—Pásale los cereales al señor Magruder, Chris —le llegó al fin la suave y cansada voz de su madre—. Por el amor de Dios, hijo, ¿cuántas veces debo…?
Pero Tess Milburn acudió en su ayuda, alargando un delgado brazo, una mano cetrina, hasta el plato de cereales, y pasándoselo al huésped. El señor Magruder no dijo nada. Nunca decía nada. Tampoco comía nunca cereales, pero ésa no era la cuestión. Cuando la señora Binns ponía la mesa, todo tenía que pasársele a todo el mundo, sin importar lo que fuese.
Chris suspiró y farfulló una disculpa. Dejó que su mente vagara y volviera a concentrarse en el problema de tres fases. Sabía que no podía resolver el problema de tres fases, pero no se conformaba con decirse que era imposible. Chris Binns era mecánico de computadoras, uno de los buenos, y lo que en realidad buscaba era: a) la pregunta adecuada para hacérsela a b) la clase adecuada de máquina.
Frunció el entrecejo ante el problema como si pudiera sacar una respuesta del ceño, y estuvo a punto de conseguir lo que quería cuando se dio cuenta que había empalado a Tess Milburn con su mirada perdida y parecía estar reprendiéndola. Ella sonrió, con esa breve y tímida exhibición de dientes que solía mostrar en vez de un sonrojo. Fue Chris quien se sonrojó, un poco, pues ya estaba volviendo a enfrascarse en sus pensamientos, dejando atrás toda vergüenza, disculpa, e incluso la mesa de la cena.
La solución, pensaba, estriba en esto: en que lo correcto es considerar las tres órbitas como si fueran elipses, y la solución final como una predecible relación entre las longitudes de los ejes focales de cada una. Vio, claramente, una leva circular que dejaba un rastro parabólico, y la conexión entre esos tres rastros semejantes y sus levas tembló en las alas de su intelecto, preparándose para la luz final, la entrada…
¡Bam!
La puerta mosquitera dio un golpe contra la jamba al tiempo que una pesada maleta golpeaba el suelo junto a la mesa.
—¡Preparen el fortín! —rugió una voz de barítono—. ¡Cuidado con mis cohetes de cola! ¡Estoy aterrizando!
—¡Billy! ¡Oh, Billy! —gritó la señora Binns.
Se había puesto en pie y abierto los brazos, pero no pudo usarlos antes de verse tomada y ser levantada en vilo por el sonriente gigante que había pisado el suelo al mismo tiempo que la maleta.
Tess Milburn se había quedado boquiabierta, quieta, como una máquina de esas móviles cuando se desconecta su interruptor principal; el masticar, respirar, parpadear, probablemente el latir, y desde luego la celebración, todo ello se interrumpió a la vez frente a algo para lo que carecía de reflejos.
El señor Magruder profirió un sonido que pudo ser un gruñido de haber sido vocalizado, y se inclinó para recoger el tenedor que se le había caído. Lo limpió con la servilleta, sin cambiar de expresión, y continuó comiendo.
Chris Binns tenía los ojos cerrados y, aparentemente, estaba tan inmóvil como la chica, pero en su interior bullía una agónica actividad mientras buscaba su pensamiento perdido, suplicando humildemente que sólo se le concediera su forma y su textura, no toda su sustancia, sólo algo de lo que poder partir y volver a empezar. Pero no era posible; las luces y las puertas de su interior se habían apagado y cerrado. Resopló suavemente por la nariz, preparándose mentalmente para intentarlo en otro momento, y abrió los ojos.
—Hola, Bill.
El cadete bajó a su madre.
—¡Contacto, camarada! —dijo en forma atronadora.
Tenía el pelo rizado y del color del sol; sus hombros resaltaban bajo la capa corta de la trinchera azul celeste. Sus cuatro botones, dorado, blanco, verde y rojo, por los planetas interiores, brillaron en la medianoche que les rodeaba mientras él se precipitaba a recoger a su hermano. Chris, aguantando el preciso y doloroso golpe de saludo del cadete, lanzó, de pronto, una risita tonta, echó atrás la silla, y se inclinó a un lado.
—Hola, hola.
—Y, que me aspen si no es la pequeña Tessie Heartburn —rugió Billy, otorgando a la mejilla de Tess Milburn un beso explosivo—. Y el Viejo Fidelidad en persona, extraordinario pensionario estelar, conversador por ex… —Su pesada mano detuvo bruscamente su descenso hacia el hombro del anciano, aparentemente por culpa de la mirada del señor Magruder. La mano volvió a levantarse, para formar un sutil y casi insultante saludo—. Señor Magruder.
El señor Magruder asintió, cortésmente, y volvió a dedicarse a la comida.
La señora Binns se agitó y cloqueó y gritó.
—Mi niño, oh, me alegro tanto, por qué no nos dijiste, siéntate en tu… Vamos, Tess, muévete un poco hacia aquí y, Chris…, si sólo, iré a por otro…
—Dijiste que llegarías por la mañana —intervino Chris.
—El sol siempre se pone cuando aparece Billy —sonrió el cadete—. Pero no es eso, camarada, conseguí que me trajera un camión de suministros, pedí que me ahorraran la inspección final, y salí a toda mecha. —Miró rápidamente alrededor de la mesa—. ¿Dónde está Horrocks la Horrible?
—¡Billy! —gritó su madre.
—La señorita Horrocks fue trasladada a otra escuela —dijo Chris—. Creí habértelo dicho en una carta.
—Ah, sí. Lo olvidé. Suelo leer muy por encima todo el chismorreo de la casa —dijo Billy, despreocupado.
—El señor Magruder nos encontró un nuevo inquilino para su habitación —dijo la señora Binns—. Una tal Gerda Stein. Pensamos que estaría instalada para cuando llegases. Pero no llegarás mañana, ¿verdad?
Billy rió y la besó.
—Seguro que no llegué mañana. Llegaré hace diez minutos.
—Ohhh, sabes lo que quería…, tonto. Ven a ayudarme, Chris.
Chris la miró nebulosamente por un momento, luego se levantó y empezó a recoger la mesa. Billy lanzó una carcajada.
—Te conozco, mamá —dijo—. No necesitas ninguna ayuda. Tienes tus secretillos. —Volvió la cabeza para sonreírle a Tess Milburn—. Y ahora se pondrán a chismorrear sobre ti.
—Oh, Billy, eres terrible, terrible —dijo encantada su madre. El señor Magruder se limitó a estabilizar su vaso de agua cuando Chris tropezó con la mesa. Tess Milburn le dedicó su sonrojado agitar de labios, y la señora Binns dijo—: No le hagas caso a este pillín, Tess —y agitó un orgulloso dedo en dirección a Billy.
Se movió bruscamente hacia atrás y desapareció en la cocina.
Chris la siguió. Ella se quedó junto a la puerta y, cuando él estuvo dentro de la habitación, alargó una acostumbrada mano e impidió que la puerta oscilara. A continuación empezó a hablarle excitadamente con un susurro que le resultaba totalmente inaudible, con esa ignorancia de la acústica que sólo le resulta posible a las madres, señalando y gesticulando hacia el comedor, moviendo demasiado los labios y nada la mandíbula.
—¿Qué? —preguntó, no en excesiva voz baja.
