Sólo pudo gritar cuando volvió a verla, con un gemido doloroso y sin palabras, con una sílaba concentrada conteniendo cinco años de soledad, furia, insultos a sí mismo y esa agonía característica de las víctimas del «otro hombre». Pero consiguió controlarlo, desviándolo con entrenados reflejos a un tensar el abdomen y un transitorio nudo de músculos de la pierna oculta tras el escritorio, dejando que el impacto tuviera un debido efecto, sin ser visto.

Mantenía el control, exteriormente. Su trabajo le exigía dominar el lenguaje de párpados, músculos de la mandíbula y labios, y tenía un talento especial para enmudecer los suyos. Se levantó con lentitud cuando su enfermera la hizo pasar y mientras daba los tres cortos pasos que la separaban de él. La estudió con ferocidad impasible.

Podía haberla imaginado vestida con ropa vieja, o con ropa barata. Aquí la tenía con ropas que eran ambas cosas. Cuando pensaba en ella, dejaba que su imagen cambiara, pero nunca se le ocurrió que podía habérsele roto la nariz, ni que pudiera estar tan increíblemente flaca. Había pensado que siempre caminaría como algo salvaje…, más bien libre…, pero también con dignidad, equilibrada y hermosa. Y así seguía siendo; lo cual le dolía más de lo que podía hacerlo cualquier otra cosa.

Se detuvo ante el escritorio. Él desplazó las manos a la espalda; ella estaba mirándolas y quería que levantara la mirada. Esperó hasta que la señorita Jarrell cerró discretamente la puerta.

—Osa —dijo al fin.

—Bueno, Fred.

El silencio se volvió doloroso. ¿Cuánto tiempo duró…? ¿Dos segundos, tres? Él emitió un sonido sin sentido, parte de una risa, y rodeó el escritorio para mover la silla que había a un lado.

—Por el amor del cielo, siéntate.

Ella se sentó y, de repente, por primera vez desde que entró en el despacho, le miró directamente a los ojos.

—Tienes…, tienes buen aspecto, Fred.

—Gracias —dijo, sentándose.

Quería decir algo, pero lo único que acudiría rápidamente a sus labios sería un «Tú también tienes buen aspecto», una mentira tan evidente que no podía decirla. Y por fin encontró otra cosa que decir.

—Ha pasado mucho.

Ella asintió y su mirada encontró el cuaderno de notas forrado en cuero que había en la mesa. Lo estudió en silencio.

—Cinco años —dijo.

Cinco años durante los cuales ella debió saberlo todo sobre él, al principio porque una separación así nunca es limpia, sino rasgada, deshilachada, agrietada por diferentes roturas de diferentes hebras en diferentes momentos; y después, porque todo el mundo sabía lo que era, lo que había hecho. Lo que defendía.

Cinco años, para él, que al principio estuvieron llenos de sin-Osa, como una hoja de papel de la que se ha recortado una silueta; y después de eso, con la presencia disminuida de Osa como chismorreo (o sea, escasa, porque todo el que está directamente relacionado con un chismorreo suele desplazarse en una burbuja de silencio); Osa como rumor, Osa como conjetura. Había oído que Richard Newell perdió —dejó— su trabajo en la época que ganó a Osa, y nunca oyó que volviera a trabajar.

Ahora, mirando la ropa barata de Osa, y las pequeñas y nuevas arrugas de su cara, concluyó que fuese lo que fuera lo que Newell hubiese podido encontrar, no podía ser mucho. «Newell —pensó amargamente— es un hombre al que Dios hizo con un solo triunfo en su persona y lo ha usado ya».

—¿Me ayudarás? —preguntó Osa con voz estridente.

Él pensó: «¿Estaba esperando esto? ¿Es alguna clase de recompensa el que venga a pedirme ayuda?». Hubo un tiempo en que podía haberlo pensado. En este momento no se sentía recompensado.

¿Me ayudarás? ¿Dinero? Difícilmente. Osa puede haber perdido mucho, pero su enorme orgullo seguía en ella. Además, el dinero no arregla nada. Un poco nunca es bastante y sólo sirve hasta que se agota. Un poco más sólo pospone al futuro las auténticas soluciones. Un montón sólo entierra el auténtico problema, haciendo que viva como un cáncer o un agente cancerígeno.

Entonces no es dinero. ¿Quizá un trabajo? ¿Para ella? No, la conocía bien. Podía conseguir sus propios trabajos. No tenía uno, por tanto no quería uno. Eso sólo significa que vive como vive a instancias de Newell. Ah, sí, él tiene que ser quien provea, aunque la ilusión la mate de hambre.

¿Un trabajo para Newell, entonces? ¿No sabía que no se le podía confiar ningún trabajo con responsabilidades y que nunca aceptaría algo menos que eso? Claro que lo sabía.

Lo cual sólo nos deja una cosa. También debe estar segura que Newell aceptará la idea o no estaría aquí preguntando.

—¿Cuándo puede empezar la terapia? —preguntó él.

Ella tembló de arriba abajo como si él la hubiera tocado con un electrodo de alto voltaje; primera y única muestra que evidenció de las terribles tensiones que albergaba. Luego alzó la cabeza, con el rostro brillante por algo que estaba más allá de las palabras, algo lo bastante grande, lo bastante luminoso para iluminar y calentar el mundo. El mundo de él. Intentó hablar.

—No —susurró él. Alargó la mano pero luego la retiró—. Ya lo has dicho.

Ella apartó la cabeza e intentó decir otra cosa, pero él también hizo caso omiso.

—Seré recompensado —dijo bruscamente—. Después de la terapia ganará más que suficiente —«¿Para nosotros dos? ¿Para mi cuenta en el banco? ¿Para que te compense por todo lo que te ha hecho?»— para todo.

—Debí haberlo sabido —respiró ella.

Él comprendió. Había temido que no quisiera a Newell como paciente. Había temido que, si lo quería, insistiera en hacerlo gratis, lo cual se habría llamado caridad. No tenía por qué haberse preocupado. «Debí haberlo sabido». Cualquier respuesta a esto, desde un encogerse de hombros a una renuncia, destruiría la delicadeza, así que no dijo nada.

—Puede venir cuando digas —le dijo ella. Lo que significaba: estos días no hace nada.

Él abrió una agenda y la hojeó. No la miró.

—Me gustaría hacer un trabajo intensivo con él. Seis, ocho semanas.

—¿Quieres decir que se quedará aquí?

Él asintió.

—Y me temo que…, preferiría que no le visitaras. ¿Te importa mucho?

Ella dudó.

—Estás seguro que…

Su voz se perdió.

—Estoy seguro de querer hacerlo —dijo, con repentina brusquedad—. Estoy seguro que haré todo lo que pueda por enderezarle, sin exceptuar nada. No querrás que diga que estoy seguro de cualquier otra cosa.

Ella se levantó.

—Te llamaré, Fred.

Le miró un momento a la cara. Él no sabía si ella querría estrecharle la mano o…, o no. Ella respiró profundamente, luego dio media vuelta, fue hasta la puerta y la abrió.

—Gracias…

Él se sentó y miró hacia la puerta cerrada. No llevaba ningún perfume, pero de todos modos fue consciente de su aura en la habitación. De pronto se dio cuenta que ella no había dicho gracias.

Lo dijo él.

Osa no llamó. Pasaron tres días, cuatro, el teléfono sonaba y sonaba, y nunca era su voz. Luego no importó, o, más bien, ella no tuvo razón inmediata para llamar, porque el intercomunicador zumbó y, cuando lo pulsó, dijo con la clara voz de la señorita Jarrel:

—Un tal señor Newell desea verle, doctor.

—¿Richard A. Newell? —dijo estúpidamente.

Bzz, Pss, Bzz.

—Así es, doctor.

—Hágale entrar.

—¿Perdón?

—Hágale entrar —dijo el doctor.

«Pensaba haber dicho eso. ¿A qué podía haber sonado?». No podía recordarlo. Se aclaró dolorosamente la garganta. Newell entró.

Va-aya, Freddy, chico. —Dos tranquilos pasos; cabeza erguida, media sonrisa—. Qué pequeño es el mundo.

Se sentó en la silla del otro lado del escritorio sin esperar a que se lo pidieran.

Al primer vistazo, no parecía haber cambiado; y luego el doctor se dio cuenta que era la —¿cómo llamarlo?—, la cualidad sinfónica del hombre, ese aire de perfecta armonía, eso era lo que no había cambiado.

La dicción de Newell siempre era adecuada a la ropa que vestía, y sus movimientos eran tan controlados como su habla. Seguía vistiendo ropa cara, pero vieja de varios años, aunque tan buena que apenas lo evidenciaba. El doctor fue inmediatamente consciente que bajo los indestructibles pliegues y dobleces había un forro casi totalmente raído; que el elegante rostro era como una edición barata impresa con planchas viejas y que la mente que había bajo ella era una interdependencia de partes frágiles tan exactamente iguales que no había ninguna parte más endeble que otra dentro del endeble conjunto. Una máquina en ese estado podría funcionar de manera indefinida, sin estar en activo.

El doctor cerró los ojos con cierta impaciencia y consignó esas ideas al limbo de las analogías supersimplificadas.

—¿Qué quiere?

Newell alzó las cejas una fracción.

—Pensé que ya lo sabías. Ah, ya veo —añadió, entrecerrando con astucia los ojos—. Es una de esas preguntas inesperadas que se supone le sacan la verdad a un hombre. Veamos, ¿qué me vino a la cabeza cuando me preguntaste eso? —Estudió con atención la parte superior de la ventana, luego se inclinó hacia adelante y extendió un dedo—. Más.

—¿Más?

—Más, ésta es la respuesta a esa pregunta. Quiero más dinero, más tiempo para mí. Más diversión. —Abrió mucho los ojos y miró con desconcierto a los del doctor—. Más mujeres —dijo—, y mejores. Sólo…, más. Ya sabes. ¿Es posible?

—Quien mucho abarca, poco aprieta —dijo llanamente el doctor. Le dolían las piernas—. Lo que haga con lo que yo le proporcione dependerá de usted… ¿Qué sabe de mis métodos?

—Todo —dijo Newell espontáneamente.

—Espléndido. Cuéntemelo todo acerca de mis métodos —dijo el doctor sin rastro de sarcasmo.

—Bueno, prescindiendo de detalles —dijo Newell—, hipnotizas a un paciente, y hurgas por ahí hasta encontrar las partes que te gustan. Sacas ésas por sugestión hasta que son dominantes. Minimizas de la misma manera las partes que no te encajan y las entierras bien hondo. Tiras y empujas y golpeas y aprietas hasta que estás satisfecho, y luego lo cueces en tu horno, estoy utilizando un símil, claro, hasta que sale con el tamaño adecuado. ¿Bien?

—Ha… —dudó el doctor—. Se ha saltado algunos detalles.

—Dije que lo haría.

—Le oí. —Sostuvo, sereno, la mirada de Newell durante un momento—. No es un horno ni un cocer.

—También dije eso.

—Me pregunto por qué.

Newell resopló, divertido, condescendiente, algo así. Sin irritación o impaciencia. Newell había hecho una profesión del hecho de no parecer molesto.

—Me fijo en cómo trabajas. Me fijo constantemente en ello; sé lo que estás haciendo —dijo él.

—¿Y por qué no?

Newell se rió.

—Estaría mucho más impresionado en un ambiente de misterio. Deberías poner un poco de incienso y unas alfombras en este sitio. Llevar un turbante. Pero volvamos a tu horno, o-como-lo-llames…

—Psicostato.

—Sí, psicostato. Una vez que has diseccionado a un hombre y lo has reconstruido, tu psicostato lo estabiliza en la nueva pauta como el agua hirviendo estabiliza un huevo. O acabaría volviendo gradualmente a sus viejos y perniciosos hábitos.

Parpadeó amistosamente.

El doctor asintió, sin sonreír.

—Algo así. Pero no ha mencionado la parte más importante.

—¿Para qué molestarme? Todo el mundo sabe eso. —Sus ojos se desviaron a las paredes y medio se giró para mirar detrás—. O no tienes vanidad o tienes más que nadie, Fred. ¿Qué haces con todas las cartas y menciones que cualquier ser humano enmarcaría y colgaría? ¿Dónde están los diplomas que se hacen tan monótonos en los telediarios? —Negó con la cabeza—. No puede ser falta de vanidad, así que debes tener más que nadie. Debes pensar que toda esta planta, tú mismo, son tu mejor mención. —Se rió, con la risa profesional y amistosa del vendedor de coches usados—. Muy pomposo, Freddy.

El doctor se encogió de hombros.

—Sé para lo que sirvió la publicidad —dijo Newell—. Todo fue un insidioso plan para convertirse en un chico famoso por primera vez en tu vida. —Otra vez la sonrisa cautivante—. No es muy difícil desviarte del tema, Freddy, chico.

—Sí, lo es —dijo el doctor sin acalorarse—. Sólo iba a puntualizar que lo que hago aquí está acorde con un principio ético que dice que cualquier técnica que conlleve la destrucción de la personalidad individual, ya sea quirúrgicamente o de cualquier otro modo, es un asesinato. Su comentario sobre su aceptación pública y legal es ahora apropiado. Si quiere utilizar esa analogía sobre diseccionar a un paciente y reconstruirle de una manera diferente y mejor, tendría que añadir que ninguna de las partes son reemplazadas por otras nuevas y ninguna se queda fuera. Después de la terapia seguirá teniendo todo lo que tiene ahora.

—Y todo ello —dijo Newell, con centelleantes ojos—, respaldado por el mayor conjunto de normas éticas que ha habido desde Mohandas K. Gandhi.

El centelleo desapareció tras una pantalla vítrea. La voz seguía siendo suave.

—¿Crees que sería lo bastante loco para ponerme en tus manos, tus manos, si no me hubiera tragado a ti y a tu legendaria ética hasta aquí? —Se golpeó a la altura del pecho—. Estás tan atiborrado de comportamiento ético que no tienes sitio para un honrado insulto. Tienes ética donde la mayor parte de la gente lleva las agallas.

—¿Por qué ha venido aquí —preguntó con calma el doctor—, si siente tanta animosidad?

—Te diré por qué —sonrió Newell—. Primero, lo estoy disfrutando. Tengo una escala de valores que me dice que soy mejor hombre que tú, leyes, fama y todo lo demás incluido, y tengo setenta y tantas maneras de probarlo, con una de las cuales estuviste casado. ¿Por qué nadie iba a disfrutar esto?

—Eso era «primero». ¿Hay un «segundo»?

—Y precioso. Éste también es por la diversión: creo que soy la nuez más difícil que has tenido que cascar. Soy muy feliz con mi manera de ser, y todo lo que quiero es más, no algo diferente. Si no eliminas mi encantador carácter o cualquier parte de él, y no lo harás porque te has atado las manos, acabarás justo con lo que tienes delante, amplificado y en alta fidelidad. Y para poner un poco de sal en la herida, también te diré que sé que sólo puedes operar bajo hipnosis, y yo no puedo ser hipnotizado.

