuesta. El ver a Flower, en esa fracción de segundo, me abrió más de una puerta…

—¿Quieres algo? —preguntó.

El énfasis era brusco e insultante.

Entré. A ella le tocaba decidir si se apartaba o era derribada al suelo. Se echó a un lado. La puerta se cerró.

—¿Dónde está Jud?

—No lo sé.

Miré a esos enormes y secretos ojos y alcé la mano. Creo que iba a golpearla. En vez de eso, puse la mano en su pecho y empujé. Ella cayó en una tumbona, ilesa pero aterrorizada.

—¿Qué te crees qu…?

—No volverán a verle —dije, y mi voz rebotó cortante en las paredes antiacústica—. Se ha ido. Se han ido.

—¿Han…? —Su rostro palideció bajo el bronceado.

—Deberían matarte —dije—. Pero creo que será mejor que vivas con ello. No pudiste retener ni a ninguno de ellos, ni a nadie más.

Me marché.

La cabeza me daba vueltas y el brazo entablillado me latía de dolor. Me movía con certeza absoluta; ni una sola vez se me ocurrió preguntarme: «¿Por qué he dicho eso?». Todas las feas piezas del rompecabezas empezaban a tener sentido.

Encontré a Wold en el Zona Recreativa. Estaba en la piscina. Decidí no hablarle, dirigiéndome directamente al atrio de lanzamiento a examinar la hilera de puertas. Allí no había nadie, ni nadie en ellas. Mis ojos debieron fotografiar algo en la tercera nave, porque sentí deseos de volver allí y mirar otra vez.

Contemplé fríamente el suelo enmoquetado. Nada parecía estar mal pero tampoco bien. Me acerqué hasta el panel de control y separé una linterna de emergencia, gradué la luz hasta el grosor de un alfiler y la puse, tumbada, en el suelo. Una luz horizontal puede decirte cosas sobre las que no está al corriente ninguna otra luz.

Enfoqué la linterna hacia la puerta y recorrí lentamente el sendero que surcaba la alfombra. La amorfa y monótona superficie adquirió senderos y cumbres, sombras y penumbras. Una curva cerrada. Dos paralelas, largas, como si alguien hubiera arrastrado algo. Una parte aplastada donde algo pesado había estado depositado bastante tiempo como para combar las fibras durante un rato, allí junto a la litera de la izquierda.

Miré la litera. Estaba inmaculada, lo cual no significaba nada; la superficie elástica estaba diseñada para no admitir huellas. Pero había una parte arañada en el borde, como si algo lo hubiese manchado allí y se hubiese frotado con fuerza.

Me acerqué al cubículo de servicio. Todo parecía en orden, menos una de las puertas del armario, que no estaba cerrada del todo. Miré al interior.

Era una alacena de alimentos. La comida seguía allí, con cada contenedor en su sitio dentro de la disposición de los estantes, pero entremedio estaban las microbobinas del proyector de libros.

Fruncí el ceño y miré un poco más. Las bobinas estaban repartidas entre el triturador de basuras, el expendedor de toallas y las piezas de repuesto del purificador de aire.

Había algo en el sitio de las bobinas de libros, y éstas habían sido escondidas por alguien que no podía dejarlas a la vista o llevárselas consigo.

¿Dónde se guardaban las bobinas?

Volví a la sala central y a la litera de la izquierda. Pulsé el botón que debió desplazar la litera hacia afuera y abierto la parte superior para poder acceder al espacio de almacenaje que contenía. La litera no se movió.

Examiné el botón. Estaba cubierto con líquido sellador de secado rápido. El material era resistente pero elástico. Tomé una varilla y un martillo del estante de las herramientas y, colocando la varilla contra el botón, golpeé una sola vez. El líquido sellador se despegó. La cama rodó hacia el exterior y se abrió.

No serviría de nada moverle o tocarle, o, para lo que importaba, decir algo. Judson estaba muerto; su cabeza había dado casi una vuelta completa. Tenía la cara azulada y los ojos muy abiertos. Había sido empujado, aplastado, retorcido para que cupiera en ese pequeño espacio.

Volví a pulsar el botón y la cama rodó hasta su sitio. Lo limpié todo sin ninguna arcada, sin sentir nada que no fuera un enorme entorpecimiento por la rabia. Devolví la varilla y el martillo a su sitio y alisé la moqueta junto a la litera. Luego entré en el cubículo de servicio y esperé.

Esperé. No me quedé allí…, esperé. Sabía que volvería, igual que comprendía repentina y tardíamente lo que había hecho inevitable cada factor de las cinco personas. Me odiaba profundamente por no haberme dado cuenta antes.

Los grandes, los admirables, los aventureros de la moderna civilización eran Destinados. Había una última meta para todo aquel que quería y necesitaba poder personal, mayor aún a la de ser un Destinado. Y eso era interponerse entre un Destinado y su destino.