Estaba bastante irritado.
Ella miró al cielo y le chistó con violencia. Le tomó del brazo y le arrastró por toda la cocina, mirando continuamente por encima del hombro como si esperara que todos los del comedor estuvieran con la oreja pegada a la puerta.
—He dicho que, ¿cómo se te ocurrió traerla a cenar precisamente esta noche en que venía Billy?
—Teníamos una cita. Además, no sabía que Billy estaría…
—Es muy poco considerado por tu parte —se quejó ella.
—Bueno, ¿y qué quieres que haga?
—Esto debía ser algo familiar. Tu hermano, que viene de la universidad…
La irritación aumentó hasta llegar al tope de Chris; no mucho.
—Deshagámonos entonces del señor Magruder.
—No es lo mismo y lo sabes.
Lo sabía. El señor Magruder vivía dentro de su propia burbuja de vida dentro de las vidas de los que le rodeaban y nunca salía de ella. Vivía consigo mismo, con su periódico y sus costumbres, que eran tan regulares que, una vez establecidas, no requerían imaginación o conjetura alguna de los que le rodeaban. Podía hablar, pero no le hacía falta. Apenas le veían, lo cual les llevaba a pensar que él tampoco les veía mucho.
—Muy bien. De acuerdo —dijo Chris—. Se lo explicaré y la acompañaré a casa.
—No puedes hacer eso, no puedes —se agitó ella.
Era lo que quería que hiciera, pero eso le descalificaba; no quería tenerlo sobre su conciencia.
Él se encogió de hombros.
—¿Para qué me llamaste aparte, entonces?
La pregunta no era malintencionada, sino una petición real de información.
—Es que es una pena —respondió ella.
Se restregó las manos y se las miró con aire infeliz.
Él no tenía nada más que decir y, desde luego, no podía hacer nada. Dio media vuelta para volver al comedor, pero su madre le detuvo.
—¿Por qué viene tanto, Chris?
—No lo sé, mamá. Es…
Hizo un gesto vago. La verdad es que no lo sabía. Tess solía venir de cuando en cuando… ¿No venía al principio a visitar a la señora Binns? Y como solía estar tanto por la casa, le habló.
¿Hablar de qué? No lo recordaba con claridad. De cualquier cosa. De todo lo que pasaba por su mente y de lo que podía hablar. De su trabajo, o de parte de él; la mayor parte no podía expresarse con palabras: era conceptual, o técnico, o matemático, o las tres cosas a la vez. De sus sentimientos, o de parte de ellos. La mayoría tampoco podía expresarse en palabras: eran demasiado conceptuales, o no identificables, o nebulosos, o las tres cosas a la vez.
—A veces vamos al cine —dijo por fin. Y añadió—: Es agradable tener alguien a quien hablar.
Dijo eso, no «con quien hablar». Se habría preguntado por qué, pero su madre interrumpió sus reflexiones al igual que lo hacía todo el mundo.
—Ya sé que no es momento para hablar de ello —dijo en un susurro lleno de urgencias—, pero ¿qué es lo que busca? O sea, quiero decir si tú, si vas a, si planeas, ya sabes.
Terminó la frase como si fuera una afirmación, no una pregunta.
—Nu-nunca se me ocurrió pensar en ello.
—Será mejor que lo hagas. La forma en que se comporta.
—Muy bien, mamá, pero como tú dices, no es momento para hablar de ello.
La irritación limitada estaba de nuevo. Se volvió hacia la puerta, que explotó hacia el interior y le propinó un golpe en la cadera derecha.
—¿Qué es lo que pasa en este agujero negro? —rugió Bill—. ¿Están preparándome ya los giroscopios, ingenieros?
—Dile a mamá lo que quieres para comer —dijo Chris con dolor.
Caminó envarado hasta la mesa y se sentó. Se frotó a escondidas la cadera. No miró a Tess Milburn. No podía.
Se dedicó a la comida. Ella se dedicó a la comida. El señor Magruder, que tomaba té con la comida, tomó té. Y todo el tiempo se oyeron voces en la cocina. Chris estaba profundamente avergonzado, pero al mismo tiempo se planteaba el efecto filtrante que tenía la puerta oscilante, porque dejaba pasar la alta frecuencia de la señora Binns, los silbidos y siseos de sus susurros, y la baja frecuencia de Billy, los ladridos y tonos guturales, y todo ello sin transmitir una sola sílaba inteligible. Pero cuando oyó la risa de Billy, la comprendió. Había oído antes esa risa.
Billy empujó la puerta y la atravesó sin volver a tocarla mientras oscilaba adelante y atrás. Su madre la agarró y la mantuvo abierta por su lado mientras gemía:
—¡No, Billy, no!
Pero Billy volvió a reírse.
—No dejes que esa preciosa cabecita tuya se preocupe, mamá. Billy lo arreglará todo —dijo.
La señora Binns se quedó inmóvil retorciéndose las manos, luego suspiró y volvió dentro a preparar la comida de Billy.
Billy se dejó caer pesadamente junto a la mesa y le guiñó el ojo a Chris.
—Vaya, Tess —dijo abiertamente—. Hacía tiempo que no te veía. Has crecido algo, engordado algo. Y apuesto a que también das algo de guerra. —Ignoró la silenciosa caída de su mandíbula y la fugaz pero asustada mirada que le siguió—. Llevas demasiado tiempo encerrada en este pajar, guapa. Un poco de juerga y jaleo te hará mucho bien. ¿Qué te parece si salimos tú y yo cuando termine de tragar esto y le damos un meneo a este poblacho?
Ella miró azorada a Chris.
—Mira, Billy, íbamos… —dijo Chris.
En ese momento entró la señora Binns con una abultada y humeante bandeja. «Los platos no son lo bastante buenos para el pequeño Billy», pensó amargamente Chris, ya calmado.
—¡Sabes una cosa, mamá! ¡Tess y yo tenemos una cita para ahora mismo! —anunció Billy.
—¡Oh, vamos, Billy! —dijo la señora Binns con ese tono malhumorado pero dulce—. Es tu primera noche y no hemos tenido ocasión de hablar, y tienes tan poco tiempo, y…
—Mamá —dijo alegremente el cadete—, tú y yo tendremos dos hermosas semanas a la luz del día para reventar tubos de escape y sabotear tanques hasta hartarnos, y a la luz del día cuando todos los esclavos buenos están ocupados extrayendo oro. Lamento privarte de esta noche, pero, por Dios, mamá, no seas posesiva. Repárteme por ahí. Te parece bien, ¿verdad, Chris?
«Te parece bien, ¿verdad, Chris?». Toda la vida había oído esa risa peculiar y luego esta pregunta. Hubo un tiempo, cuando él tenía nueve años y Billy siete, en que se ponía a llorar cada vez que oía esta pregunta. Hubo un tiempo anterior y posterior a éste, en que respondía con un resuelto «¡No!». Y otro, un poco más tarde, en que razonaba, argumentaba, o negaba en silencio con la cabeza. Nunca supuso ninguna diferencia. Billy siempre se le quedaba mirando y sonriendo, caminando fácilmente a través de sus réplicas, pasara lo que pasase, y cuando terminaba iba directamente a tomar, o hacer, o no hacer, todo aquello que él quería y Chris no. Siempre había superado a Chris desde que tenía cuatro años, siempre le había ganado.