—¿No puede?

—Exacto. Lo leí en un libro. Hay gente que no puede ser hipnotizada porque no quiere, y yo no quiero.

—¿Por qué no?

Newell se encogió de hombros y sonrió.

—Ya veo —dijo el doctor. Se levantó y fue hasta la pared, donde un panel se descorrió. Tomó una brillante hipodérmica, apartó el capuchón esterilizado y hundió la aguja en una ampolla. Volvió al escritorio manteniendo hacia arriba la punta de la hipodérmica—. Arremánguese, por favor.

—También resulta que sé —dijo Newell, obedeciendo con prontitud— que vas a pasar un rato infernal entresacando los efectos de la droga de las auténticas reacciones, aunque utilices neoscopolamina.

—No espero que mi trabajo sea fácil. Cierre el puño, por favor.

Newell lo hizo, riendo cuando la aguja mordió. La risa le duró cuatro sílabas y luego cayó en un silencio.

El doctor tomó un expediente en blanco e incluyó cuidadosamente el nombre de Newell, la fecha y unas cuantas notas preliminares. En la columna de «Medicación» escribió: 10 cc solución salina neutra.

Hizo una pausa y miró al hombre «mejor».

—Así que puede ir más rápido que Einstein —murmuró.

—Todo listo, doctor.

—Ya voy.

Fue hasta el perchero de la esquina y tomó una bata blanca. La enseña del oficio, pensó, la capa de Hipócrates, evolucionada hasta llegar a un paño exterior utilizado para mantener los humores corporales aislados de nuestras ropas de calle…, y usado hoy en día porque, para los pacientes, la generalización «doctor» es un punto de partida terapéutico más sencillo que la confusa especificidad de «hombre». Siguiente paso: la máscara juju, y el círculo estará completo.

Se dirigió al pasillo oeste y chocó con la señorita Thomas, que esperaba al otro lado de la cerrada puerta de Newell.

—¡Lo siento! —dijeron al unísono.

—En realidad es culpa mía —dijo la señorita Thomas—. Creí que debía hablar antes con usted, doctor. No…, no está desmantelado del todo.

—No suelen estarlo con bastante frecuencia.

—Lo sé. Sí, lo sé.

La señorita Thomas agitó las manos sin sentido en un gesto totalmente no habitual en ella y luego las unió con rabia a sus almidonados flancos.

El doctor sintió un atisbo de diversión y dejó que se evidenciara. Durante las horas de trabajo, la señorita Thomas, su técnico en jefe, no era ni humano ni mujer, y el toque de color, de viveza en su incomodidad, le complacía de algún modo.

—Estoy familiarizada con lo…, eh…, inesperado, doctor —dijo ella—. Pero después de ochenta horas de catálisis con la máquina, espero que un paciente sólo parezca una hilera de partes dispuestas en una mesa de laboratorio.

—¿Y a qué se parece este paciente?

Al otro lado de la puerta cerrada se oyó una nota repentina de maravillada risa femenina. Miraron a la vez su lisa superficie y luego se cruzaron sus miradas.

—Doscientos ciclos —dijo la señorita Thomas—. Escúchela.

Escucharon: la voz de la señorita Jarrell, una señorita Jarrell inarticulada, arrulladora, estaba diciendo:

—Oh…, eres…, eres… —y volvía a reírse.

—Sé lo que está pensando de Hildy Jarrell, así que no lo haga —dijo con severidad la señorita Thomas—. Está haciendo exactamente lo mismo que hice yo. —Volvió a hacer ese gesto no habitual en ella—. ¡Oh-h! —respiró, impaciente.

Dado que todos sus impulsos eran bondadosos, el doctor ignoró la mayor parte de esto y sólo tomó una cosa.

—Doscientos ciclos. ¿Qué se consigue con las otras frecuencias?

—Oh, todas están bien. Las reacciones normales. Una personalidad preterapéutica responde mejor a los ochenta ciclos. El resto se porta con amabilidad y resulta accesible. De todas formas —dijo alzando la voz, obviamente para ahogar otra risa repentina del otro lado de la puerta—, quiero que sepa que he hecho todo lo que he podido. No quería que pensase que podría haberme saltado algo en el espectro. No lo he hecho. Pero hay una personalidad en el área de los doscientos ciclos que no se desmantela.

—Aún —corrigió él.

—Oh, usted puede hacerlo —dijo disculpándose—. No quise decir… Sólo quería…

Respiró profundamente y volvió a empezar.

—Sólo quería asegurarle que hice mi trabajo. En cuanto a lo que usted pueda hacer, eso es cosa suya, claro. Pero…

—Pero ¿qué, señorita Thomas?

—Es una pena, sólo eso —masculló, y le apartó para desaparecer torciendo la esquina.

Negó con la cabeza, el desconcierto y la risa luchaban gentilmente en su interior. Sólo entonces se dio cuenta del todo de algo que había dicho: «… hay una personalidad en el área de los doscientos ciclos que no se desmantela».

«Esta mujer —pensó— posee esa clase de precisión que se nubla con la emoción, pero que nada puede eliminar. Si dijo que hay una personalidad en el área de los 200 ciclos, quería decir justamente eso. Una personalidad, no un componente o una matriz o un complejo».

Tal y como había dicho ella, después de la catálisis un paciente no puede parecer nada que no sea una hilera de partes dispuestas en una mesa de laboratorio. Se asignan de forma arbitraria frecuencias audibles a las diversas partes de la personalidad, atravesando los niveles de hipnosis, y cada parte responde a su frecuencia por sugestión durante el transcurso de la terapia. Cualquier parte podía ser convocada, analizada, y luego minimizada, magnificada, tensionada o sofocada en la modulación final, haciéndola permanente con el psicostato. Pero en la etapa en que Newell estaba —debería estar—, ésas eran partes, subensambladas como mucho. ¿Qué quería decir con «una personalidad» en el área de los 200 ciclos?

Estaba equivocada, claro. «Oh, Dios —pensó—, ¿verdad que está equivocada?».

Abrió la puerta.

La señorita Jarrell no le vio. Se quedó mirando durante un largo momento, y luego habló, con voz lo bastante alta como para ser oído por encima del suave zumbido de la nota de 200 ciclos que emitían los altavoces.

—No lo deje, señorita Jarrell. Quiero ver algo más de esto.

El rostro de la señorita Jarrell adquirió un tono escarlata.

—Continúe, por favor —volvió a decir el doctor, suave pero enérgicamente.

Ella volvió a la cama, dándole la espalda con una dolorosa rigidez, y sus orejas, que se veían a través del pelo, parecían la punta de brillantes lengüecitas.

—Está bien —tranquilizó el doctor—. Está bien, señorita Jarrell. Volverá a verle.

Ella profirió un ligero sonido por las ventanas de la nariz, sonrió tristemente y volvió a los controles. Colocó uno de ellos en la frecuencia asignada al sueño del paciente y conectó el interruptor maestro… Durante diez segundos se oyó una suave explosión de sonido —un ruido «blanco», una combinación de todas las frecuencias auditivas, que sirvió para desorientar al desmantelado paciente cuando su obediencia refleja intentó responder a todas las órdenes a la vez—, y luego se apagó automáticamente dejando sólo la nota de «sueño» de los 550 ciclos. El rostro del paciente se volvió inexpresivo y se tumbó lentamente hacia atrás, cerrando los ojos. Estuvo dormido antes que su cabeza alcanzara la almohada.

El doctor dedicó un tiempo a reflexionar. La señorita Jarrell arreglaba cuidadosamente las sábanas del paciente. No lo hacía porque fuera su trabajo ni como parte del ritual mientras esperaba a que se decidiera el siguiente paso. Por algún motivo, eso conmovió profundamente al doctor y le sacó de su ensoñación.

—Recuperemos la P. T., señorita Jarrell.

—Sí, doctor.

Consultó el índice y preparó cuidadosamente los controles. Accionó el interruptor maestro ante una señal del doctor. Volvió el ruido blanco, y luego el profundo mugido del tono de 80 ciclos.

La personalidad P. T. —preterapéutica— permanecería sin ser tocada durante todo el tratamiento, hasta llegar al proceso estabilizador del psicostato, a excepción, claro, de la orden posthipnótica básica que mantendría todos los segmentos bajo el control del espectro auditivo. El doctor observó la dormida cara y fue consciente de un deseo muy poco profesional que apareciera otra cosa que no fuera la P. T. sin tocar.

Miró a la señorita Jarrell sin volver la cabeza. Debería marcharse ahora, y normalmente querría hacerlo. Pero ahora no se comportaba con normalidad.

Los ojos del paciente se entreabrieron y permanecieron así un tiempo. Era como la tranquila sorpresa de un felino que se da cuenta de algo, indeciso sobre si ese algo merece más atención que el sueño, y se limita a esperar, preparado, y por tanto relajado.

Entonces vio que los ojos se movían, aunque los párpados no lo hicieron. Era el felino almacenando información, pero engañando a sus enemigos para que pensasen que aún estaba atontado. El hombre cambió como una aurora, que siempre es igual mientras la observas, pero bastante distinta si apartas la mirada y luego la vuelves a mirar. «Pienso en analogías —se estremeció el doctor—, cuando los hechos no me gustan».

—Bueno, Freddy, chico —desenfundó Richard A. Newell.

Oyó el casi inaudible suspiro de la señorita Jarrell y sus ligeros y silenciosos pasos cuando encendió la grabadora, cruzó la habitación y cerró la puerta tras ella.

—Enfermera es un extraño término para definir a una mujer con esa figura —dijo Newell—. ¿Cómo te va, Freddy?

—Depende —dijo el doctor.

Newell se sentó y se desperezó. Le hizo una señal al ojo rojo de la grabadora.

—Todo lo que diga será grabado y puede ser utilizado en mi contra, ¿eh?

—Todo será utilizado, sí. No…

—Oh, ahórrame las homilías, Fred. ¿Las transcribirás tú?

—Yo… no.

Se sintió inundado de rabia impotente cuando se dio cuenta de lo que pensaba Newell, y supo exactamente lo que luego haría el hombre. No lo demostró.

—Estupendo, estupendo —dijo Newell, proyectando un poco la voz por encima de un elaborado bostezo—. No me despertaba así desde que era un chico. Ya sabes, desorientado, preguntándome dónde estaba. La última cama en la que dormí no era tan solitaria. No pude descabezar un buen sueño por la manera en que se me echaba encima. «Dick, oh, Dick, por favor…» —imitó cruelmente—. Le dije que se callara y que preparase el desayuno.

Se rió abiertamente, por supuesto, no por algo que había dicho, sino de esa cosa que se retorcía en silencio dentro del doctor, y que no podía ver pero que sabía que debía estar allí.

Volvió a mirar al piloto de la grabadora.

—Sin mencionar nombres, claro —dijo.

Y el doctor comprendió de inmediato que mencionaría nombres, lugares, fechas e interrelaciones, cada vez que Newell lo decidiera…, que sería cuando el suspenso dejara de entretenerle. Mientras tanto, el doctor podría prepararse para los chismes a sus espaldas, las cejas arqueadas de la mecanógrafa que las transcribiera, las discusiones fuera del trabajo sobre la postura ética del doctor al tratar con el hombre que había…, que estaba…

La secuencia de acontecimientos descendió en espiral hasta un nivel bajo de su infierno personal, y revoloteó allí, ardiendo y sin echar humo.

—No me lo has dicho —dijo Newell—. ¿Cómo te va? ¿Ya has encontrado el secreto de mi éxito?

El doctor se encogió de hombros con facilidad, cosa nada fácil de hacer.

—Aún no hemos empezado.

—Eso me parecía —bufó Newell—. Seguirás sin empezar para cuando termines.

—¿Por qué dice eso?

—Lo he extrapolado. Vengo aquí, me aplicas una ración de somníferos, consigo un sueño pasado y despierto descansado y animado. O sea, nada. Pero sé que has tomado mi cuerpo dormido, lo has hurgado, pinchado, examinado y retorcido, perforado tarjetas y registrado dos kilómetros de cintas de computadora…, ¿y para qué? Sigo siendo yo, pero algo más descansado.

—¿Cómo sabe que hemos hecho todo eso?

—Leo los periódicos. —Newell volvió a reírse cuando el doctor no replicó—. Tú y tu terapia aprietabotones. —Miró hacia arriba recordando como si leyera palabras en el techo—. ¿Cuál era tu cuota…? ¿Un ochenta y uno por ciento de pacientes curados?

—Modulados.

—Una bonita palabra, modulados. También es un bonito porcentaje. ¿Qué clase de cedazo usas?

—¿Cedazo?

—¡No me dirás que no seleccionas a tus pacientes!

—No, los tomamos a medida que vienen.

—¡Ja! Hablas como los lysenkoístas. ¿Los recuerdas? Los expertos en genética de la Rusia de hace cincuenta años. También decían tener resultados así. También decían seguir una metodología no selectiva, hasta cuando los que se suponía que debían estar produciendo maíz de semilla doble fueron vistos dividiendo las semillas con un cuchillo. Hasta los comunistas les rechazaron con el tiempo. —Le dirigió una mirada lobuna a la grabadora y sonrió—. Pero —dijo con claridad— ningún comunista te rechazaría a ti, Freddy.

El doctor no consiguió encontrar ninguna respuesta, entre las cuatro que acudieron a él, que no sonara como una protesta culpable, así que no dijo nada. La creciente sonrisa de Newell le informó que su silencio era igual de malo.

—Ah, Fred, chico, te conozco. Te conozco muy bien. Hace cinco años sabía mucho sobre ti, y desde entonces he aprendido mucho más. —Se tocó la oscura mata de pelo que tenía entre las clavículas—. Como que, por ejemplo, no tienes ni un solo pelo en el pecho. O, al menos, eso me han dicho.

El doctor volvió a utilizar el silencio como réplica. Luego podría examinar sus sentimientos. Sabía que lo haría; que inevitablemente debía. Sabía que, ahora, cualquier respuesta caería en su aljaba para ser un nuevo dardo. El silencio era un estado que Newell no podía mantener ni tolerar; el silencio hacía que Newell hablara, que tomara la ofensiva…, informara y expusiera sus fuerzas. Newell sólo utilizaba el silencio ocasionalmente; las palabras, siempre.

Newell le estudió por un momento y luego miró al cuadro de mandos, aparentemente decidiendo que para poder volver a un blanco, antes hace falta abandonarlo temporalmente.