Flower llevaba meses obstaculizando a Clinton. Cuando se dio cuenta que acabaría perdiéndolo ante las estrellas, salió de caza. Vio a Judson, el accesible e incansable Jud, y oyó mi comentario acerca que pronto saldría Afuera. Judson estuvo condenado a partir desde ese momento.

Wold necesitaba admiración como Flower necesitaba poder. Ser un Destinado y esperar a la pobre Tween era algo que le convenía a la perfección. La certificación de Tween no le dejaba más opción que la de librarse de ella; no podía salir Afuera.

Una vez que yo me encargué de Tween por él, sólo había una persona en todo el proyecto que le impediría salir Afuera, y ésa estaba casada con Jud. Al haberse casado, Jud seguiría estando casado. Wold hizo todo lo que pudo para acabar con el matrimonio. Como Jud seguía aguantando, quería ayudar a Flower y quería demostrarme que había hecho la elección adecuada, a Wold sólo le quedó una alternativa. La evidencia de eso estaba confirmada y encerrada bajo la litera.

Pero Wold no había terminado. No habría terminado mientras el cuerpo de Jud siguiera en Umbral. En su estado emocional, debió ir a alguna parte a beber algo antes de pensar el siguiente paso. No hay ninguna manera de enviar Afuera una nave sin tener que conducirla. Así que… esperé.

Y, desde luego, volvió. Para entonces yo estaba entumecido, y tenía un pie dormido. Cuando vi moverse la puerta, encogí y desencogí frenéticamente los dedos de los pies e intenté aplanar mi enorme corpachón para que no se viera.

Entró jadeando. Juntó los labios y resopló como un caballo, se secó los labios con el antebrazo. Parecía tener dificultades en enfocar la mirada. Me pregunté cuánto licor había escanciado en ese lugar vacío donde la mayoría de los hombres guardan su valor.

Sacó de su bolsa un carrete de cuerda de plástico. Tanteó buscando un extremo, lo encontró y dejó caer el carrete. Con el cuidado excesivo de un borracho dibujó un arco con la cuerda y metió el extremo por él, consiguiendo así un nudo corredizo. Lo ató rápidamente a una columna triangular del panel de control, deslizándola luego por el borde del atlas estelar y bajándola hasta la palanca de control. Dio dos vueltas a su alrededor y la levantó tensa. La cuerda colgaba ahora del interruptor de encendido.

Soltó los cierres de la pared que lo sujetaban y bajó el extintor. Pesaba la mitad de lo que pesaría él. Lo depositó en el suelo frente al panel de control, pasó el extremo libre de la cuerda por el cierre en forma de U de la pared, la ató alrededor del extintor, y, levantándolo con la mano libre y el cuerpo, mantuvo tenso el nudo. Otra vuelta de la cuerda lo aseguró.

El pesado extintor estaba ahora suspendido en pleno aire bajo el panel de control. La cuerda que lo sujetaba iba desde la palanca de despegue hasta la columna triangular, pasando por el borde del atlas.

Wold, jadeando, sacó un cigarrillo y lo encendió. Aspiró con fuerza de él y lo puso junto al atlas, dejando que reposara contra la cuerda de plástico.

Cuando el cigarrillo quemara la cuerda, el termoplástico se derretiría alegremente. La cuerda se rompería, el extintor caería, y bajaría la palanca. Y toda la evidencia iría Afuera, para quedar eternamente oculta, en lo que a Wold concernía, y a 6000 años de cualquiera.

Wold retrocedió para examinar su trabajo justo en el momento que yo salía del cubículo de servicio. Saqué el brazo roto y lo balanceé con todo mi peso, y eso es mucho peso, contra un lado de su cabeza. El entablillado, pese a no ser pesado, era duro, y debió golpearle como una barra de acero.

Se vino abajo como un ascensor, cayendo de rodillas, y por un segundo pareció a punto de derrumbarse. Su cabeza se balanceó. La sacudió, alzando la vista lentamente, y me vio.

—Puedo usar una de esas pistolas aguja —dije—. O puedo dejarte inconsciente y hacer que Coordinación se encargue de ti. Hay reglas para gentes como tú. Pero prefiero hacerlo a mi manera. Levántate.

—Yo nunca…

—¡Levántate! —bramé, y le di una patada.

Me rodeó la pierna con los brazos y se tiró al suelo. Cuando empecé a caer recogí la pierna y volví a sacudirla. Los dos caímos en lados opuestos de la habitación. La litera interrumpió mi caída; él no tuvo tanta suerte. Se levantó atontado, moviéndose hacia la puerta. Me lancé, estrellándome intencionadamente en él, y oí cómo le crujieron las costillas cuando le hice expulsar el aire de los pulmones.

Me eché un poco hacia atrás a medida que él se hundía. Le pegué con violencia en la cara, y su cara volvió y me pegó otra vez en la mano cuando la cabeza le rebotó en la puerta. Dejé que se cayera, arrodillándome luego junto a él.