Pero esta vez, esta maldita vez, no iba a salirse con la suya.
Chris miró la ansiosa cara de su madre, a Tess que tenía un toque rosa en cada una de sus cetrinas mejillas, un brillo en los ojos que él nunca fue capaz de provocar. «No, por Dios, no».
Llenó los pulmones de aire para poder gritarlo en voz alta cuando sucedió lo imposible. Bajo la mesa, una mano se cerró con fuerza en torno a su muñeca izquierda.
—¡Déjale! —dijo una voz en su oreja izquierda, con tono suave pero enérgico.
Miró la mano, pero ya le había dejado. Miró la cara que tenía a su izquierda, y el señor Magruder se sirvió más té con gesto impasible. Nadie parecía haberlo visto u oído.
Desde luego había sido el señor Magruder, utilizando algún extraño don de habla unidireccional, perfectamente controlado, quien conformó y dirigió a Chris, y sólo a Chris, tres sílabas desde un lado de los secos labios. Era inusual que el viejo dijera algo más allá de un: «Páseme la sal». Era algo sin precedentes que participara en una conversación, que aconsejara.
Chris miró el rostro turbado, casi suplicante, de Tess, el toque rosa, el brillo en los ojos.
—¿Quieres ir?
Ella miró a Billy, luego a él, y luego bajó la mirada. Chris sintió más que vio el ligero movimiento que hizo contra el suelo el pie del señor Magruder. No tocó a Chris, pero el movimiento era otra sílaba de mando; Chris no tenía ninguna duda de eso.
—Adelante si quieres ir.
El señor Magruder asintió, o se limitó a bajar la barbilla para observar cómo sus manos doblaban la servilleta.
—Sigo pensando que eres terrible, Billy —dijo la señora Binns, y añadió—: querido.
Tess Milburn soltó una risita.
Billy empezó a comer con ganas, y lo que podía haber sido un silencio muy tenso resultó cancelado antes que se convirtiera en un problema.
Llamaron a la puerta.
—Iré yo —dijo Chris aliviado.
Se levantó y se volvió hacia la puerta abierta y la mosquitera cerrada.
Debe ser una ilusión óptica fue el pensamiento que cruzó su mente, pero no había tiempo para seguirlo.
—¿Sí?
—Soy Gerda Stein, señor Magruder.
—Oh, es la señorita Stein —dijo su madre—. Entre, entre.
No había sido ninguna ilusión óptica. Chris abrió la puerta de la mosquitera y retrocedió, sin habla. Era consciente que había seres humanos así. La tele y las películas están llenas de ellos. Te sonríen desde revistas y cubiertas de libros, te canturrean y hablan y venden café, pasteles y cosméticos desde la radio del coche. Esos son los sitios correctos y adecuados para que aparezcan semejantes criaturas; no, no pueden aparecer deslumbrantes a la luz del porche en una cálida tarde de verano y luego entrar directamente en la casa de tu familia.
Alguien le sacudió sacándole de su ensimismamiento: la señora Binns.
—Hemos terminado de cenar, puedo calentar algo, tiene la habitación preparada, mi hijo acaba de llegar de la Academia Espacial, no, éste es Chris, Billy es…
—¿Cómo estás, Chris? —dijo Gerda Stein.
—¿Uh? —dijo Chris.
Siguió luego a la chica y a su madre hasta el comedor.
—Ya conoce al señor Magruder y éste, éste es Billy.
Billy saltó de la silla como si fuera uno de los cohetes de la Base, y el señor Magruder volvió a concentrarse en su vaso de agua.
—Vaa-a-ya —respiró Billy, con un sonido semejante a las notas finales de una potente sirena de alarma.
Gerda Stein le sonrió y Chris le vio parpadear.
—No —dijo ella, respondiendo a algo que estaba diciéndole la señora Binns—. Ya he cenado.
Chris se acercó a la mesa y clavó los ojos en la cara de Tess Milburn. Tenía un aire de nostalgia.
—Y ésta es Tess Milburn —balbuceó.
Casi gritó en ese momento de empatía por la chica ignorada, tan ensombrecida por la luz que proyectaba la recién llegada. Estaba comportándose como un imbécil y lo sabía.
Gerda Stein sonrió, cálida, y estrechó la mano de Tess. Sorprendentemente, Tess también sonrió, y continuó sonriendo después que se la soltara; con una sonrisa sincera, sustituta de nada.
Chris se sintió avergonzado, con una extraña turbación, que empezó con la conciencia de lo calientes que tenía las orejas, pasando luego por una cadena de razonamiento intuitivo que le llevó a darse cuenta que se avergonzaba cuando hacía feliz a alguien, y que esto bien valía el esfuerzo de pensarse por ser algo tan raro, y llegando a la conclusión que cualquiera que puede hacer feliz a la gente de un modo tan raro, difícilmente podría ser de gran valía. Lo que le llevó, como es natural, a mirar a su hermano mayor.
Billy había dejado de masticar cuando Gerda Stein entró, y aún no había tragado. Durante esos largos segundos pareció tan preocupado como lo estaba Chris la mayoría del tiempo, y el ligero movimiento que hicieron sus ojos azules yendo de la cara de Tess a la de Gerda Stein denotó la fuente de su perplejidad. Y Chris se dio cuenta de ello bruscamente, como si lo hubieran impreso con luces de neón en la dorada y suave frente morena del cadete.
Si Billy seguía adelante con su idea de salir con Tess, esta visión se quedaría en casa con mamá y con el señor Magruder y con Chris, y dentro de poco, mamá y el señor Magruder se retirarían y…
Por otra parte, Billy compartía con su madre una intensa desgana para enfrentarse con cualquiera que llevara implícito un: «Lárgate, no te necesito alrededor mío», o cualquier variante parecida.
Chris se sentó despacio ante su fría cena y esperó. Sintió algunas cosas que le enseñaron mucho. Una de ellas era lo bueno que resultaba estar con Billy en una situación donde Billy no podía ganar. Si Billy se echaba atrás en la cita, Chris saldría con ella; y si no, no; y, por eso, Chris descubrió que, en realidad, la cita no le importaba. Eso le produjo un gran alivio. Las preguntas de su madre le habían inquietado más de lo que creyó hasta que notó el alivio.
Billy suspiró por la nariz y por fin se tragó lo que tenía en la boca.
—Ya están retirándome los enganches, chica —le dijo a Tess—, así que empieza la cuenta regresiva.
Chris captó una fugaz expresión de perplejidad en el rostro de Gerda Stein.
—Siempre habla así —dijo la señora Binns—. Quiere decir que él y Tess van a salir. Jerga del espacio. —Chris pensó que ella echaría a correr para abrazarle, pero, con evidente esfuerzo, controló sus sentimientos y continuó hablando con la señorita Stein—. Vamos, venga conmigo al salón hasta que pueda acompañarla a su cuarto.
—Diviértanse, chicos —dijo Chris, y se levantó, siguiéndoles hasta el salón.