—He leído un montón sobre esto. Aprietas un botón, y soy una máquina de luchar. Aprietas otro, y duermes al lado de los corderos. ¿Quién dijo que la Humanidad evolucionaría hasta ser un dedo y un botón, y que cada vez que el dedo quisiera algo, apretaría el botón, y que ése sería el fin de la Humanidad, porque el dedo se volvería demasiado perezoso para apretar el botón? —Meneó la cabeza—. Estás consiguiéndote todo un nivel de vida con tu cacharro, Fred.

—¿Cuando vino, leyó lo que está escrito a la entrada? —preguntó el doctor.

—Me di cuenta que había algo allí —dijo Newell amablemente— y no, no lo leí. Supuse que sería alguna frase sobre la santidad de la personalidad, y sabía que obtendría de ti y de tus acólitos más de lo que podría soportar.

—Entonces creo que debería saber algo más sobre lo que llama «terapia aprietabotones», Newell. La hipnosis no es una terapia y tampoco lo es la técnica de audio respuesta asignada que utilizamos. La hipnosis nos proporciona acceso a los diferentes segmentos de la personalidad y crea un clima adecuado para la terapia, y nada más. La terapia en sí depende de la habilidad del terapeuta, algo tan cierto en mi escuela como en todas las demás a excepción de los lobotomistas.

—Bien, bien, bien. Por fin he conseguido que fanfarronees algo. No sabía que tenías algo dentro. —Newell rió entre dientes—. Efectividad al ochenta y dos por ciento y lo consigues tú sólito. ¡Vaya si no eres alguien! Y dime, oh, hábil terapeuta, ¿cómo justificas el dieciocho por ciento de tu fracaso?

—¿Por qué quiere saberlo?

—Podría alterarte el porcentaje. ¿Quiénes son esas almas decididas?

—Defectuosos orgánicos —dijo el doctor. «Y algunos otros…», pero eso se lo guardó para sí.

—¡Touché! —gritó Newell, y cayó hacia atrás con un rugido de risa apreciativa.

Pero el doctor le vio los ojos antes que los cerrara; eran ventanitas con todos los rostros del odio mirando por ellas.

El doctor estaba encantado. Esperó la reacción en contra de su propio placer que se había acostumbrado a esperar de su austero profesionalismo, pero esta vez no acudió. Archivó este hecho con los que debía examinar más tarde.

—No puedes tener las dos cosas, Fred —estaba diciendo Newell—. Me refiero a eso que la hipnosis no es una terapia. ¿Qué es eso que he oído sobre que ciertas frecuencias tienen un efecto determinado, sin que importe quién seas?

—Ah, eso. Sí, algunas partes del espectro auditivo afectan a la mayoría de la gente. Por ejemplo, los subsónicos de catorce a veinte ciclos utilizados con la amplitud necesaria, asustan a la gente. Y las frecuencias rítmicas entre dos tonos, cuando el ritmo se asemeja al del corazón humano, suelen tener unos efectos psicológicos bastante peculiares. Pero eso es colateral, fenómenos al margen. Utilizamos los que son de fiar e ignoramos o evitamos los otros. Las frecuencias audibles suelen ser convenientes, certeras y fáciles de identificar por pacientes y terapeutas.

»Pero no son lo esencial. Probablemente, podríamos hacer lo mismo con órdenes habladas o un espectro de olores. Pero la audición es mejor; la mayoría de la gente no está familiarizada con el tono electrónico puro, así que carece de otra asociación que no sea la que le damos. Por eso no utilizamos los sesenta ciclos, el zumbido que te rodea durante toda la vida, producido por los aparatos de corriente alterna.

—¿Y si eres sordo al tono? —preguntó Newell, con un subfondo de maligna satisfacción que sólo significaba que estaba hablando de sí mismo.

—Nadie es tan sordo al tono, a excepción de los defectuosos orgánicos.

—Oh —dijo Newell decepcionado, volviendo luego a la desdeñosa búsqueda de información—. ¿Y el paciente sale de aquí dispuesto a entrar en trance cada vez que un claxon suena a cuatrocientos cuarenta?

—Sabe más que eso —replicó el doctor sin contener por una vez su impaciencia—. Para eso está el psicostato. Todas las frecuencias a las que responde el paciente están registradas aquí —gesticuló hacia los controles— junto a su intensidad. Luego son analizadas por una computadora y comparadas por otra con una pauta que determina qué segmentos se salen de la pauta de actividad óptima del paciente, como una ira excesiva o un miedo incontrolable. El psicostato coloca reguladores a los mayores y amplifica los atrofiados hasta que las respuestas son acordes a la pauta base. Cuando todos los segmentos son óptimos, los del paciente, recuerde; no los de algún otro, la nueva pauta se fija con una posthipnótica global que elimina cualquier otra sugestión que se haya aplicado.

—¡Así que el paciente sale de aquí hipnotizado!

—Entra aquí hipnotizado —dijo el doctor—. Me sorprende, Newell. Para ser un hombre que sabe tanto sobre mi especialidad, no debería necesitar conferencias sobre lo elemental.

—Es que me gusta el sonido de su voz —dijo ácidamente Newell, pero el ácido estaba diluido—. ¿Qué quiere decir con que el paciente entra aquí hipnotizado?

—La mayoría de la gente lo está, la mayor parte del tiempo. Básicamente, un hombre está bajo hipnosis cuando alguno de sus sentidos no responde a un estímulo presente, o cuando su atención está desconectada, aunque sea ligeramente, de su entorno físico. Estás bajo hipnosis cuando lees un libro, o cuando te sientas y piensas y no ves lo que estás mirando, o cuando te golpeas la rodilla con una mesa de café que no has visto a plena luz del día.

—Eso es hilar demasiado fino. —Newell ni siquiera hizo una pausa antes de su siguiente frase, que llegó de un área distinta a la de su burlona incredulidad—. ¿Por qué no me dijiste todo eso cuando afirmé que no podía ser hipnotizado?

—Preferí creerle cuando me dijo que lo sabía todo.

En Newell desapareció toda pretensión de jovialidad.

—Mira, hombre —rechinó, con el tono de voz más desagradable que el doctor había oído nunca—, será mejor que tengas cuidado con lo que haces.

Volvía a ser el momento de un silencio y el doctor lo utilizó. A Newell no le quedó más remedio que seguir allí y contemplar sus propias palabras. Observó como el hombre recuperaba, trabajosamente, su pose, poniendo una mano sobre la otra, descansando luego, probando, esperando, hasta estar seguro que podía volver a hablar.

—Bueno —dijo finalmente Newell, y el doctor casi le admiró por la suavidad de su tono—. Hasta ahora ha sido divertido, y posiblemente siga siéndolo. Si de verdad puedes hacer lo que dices, me portaré bien contigo, Freddy, chico. Te pagaré de verdad.

—Eso está bien —dijo el doctor, en guardia.

—¿Bien? ¿Sólo bien? Hombre, te daré un tesoro que nunca conseguirías de otro modo. Que tú nunca conseguirías —enmendó. Miró claramente al rostro del doctor—. Son casi cinco años de anotaciones y serán todas tuyas. Yo empezaré una nueva.

—¿De qué está hablando?

—De mi libreta negra. Tengo ahí todo lo que va de cerda a princesa. Estés donde estés, te sientas como te sientas, en él encontrarás una compañera adecuada para ti. Puedes usarla, de verdad, Freddy. Debes tener almacenada una buena carga desde ya-sabes-qué —dijo, sonriéndole a la grabadora—. Arréglame, y yo te arreglaré a ti. ¿Trato hecho?

Esta vez el silencio no estaba planeado. El doctor caminó hasta los controles, marcó 550 y golpeó el maestro. La nota de 80 ciclos murió, el ruido blanco tomó su lugar, y luego la orden de sueño de los 550 ciclos. El doctor sintió que la centelleante sonrisa dejaba la habitación como si le quitaran un peso de la espalda.

«Es un paciente —pensó por fin el doctor— saliendo de su entumecimiento. Es un paciente en un entorno terapéutico tan aislado del mundo como un teorema no euclidiano. No hay ningún Newell; sólo un paciente. No hay ningún Fred; sólo un doctor. No hay ninguna Osa; sólo episodios. Newell volverá al mundo porque tiene una personalidad y un nivel óptimo, porque eso es lo que hago aquí y para eso es para lo que sirvo».

Tocó el control del intercomunicador.

—Señorita Jarrell. La necesito —dijo.

Abrió la puerta casi de inmediato; debía estar esperando en el pasillo.

—Oh, doctor, lo siento. Ya sé que no debería hacer algo así. Es que, bueno, antes de saber…

—No se disculpe, señorita Jarrell. Y lo digo en serio, no lo haga. Puede que incluso haya hecho bien. Pero tengo que saber qué clase de influencias son las que…, no, no me lo explique —dijo cuando ella intentó hablar—. Muéstremelo.

—Oh, no podría. ¡Es tan… tonto!

—Vamos, señorita Jarrell. No será tan tonto.

Pasó ruborizándose ante él, evitando mirarle, y fue hasta los controles. Marcó una frecuencia y activó el maestro, yendo hasta el pie de la cama a esperar, mientras rugía el ruido blanco. El audio disminuyó, hasta estabilizarse en el constante zumbido de los 200 ciclos.

El paciente abrió los ojos. Sonrió. Era una sonrisa que el doctor no había visto nunca, pero que podía haber imaginado. Aunque no en la cara de Richard A. Newell. En Richard A. Newell no había nada concebible que pudiera coexistir con una expresión semejante.

El paciente bajó la mirada y vio a la señorita Jarrell. Un reconocimiento extasiado le recorrió la cara. Tomó las sábanas y se las pasó por encima de la cabeza, quedándose luego quieto e inmóvil como un lápiz.

—Tú… —canturreó la señorita Jarrell, y la sábana fue apartada de la cabeza del paciente, y él gorjeó de risa. Ella le tomó por los talones, y él se retorció y rió, y volvió a cubrirse—. La abejita zumbona… —murmuró ella, y él se encogió con un paroxismo de encantada anticipación—, va volando por entre los árboles…, haciendo bzzz…, bzzz…, ¡bzzz! —y volvió a tomarle por los pies.

Él apartó la sábana de su cara y se dejó llevar por una explosión de alegría más allá de toda vocalización; de hecho, apenas había emitido sonido alguno, aparte de esa cálida e intensa risa.

—Tú…

El doctor observaba y poco a poco sintió que, de alguna manera, había un vacío en la escena, y una gran urgencia por llenarlo, y la comprensión no llegó hasta que la palabra «ridículo» no acudió a su mente…, y eso era. Esto debería ser ridículo; un hombre adulto reaccionando como un niño de siete meses. Lo que resultaba extraordinario era que no resultaba ridículo y que de verdad era un hombre adulto, y no un simple segmento infantil.

Era algo que tenía que ser sentido. Había un…, un resplandor en esas explosiones de cándida alegría que, pese a ser infantil, no era de niño. Tenía una cualidad que pedía reírse con ella, no de ella.

Le dirigió una mirada al selector de audio. Sí, ésta era la reacción a los 200 ciclos a la que se refería la señorita Thomas. «Una personalidad…». Empezaba a darse cuenta de a qué se refería. También empezó a asustarse.

Fue hasta la pared donde estaba adherida la nota con las respuestas básicas. Era un formulario estándar, con una columna dedicada a las frecuencias asignadas arbitrariamente a las edades (700 ciclos y la orden: «Tienes once años») y otra con las frecuencias asignadas a los estados emocionales (800 ciclos y «Estás muy furioso»; 14 ciclos, «Estás asustado»).

Una vez que el paciente estaba totalmente canalizado, los estados de respuesta podían inducirse fácilmente, y extraerse todo su material episódico; miedo a los tres años, sexualidad a los catorce, miedo más ira más gratificación a los seis, o cualquier otra combinación.

El área de los 200 ciclos estaba manchada por las veces que la señorita Thomas había borrado, pero en blanco.

El doctor se zarandeó en su interior y recuperó el pulso. Fue hasta la cama y miró fijamente a la sensitiva e impresionable cara.

—¿Quién eres? —preguntó.

El paciente le miró con ojos brillantes y una alegre y anticipatoria sonrisa en los labios. El doctor sintió que el hombre no le comprendía, pero que estaba ansioso por ello; más aún, que el hombre estaba preparado para maravillarse desde el fondo de su corazón cuando le comprendiera. Llenó al doctor con una ansiedad casi tierna, un afán de protección. Esta criatura no podía ser decepcionada; eso sería antiartístico, hasta el punto de gran injusticia.

—¿Cómo te llamas? —prosiguió el doctor.

El paciente le sonrió y se sentó. Miró a los ojos del doctor con una atención casi inaguantable y una gran espera, listo para atesorar cualquier cosa que viniera a continuación si sólo…, si sólo pudiera identificarla.

«Una cosa es segura —se dijo el doctor—, esto no es un segmento infantil. Niño, sí, pero no tan niño».

—Señorita Jarrell.

—Sí, doctor.

—La inicial. La inicial de en medio del nombre. Es una A. ¿A qué corresponde?

—Anson —dijo, tras un momento.

—Voy a llamarte Anson —le dijo al paciente—. Ése será tu nombre. —Puso la mano en el pecho del paciente—. Anson.

El hombre miró la mano y luego, expectante, al doctor.

—Doctor. Doctor —dijo el doctor, tocándose la bata blanca. Luego señaló a la señorita Jarrell—. Señorita…

—Hildy —dijo rápidamente la señorita Jarrell.

El doctor no pudo evitarlo; sonrió brevemente. Eso produjo una silenciosa explosión de regocijo en el paciente, que se acalló al instante, siendo reemplazada por la anticipación, la atención presta y vigilante. El doctor sentía la carga que era su espera y la necesidad de apreciar. Pero ¿qué era en verdad esa carga? Esta criatura apreciaría tanto el dorso de una mano en su cara como dos coros de Londonderry Air.

El doctor se balanceó sobre la cama esperando una respuesta, y ésta acudió a él.

La carga radicaba no en la necesidad de complacer a esta entidad, sino en hacerlo adecuadamente, en una manera de la que luego no hubiera que arrepentirse. «Confía en mí»; ahí, en esas tres palabras radicaba la carga.

El doctor tomó la mano del paciente y se puso los dedos cerca de los labios.

An-son —dijo.

Y luego puso la mano en la boca del paciente, asintiendo, animándole.

Obviamente, el paciente también quería hacerlo bien, más aún que el doctor. Los labios le temblaron.

An-son —dijo entonces.

La señorita Jarrell aplaudió al otro lado de la habitación y Anson rió de felicidad.

—Muy bien —sonrió el doctor, señalando—. Anson. Eres Anson. —Se tocó su propio pecho—. Doc-tor. —Volvió a señalar—. Señorita Hildy.

El hombre de la cama se sentó lentamente, con los ojos clavados en la cara del doctor.

—¡Anson! —gritó.

Sintió sus propios bíceps, su cara, y rió.