Hay cosas que puedes hacerle a un cuerpo humano si sabes bastante fisiología, presiones en este o aquel centro nervioso que paralizan y entumecen e inmovilizan todos los sistemas motores del tronco. Hice esas cosas, y me levanté, por fin, dejándole retorciéndose y sudando su agonía. Me volví hasta el panel de control y miré críticamente el humeante cigarrillo. Menos de un minuto.

—Sé que puedes oírme —susurré con todo el aliento que pude encontrar—. Me… gustaría…, quiero que sepas… que vas a ser un héroe. Tu nombre estará… en los Anales Honoríficos de los… Destinados. Siempre… quisiste eso sin…, sin ningún esfuerzo por tu parte…; ya lo tienes.

Salí. Me detuve y me recosté en la pared junto a la puerta. Se cerraría en pocos segundos. Vadeé las oleadas de gris que querían engullirme, me volví y miré al muelle. Sólo mostraba negrura.

«Jud… Jud…, hijo…, tú también lo querías. Casi consiguieron quitártelo. Ahora estarás bien, hijo…».

Me tambaleé por el atrio y atravesé el Pórtico. Alguien esperaba ahí. Corrió hacia mí, golpeándome el pecho con sus pequeños puños.

—¿Se ha ido? ¿De verdad se ha ido?

La eché a un lado como si fuera una enana, y cerré un ojo para recibir una sola imagen. Era Flower, sin su túnica. Tenía el pelo alborotado y los ojos inyectados en sangre.

—Se han ido —ladré—. Te dije que lo harían. Jud y Wold…, no pude impedírselo.

—¿Juntos? ¿Se han ido juntos?

—Para eso se certificó Wold. —Recorrí con la mirada su esbelto cuerpo—. Tenían algo en común, como todos los que salen juntos Afuera.

La aparté y subí a mi oficina. Las luces se encendían en mi escritorio. Judson y Wold. Nave reemplazada. Estancias limpiadas. Clave manual eliminada y archivada. Me senté y miré sin ver hasta que se encendieron todas y el tablero se apagó.

Pensé: «Este corazón mío no durará mucho como le siga tratando así».

Pensé: «Tengo que seguir convenciéndome que me comporto ecuánime e imparcialmente, sin verme envuelto en nada».

Me sentía mal. Mal.

Pensé: «Éste es un trabajo sin autoridad, sin ningún poder real. Los certifico, los envío, los compruebo. Un trabajo de oficinista. Por eso tengo que ser Dios. Tengo que hacer mi propia justicia, y ejecutarla yo mismo. Wold no era ninguna amenaza para mí o para Umbral, pero a mí me correspondía concederle la perdición y a Flower el purgatorio».

Estaba asustado y disgustado y me sentía insignificante.

Alguien entró y alcé ciegamente la mirada. Por un momento no distinguí nada a excepción de una figura con un halo plateado y un murmullo silencioso y sin palabras. Obligué a mis ojos a enfocar, y tuve que volverlos a cerrar como si hubiera mirado al sol.

Tenía el pelo suelto bajo una diadema que le rodeaba la frente. La seda blanca caía a su alrededor, acariciando el suelo detrás de ella, cubriendo sus hombros de tonos cálidos, capturando pequeños retazos de luz y entretejiéndolos con la brillante luz que era su pelo. Sus oscuros ojos de sangre de paloma brillaron y sus labios temblaron.

—Tween…

El suave murmullo se convirtió en palabras, en risa que lloraba de felicidad con pequeñas y temblorosas sílabas de éxtasis.

—Me espera. También quería decirte adiós…, pero me pidió que lo hiciera yo por él. Dijo que tú lo preferirías así.

Sólo pude asentir.

Se acercó más a mi escritorio.

—Le amo. Le amo más de lo que imaginé que podría amar alguien. Y, de algún modo, al amarle tanto, también puedo… amarte a ti.

Se inclinó sobre el escritorio y me besó en la boca. Sus labios eran fríos. Y su…, entonces todo se volvió borroso. O tal vez fueran mis ojos. Cuando pude volver a ver, se había ido.

El timbre, y las luces, una tras otra.

Matrimonio registrado…

De repente me relajé y supe que podría vivir con lo que le había hecho a Wold y a Flower. Mi voluntad hizo que Judson saliera Afuera, y que Tween fuera feliz. Me habían contrariado, y me había vengado. Todo eso era vulgar, y muy humano, no era nada divino.

Es lo que pienso cada vez que descubro algo nuevo en la gente. Este día, yo era gente. Sentía los regordetes labios que Tween había besado. «Soy viejo y soy gordo —pensé—, y, por Dios, soy gente».

Cuando me llaman Caronte, olvidan lo que debe ser que te nieguen dos mundos en vez de sólo uno.

Y olvidan otra cosa, esa parte poco conocida de la leyenda de Caronte. Para los etruscos era algo más que un barquero.

Era un verdugo.

(1). Juego de palabras intraducible entre lord: señor y lard: lo «gordo», el tocino de la carne. (N. del T.)

(2). Juego de palabras intraducible con la palabra render, prestar ayuda, en una acepción, y extraer la grasa, en otra. (N. del T.)