Al llegar al vestíbulo, dio media vuelta y miró hacia atrás. Se encontró con la penetrante mirada del señor Magruder, experiencia emocionante para alguien acostumbrado a ver sólo la mejilla o el párpado del hombre. Le hubiera gustado recibir algún mensaje, algún comunicado de él, pero esta vez no lo tuvo. Se sentía muy extraño, como si le hubieran dado a elegir entre alternativas absolutas: caos, u obediencia a un metódico desconocido. Sabía que había elegido la obediencia y estaba excitado más allá de toda palabra.
—Siempre quisimos un astronauta en la familia —le decía orgullosa la señora Binns a Gerda Stein—, y Billy siempre quiso ser uno. Y fíjese ahora.
—Parece que le va muy bien —dijo educadamente Gerda Stein, en el sofá.
—¿Bien? Si está entre los veinte mejores de su curso. Sólo sé de una persona que llegara tan lejos, y era un hijo de piloto. Billy nació para ello, vaya que sí, nació para ello.
—A los dos años ya jugaba por ahí llevando un casco espacial —dijo Chris.
Al oír su voz, Gerda Stein volvió la cabeza y le sonrió.
—Oh, hola.
—No sé cómo he podido tener dos hijos tan distintos —dijo la señora Binns—. Tardé años en descubrir a qué se dedicaría Chris. Se ha establecido y arregla calculadoras.
—Computadoras —dijo Chris algo molesto.
—¡De verdad! Debe ser muy interesante. Yo trabajo en una computadora.
—¿De qué clase?
—Es una KCI. Una muy pequeña y simple.
—La conozco. Binaria mecánica. Una maquinita muy inteligente —dijo Chris y, para incomodidad suya, descubrió que volvía a sonrojarse.
—Oh, bueno, ya tienen algo en común —dijo la señora Binns—. Subiré arriba para ver si la habitación está lista. Entretén a la señorita Stein hasta que la llame, Chris.
—No tiene que… —empezó la chica, pero la señora Binns se había marchado ya.
«Tenemos algo en común, ¿verdad?», pensó Chris. Se había quedado totalmente mudo. Entretén a la señorita Stein, ¡ja! Arriesgó una ojeada y descubrió, con algo semejante al horror, que ella le miraba. Bajó los ojos, se humedeció los labios y se sentó envaradamente; deseaba que alguien dijera algo.
Billy dijo algo. Dejó a Tess esperando en el vestíbulo, entró en el salón, le guiñó un ojo a Gerda Stein y le dijo a Chris:
—Ya oí cómo disparabas, camarada. ¡Diviértanse! ¡Diviértete! —Miró a Gerda Stein con admiración nada disimulada—. Pero recuerda una cosa, hermano peón, el que primero mueve no tiene por qué ganar la partida; sólo dispone de esa ventaja. Tú mismo me lo dijiste.
—¡Mierda! —exclamó Chris sin darse cuenta.
—Te veré pronto —dijo Billy, señalándola a ella con el índice.
—Buenas noches —dijo con cortesía Gerda Stein.
—Vamos, ave venusina, hundámonos en la depravación —aulló Billy mientras salía.
Tess Milburn lanzó un gritito, luego, una risita, y salieron fuera. La señora Binns bajó justo entonces y se detuvo ante la puerta de enfrente.
—Tess Milburn —dijo, con lo que esperaba pareciera una burlona severidad—, ¡espero que no mantengas a este chico despierto hasta muy tarde!
La alegre risa de Billy surcó la cálida oscuridad.
—Ese chico —dijo la señora Binns, entrando en el salón— es de cuidado, se lo digo yo. Suba ya conmigo si quiere ver su habitación, señorita Stein. ¿Tiene las maletas afuera, en el porche? Chris, ¿por qué no te portas como un buen chico y sales fuera a recoger las maletas de la señorita Stein?
—Sí, mamá.
Le alegraba tener algo que hacer. Salió fuera y encontró los bultos: dos, una maleta grande y lo que parecía ser un maletín. La maleta no entrañaba ninguna dificultad, pero la pequeña pesaba unos veinticinco kilos y gruñó ruidosamente al levantarla.
—Espera —dijo la señora Binns—, te…
—¡No! —ladró—. Puedo arreglármelas.
Mamá nunca aprendería, no podía aprender que un hombre puede sentirse humillado ante extraños.
Levantó de golpe los dos bultos, sabiendo que Bill, que otra persona, podría caminar, cantar, llevarlas hasta el descansillo, para volver a levantarlas y subirlas hasta arriba, respirando con naturalidad. Dio un paso, giró y se enganchó con la puerta mosquitera, que golpeó ruidosamente contra la jamba; sus brazos y espalda no podrían hacer el movimiento grácil y armonioso que su mente sabía ejecutar con ellos. Así que no levantó ni balanceó, ni respiró con naturalidad, sino que arrastró y tiró, y llegó a la habitación norte bufando como una orca. Lo único que deseaba era no encontrar a Gerda Stein sonriendo.
Encontró a Gerda Stein sonriendo.
Puso los bultos junto a la cama y bajó, ciego, la escalera. El señor Magruder se encaminaba a su ritmo hacia el salón, con su periódico bajo el brazo, y Chris fue dolorosamente consciente de lo mucho que aún jadeaba y del aspecto que debía tener. Lo controló y huyó al comedor.
Se detuvo junto a la mesa un largo instante, recuperándose, y luego, con la mirada fija en el frío plato de cereales, se hundió agradecido en el familiar aislamiento de sus conjeturas.
El cereal es maíz; está seco antes de ser cocido, cuando absorbe humedad se reblandece, pero cuando se enfría, pierde esa humedad y se vuelve tan pegajoso que si se le deja mucho tiempo así termina comportándose como el cemento, siempre y cuando no vuelva a absorber humedad. Fue más lejos aún, llegando a imaginar los hidróscopos, las sedientas estructuras moleculares, ansiando y consiguiendo, siendo saciadas, aguantando y volviendo a sentir ese ansia sedienta. Se sumergió más aún y fue consciente de las calladas fuerzas de los capilares, de la lógica irracional de la osmosis, del delicado equilibrio llamado meniscus.
Agua, agua por todas partes…, la había en las patas de la mesa, en la tela, pensó en el agua que hay en los bordes de un charco de grasa, en la de los poros de una gaseosa, en todo un mundo seco y empapado, engastado, embarrado, escurridizo y sólido debido al agua.
En este nivel no había brazos cansados ni lenguas atadas ni tanteos en complejos códigos de conducta conocidos por todo el mundo menos por Christopher Binns, y se encontró a gusto en él.
—¡En qué estás soñando esta vez, chico!
Salió del sueño y se encontró cara a cara con ella. Se sentía mucho mejor.
—Te ayudo con los platos, mamá.
—No tienes por qué hacer nada semejante, Chris. Ve al salón a charlar con el señor Magruder.
Se rió ante ese pensamiento y empezó a apilar los platos sucios. Su madre meneó la cabeza y entró en la cocina para preparar la pila. Chris sabía que su expresión pesarosa sólo era superficial, era un hábito, una actitud; podía sentir la excitación y la alegría con que la llenaba siempre Billy.
Billy no comete errores; empezó el silogismo…
Billy lo hace todo bien: POR TANTO:
Billy no comete bien errores.
Llevó los platos a la cocina.
—Voy a meterme en la cama, querido.
—Buenas noches, mamá.
—Gracias por ayudarme, Chris…
—¿…?
—No estarás enfadado con Billy, ¿verdad? Por lo de Tess.