—Muy bien —dijo el doctor.

—Doc… tor —dijo Anson, con dificultad.

Parecía pensativo, casi aturdido.

—Eso es. Perfecto. Doctor.

Doc-tor. —Anson se volvió hacia la señorita Jarrell y le señaló—. ¡Señorita Hildy! —entonó triunfante.

—Bendito seas —dijo ella, diciéndolo como si fuera una bendición.

Mientras Anson sonreía, el doctor se quedó inmóvil un momento, devolviéndole la sonrisa como un tonto y sintiéndose asustado y rascándose la cabeza.

Entonces volvió al trabajo.

—Richard —dijo cortante, y esperó una reacción.

No hubo ninguna, sólo la alegre atención.

—Dick.

Nada.

—Newell.

Nada.

—Levanta la mano derecha. Cierra los ojos. Mira por la ventana. Tócate el pelo. Enséñame la lengua.

Anson no hizo ninguna de esas cosas.

El doctor se humedeció los labios.

—Osa.

Nada.

Miró a la señorita Jarrell.

—Anson —dijo, y Anson incrementó su atención. Era sorprendente; el doctor no imaginó que pudiera hacerlo—. Anson, escucha. —Se arremangó y le mostró el reloj—. Reloj. Reloj.

Lo mantuvo cerca y luego lo puso junto al oído de Anson.

Anson gorjeó encantado.

—Tictac —imitó.

Luego agachó la cabeza y escuchó con cuidado al doctor repitiendo la palabra.

—Loj. R-loj. Reloj —dijo luego, y aplaudió igual que como lo había hecho la señorita Jarrell.

—Muy bien, señorita Jarrell. Es bastante por ahora. Apáguelo.

Oyó como ella contenía la respiración y pensó que iba a decir algo. La miró a la cara cuando ella no lo hizo.

—Todo va bien, señorita Jarrell. Nos ocuparemos de él.

Ella buscó sarcasmo en su rostro, entre sus palabras, en lo que había hecho, en todas partes, y no lo encontró. Se rió de pronto y de corazón; el doctor supo que se reía de sí misma, de lo embelesada que había estado, ansiosa por el resplandor de algo que se escondía en el área de los 200 ciclos.

—Me parece que también podría utilizar algo de terapia —dijo dubitativamente.

—Se la recomendaría si hubiera reaccionado de otra forma.

La señorita Jarrell fue hasta la puerta y la abrió.

—Me gusta trabajar aquí —dijo, se sonrojó y salió afuera.

La sonrisa del doctor desapareció con el clic del picaporte. Miró una vez al paciente, y luego se movió ciegamente hacia los controles. Los cerró y volvió a su despacho.

La señorita Thomas llamó a la puerta. Entró en el despacho al no recibir respuesta.

—Oh, perdone, pensé que todavía estaba…

La interrumpió la expresión en la cara del doctor. Puso los informes que llevaba encima del escritorio. Él no se movió. Fue hasta el armario, que se abrió para ella, y tomó dos píldoras de un frasco. Interrumpió el haz fotoeléctrico con un casual agitar de la muñeca y cayó un vaso de papel y se llenó con agua helada. Se lo llevó al doctor.

—Tómese esto.

—¿Qué? ¿Qué? ¿Qué? —dijo de inmediato, mirando a su alrededor, buscando el origen de la voz en la dirección errónea. Volvió la cabeza y la vio—. ¿Qué? —y posó por un momento la mano en sus ojos—. Oh, señorita Thomas.

—Tómese esto —volvió a decir la ayudante.

—¿Qué es esto?

Parecía estar intentando identificar el vaso, como si nunca hubiera visto uno.

—Dexamyl.

—Gracias. —Lo tomó, tragó agua, y la miró a la cara—. Gracias —repitió—. Parece que estoy…

—No importa —dijo con firmeza la señorita Thomas—. Todo va bien.

El doctor recuperó algo de su autocontrol y se rió un poco entre dientes.

—¿Utilizando en mí mi propia terapia?

—Por lo que yo sé, todo está bien —dijo, con el tono gruñón tras el que se escondía a menudo.

Ella cruzó los brazos con un gesto brusco y miró por la ventana.

El doctor contempló su rígida espalda con diversión, a pesar suyo. Estaba retándole para que la echara, desafiándole a no decirle cuál era el problema. Recordó la curiosidad disimulada bajo ese almidón y que debía roerle por dentro como el zorro de la curiosidad al niño espartano. «Hay una personalidad en el área de los 200 ciclos que no se desmantela…, oh, usted puede hacerlo, pero… es una pena, sólo eso», recordó.

—Es algo tipo Prince —dijo.

Ella permaneció inmóvil tanto tiempo que podía no haberle oído. «Y que me condenen —pensó—, si me pongo a deletreárselo».

Pero ella dijo:

—No creo —y siguió hablando dentro de su continuado silencio—. El concepto de personalidades alternantes de Morton Prince puede ser la única explicación para muchos casos, pero no explica éste.

—¿Ah, no?

—Dos personalidades dentro de una mente, a veces tres o más. Uno de sus casos era el de una mujer con cinco egos diferentes. No estoy en contra de la posibilidad, doctor.

Cada vez que la señorita Thomas le sorprendía, lo hacía de un modo que le complacía. Pensó que debería pensar algún día en ello.

—¿Por qué estarlo en este caso? —preguntó.

Ella se sentó en el sillón con desenvoltura, y sin disimulos. Permanecieron sentados durante un rato, sumidos en un silencio sociable y cerebral.

—Los historiales de los casos de Prince muestran una gran variación —dijo ella—. Un ego puede ser refinado, educado, y el otro basto y estúpido. Hay veces en que el principal es consciente de la existencia de los otros, y a veces no; y a veces se odian mutuamente. Pero siempre hay un denominador común, y es el que la división existe en todos los casos porque el ego alterno puede comunicarse y lo hace. Tiene que hacerlo.

—Morton Prince no estaba equipado para segmentación bajo hipnosis terciaria.

—Creo que eso es salirse del tema —dijo categóricamente la señorita Thomas—. Lo repetiré: los egos alternos de Prince tienen que emerger. Creo que ésa es la clave. Si un ego no puede comunicarse y no emerge a no ser que lo pesques tirando del cogote, no creo que merezca ser considerado como un ego.

—¿Puede decir eso tras haber visto a Ans…, al alterno?

—Anson. Hildy Jarrell me contó lo del bautizo. Sí, puedo decirlo.

Él la miró llanamente y ella bajó la mirada. Volvió a recordar su encuentro en el pasillo frente a la puerta de Newell. «No culpe a Hildy Jarrell, está haciendo exactamente lo mismo que hice yo».

—Señorita Thomas, ¿por qué me torea intentando alejarme de este caso?

—¡Doctor!

—Ha encontrado un segmento que no puede romper —dijo, tras cerrar los ojos—. Es una particularidad…, bueno, digamos que sea lo que sea, le gusta. —Hizo una pausa y, justo a tiempo, dijo—: No me interrumpa. Sabe muy bien que la piedra angular de mi actividad es que la personalidad es inviolable. Sabe que si éste es un caso genuino de ego alterno, no lo tocaré…, no podría, porque el hombre sólo tiene un cuerpo y tendría que destruir a uno u otro ego para normalizarle.

»Sabe perfectamente que yo descubriría al ego alterno. Así que lo primero que hace es llamarme la atención sobre ello, y lo siguiente que hace es discutírmelo, sabiendo que estaré en desacuerdo, sabiendo que si hay alguna duda en mi mente, ésta desaparecería en la discusión.

—¿Por que diablos haría yo una cosa así? —le desafió ella.

—Ya se lo he dicho, para que dejara el caso, confirmara la P.T. y la soltase.

—Maldita sea —dijo amargamente la señorita Thomas.

—Eso es lo malo de conocer demasiado bien la manera en que piensa un colega —le dijo al aire—. No puedes manipular a quien te comprende.

—¿A cuál de nosotros dos se refiere? —preguntó ella.

—La verdad es que no lo sé. Y ahora me dirá por qué lo ha hecho, ¿o tendré que decírselo yo?

—Lo diré yo —dijo la señorita Thomas—. Está cansado. No quiero que le pase nada a ese Anson. En cuanto lo encontré supe con exactitud lo que pasaría si usted seguía adelante con la terapia. Anson sería el intruso. No importa lo…, lo hermoso que pueda llegar a ser el intruso, sólo podría aparecer como una aberración, como algo ajeno. Lo empaquetaría hasta el tamaño de una píldora y lo enterraría tan profundamente dentro de un Newell nuevo modelo que nunca volvería a ver la luz del día. No sé cuánta conciencia tiene, pero sé que yo no podría soportar el que estuviera enterrado vivo.

»Y suponiendo que sólo efectuara la terapia en Anson, sacándole fuera como un joven y radiante Billy Budd, y enterrara a ese crápula de Newell, y perdone por ese adjetivo tan poco profesional, doctor, ¿cree que Anson sería capaz de defenderse por sí solo? ¿Cree que podría enfilar por algún carril de la carrera de ratas? En este mundo no hay sitio para querubines.

»Así que no hay opción. No sé lo que Anson comparte con Newell y nunca lo sabré. Pero sé que, de la manera que sea, Anson ha existido hasta ahora, y eso no le ha estropeado, y la única oportunidad que tiene de seguir siendo lo que es, es dejándole en paz.

Quod erat demonstrandum —dijo el doctor extendiendo las manos—. Muy bien. Ahora sabe por qué nunca traté casos de egos alternos. Y puede que también sepa lo inútil que era su pequeña maquinación.

—Tenía que estar segura. Bueno, me alegro. Lo siento.

Él sonrió un momento.

—Aceptaré eso.

Observó como se levantaba del asiento, con el rostro suavizado por la alegría y la admiración no disimulada que sentía por él.

Ella le dedicó una mirada desacostumbradamente cálida y se movió hacia la puerta. Miró atrás a medio camino y se detuvo allí, dando media vuelta para enfrentarle cara a cara.

—Pasa algo.

El doctor sabía que había otras maneras de enfrentarse a esto, pero en este momento tenía que dañar algo. También había muchas maneras de hacer ese daño, y se decidió por la peor, no diciendo nada.

La señorita Thomas volvió a ser la señorita Thomas, sus ojos unos espejos y su pose la de un soldado. Ella le miró desde fuera de sí y dijo:

—Va a seguir con la terapia.

No lo negó.

—¿Me dirá cuál de los dos va a tenerla?

—Depende de lo que entienda por «tenerla» —dijo con triste jocosidad.

Ella trató el comentario como merecía ser tratado y se limitó a esperar que continuara.

—Ambos —dijo.

Ella repitió la palabra exactamente con la misma inflexión, como si pudiera comprenderla mejor al tenerla tan cerca como sus labios. Luego negó, impaciente, con la cabeza.

—Puede realizar toda la terapia que quiera, que siempre habrá que hacer una elección.

—Tengo otra elección que hacer —dijo, con un tono tan encogido que le arañó la garganta—. Newell vive en una sociedad en la que no encaja. Está casado con una mujer que no se merece. ¿Cuál es mi elección ética si está en mi mano el integrarle y hacerle más merecedor?

La señorita Thomas se acercó al escritorio.

—Ha insinuado haber rechazado ya casos así. Los devolvió a la sociedad, sin tratarles.

—También dejaban sin tratar a los leprosos —saltó—. La terapia tiene que empezar en alguna parte, con alguien.

—Pruebe antes con ratas.

«Eso hago», dijo, afortunadamente para sí mismo. Consideró algo más su comentario y decidió no responderlo, porque sabía cuánto lamentaba ella haberlo dicho.

—Hildy Jarrell se marchará cuando sepa esto —dijo ella.

—No se marchará —dijo inmediatamente el doctor, y con seguridad.

—Y en cuanto a mí…

—¿Sí?

Sus miradas se unieron como dos barras de acero colocadas borde con borde y apretando, apretando, sabiendo que puede sobrevenir un ligero movimiento, una desviación mínima, y que habrá una abertura y una colisión.

Pero en vez de eso, ella se rindió. Cerró los ojos contra las lágrimas y se tomó las manos.

—Por favor —murmuró—, ¿tiene que seguir adelante con esto? ¿Por qué? ¿Por qué?

«Oh, Dios —pensó—, odio esto».

—No puedo discutirlo.

«Lo cual —pensó con dolor—, también es la verdad».

—Creo que no debería —dijo ella pesadamente.

Él supo que era su última palabra.

—Es una decisión psicológica, señorita Thomas, no técnica.

Sabía que no era muy elegante recurrir a su rango y especialidad cuando se había quedado sin argumentos. Pero esto tenía que terminar.

—Sí, doctor —asintió, y salió fuera, cerrando la puerta con demasiado cuidado.

«Qué es lo que debe ser una persona para ti para correr tras ella cuando llora —pensó—. ¡Vuelve! ¡Vuelve! ¡No me odies! ¡Tengo un problema y me duele!».

La señorita Jarrell tardó cuarenta minutos en aparecer en el despacho. El doctor le había echado treinta y cinco. Estaba preparado para ella.

Ella llamó con una mano, giró el pomo con la otra y entró como una abeja enfurecida. Su cara estaba roja y había una pálida línea de tensión bordeando cada fosa nasal.

—Doctor…

—Ah, señorita Jarrell —dijo con jovialidad—. Iba a llamarla ahora. Necesito su ayuda para un proyecto especial.

—Bueno, siento mucho esto —empezó ella. Tenía los ojos muy abiertos e inflamados, y las comisuras estaban ligeramente rosadas. El doctor deseó poder introducir mágicamente en su corriente sanguínea unos mínimos de azacyclonol; podrían serle útiles—. Venía a…

—El caso Newell…

—Sí, el caso Newell. No creo que…

Esta vez casi tuvo que gritar.

—Y creo que usted es la persona ideal para el trabajo. Quiero que esta entidad de los doscientos ciclos, ya sabe, Anson, quiero que le eduque.

—Bueno, creo que…, ¿qué? —Y cuando la furiosa sílaba rebotó por toda la oficina, ella le miró fijamente y preguntó con timidez—. ¿Cómo dice?

—Me gustaría relevarla de sus otros deberes y ponerla con Anson a tiempo completo. ¿Le gustaría?

—Si me…, ¿qué tendría que hacer?

—Quiero comunicarme con él. Necesita un vocabulario y una educación elemental. Probablemente no sepa cómo sujetar un tenedor ni cómo sonarse la nariz. Creo que podría hacer un buen trabajo enseñándole.

—Bueno, yo… ¡Me encantaría!

—Bien, bien —dijo como un Santa Claus de unos grandes almacenes—. Un par de detalles más. Lo quiero todo registrado en película sonora, de ruido blanco a ruido blanco, y quiero ver la película todos los días. Y, claro, tengo que pedirle que no hable de esto con nadie, ni del personal ni de fuera del personal. Es un caso único y una nueva terapia, y dependen muchas cosas de eso. De usted.

—Oh, puede fiarse de mí, doctor.

Él asintió mostrándose de acuerdo.

—Empezaremos mañana por la mañana. Para entonces tendré preparada la primera lista de palabras y las demás instrucciones. Mientras tanto tengo que documentarme. Llame al Servicio de Información Médica de Washington y haga que busquen en su cerebro electrónico toda la información disponible sobre Prince, Morton y personalidad múltiple. Quiero resúmenes de todo lo que se ha publicado sobre el tema en los últimos cincuenta años. Sin duplicados. Un sumario. Será mejor que pida microfilms y lo envíe por telefax, prioridad AA.

—Sí, doctor —dijo la señorita Jarrell ansiosamente—. ¿También en publicaciones extranjeras?

—Todas las investigaciones que haya sobre el tema. Y ponga un «confidencial» tanto en el pedido como en el envío.

—Secreto de verdad.

—De verdad. —Disimuló la sonrisa que pugnaba por salir a la luz; había tenido la imagen mental de una niña escondiendo caramelos—. Y tráigame las órdenes de trabajo de las enfermeras. Tengo que hacer algunos malabarismos.

—Muy bien, doctor. ¿Es todo?

—Por ahora.

La enfermera casi brincó hacia la puerta. El doctor vio un relámpago blanco cuando la abrió; la señorita Thomas estaba en el otro despacho. No podía haberse sentido más complacido si ella hubiera estado ahí siguiendo sus órdenes explícitas, pues, cuando salía, la señorita Jarrell dijo:

—Y gracias, doctor. Muchas gracias.

«Mastica eso, Thomas», pensó, sintiéndose vengativo y permitiéndose por una vez el disfrutarlo.

Y: «¿Por qué me la tomo con ella?»

»Bueno, pues porque tengo que tomármela con alguien de vez en cuando, y ella puede aguantarlo».

¿Por qué no se lo contaba todo? Tenía un buen cerebro. Podía tener alguna idea realmente buena. ¿Por qué no?

«¿Por qué no? —se volvió a preguntar con voz carente de alegría—. Porque podría estar equivocado. Muy equivocado. Por eso».

La investigación empezó, y con ella las largas noches de trabajo. Además de las enormes cantidades de lecturas colaterales —había más material publicado sobre personalidades múltiples del que se había imaginado—, tenía películas diarias que analizar, notas que tomar, resúmenes que preparar para codificación computarizada y luego, tras prolongadas cavilaciones, lecciones del día siguiente para preparar.

El resto de la clínica se negó a detenerse y esperar a que se terminara este trabajo, y tenía una carga adicional en su conciencia mientras disimulaba la impaciencia que sentía por todo lo que no fuera el caso Newell. Era tan equitativo que ese peso le volvía hipermeticuloso en todas las cosas que deseaba evitar, así que su trabajo normal consumía más tiempo en vez de menos.

En cuanto a la investigación, la mayor parte era teoría y debate; el tema, como la reencarnación, parecía atraer fanáticos de las variedades más positivas y difusas, en ambos casos tanto en contra como a favor. Desenredando el material, consiguió aislar dos informes de extremo interés para él. Uno era una teoría, el otro un informe interno sobre una serie de experimentos que nunca llegaron a completarse por la muerte del investigador.

La teoría, aventurada por un tal Weisbaden, se basaba en una investigación realizada sobre este mismo material. De hecho, Weisbaden parecía ser la única persona, aparte de él, que alguna vez solicitó este tipo de informes al Servicio Médico de Información.

A partir de él, había elaborado estadísticas, contrastándolas luego para confirmar su teoría, y llegando a la sorprendente conclusión que la personalidad múltiple era un fenómeno de gemelos, y que de encontrar un método para diagnosticar esos casos, podría establecerse una correlación entre la incidencia de nacimientos múltiples y la incidencias de personalidades múltiples. Tantos nacimientos por millar son gemelos, tantos trillizos por cada cien mil, y los porcentajes de cuatrillizos y quintillizos andaban entre los millones.

De este modo, decía Weisbaden, también habría un porcentaje estadístico para el fenómeno de las personalidades múltiples, cuando esos casos dejaran de ser diagnosticados como esquizoides u otras aberraciones.

Weisbaden no había sido un hombre de medicina —era una especie de agente de seguros—, pero su inferencia resultaba fascinante. ¿Cuántos gemelos y trillizos habría en la Tierra compartiendo un mismo cuerpo, sin ninguna indicación orgánica que no eran entidades únicas? ¿Cuántos estaban bajo tratamiento por un estado que no era el suyo; cuántos hermanos siameses estaban siendo castigados por no poder caminar como los otros cuadrúpedos; cuántas entidades separadas se veían obligadas a pasar sus vidas desfilando en apretada fila?

«Algún día —pensó el doctor, como habían pensado muchos doctores con anterioridad—, algún día, cuando estemos más cercanos a los biólogos genéticos, cuando la psicología sea una verdadera ciencia, cuando alguien diseñe un sistema que interrelacione las diferentes disciplinas y que funcione de verdad…, y algún día, cuando tenga tiempo, bueno, puede que ponga a prueba esta ingeniosa suposición». Pero sólo era una suposición, y no estaba basada en la observación o la experimentación. Pero resultaba intrigante. Si pudiera probarse.

El otro informe tenía un valor práctico. Un tal Julius Marx —volvía a ser alguien no relacionado con la medicina, sino un ingeniero con, parecía, hobbies— había construido un electroencefalograma para dos (¿habría alguien que compusiese una canción popular con esto?), que realizaba gráficos de cada paciente utilizando una serie de estímulos, y que al mismo tiempo efectuaba un tercer gráfico, el resultante.

Marx buscaba un medio de determinar diferentes ondas cerebrales, más que especímenes individuales, y había hecho circuitos en máquinas que podían encargarse de ocho personas a la vez. Había escrito una nota a pie de página con humor seco, destinando su informe a esta categoría en particular: «Puede que las improbables teorías del doctor Prince puedan acercarse algún día a la imposibilidad mediante el uso de un aparato semejante en un caso de personalidad múltiple».

Tras leer esto, el doctor pidió inmediatamente que se le hicieran electroencefalogramas, tanto a Anson como a Newell, y cuando los tuvo ante sí, deseó fervientemente tener a Julius Marx a su lado; sospechaba que el hombre habría disfrutado, incluso a su costa.

Los gráficos eran tan diferentes como era posible.

La confirmación de su diagnosis era espectacular, y le dejó una nota a la señorita Jarrell para que rastreara todos los casos de personalidad múltiple que había rechazado durante los últimos ocho años y viera lo que se podía hacer para futuras pruebas. No sabía lo que vendría después de las pruebas…, aún.

La otra cosa valiosa que le llamó la atención del informe de Marx fue la idea de hacer un resultante entre los dos encefalogramas diferentes. Hizo uno con el de Newell-Anson, sin utilizar nada tan golbergiano como el complicado aparato de Marx, sino con un simple acoplamiento de computadoras. Lo guardaba en el cajón superior de su escritorio, y lo sacaría cada varios días y se preguntaría…

La terapia de Anson no era terapia. La señorita Thomas dijo al principio que era una personalidad que no se desmantelaría; había tenido toda la razón. No puedes conseguir material episódico de una entidad que carece de conciencia subjetiva, de experiencia, que carece de nombre, de sentido de la identidad, de motivación, de recuerdos.

Había muchas partes en ese extraño brillo de Anson y todas ellas estaban en el ojo del espectador, que protegía a Anson porque estaba indefenso, continuamente sorprendido por su conciencia sin ego como si fuera una virtud en vez de una carencia. Su descubrimiento de los detalles del yo y su entorno era una delicia interminable que observar, porque él mismo estaba encantado y nunca había conocido las crueles penalizaciones que nos imponemos a la hora de expresar nuestro encanto, ni el idioma ocultador que utilizamos en su lugar: «No está mal este amanecer. Sí. Muy bonito».

—Es bueno —le dijo una vez la señorita Jarrell al doctor—. Sólo bueno. Nada más.

En cambio, la terapia de Newell era terapia, y no muy compensadora. El paciente adecuadamente segmentado y desmantelado es relativamente fácil de manejar.

Pones el dial en rabia (1200 ciclos) y preguntas: «¿Cuántos años tienes?». Ya que la rabia no existe sin una base, un episodio sale a la luz; y ahí tienes tu episodio. «Tengo seis», dice tu paciente. Dial en la nota «Tienes seis años» para reforzarla y ya estás listo para recibir algún recuerdo significativo. O empezar con el índice de la edad: «Tienes doce años». Una vez establecido esto, preguntas: «¿Cómo te sientes?», y si hay algún material significativo en el duodécimo año, éste saldrá a la luz. Si es miedo, añades la nota de «miedo» y preguntas: «¿Dónde estás?», y tienes toda la historia.

Pero no en el caso Newell. Obviamente, había mucho material de conflictos, pero de algún modo, los conflictos parecían secundarios; eran resultados más que causas. La mayor categoría de traumas se basa en el ataque injustificado, una fuerte paliza, una enfermedad, un rechazo. Es traumático porque resulta injustificado desde el punto de vista del paciente. En el caso de Newell había mucho sufrimiento, mucha derrota; pero en todos los episodios, se lo había merecido. Así que no tenía culpa alguna. Tenía la convicción interna que todas sus crueldades estaban justificadas.

El doctor tenía la creciente sensación que Newell había vivido toda su vida en un estado de contabilidad cuadrada, de deudas saldadas. Sus episodios carecían de continuidad el uno con el otro. Era como si cada episodio hubiera sucedido en las curvas a la derecha de la carretera de su existencia; una vez que se llegaba a ellas, éstas quedaban atrás, como un punto matemático. Los episodios eran muy fáciles de localizar, e imposibles de relacionar los unos con los otros y con el producto final.

El doctor intentó tener en su mente a Anson y Newell como dos individualidades diferentes y totalmente desconectadas, pero el comentario sentimental de la señorita Jarrell resonaba en su mente: «Es bueno, sólo bueno. Nada más», y generaba un opuesto para aplicárselo a Newell: «Es malvado, sólo malvado. Nada más».

Esto le enfurecía. «Qué bonito, pero qué bonito —se decía sarcásticamente—, que el espíritu del bien y el espíritu del mal se reúnan para conformar un solo hombre, y qué limpiamente encaja todo; el negro es totalmente negro y el blanco es blanco, y, juntos, el par tiene que producir un gris». Se descubrió diciéndose que la cosa no era tan simple, y que las cosas no funcionan según unas evaluaciones morales aún más arbitrarias que sus asignaciones de audio.

Fue en estos momentos cuando empezó a dudar de la rectitud de su decisión, de la valía de su terapia, de la posibilidad de los resultados que quería, y de sí mismo. Y no tenía a nadie que le aconsejara. Le contó todo esto a la señorita Thomas.

Le resultó muy fácil hacerlo y a ambos les sorprendió. La había llamado para efectuar el encefalograma diario en las dos facetas del caso Newell y explicarle lo del resultante, que también quería diariamente. Ella dijo: «Sí, doctor, y muy bien, doctor, correcto, doctor», y varias otras cosas absolutamente correctas. Pero no dijo, ¿por qué, doctor?, o estupendo, doctor, y de pronto ya no pudo soportarlo más.

—Señorita Thomas, tenemos que enterrar el hacha de guerra —dijo—. Puedo estar equivocado con este caso, y la cosa va a ir mal si lo estoy. Peor que mal. Eso no me preocupa —añadió rápidamente, temiendo que ella le interrumpiera, sabiendo que debía soltarlo todo o no sacarlo nunca a la luz—. He pasado antes por malas rachas y puedo aguantar esa parte.

Y entonces salió, de manera fácil y sorprendente para ambos:

—Pero estoy solo en ello, Tommie.

Nunca la había llamado así antes, ni siquiera dentro de sí, y estaba totalmente abrumado preguntándose de dónde podría haber surgido.

—No, no lo está —dijo la señorita Thomas, ásperamente.

—Bueno, infiernos —dijo el doctor, y recuperó todo su control.

Deslizó un cartucho de película en el monitor y sacó sus notas. Utilizándolas como índice se sentó poniendo las manos en el control de velocidad y, pasando de largo ante el material más pedestre y mostrando sólo lo significativo. No interpretó nada mientras ella miraba y escuchaba.

Oyó a Newell resoplar: «Será mejor que tengas cuidado con lo que haces» y a Anson señalando por toda la habitación, cantando: «Suelo, flor, libro, cama, burbuja. Ventana, rueda, sopa, maravilloso». (En esa etapa aún no sabía lo que era maravilloso, pero la señorita Jarrell lo decía a todas horas). Vio a Newell recordando, con once años, con la cara retorcida por la rabia, gritándole a su maestra de quinto curso: «¡Te voy a dar una patada, vieja perra!», y a los trece años, complacido por algo que será mejor no mencionar, y relacionado con un gato y una centrifugadora.

Vio a Anson en pie en medio de la habitación, sujetándose el codo izquierdo con la mano derecha y apretándose la barbilla con el pulgar izquierdo, en una pose que utilizaba el doctor cuando estaba perplejo: «Cuando sepa todo lo que hay que saber —había dicho Anson serenamente—, habrá dos doctores Fred».

La señorita Thomas gruñó al oír esto.

—Jamás recibirá de nadie cumplido mejor que éste —dijo luego.

El doctor le chistó, pero con amabilidad. La primera vez que vio esta escena le hormiguearon los ojos. Aún le pasaba. No dijo nada.

La señorita Thomas lo vio todo, hasta lo grabado el día anterior, con Newell dividido en un centenar de piezas que parecían un puzzle cada una, y con Anson, una brillante maravilla que ahora aprendía a leer, maravillándose de todo porque todo era nuevo: las cucharillas del té y la música y las montañas, el Sistema Solar y los bocadillos y el olor de la vainilla.

Y mientras él miraba, las puertas se abrieron en la mente del doctor. No se abrieron del todo, pero sí lo bastante para saber qué estaba allí y en qué paredes. ¿Cómo describir esa indescriptible sensación de experiencia?

Se dice que un buen conductor de camión tiene terminaciones nerviosas que se prolongan hasta el parachoques y los faros traseros, del caucho del neumático hasta el techo de la cabina. El virtuoso del piano no piensa en cada tecla y cada tendón del dedo; piensa en las notas y éstas aparecen.