—¿Por qué debería estarlo? —preguntó.
—Bueno. Me alegro, entonces —dijo, y pensó que le había contestado—. No lo hace con mala intención, ya lo sabes.
—Claro, mamá.
Se preguntó desapasionadamente cómo aplicar su comentario a la actual situación, y lo dejó por imposible. También se preguntó, esta vez con un interés considerable, cómo y por qué sabía que Gerda Stein había bajado y vuelto al salón mientras estaban dentro de la cocina, y que el señor Magruder se había ido a la cama. También se preguntó de qué le serviría esa información a él, que tenía el toque de Sadim. El toque de Sadim era una manía recurrente suya; era Midas al revés y significaba que todo lo que tocaba, especialmente el oro, se volvía en…
—¡Mierda!
—¿Qué, querido?
—Nada. Buenas noches, mamá.
Ella le besó sin ganas y subió, cansina, la escalera. Él se quedó inmóvil junto a la mesa del comedor, mirando la azucarera de cristal tallado, convertida ahora, en su vejez, en apacentadero y sujetando dos docenas de cucharillas, con los mangos hacia abajo, adquiriendo el aspecto de algo que una novia robot de dibujos animados podría llevar por ramo. Examinó el orden que reinaba en la mesa, las limpias copas invertidas que se daban de boca con sus platillos, los cubiertos situados a unos sesenta grados exactos del borde más próximo de la mesa, los platos para el pan con el reborde de oro macizo de 14 quilates ausente en todas las partes convexas y lánguidamente presente en las partes cóncavas.
Pero no podía perderse en esas cosas. Más allá de esas cosas, no había nada hacia lo que evadirse. Algo había bloqueado su vía de escape a otro sitio y sintió un extraño pánico. No estaba acostumbrado a verse atado al aquí y el ahora, excepto cuando estaba con alguien.
De acuerdo, entonces, admitió.
Atravesó con lentitud el recibidor y entró en el salón. Gerda Stein estaba sentada en el sofá. No estaba tejiendo, o leyendo, o haciendo algo. Sólo estaba tranquilamente sentada, como si estuviera esperando. ¿Qué diablos podría estar esperando?
Buscó el sitio idóneo para sentarse, una silla que no estaba demasiado cerca (no porque tuviera miedo de «ir más lejos» sino porque carecería de cualquier recurso si ella pensaba eso) ni demasiado distante (porque era tarde y todo el mundo estaba en la cama y tendrían que hablar en voz baja. Si hablaban).
—Siéntate aquí —dijo ella, y puso la mano en el cojín que tenía a su lado.
—Gracias, muchas gracias —repuso él, en su propia casa, y se sentó.
Cuando el silencio le resultó excesivo, la miró. Ella le devolvió la mirada con seriedad y él se volvió y miró el grabado del centinela de Pompeya que colgaba de esa pared desde antes que él naciera.
—¿En qué piensas?
«En que eres lo más bonito que he visto nunca», pero dijo:
—¿Estás cómoda? —Pensó un momento en su comentario mientras aún flotaba en el aire de la habitación, y añadió con algo semejante a la histeria—: Me refiero al cuarto.
Ella se encogió de hombros. Dijo mucho con ello. Dijo: «Es lo que esperaba», y «No hay nada de lo que quejarse», y «¿Qué importa eso?», y, más que ninguna otra cosa, «No me quedaré lo bastante como para sentir algo en un aspecto u otro».
Cualquiera de esas cosas, dichas en voz alta por cualquier otro, le habrían puesto a la defensiva, por todo lo que él no habría sido capaz de expresar. Quizá si lo hubiera dicho ella habría sido diferente. No podía saberlo. Pero no tuvo nada que decir al ser transmitidas silenciosamente… Juntó las manos entre las rodillas y las retorció, sintiéndose miserable y excitado a la vez.
—¿Por qué fue tu hermano a la Academia del Espacio? —preguntó ella.
—El congresista Shellfield le consiguió un nombramiento.
—No me refería a eso.
—Oh —dijo—, te refieres al porqué. —La miró y tuvo que apartar de nuevo la mirada—. Quería ir, supongo. Siempre quiso.
—No puedes querer algo siempre —dijo ella con amabilidad—. ¿Cuándo empezó?
—Dios… No lo sé. Hace años. Cuando éramos niños.
—¿Y tú?
—¿Yo? —lanzó una risa corta e insegura—. No recuerdo haber querido nunca nada en especial. Mamá dice…
—Me pregunto de dónde sacó esa idea —murmuró.
Chris supuso que había pensado en Billy cuando estuvo en su habitación y que había bajado para saber más de él, se había sentado ahí y esperado a que apareciera y pudiera contarle más cosas. Hizo con las manos un gesto inconsciente de tristeza. Luego recordó que le había hecho una pregunta. Si no contestaba a sus preguntas, ¿por qué ella se limitaba a esperar así?
—Jugábamos a los pilotos espaciales antes que Billy supiera hablar —recordó. La miró y rió sorpresivamente—. Había olvidado todo eso. Del todo.
—¿Qué clase de juegos?
—Ya sabes, juegos. Viajar a la Luna y todo eso. Yo era el capitán y él la tripulación. Bueno, al principio yo era el… No me acuerdo. O yo era el extraterrestre y él hacía de explorador. Juegos. —Se encogió de hombros—. Me acuerdo de los despegues. Nos tumbábamos en el sofá y gritábamos cuando la aceleración nos dejaba sin aire en los pulmones. A mamá no le gustaba nada tanto grito.
Ella se rió.
—Puedo imaginármelo. Dime, ¿todos los astronautas hablan como él?
—¿Quieres decir con palabras como «camarada» y «cuenta regresiva» y «despegue»?
Esta vez hizo una pausa tan larga que ella tuvo que preguntarle:
—¿No quieres decírmelo?
—Oh, no, no. Estaba pensando. El año pasado. Durante Pascua. Trajo a un compañero cadete con él, llamado Davies. Un tipo simpático, tranquilo, de pelo muy negro y algo cargado de espaldas. Yo había oído hablar así a Billy y pensé que era la manera adecuada de hablarle. Pero cuando la usé con Davies, me miró… —sin darse cuenta, Chris imitó al asombrado Davies— como si yo estuviera loco. Inofensivo, pero loco. —Soltó su risa suave y avergonzada—. Supongo que no lo hice bien. Debe haber una manera determinada de decir esas cosas. Tienes que ser un cadete para hacerlo bien.
—Ah. ¿Todos los cadetes hablan así?
—Davies no. Al menos no a nosotros. Nunca conocí a ningún otro.
—Puede que Billy sea el único que habla así.
A Chris nunca se le había ocurrido esa posibilidad.
—Sonaría muy raro en la Academia.
—No, si nunca lo hace allí.
Chris hizo un extraño movimiento con la cabeza, intentando apartar la idea. No se dejaba apartar. Después de todo, era la primera hipótesis que su lógica aceptaba para explicar la extraña reacción del cadete Davies. Eso era bienvenido en sí mismo, pero abría un campo de especulaciones sobre su hermano en el que no quería entrar.
—No quiero pensar así de Billy —se limitó a decir—, hablando como cuando teníamos siete u ocho años.