El doctor había circulado por esta ruta de elecciones imposibles con una voluntad y una orientación semejantes; y volvió a sentir otra vez esa seguridad que éste es el camino correcto, y que ahí está lo que hay que hacer a continuación. Lo que le parecía milagroso no era la sensación, sino haberla tenido mientras miraba las películas y oía las cintas junto a la señorita Thomas, que no había dicho nada, ni emitido evaluación o sugerencia alguna. Eran las mismas películas que había estudiado y proyectadas en la misma secuencia. La diferencia estribaba en que ya no estaba solo.

—¿Adónde va? —le preguntó la señorita Thomas.

—Archive ese material y cierre con llave, ¿quiere? —dijo desde el armario guardarropa—. La llamaré en cuanto vuelva. —Fue hasta la puerta y le sonrió. Le hizo daño en el rostro—. Gracias.

La señorita Thomas abrió la boca para hablar, pero no lo hizo. Levantó la mano derecha a modo de saludo y se volvió para guardar los expedientes.

El doctor llamó desde una cabina cercana al apartamento de Newell.

—¿Te he despertado, Osa? Lo siento. A veces no me doy cuenta de lo tarde que es.

—¿Quién…? ¿Fred? ¿Eres tú, Fred?

—¿Estás preparada para un poco de dolorosa conversación?

—¿Pasa algo? ¿Es que Dick…? —gritó ella, alarmada.

El doctor se dio mentalmente una patada por su torpeza. ¿Qué otra interpretación podría hacer con semejante comentario?

—Está bien. Perdona. Supongo que no soy muy bueno animando las cosas… ¿Puedo verte?

Ella hizo una larga pausa. Él pudo oír como respiraba.

—Ya voy. ¿Dónde estás?

Se lo dijo.

—Hay un bar a la vuelta de la esquina, a tu izquierda. Espera diez minutos.

Colgó el teléfono y fue hasta la esquina. Estaba en una calle mugrienta que parecía esconderse. El bar se escondía en la calle. Dentro del café había escondidos reservados. El doctor se sentó en uno de los reservados y se escondió allí. Era todo lo que podía hacer para impedirse asumir una postura fetal.

Llegó un camarero. Pidió un Collins con ron claro. Entonces se derrumbó, poniendo los antebrazos en la mesa y la barbilla en ellos, y observando cómo ascendían las burbujas de las bebidas y se reunían en la parte inferior de los cubitos de hielo, hasta que los vasos se empañaron demasiado para poder ver algo. Luego cerró los ojos e intentó no pensar en nada, pero oyó sus pasos y se enderezó.

—Aquí estoy —dijo él con un gruñido como el de una foca, más sonoro de lo que había querido.

Ella se sentó frente a él.

—Un Collins con ron —dijo ella, y sólo entonces recordó que siempre fue la bebida que compartían, cuando compartían cosas.

Ella se preguntó: «¿Por qué tengo que hacer esto?», y se respondió: «Sabes perfectamente bien por qué».

—¿De verdad está bien? —le preguntó ella.

—Sí, Osa. De momento.

—Lo siento. —Le dio vueltas al vaso, pero no lo levantó—. Puede que no quieras hablar de Dick.

—Eres muy considerada —dijo, y se preguntó por qué nunca pensó en verla solo, por su cuenta—. Pero te equivocas. Quiero hablar de él.

—Bueno…, si quieres. ¿De qué en particular?

Él rió.

—No lo sé. ¿Verdad que es tonto?

Tomó un sorbo de la bebida. Era consciente que ella hacía lo mismo. Nunca solían decir chin-chin o salud o ninguna otra cosa, pero siempre tomaban el primer sorbo a la vez.

—Necesito algo que no me proporcionará la segmentación o la hipnosis o la narcosíntesis. Necesito encarnar un esqueleto. No, es algo más complicado que eso. Necesito colores para un retrato al carbón. —Alzó las manos y volvió a bajarlas—. No sé lo que necesito. Te lo diré cuando lo sepa.

—Bueno, es evidente que te ayudaré en lo que pueda —dijo ella insegura.

—Muy bien. Entonces limítate a hablar. Intenta olvidar quién soy.

La miró a los ojos y a la pregunta que había en ellos, y se explicó.

—Olvida que soy su terapeuta. Osa. Soy un desconocido interesado que nunca le ha visto, y tú me estás hablando de él.

—¿Que tiene el título de ingeniero, y de dónde es, y cuántas hermanas tiene?

—No —dijo—, pero sigue por ahí. Así acabarás tropezando con lo que quiero.

—Bueno, está…, ha estado enfermo. Creo que es lo que le diría a un desconocido.

—¡Bien! ¿Qué quieres decir con enfermo?

Ella le miró a continuación y él pudo seguir el pensamiento que había detrás: «¿Por qué no dices lo enfermo que está?». Y luego: «pero quieres jugar a esto del desconocido interesado. Muy bien».

Ella dejó de mirarle.

—Enfermo. No podía ser dirigido por nadie que no fuera sus propias… tensiones, y no, no eran las tensiones que debería hacer tenido. No tenían nada que ver con el mundo.

—¿Por qué piensas eso?

—Porque no parecía preocuparle. No. —Negó con fuerza—. No quería decir eso, no del todo. Es como si…, creo que habría podido preocuparse si…, si se lo hubiese permitido, y no se lo permitía. —Volvió a mirarle—. Esto me es muy difícil, Fred.

—Lo sé y lo siento. Pero continúa; lo estás haciendo muy bien. ¿Qué querías decir con que no se permitía preocuparse del mundo y la manera en que éste se mueve? ¿Quién no se lo permitía?

—No es un quién; es un… No lo sé. Tú tendrías algún nombre para ello. Yo le llamo un monstruo agarrado a su espalda, algo que le impelía a hacer cosas, a ser algo que en realidad no es.

—Los desconocidos no tenemos nombres para cualquier cosa —le recordó gentilmente.

—Eso es algo alentador —dijo con una medio sonrisa macilenta—. Vivo… mitificando… a la gente. Me hacen sentir como una más en la multitud. ¿Sabes quién tiene suerte? —preguntó, con voz repentinamente alterada y rasgada y, por el tono, cambiando de tema—. Los psicópatas son los que tienen suerte. Los locos, los chiflados de verdad. (Así es como hablo con los desconocidos legos). Los que ven mariposas todo el rato, los que creen que el presidente piensa en ellos.

—¡Suerte! —explotó él.

—Sí, suerte. Tienen un nombre para el animal que les roe las entrañas. A veces hasta pueden verlo.

—No creo que…

—Hablo en serio —dijo excitada—. Si veo osos grises al pie de las farolas, estoy viendo algo. Tiene un nombre, una forma; puedo dibujarlo. Si hago algo irracional, como suelen hacerlo algunos locos, como correr por unas vías de tren inexistentes o disparando a transeúntes invisibles con un arma invisible, estoy haciendo algo. Puedo describirlo y decir lo que siento y escribir cartas sobre el tema. ¿Ves?, ésas son las cosas que asedian a los enajenados. Se pueden bautizar, manejar. Son cosas que puedes anclar en la realidad para demostrar que no coinciden con ella.

—¿Y eso es suerte?

Ella asintió míseramente.

—Un vulgar neurótico, Dick, por ejemplo, no tiene una cosa a la que dar un nombre. Actúa de un modo que consideramos irracional, y tiene un esquema de valores que nadie puede entender, y hace las cosas de una manera que es coherente con él, pero con nadie más. Es como si al final tuviera un oso gris, y nunca hubiéramos oído hablar de osos grises, de lo que son, de lo que quieren y lo que hacen. Se mueve guiado por un monstruo sin nombre, algo que nadie puede ver y del que ni siquiera él mismo es consciente. A eso es a lo que me refiero.

—Ah.

Permanecieron unos minutos en silencio, con cuidado.

Y luego…

—Osa…

—Sí, Fred.

—¿Por qué le amas?

Ella le miró.

—Hablabas en serio cuando dijiste que ésta podría ser una conversación dolorosa.

—No te preocupes por eso. Limítate a contármelo.

—No creo que sea algo que pueda decirse.

—Entonces prueba con esto otro: ¿Qué amas en él?

Ella hizo un gesto de indefensión.

—A él.

Él siguió sentado sin responder hasta que supo que ella había notado su insatisfacción por la respuesta.

Ella frunció el ceño y luego cerró los ojos.

—No puedo hacer que lo comprendas, Fred. Para comprenderlo tendrías que ser dos cosas: una mujer y… Osa.

Él continuó callado. Ella le miró a los ojos por dos veces y desvió la mirada, y al fin capituló.

—Es…, es una ternura en la que nunca creerías, por muy bien que le conozcas —dijo en voz alta—. Es un algo gentil, cariñoso, que nunca tuvo nadie que naciera antes y que no volverá a tener nadie. Es… ¡Odio todo esto, Fred!

—¡Continúa, por el amor del cielo! Es exactamente lo que estoy buscando.

—¿Lo es? Bueno, entonces… Pero odio hablar de esto contigo. No me parece correcto.

—¡Continúa!

—A veces la vida es simplemente un infierno —dijo, casi en un susurro—. Se marcha y no sabes adónde, y luego vuelve y es espantoso. A veces se comporta como si estuviera solo; no me ve, no me responde. O puede que haga todo lo contrario, que esté continuamente detrás, fastidiando, pinchando y retorciendo todas mis palabras hasta que no sé lo que he dicho o lo que diré luego, o quién soy, o…, cualquier cosa, y no me deja en paz, ni para comer o dormir o salir. Y luego…

Se interrumpió y el doctor esperó, y esta vez se dio cuenta que no bastaría con esperar.

—No te detengas —dijo. Ella negó con la cabeza—. Por favor. Es impor…

—Lo haré, Fred —farfulló frenéticamente—. No me estoy negando. Es que no puedo. Las palabras no me…

—Entonces, no intentes decirme lo que es —sugirió—. Limítate a decir qué sucede y cómo hace que te sientas. Eso sí puedes hacerlo.

—Supongo —dijo, tras pensárselo.

Osa respiró profundamente, casi suspirando, y volvió a cerrar los ojos.

—Es algo infernal —dijo y luego le miró— y…, y…, bueno, está ahí, y ya está. Sin una palabra, a veces sin una señal, pero la habitación está rebosante de eso. Es…, es algo a lo que amar, sí, eso es, pero nadie puede amar algo, en un sólo sentido, eternamente. Así que también es una cosa que ama, que me ama a mí. Aparece de pronto y todo lo demás, el ser cruel, el ignorar, lo que sea que esté haciendo, desaparece y no queda nada que no sea…, lo que sea.

Se humedeció los labios.

—Puede pasar en cualquier momento; siempre sin una señal o una advertencia. Puede pasar ahora, y repetirse dentro de un minuto, o no hacerlo durante meses. Puede durar casi todo un día o ser tan fugaz como un pájaro. A veces continúa hablándome cuando pasa; a veces lo que me dice carece de importancia. A veces se queda ahí mirándome, sin decir nada. A veces, perdona, Fred, me hace el amor y es… Oh, Dios mío, es…

—Toma mi pañuelo.

—Gracias. Él… también lo hace en otras veces, cuando en él no hay nada a lo que amar. Esta…, esta cosa-a-la-que-amar, no parece tener que ver con nada más, carece de pautas. Sólo pasa y es lo que espero y es lo que busco en mis recuerdos; es todo lo que quiero y es todo lo que tengo.

Cuando él estuvo seguro que ella no tenía nada más que decir, aventuró:

—Es como si otro…, otra personalidad tomara su lugar.

No estaba preparado para su reacción.

—¡No! —gritó literalmente, y ella misma se sorprendió.

Luego se encogió y miró con aire culpable por todo el bar.

—No sé por qué —dijo, y parecía asustada—, pero lo que has dicho era algo…, algo espantoso. Si le concedes el más mínimo crédito a lo de la intuición femenina, Fred, tendrás que quitarte esa idea de la cabeza. No sabría explicarte el porqué, pero no lo es. Lo que me ama de esa manera puede ser parte de Dick; pero es Dick, ni nadie ni nada más. Sé que es así. Lo sé.

Su mirada era tan intensa que le impedía parpadear. El doctor podía ver cómo intentaba e intentaba encontrar palabras, rechazándolas y volviéndolo a intentar.

Y finalmente:

—La única manera en que puedo decirlo y hacer que tenga algún sentido para mí es que Dick no podría ser un…, un canalla la mayor parte del tiempo y seguir caminando por el sendero correcto sin algo igual de extremo en la dirección opuesta. Es…, es una pena para el resto del mundo que sólo me muestre a mí esa parte suya, pero está ahí.

—¿Sólo te la muestra a ti? —Le tocó la mano y la retiró luego—. Lo siento, pero debo preguntártelo.

Ella sonrió y una especie de orgullo iluminó su rostro.

—Sólo a mí. Supongo que vuelve a ser intuición, pero es tan seguro como que hoy es domingo. —El orgullo desapareció, y fue sustituido por una paciente agonía—. No me estoy engañando, Fred. Tiene otras mujeres; muchas. Pero ese algo en particular es para mí. No es algo que suponga. Sólo… lo sé.

Él se recostó débilmente.

—¿Es todo lo que querías? —preguntó ella.

Él le dedicó una rápida y dolorida mirada y vio, para su horror, que sus ojos estaban llenándose de lágrimas.

—Es todo lo que pedí —dijo con voz átona.

—Veo la diferencia. —Utilizó el pañuelo—. ¿Puedo quedármelo?

—Puedes… —Pero se interrumpió—. Claro. —Se levantó—. No —dijo y le quitó de la mano el pañuelo húmedo—. Tengo algo mejor para ti.

—Fred —dijo ella, incómoda—, yo…

—Me voy, perdóname y todo eso —dijo, con más furia de lo que creía. Pero las despedidas y las conversaciones por educación eran más de lo que podía soportar—. El desconocido lego debe asistir a una larga reunión con una amistad profesional. Creo que será mejor no volverte a ver, Osa.

—De acuerdo, Fred —le dijo a su espalda.

Le había herido, lo sabía, pero también sabía que la estatura que él tenía dentro de su mundo podría tapar la herida junto a un centenar de otras semejanzas. Disfrutó del privilegio y salió de estampida, lanzándole de paso un billete al camarero.

Volvió con el coche y subió por la rampa de la clínica. Por alguna oscura razón, le llamó la atención la inscripción que había sobre la puerta. Había pasado ante ella un centenar de veces sin dedicarle una mirada; había ordenado que la pusieran allí y estaba satisfecho de ella, ¿por qué tenía que importarle ahora? Pero sí importaba. ¿Qué había dicho Newell sobre ella? «Alguna frase sobre la santidad de la personalidad». Un comentario muy perceptivo, pensó el doctor, considerando que Newell no la había leído:

SÓLO EL HOMBRE PUEDE COMPRENDER AL HOMBRE

Era de Robert Lindner y era la respuesta del doctor a las inevitables cargas de la «terapia aprietabotones». Pero ahora se preguntaba si la palabra «hombre» era lo bastante concluyente.

Se desembarazó de la conjetura y entró al edificio.

La luz brillaba a través de la puerta traslúcida de su despacho, situado al otro extremo del pasillo. Caminó hacia allí por el áspero suelo, escuchando sus propios pasos sin pensar en otra cosa, con la mente tan intencionalmente relajada como el cuerpo de un luchador entre dos asaltos. Abrió la puerta.

—¿Qué está haciendo?

—Esperando —dijo la señorita Thomas.

—¿Por qué?

—Por si acaso.

Fue hasta el armario sin decir palabra y colgó el abrigo. Ya en su escritorio, se sentó y estiró la cansada espina dorsal hasta que crujió. Luego miró a la señorita Thomas, sentada en el sillón. Ésta puso los pies debajo del asiento y él comprendió que estaba dispuesta a marcharse si así se lo pedía.

—Hipótesis: Newell y Anson son personalidades separadas —dijo.

Mientras hablaba, notó cómo se movían hacia adelante los pies de la señorita Thomas y se cruzaban en los tobillos. Su pensamiento interno fue: «De todas las cosas que me gustan de esta mujer, lo que más me agrada es la cantidad de conversación que tengo con ella sin hablar».

—Y tenemos mucha información para respaldarla —continuó—. Tan sólo con el encefalograma estaría demostrado. Anson es Anson y Newell es Newell, y para probarlo, los tenemos tan cristalinos que cualquiera puede darse cuenta de ello. Hemos trabajado tanto en ellos que sabemos con toda exactitud lo que es Anson sin Newell. Lo hemos educado para eso, con eso en mente. Con Newell no hemos hecho lo mismo, pero igual podríamos haberlo hecho. Me refiero a que hemos investigado a Newell como si Anson no existiese en su interior. Lo que nos lleva a que, para demostrar que tenemos un espécimen de personalidad múltiple, hemos separado y aislado los componentes.

»Y luego hemos ido directos en barrena porque ninguno de los segmentos parecía un ser humano real… ¿Señorita Thomas?

—¿Sí?

—¿Le molesta la manera en que utilizo el plural?

Ella sonrió y negó con la cabeza.

—De momento, no.

—A continuación —dijo, y respondió a su sonrisa pero prosiguió incansable con el resumen— hemos tomado nuestras dos personalidades y las hemos tratado como a dos pacientes potencialmente salvables; uno neurótico, uno retrasado. Hemos operado siguiendo la suposición que cada uno de ellos contenía su propio desorden y podrían ser tratados con terapias separadas.

—¿Nos hemos equivocado?

—Yo, desde luego, sí —dijo el doctor. Dio una palmada al archivador de su izquierda—. Aquí hay un informe muy interesante de un tal Weisbaden, teorizando sobre la posibilidad que las personalidades múltiples sean en realidad gemelos, gemelos idénticos nacidos del mismo óvulo y que se han desarrollado dentro de un mismo cuerpo. Está a un paso del microcosmos del foetus in foetu.

—He leído algo de eso —dijo la señorita Thomas—. Un gemelo que nace enquistado en el cuerpo de otro.

—Pero no sólo parcialmente; los dos enquistados. Tenga o no tenga razón Weisbaden, merece la pena utilizarla como hipótesis de trabajo. Y eso es lo que, entre otras cosas, he estado haciendo, y he metido las narices tan adentro que no he sido capaz de ver una parte muy importante de la analogía: o sea, que estos gemelos en sí son una anomalía, y que cualquier desviación en un hermano de origen múltiple es teratológica.

—Vaya —dijo la señorita Thomas, simulando admiración.

El doctor sonrió.

—Debí haber dicho «monstruosa», pero ¿para qué andarse encima con supersticiones? Ya están bastante mal las cosas. De todas formas, si seguimos considerando nuestra idea de gemelos como una analogía, tendremos en cuenta la posibilidad que nuestras personalidades múltiples son tan anormales como los hermanos siameses o cualquier otra monstruosidad por el estilo. ¡Odio tener que usar esa palabra!

—A mí no me horroriza —dijo la señorita Thomas—. ¿Anormal en qué sentido?

—Bueno, siendo lo más crudo posible, ¿cuál diría que es la anormalidad que sufre un gemelo siamés?

—El otro gemelo siamés.

—Mmmm. Y siguiendo con la misma analogía, ¿cuál es el nombre del desorden de Newell?

—¡Santo Cielo! —jadeó la señorita Thomas—. Será mejor no decírselo a Hildy Jarrell.

—Eso no será lo único que tendremos que ocultarle. Por un tiempo, al menos —dijo el doctor—. ¿Ha leído mis notas sobre Newell?

—Todas.

—¿Recuerda el comentario que hizo, y que me preocupó, sobre que Anson era sólo y únicamente bueno, y el problema que tenía sobre lo que implicaba en que Newell era sólo y únicamente malo?

—Lo recuerdo.

—Es algo infantil que me incomoda cada vez que me topo con ello, y debía estar malditamente incómodo para pensar siguiendo esa línea. La única razón por la que está entre las anotaciones es porque lo tenía que pasar a alguna parte. Bueno, pues me he estafado, señorita Thomas. Porque Anson apareció entre nosotros brillante e inmaculado, y he ido marcha atrás por querer mantenerle apartado de las corrupciones de la ira, el miedo, la avaricia, la concupiscencia y todos los demás hobbies de la auténtica Humanidad. De la misma manera, nunca se me ocurrió analizar qué clase de amabilidad, generosidad, simpatía o empatía podían esconderse en Newell. Para qué molestarse con semejante…, ¿cuál fue el término que utilizó?

—Crápula —dijo la señorita Thomas sin dudarlo.

—Crápula. Así que lo primero que tenemos que hacer es proporcionarle el privilegio que cada una de esas…, eh…, personas estén enteras. Si son monstruos, al menos les permitiremos que sean monstruos íntegros.

—¿No querrá decir que va a…?

—Vamos —corrigió, sonriendo.

—No querrá decir que vamos a tomar al pobre Anson y… —dijo ella, a través de la sonrisa de su respuesta.

Él asintió.

—Además, no veo cómo podrá hacerlo, doctor. Anson carece de miedo. Se reiría al caminar por la jaula del león o por un cable de alta tensión. Y no se me ocurre cómo podrá enfurecerle. Y precisamente usted. Anson le…, le quiere. Y lo de…, oh, querido. Esto es horrible.

—Los extremos son horribles —concedió—. Tendremos que recurrir a lo básico, pero podremos conseguirlo. Por eso, sugiero que se envíe a la señorita Jarrell a Kalamazoo a por un nuevo hornillo o algo semejante.

—¿Y luego qué?

—Lo acostumbrado suele ser familiarizar al paciente con el hombre y la naturaleza de su desorden. En nuestro caso no se lo decimos, se lo mostramos, y cuando absorbe la información lo llamamos discernimiento. Anson, te presento a Newell. Newell, te presento a Anson.

—Espero que se hagan amigos —dijo, infeliz, la señorita Thomas.

Anson dormía su nueva clase de sueño en una oscuridad de una oscuridad en lo oscuro, y donde ahora tenía sueños. Y que también tenía su propia música, este profundo sonido que iluminaba la oscuridad y atravesaba los oscuros envoltorios, uno dentro del otro; y ahora podría emerger a la luz y a la risa y a los sesudos misterios de la vida y la comunicación con la señorita Hildy y el doctor Fred, y la maravilla de maravillas que era la percepción. Se lanzó volviendo alegremente a la vida y a…

Pero no era igual. Estaba aquí, en la cama, pero ya no era igual. No había ninguna luz en el techo, ni haces dorados derramándose por la ventana iluminada por el sol; era igual, pero no era igual…, estaba oscuro. Parpadeó con tanta fuerza que hizo pequeñas luces de colores, pero estaban dentro de sus ojos y no importaban.

Había ruido, un ruido inaudito e insoportable con la forma de un batir de platillos en la oscuridad justo encima de su cabeza. Retrocedió ante él e intentó levantarse y correr, y descubrió que no podía moverse, que tenía los brazos y las piernas atados a los costados de la cama, por alguna cosa lisa y sin forma que le retenía atrapado. Luchó contra ello, llorando, y entonces la cama bajo él cayó hacia adelante y se detuvo con un golpe, y se levantó y volvió a caer. Hubo otro ruido, que no era un ruido, pese a que le golpeó como si fuera uno: era un flash fotográfico, aunque no podía saberlo.

Yacía aterrorizado, cegado y enfermo, esperando a que volviera el terror.

Oyó a alguien que decía en voz baja: «Baja el volumen», y su música, su nota, el continuo trasfondo de toda su consciencia, empezó a debilitarse. Forcejeó hacia él y éste se alejó de él. También amenazaban alejarse de él unos golpes y unos pasos evasivos de algo que había en la oscuridad. Sintió, sin palabras, que la nota era su vida y que la estaba perdiendo. Por primera vez en su vida consciente, tuvo un miedo consciente a morir.

Gritó, y volvió a gritar, y luego hubo una negrura más negra que lo oscuro y todo terminó.

—Se ha desmayado. Luces, por favor. Apague esa nota, proporciónele un cinco-cincuenta y veamos si puede dormir con normalidad. Dios, espero que no hayamos ido demasiado lejos.

Se quedaron mirando al paciente. Jadeaban por la tensión.

—Ayúdeme con esto —dijo el doctor.

La señorita Thomas y él desabrocharon juntos la sábana que le sujetaba. Apartaron el flash, los platillos, y reajustaron el control de la cama para que funcionara normalmente.

—Está bien, al menos físicamente —dijo el doctor después de examinarle brevemente—. Le dije que funcionaría si éramos lo bastante básicos. No puede tenerle miedo a un león porque no sabe qué es un león. Pero el estar atado y un ruido repentino y caerse, son cosas que no tiene por qué saber lo que son. Bueno, vuelva a abrochárselo.

—¿Qué? ¿No irá a…?

—Vamos. Abróchele —dijo bruscamente.

Ella frunció el ceño, pero le ayudó a poner la sábana.

—Sigo pensando… —empezó ella, y se ganó un «¡Chissst!».

Restableció la nota de 200 ciclos en su amplitud normal y esperaron. Esta vez había un vacío en la consciencia aparente. El doctor se dio cuenta que el paciente estaba despierto, pero parecía que tenía miedo de abrir los ojos.

—Anson…

Anson empezó a llorar débilmente.

—¿Qué te pasa, Anson?

—D-doctor Fred, doctor Fred…, el ruido, y luego no podía moverme y todo estaba negro y luces brillantes.

Volvió a llorar.

El doctor no dijo nada. Se limitó a esperar. Los sollozos de Anson se detuvieron de golpe cuando intentó moverse. Jadeó sonoramente y volvió a intentarlo.

—¡Doctor Fred! —gritó, presa del pánico.

El doctor siguió sin decir nada.

Anson movió salvajemente la cabeza, la echó atrás, volvió a intentarlo.

—Haga algo para que pueda levantarme —suplicó Anson.

—No —dijo el doctor con voz inexpresiva.

—Haga que…

—No.

Anson chilló de forma penetrante. Se lanzó hacia adelante de manera tan poderosa que el doctor temió por un segundo que se rompieran las correas. Pero éstas aguantaron.

Anson forcejeó con la sábana durante casi diez minutos, gritando y babeando. El miedo se volvió furia, y la furia, en una batalla intensa y estúpida. Era una rabieta infantil magnificada por la fuerza y la potencia de un adulto.

A la altura del segundo minuto, el doctor estableció una frecuencia suplementaria, una aguda de 10 500 ciclos que había permanecido en blanco en la escala. Cada vez que Anson se detenía para tomar aliento, el doctor entonaba: «Estás furioso. Estás furioso».

Siguió observando con tristeza hasta que, segundos antes que el paciente tuviera su respiro, le liberó para que durmiera.

—No podré aguantar ni un minuto más de esto —dijo la señorita Thomas. Sus labios estaban casi grises. Estaba humedeciendo una toalla y lavaba gentilmente el dormido rostro—. No me gusta nada en absoluto.

—Le gustará el resto —prometió el doctor—. Vamos a liberarle de la sábana.

Se la quitaron y la guardaron.

—¿Qué le parecería si me pone los diez-cinco ciclos ahora que no tiene la sábana? —preguntó él.

—Métale antes en una jaula —respiró ella con tono espantado.

Él sonrió repentinamente.

—Póngame los ochenta ciclos, ¿quiere?

Ella lo hizo y vieron como despertaba Richard Newell. Gruñó y movió la cabeza con cautela. Se sentó de golpe y gritó, cubriéndose un momento la cara con ambas manos.

—Hola, Newell. ¿Cómo te sientes?

—Como la producción de un triturador de basuras. No me sentía así desde el día en que estuve catorce horas remando en un bote.

—Perfecto, Newell. Todo ha sido en un día de trabajo.

—Trabajo es la palabra. Lo sé, sé que me has tenido tirando de un arado mientras estaba hipnotizado. Trabajo de esclavos… Rebaja el índice de gastos. Maldita sea, Fred, no pienso aguantar mucho de esto.

—Aguantarás todo lo que decida hacerte —saltó el doctor—. Ahora la juerga corre de mi parte, Dicky, chico.

La señorita Thomas se sobresaltó. Newell balanceó lentamente las piernas y se sentó mirando fijamente al doctor, con una horrible y ominosa semisonrisa en el rostro.

—Señorita Thomas —dijo el doctor—, diez-cinco, por favor.

Observó como la señorita Thomas marcaba en el dial la nota suplementaria de los 10 500, mientras él escondía su diversión en lo más hondo. Sabía exactamente lo que pasaba por la mente de la mujer. Diez-cinco era la motivación de la furia, la orden que hacía que Anson reviviera ese estado de rabia insoportable en el que había estado unos momentos antes.

—Señorita Thomas —dijo Newell con voz aterciopelada—. ¿Le he contado alguna vez la historia de mi vida? ¿O, lo que es lo mismo, la historia de la vida del doctor?

—Por qué… No, señor Newell.

—Pues había una vez —dijo Newell— un doctor que…, que…

La voz de Newell titubeó cuando la penetrante nota se incluyó en el zumbido del tono de 80 ciclos. El doctor oyó detrás el rumor que hizo el almidón de la señorita Thomas cuando ésta se cruzó de brazos.

Newell miró sorprendido al doctor.

—¿Qué infiernos iba a hacer? —murmuró—. Lo que iba a contar no tiene nada de gracioso. Perdóneme, señorita Thomas. —Se relajó visiblemente, balanceó una pierna hasta colocarla sobre la cama y se apoyó en un codo—. No me siento así desde… ¿Dónde está Osa? —preguntó.

—En casa. Esperándole.

—Dios. Espero que no tenga que esperar mucho. ¿Está bien?