—¿Por qué no? ¿Cómo prefieres pensar en Billy?
—En…, consiguiendo lo que quiere. Yendo a donde quiere ir. Siempre lo ha hecho.
—En tu lugar.
—No sé a lo que te refieres. «Ni —añadió en silencio— por qué me lo preguntas, ni por qué quieres saber algo de todo esto». —Movió los pies y volvió la cabeza para enfrentarse a esa desconcertante sonrisa, franca y nada burlona—. ¿Qué es lo que quieres que diga? —exigió, con algo de irritación.
Ella se echó hacia atrás un poco. Él sabía por qué; iba a esperar de nuevo. Sabía que no sería capaz de enfrentarse a eso, así que dijo:
—A Billy le beneficia ser así. Puede hacer cosas que… otra gente no puede hacer. No sé por qué debe enfadarme eso, ni estar enfadado con él. No hay de qué enfadarse. Sería como… enfadarse con un pájaro porque tiene alas. Sólo es diferente.
Se dio cuenta que se había alejado del tema de su pregunta, así que se detuvo, pensó un momento y la localizó. Billy consigue lo que quiere…, en tu lugar.
Volvió a empezar.
—Está bien que Billy consiga lo que quiere, aunque sea algo que yo también quiero, y no puedo… ¿Cómo podría explicártelo?
Se levantó bruscamente y empezó a dar vueltas, alejándose siempre de ella, pasando junto a ella con la mirada baja. Era como si el verla le encadenara, y escondiendo la mirada podía recuperar el hilo de sus pensamientos.
—Es como si Billy no fuera algo separado de mí, sino otra parte de mí. Una parte de mí quiere ir a la Academia, así que va Billy. Una parte de mí quiere salir con Tess, y no sólo al cine, sino salir con ella, hacer que se sienta…, ya sabes. Bueno, pues Billy es quien lo hace. O hablar como Billy, o tener su aspecto, con esos músculos y esa facilidad de palabra. —Se rió, casi con orgullo. En ese momento se parecía a su madre—. Hay veces en que es una molestia, pero la mayor parte de las veces no me importa. Hay otras cosas, montones, que yo puedo hacer y que Billy no puede. Hay otra parte de mí que hace esas cosas.
Se concedió a sí mismo otro vistazo rápido a Gerda Stein. Se había vuelto para seguir su deambular. Él estaba en un extremo de la habitación y ella, sentada, apoyando la mejilla en el desnudo antebrazo, con la cabeza inclinada como en una almohada y su pelo caía sobre el brazo del sofá, abundante y brillante.
—¿Qué cosas? —preguntó.
Él volvió al sofá y se sentó junto a ella.
—Resulta difícil decirlo. Muy difícil.
Permaneció sentado durante mucho tiempo llevando a cabo la labor sin precedentes de verbalizar aquello a lo que nunca había proporcionado palabras, pensamientos y sensaciones, ideas e intuiciones tan íntimas, tan silenciosamente suyas; todas esas cosas que dejaba a un lado cuando hablaba con Tess, todas las cosas que le ocupaban y preocupaban durante ese noventa por ciento de su vida en que debía hablar y no podía comunicarse. Permaneció inmóvil luchando con todo eso mientras ella esperaba. Su espera ya no le resultaba agobiante. Se daba cuenta, pero no quería pensar en ello. Aún.
—Lo más aproximado a que puedo llegar es a lo siguiente —dijo cuando estuvo listo—: He descubierto algo que es la base de todo lo que puede imaginar cualquiera, algo a lo que tarde o temprano llega todo pensamiento, y a partir del cual, también, surge. Es una simple frase… Espera. —Situó ante sí esa simple frase y la examinó durante un largo instante. Luego la recitó—: Nada es siempre de la misma manera.
La miró. Ella asintió enérgicamente pero no dijo nada.
—Es una… ayuda. Una gran ayuda —dijo—. No sé cuándo lo descubrí. Supongo que hace mucho. Ayuda cuando tratas con la gente. Quiero decir, que el mundo está hecho según unas ideas que la gente dice que son de una determinada manera, y todos los problemas que tiene la gente son provocados al descubrir que una cosa u otra no es exactamente de esa manera. O que ya no lo es. O que casi lo es, pero no del todo.
Al recibir ánimos de otro gesto de asentimiento de Gerda Stein, continuó hablando.
—Nada es siempre de la misma manera —repitió—. Una vez que sabes eso, que lo sabes de verdad, puedes hacer cosas, e ir a sitios adonde nunca imaginaste que irías. Todo te proporciona algún sitio al que ir, algo en lo que pensar. Todo. Imagina un remache de latón. Es latón; empiezas por ahí. ¿Y qué es el latón? Una aleación. ¿Cuánto cambio de qué metal haría que esto no fuera latón? ¿Y si con el tiempo, uno de los metales se transmuta lo bastante para que deje de ser latón?
»O el tamaño. ¿Cómo es algo grande? ¿Acaso no depende? Después de haber sido usado es más pequeño que cuando está nuevo. ¿De qué color es? Eso también depende. En otras palabras, si vas a describirme con exactitud lo que es un remache, tendrás que hacer una serie de cualificaciones y mediciones y tener preparada una serie de medidas, la mitad de extensa que una carta de mareas y la mitad de ancha que Bowditch. Y entonces lo único que tendré que hacer es que caiga una gota de sudor en ese remache y esperar veinticuatro horas y entonces tendrás que repetir todas tus mediciones.
»O vayamos más lejos aún y hagamos que una corriente recorra el remache. El latón tiene una resistencia y el zinc tiene otra y un residuo de hierro mucho más. ¿Cuál es la velocidad de la fuerza electromagnética que recorre todo esto, y qué clase de argumentos esgrimen los átomos al respecto? O utiliza un campo magnético. A ver, dime, ¿por qué, por qué de verdad, al margen del “Eso es lo que pasa”, el cobre es tan tímido magnéticamente en su variante latón y tan enormemente ferroso en su variante de alnico?
Hizo una pausa para respirar. Jadeaba. Recordó como ella le había sonreído cuando entró en su cuarto resoplando y con las maletas a cuestas.
De pronto, se dio cuenta de su error al calibrar esa sonrisa. La había temido, por estar predispuesto a temer cualquier sonrisa. Ahora sabía que no fue una sonrisa cualquiera, sino una como la de ahora, cálida, de ánimo, muy semejante a la sonrisa con que se había encontrado Tess Milburn.
—A lo que quiero llegar con esta idea es a que nada es siempre igual en términos absolutos. No tienes por qué necesitar a la gente o cualquier cosa acerca de ella, ni películas, ni tele, ni conversación, y no hablo de algunas horas, sino de días. No tienes por qué odiar a nadie; es algo sin significado. Las preocupaciones de la gente carecen de importancia. Puedes responder a todos los problemas de la gente diciendo «Nada es siempre exactamente lo mismo», y a continuación dedicarte a otra cosa.
»Pero cuando veo que la mitad húmeda de una toalla es más oscura que la mitad seca, u oyes el sonido descendente de una bomba cayendo hacia ti, cuando la razón te dice que debe aumentar de tono, y sabes que vas a empezar a gritar: “Por qué”, y que acabarás respondiéndote: “Nada es siempre lo mismo”, entonces es cuando te desafías a ti mismo a encontrar la lógica que separa el principio del final… Con eso tienes las manos ocupadas y algo a lo que dedicarte.
—¿Y eso no es una forma de huir? —preguntó suavemente la chica.
—Depende de dónde estés en ese momento. Puede que inmiscuirte en problemas humanos también sea un escape a esas otras cosas. De todos modos, también ésos son problemas humanos.
—¿Lo son?
—E = MC2 resultó serlo. Primero hubo que pensarlo, con ese pensarlo como toda recompensa evidente, y después tuvo que aplicarse a algo, así que no me digas que no es un problema humano. Alguien tuvo que poner por primera vez laurel en un jamón antes de cocinarlo. O comer una ostra cruda. Para mí, eso se asemeja mucho a la forma de pensar de la que hablo. —Para dar énfasis a lo que decía, apoyó las manos en el brazo del sillón; tocaron las de ella—. Billy está en la Academia por eso, porque alguien, y luego más gente, y luego la Humanidad, quiso el espacio.
Ella curvó los dedos alrededor de la mano de él, sin tomarla, y la miró contemplativamente.
—Una mano bonita —dijo con tono impersonal, y se la devolvió.
—¿Eh? Está muy estropeada, quemaduras del soldador, polvo… La mantuvo en el aire como si no le perteneciera del todo. «Y así es», pensó de pronto.
—Dime una cosa —preguntó ella con pereza—. ¿La mejor manera de salir al espacio es mediante la Academia?
—La única manera —dijo con seguridad, y entonces, porque su razonamiento topó con su honestidad, enmendó— que se ha intentado.
Ella se enderezó de pronto en el sofá, inclinándose hacia delante. Se echó el pelo hacia atrás mientras se volvía hacia él, con un gesto que Chris supo que no olvidaría jamás.
—Eso me hace pensar —dijo ella—. Me hace pensar en hombres desarrollados físicamente hasta ser todo músculo y tendón, sólo para encerrarlos dentro de una cabina durante meses interminables. Me hace pensar en el aprendizaje de astrogación que hasta la más primitiva de las computadoras puede superar, y en la falta de entrenamiento para la conversación, para la cual aún no disponen de máquinas. Me hace pensar en los que han pensado en colocar a bordo de esas naves una tripulación ciento por ciento masculina. Me hace pensar en las pruebas de estrés a 10 G en hombres que tienen que desarrollar un movimiento sin inercia incluso antes de pensar en un viaje espacial real. Pero, más que nada me temo, me hace pensar en el acierto de poner extravertidos dentro de una nave espacial.
Ella volvió a recostarse, mirándole interrogativamente.
—De acuerdo —dijo—. Puedo participar en ese juego. Supongamos que tomo una de esas conjeturas tuyas y le doy la vuelta para mirarla por otro lado. ¿Qué haces entonces? ¿Equipar tus naves con gusanos de bibliotecas sin reflejos? ¿Adiestrarlos en filosofía y alterne en un salón del siglo dieciocho? ¿Enseñarles a confiar en sus computadoras y que nunca sepan lo que hacen éstas? ¿Poner mujeres en las naves para que los demás tengan celos y luchen por ellas? ¿Meter un grupo de introvertidos, neuróticos y demás?
—Neuróticos —repitió ella—. Me alegro que lo hayas mencionado. Supongo que estás bastante seguro que la Humanidad es, con mucho, una especie bastante neurótica.
—Bueno, si tu definición…
—No te detengas en pormenores —dijo ella, interrumpiéndole.
En su voz había un tono nuevo y conciso que le afectó tanto como su primera visión de ella, cuando esperaba bajo la luz del porche. Guardó silencio, sin aliento.
—Sí, los humanos somos neuróticos —respondió a su propia pregunta—. Somos inseguros, desorientados, insatisfechos, temerosos, llenos de agresividad hacia la propia especie, esperando constantemente ser atacados, siempre luchando entre el deseo de volar como los pájaros y el deseo de enterrarse como un topo. ¿Por qué es así?
Él se limitó a asentir con la cabeza, anonadado.
—Tienes una mente muy especial, Chris, con tus hipótesis y tus niveles inferiores y tus átomos en conflicto. ¿Puedes aceptar una hipótesis realmente importante?
—Puedo intentarlo.
—Hipótesis —dijo ella, haciendo que sonara como el título de un cuento—. Hay una especie que consiguió viajar por el espacio por el simple hecho que, entre todas las especies, era la más apta para ello. Estableció líneas comerciales dentro de todo un sistema, en sistemas de sistemas, en una galaxia, en otra. Poseía un impulsor espacial más rápido que la luz y carente de inercia, una técnica de animación suspendida, comunicación subetérica… ¿Para qué enumerar todos sus logros? Digamos que era tecnológicamente apta y que su aptitud no era más que una faceta del simple hecho que había nacido y se había desarrollado para viajar por el espacio.
»Ahora bien, como tenía que expandirse, se expandió tanto que eso mismo la volvió frágil y delicada. Lo compensaba lo mejor que podía aprendiendo a desarrollarse más y más, reduciendo al mínimo los componentes de sus tripulaciones e incrementando la eficacia de sus naves. Pero esas cosas sólo incrementaron la dispersión; había una enorme cantidad de trabajo en este universo para la única especie cualificada.
»La única manera de evitarlo era localizando planetas similares al propio y sembrarlos con gente. De este modo, las tripulaciones podían formarse en un extremo u otro del universo explorado. La mejor manera de hacer esto habría sido situando grandes naves colonizadoras en los planetas adecuados, con todo lo necesario para el sustento de seis o siete generaciones mientras se aclimataban al planeta. Después de esto, las colonias tendrían que ser autosuficientes. Ésta vendría a ser la imagen ge… eh, hipótesis. ¿Todavía me sigues?
—N-no —dijo Chris desorientado—, pero continúa.
Ella se rió.
—Supongamos ahora que una de esas enormes naves colonizadoras tuvo algún problema, una serie de improbables casualidades que acabaron dejándola sin control, mientras el personal seguía en animación suspendida viajando a mayor velocidad que la luz y que se estropeó toda clase de orientación automática. Pasarían siglos. Si llegaban a alguna galaxia, todavía tendrían que encontrar el planeta adecuado pero, si no encontraban nada hasta que…
Su voz se calló de golpe. Chris la miró, se acercó más a ella. Tenía los ojos cerrados y respiraba con mucha lentitud, profundamente. Ella abrió los ojos, como si hubiera notado su proximidad, y le obsequió con una inesperada y tímida sonrisa.
—Perdona —murmuró, y le tomó la mano para que no se alejara—. Ésta es la parte que…, en la que no me gusta pensar, ni siquiera en hipótesis.
Durante un momento, todos los sentidos del cuerpo de Chris parecieron concentrarse y fluir al unísono, yacer en éxtasis en el hueco de su mano. Entonces, volvió a hablar.
—La nave era vieja, vieja en ese momento, y la maquinaria se caía a pedazos. Ciertamente descubrió a tiempo una galaxia, y un planeta. Salió al espacio normal; puso en marcha los gestadores…
—¿Gestadores? —repitió ausente.
—Placentas artificiales. Es más fácil llevar óvulos fertilizados y nutrientes que niños o padres. Pero los revitalizadores para los hibernados fracasaron en un noventa por ciento.