—Está bien. Y ya queda poco. Creo que tenemos la cosa controlada. ¿Quiere que hablemos de ello?

—«Hable de mí —citó Newell—, hable bien si puede, pero hable de mí».

El doctor vio como la señorita Thomas miraba incrédula los controles, asegurándose en el dial de haber producido la nota correcta. Se rió. Newell se rió con él; era uno de los sonidos más placenteros que podían imaginarse. Y no era la risa de Anson, no era ni remotamente parecida. Era Richard Newell vuelto a la vida, pero siendo amable, sensible, considerado.

—¿Alguna vez le dijo Osa que creía que usted tenía un monstruo innombrable que le obligaba a hacer cosas? —dijo el doctor.

—Sólo unos centenares de veces.

—Bueno, pues lo tiene. No estoy bromeando, Dick, de verdad lo tiene. Y usted nunca lo sospechó ni tenía nada con que llamarlo.

—No te entiendo.

Sentía curiosidad, estaba ansioso de aprender, de querer y de ser querido. Se notaba en la manera en que hablaba, se movía, o escuchaba. La señorita Thomas permanecía con la mano congelada cerca de los controles, preparada para desconcertarlo a la primera señal de supuesta violencia.

—Lo hará. La cosa es más o menos así.

Y el doctor le explicó la historia de Anson con palabras sencillas, la teoría de la personalidad múltiple como un fenómeno de gemelos, y, finalmente, la teoría de la estabilización acrobática que habían conseguido las dos entidades por sí solas.

—¿Por qué acrobática? —dijo Newell.

—Ya sabrá que se comporta como un crápula la mayor parte del tiempo, Dick.

—Puede decirlo así —dijo, sin el menor resentimiento.

—Bueno, pues es por lo siguiente. Y ahora, limítese a escuchar; ya lo cuestionará tanto como quiera después de haberlo oído todo. Desde el mismo momento en que nació, su alter ego (por utilizar un término conocido) estaba encerrado, aislado de toda conciencia y expresión y hasta de conocer su propia existencia. No intentaré explicar esto; no sé cómo es así. El caso es que estaba ahí, aislado pero vivo, Dick, vivo…, ¡y tan fuerte como usted!

—No puedo imaginar algo así.

—No es fácil. Yo tampoco puedo hacerlo del todo. Es como intentar meterse en la mente de otra especie, o de una planta, si es que puede llegar a imaginarse algo semejante. Tampoco sé cómo es posible que la cosa viva, y que hasta hace poco no tuviera nada, ni conocimientos, ni experiencias, ni ningún modo de expresarse.

—Entonces, ¿cómo sabe que está ahí?

—Está ahí —dijo el doctor—. Y en este momento, está bullendo de rabia al máximo. Ha vivido toda su vida con usted. Debía tener un ansia salvaje y continua de salir afuera, y nunca lo consiguió hasta que apareció aquí y le hicimos salir. Es una entidad fascinante, Dick. Pero ahora no voy a hablar de ella; la conocerá, le conocerá, a fondo antes de marcharse de aquí. Pero, créalo o no, es de lo más bueno. Más que bueno: realmente angelical. Ha pasado todos esos años en la oscuridad, como una semilla germinando, abriéndose paso hacia la luz. Y usted le hacía retroceder cada vez que estaba a punto de conseguirlo.

—¿Yo?

—Lo hacía por buenas y razonables cuestiones de supervivencia. Pero, como la mayoría de los instintos de supervivencia, los suyos son bastante irracionales. Un león ruge, un ciervo corre. Supervivencia. Pero ¿y si corre hacia un barranco? Lo que quiero decir es que hay sitio para los dos en Richard Anson Newell. Han coexistido bastante bien, considerándose extraños y a veces desconocidos. Las cosas irán mejor si se consideran amigos y compañeros. Hermanos, si quiere un término más real, porque eso es lo que en realidad son.

—¿Y cómo explica eso, si es verdad, la manera en que he estado estropeando mi vida?

El doctor hizo una pausa, buscando una imagen.

—Digamos que sobresalen como dos vigas voladizas de un centro común. Alejándose de él. Su alter ego, llamémosle Anson, es, como ya he dicho, un tipo realmente bueno. Sus ciegos forcejeos siempre se han encaminado hacia algo, llamémosle un aura, si lo prefieres, que hay en la gente que le rodea. Las presiones son todo lo que resulta agradable, bueno y amable.

»¡Pero usted se siente invadido! Nunca puede ir hacia nada; Anson se ha adelantado, presionando e inquiriendo. Y usted reacciona, inmediatamente y con todas sus fuerzas, en dirección opuesta. ¿No es verdad que se ha visto engañado y rechazado en cualquier cosa que le atrajera en la vida, y que, al mismo tiempo, sólo ha podido tomar aquellas cosas que en realidad no le importaban?

—Bueno, yo…

—Limítese a centrarse en la idea. Este discurso que estoy haciéndole sólo es para que lo comprenda intelectualmente; no espero que se lo trague así de pronto.

—Pero no siempre…, ¿y Osa? ¿Me estás diciendo que en realidad no quiero a Osa?

—Ése es el efecto del «sobresalir», Dick. Anson nunca sintió por Osa lo mismo que usted. Creo que debe ejercer en él alguna clase de efecto confinador; no le gusta que le confinen, ¿verdad, señorita Thomas? —se rió—. Así que Osa debía dejarle frío, o le enfurecía. Y con una furia que está más allá de lo creíble. Es una furia de niño, Dick, ciega, furiosa y exacerbada. ¿Y qué pasa entonces, cuando reacciona en la dirección opuesta?

—Oh, Dios mío —respiró Newell—. Osa… —Alzó la mirada repentinamente iluminada—. Sabes, a veces es como si me…, como si hubiera una luz que…

—Lo sé. Lo sé —dijo el doctor irritadamente—. De hecho es lo que está sucediendo ahora. Apague el diez-cinco, por favor, señorita Thomas.

—Sí, doctor.

—Esa nota aguda —explicó el doctor— es para la furia inducida de Anson. Está siendo ahora de lo más decente, Newell. ¿Se da cuenta de eso?

—¿Y por qué no iba a serlo? Ha hecho mucho por mí.

La nota se desvaneció. Newell cerró los ojos y volvió a abrirlos. Hubo un largo y tenso silencio.

Finalmente, Newell habló con su tono más insultante y suave.

—Te has marcado una bonita historia, Freddy, chico, pero me estoy cansando de escucharla. ¿Es que tendré que chantajearte para que te largues?

—Cinco-cincuenta, señorita Thomas.

—Sí, doctor.

Y apagó a Newell.

Ya en el despacho, la señorita Thomas temblaba de indecisión. Intentaba hablar, y entonces miraba al doctor con una muda súplica.

—Adelante —le animó él.

Ella negó con la cabeza.

—No sé lo que viene a continuación. Morton Prince estaba equivocado; no existen egos múltiples, sólo hermanos múltiples compartiendo el mismo cuerpo, el mismo cerebro.

Se detuvo, esperando que él continuara a partir de ahí.

—¿Y bien? —dijo él.

—Sé que no va a sacrificar a uno por el otro; por eso no se ha encargado antes de estos casos. Pero… —agitó, indefensa, las manos—, aunque Newell puede llevar consigo el equipo a todas partes, yo no podría dormir por las noches pensando que Anson tendría que soportar la agonía de la nota diez-cinco para que Newell pueda comportarse como un ser humano decente. O viceversa.

—No sería ni humano ni práctico —dijo él—. ¿Y bien?

—¿Que se turnen en ser dominantes un día sí y otro no?

—Eso seguiría sacrificando a uno la mitad del tiempo.

—¿Qué, entonces? Dijo que sería «Newell, te presento a Anson. Anson te presento a Newell». Pero no es el mismo problema que tienen los hermanos siameses, ni la misma solución.

—¿Qué es…?

—Separarlos sin matar a ninguno de los dos. Todo lo que tienen estos dos es un solo cerebro a compartir en un solo cuerpo. Si pudiera separarlos…

—No puedo —dijo bruscamente—. Ni tengo esa intención.

—De acuerdo —concedió ella derrotada—. Usted es el doctor, dígamelo.

—Justamente lo que ha dicho. Los casos de Morton Prince se comunicaban.

—¿Y Newell y Anson van a hacerlo, sólo porque hemos dotado a Anson de vocabulario? ¿Y qué pasa con el efecto de sobresalir que le explicó a Newell? No puede dejar que los dos vayan por la vida equilibrándose mutuamente, con Newell empujando con violencia hacia el lado opuesto a las reacciones de Anson, y con Anson haciendo lo mismo con Newell. ¿Qué, entonces? —repitió casi enfurecida—. ¿Por qué juega conmigo si ya conoce la respuesta?

—Para ver si llega a la misma respuesta —dijo cándidamente—. Estoy poniendo a prueba mi conclusión. ¿Le importa?

Ella volvió a negar con la cabeza, pero esta vez con una pequeña sonrisa de cumplido.

—Es una manera dolorosa de conseguir cooperación, pero funciona, maldito sea. —Frunció el ceño, pensando—. Los dos están compartimentados. ¿Se diferencian en eso de los demás múltiples?

—De algunos, sí. De los que se detectan porque hay comunicación, pero no de los otros. Y esos casos necesitan tratamiento, como toda la gente en dificultades; y si resolvemos correctamente esto, Newell-Anson nos proporcionará la manera de ayudarlos. Hay una respuesta obvia, señorita Thomas. Espero, casi desesperadamente, que llegue a la misma conclusión que yo.

Ella hizo un gesto de impaciencia.

—No es el psicostato. Desde luego, tampoco eliminar a uno u otro. Ni hacer que se turnen. —Ella le miró interrogativamente—. ¿Lo opuesto al tratamiento de los siameses?

—¿Cómo qué? —preguntó él con urgencia, inclinándose hacia adelante.

—No separarlos. Unirlos. Hacer una juntura.

—Siga adelante —presionó—. No se detenga ahora.

—¿Cirugía?

—No es factible. No se trata de darle un lóbulo a Newell y otro a Anson, o de algo tan simple. ¿Qué más?

Ella pensó intensamente, empezó a decir algo varias veces, desechando cada pretendida sugerencia con una breve sacudida de la cabeza. Él esperó con la misma intensidad.

Ella asintió al fin.

—Modulándolos por separado. —Ya no estaba preguntando—. Y luego modulándolos a cada uno en relación al otro, de tal manera que no estén en ese espantoso desequilibrio.

—¡Dilo! —casi gritó.

—Pero no basta con eso.

—¡No!

—Con una reacción auditiva.

—¿Por qué? —se arrebató él—. ¿Y cuál?

—Sesenta ciclos. Es el tono que oirían casi continuamente. Asígnelo a la comunicación entre ellos.

El doctor se derrumbó en la silla, drenado por la tensión. Le asintió a la mujer con la sonrisa más cansada que ésta le había visto nunca.

—Del todo —susurró—. Se le ha ocurrido todo lo que yo pensé…, incluyendo los sesenta ciclos. Sabía que tenía razón. Ahora lo sé. ¿O no tiene sentido?

—Claro que lo tiene.

—Empecemos entonces.

—¿Ahora? —preguntó, sorprendida—. Está demasiado cansado.

—¿Lo estoy? —Se desembarazó de la silla—. Intente detenerme y lo veremos.

Utilizaron los resultados del encefalograma, haciendo dos análogos y otros más, utilizando los tres como pauta óptima para el proceso fijador definitivo del psicostato. Fue un proceso más largo y meticuloso de lo habitual y funcionó; y lo que el último día estrechó la mano del doctor era una mezcla increíble, con toda la suavidad de Newell y una nueva fuerza, suma de los poderes que habían agotado previamente en la lucha dual cuya existencia desconocían ambos; y, con ella estaba la luminosa fascinación de Anson hacia el mismo acto de poder respirar, ver colores y maravillarse por todo.

—Somos buenos chicos —dijo Richard Anson Newell, estrechando aún la mano del doctor—. Nos llevaremos bien.

—No lo he dudado ni un momento —dijo el doctor—. Salude a Osa de mi parte. Dígale…: «Aquí tienes algo un poco mejor que un pañuelo húmedo».

—Lo que usted diga —dijo Richard Anson Newell.

Saludó a la señorita Thomas, que observaba desde el pasillo, y a Hildy Jarrell, que lloraba detrás, y subió por la escalera en dirección a la calle.

—Estamos cometiendo un error —dijo la señorita Thomas—, dejándole, dejándoles, que se vayan.

—¿Por qué? —preguntó, curioso.

—Todo ese poder cerebral dentro del mismo cráneo…

El doctor estuvo a punto de reírse. No lo hizo.

—Lo cree así, ¿verdad?

—Lo que quiere decir que no es así —dijo ella, con sospecha—. ¿Por qué no?

—Porque no es el doble de cerebro del que tiene cualquier individuo. Es tanto como el que tienen dos individuos distintos. Como, por ejemplo, usted y yo. Nos complementamos la mayoría de las veces, pero sólo en esto o aquello, no en todo, aproximándonos a un cerebro doble gigante. Con Newell y Anson pasa lo mismo. Y siempre hay que considerar que dos personas pueden tener algún que otro conflicto. Y también los tendrán ellos, pero no como los anteriores al tratamiento.

Se quedaron mirando hasta que Richard Anson Newell desapareció de la vista, y luego volvieron a examinar los casos de personalidad múltiple que la señorita Jarrell había desenterrado de los archivos.

Cuatro meses después, el doctor recibió una carta:

Querido Fred:

Escribo esto porque me consolará poder descargar mi pecho. Si no me basta con eso, lo echaré al correo. Si así tampoco sirve, no sé lo que podré hacer. Sí, lo sé. Nada.

Dick es… increíble. Me cuida de una manera que nunca soñé o esperé que hiciera, Fred. Se preocupa. Sí, eso es, se preocupa…, por mí, por su trabajo. Aprende continuamente cosas nuevas y vuelve a apreciar otra vez cosas antiguas. Es…, ¿podría llamarlo un milagro?

Pero Fred —sé que es odioso por mi parte decir esto—, esa cosa de la que te hablé, la cosa que deseaba que apareciera y que pasase lo que pasara vivía en mi recuerdo…, ha desaparecido. Probablemente sea para bien, por lo que pasaba entremedio.

Pero a veces cambiaría a mi perfecto marido por aquel canalla y un pañuelo húmedo, si a cambio pudiese volver a tener de alguna forma a esa otra cosa.

Ya está, ya lo he dicho.

Osa

El doctor galopó por toda la clínica hasta encontrar a su técnico en jefe en el taller eléctrico.

—Tommie —dijo jovialmente—. ¿Alguna vez has ido y te has emborrachado con un doctor?

Las lágrimas surcaban su cara. La señorita Thomas fue y se emborrachó con el doctor.