Ella suspiró. Fue un sonido de duelo.
—Nadie sabía lo que había pasado, al menos no todo. Nadie… debía saberlo. La nave no estaba diseñada para planetizar; era una nave espacial, destinada a quedarse en órbita. De algún modo, los pocos que quedaban consiguieron que aterrizara. El aterrizaje se llevó más vidas. Quizá la mayoría. Las naves de exploración, las de tierra, cuidadosamente almacenadas en su interior, se destrozaron todas. Los almacenes, los libros, llámalos libros, es más sencillo…, todo perdido. Y todo lo que quedó, todo lo que vivía…, no era más que unos centenares de bebés, indefensos, hambrientos, muchos de ellos heridos, y un puñado de adolescentes para cuidar de ellos.
»La nave en sí no duró mucho; no estaba construida para aguantar lo que podía hacerle una corrosiva atmósfera de oxígeno. Los botes tampoco estaban protegidos y también desaparecieron a las pocas semanas.
»Pero eran de una especie resistente. Murieron muchos, pero no todos. Puede que a alguien esto le parezca un fascinante estudio del viejo conflicto entre la herencia y el entorno, pero, personalmente, no tengo estómago para ello. Perdieron su lenguaje, su cultura, su tradición y sus habilidades de siempre. Pero conservaron sus genes. Y con el tiempo, dos características básicas de su herencia superaron su estado salvaje y salieron a la luz: se procreaban con gran facilidad y llegaron a las estrellas.
»A diferencia de otras especies civilizadas, se procreaban más allá de la capacidad que tenía su entorno para mantenerles, se procreaban hasta que tenían que matarse los unos a los otros para poder sobrevivir…, una habilidad desarrollada a través de eones de ilimitados lebensraum, y una cualidad mortal para una raza atada a un planeta. Les diezmaba continuamente y ellos seguían procreando, superando su propia mortalidad, de modo que, en poco tiempo, veinte o veintidós mil años, pasaron de ser docenas a ser miles de millones, amenazando con alfombrar el planeta con sus cuerpos. Mientras tanto, el ansia suicida de procreación llenaba sus vidas y su literatura de tal modo que ésta fue única entre las culturas galácticas.
»Pero habían llegado a las estrellas. Justificaron de mil maneras su hambre de estrellas, y cuando se volvieron demasiado racionales para buscar excusas, dejaron de hacerlo y aún así siguieron adelante.
»Y ahora, hoy, están al borde de ello, solos, luchando a su aterrorizado y terrible modo, ignorantes de sus orígenes, poseídos por el ímpetu que llevan en la sangre…, sí, Chris, un pueblo muy neurótico.
—Y cómo…, eh…, dónde oíste…, eh…, leíste esto… —dijo Chris, tras largo rato.
Ella rió y volvió a mirarle la mano. Le dio unas palmadas y después se la tomó un momento entre las suyas.
—Es una hipótesis, ¿recuerdas?
Él se estremeció por el tardío y enorme impacto de su alegre voz y las imágenes que evocaba. Había sido una sensación encantadora.
—¿En…, encontrarán alguna vez a su gente?
—Los encontraron. El contacto se estableció hace… unos cuatrocientos años.
Chris soltó aire explosivamente.
—Entonces, no es… —la miró a la cara de cerca. Incluso ahora temía cómo podía ser su risa— ¿la Tierra? —concluyó con una vocecita.
—¿No?
—Cuatrocientos años…, lo sabría todo el mundo.
Ella negó con la cabeza.
—Piensa un momento en dos mil años de deriva genética, mutación, acondicionamiento. Las viejas ansias pueden seguir ahí, estadísticamente hablando, y en una mayoría. Pero razónalo tú solo. ¿Cuáles son las posibilidades para que aparezca un astronauta prototípico después de todo este tiempo? Encontrarás la mayoría de las cualidades deseables en algunos, algunas en muchos. Las encontrarías en un simple muestreo numérico, estadístico. Pero ¿cómo encontrarías al hombre que buscas si fueses un capitán buscando tripulación?
—Ya has descrito al neurótico espacial.
—No puede ser cualquier neurótico, sólo porque sea neurótico. Tiene que ser muy especial, un neurótico muy especializado. Son escasos.
»Así que tienes que anunciarte, publicitar lo que buscas, hacer exámenes, iniciar un programa de entrenamientos…
»¿No imaginas lo que pasaría si todo el mundo supiera lo de los hombres del espacio?
—Una revuelta, supongo. Todo el mundo querría ir.
—Cierto. Habría una revuelta —dijo con tristeza—, pero no de esa clase. La Humanidad sólo le teme a una cosa. Es un miedo nacido de su lento progreso en un planeta extraño y hostil, teniendo sólo su cerebro como arma y escudo.
—Sólo un miedo…
—A lo extraño. La xenofobia es prácticamente una enfermedad racial. La encontrarás a lo largo de toda la historia, y siempre estará al acecho, esperando el momento de salir a la luz y extenderse como el fuego. Hasta los hombres del espacio se verían atacados, creándose una caza de brujas como ni siquiera este planeta habría visto nunca. Primero caerían los cualificados como hombres del espacio, pese a haber nacido aquí; luego seguirían aquellos con algunas características inherentes al astronauta…, ¡y todo el mundo tiene alguna!
—¡No puedo creerlo! —protestó Chris fogosamente—. ¡No puedo creer que los seres humanos puedan llegar tan lejos, ser tan estúpidos!
—La Humanidad apenas sobrevive tal como está —dijo con pena Gerda Stein—. No, la respuesta no está en la publicidad.
—¿Qué ha pasado entonces en esos cuatrocientos años?
—Ha habido sondeos. Los hombres del espacio siguen necesitando reclutas con desesperación, en especial en esta galaxia, que es nueva, prácticamente inexplorada. Así que vienen aquí, viven entre ustedes y, de cuando en cuando, localizan un candidato. Se le mantiene en observación durante…, bueno, lo bastante para determinar si es de la clase apropiada.
—¿Cuál es la clase apropiada?
—Hace un rato diste una descripción bastante buena.
—¿El neurótico introspectivo?
—Con un talento especial para la mecánica y la computación, y una fuente interior de recursos que no necesita libros o teleobras o diversiones o depravaciones para no aburrirse.
—¿Y qué pasa cuando aparece alguien así?
—El… agente informa, y después aparece el capitán. Si el candidato quiere, se va con él. Desaparece de la Tierra y se va.
—Tiene que desearlo.
—¡Naturalmente! ¿De qué serviría si se le llevara a la fuerza?
—Bueno —dijo Chris con severidad—. Algo es algo.
Por fin ella se rió de él. No le dolió. Mientras ella reía, él se quedó tan desorientado que le hizo una pregunta. No quería haberla hecho; se le escapó.
—¿Por qué querías saber todas esas cosas sobre Billy?
—¿No te lo imaginas?
Él se miró las manos.
—Creías que Billy nunca empezó nada por su cuenta —dijo con voz malhumorada—. No parecías creer que pudiera. Tú…, bueno, me ha parecido ver que creías que era empujado a hacer cosas. —La miró un momento—. ¡Por el amor del cielo! ¡Por mí!
—¿Y no lo crees así?
Lanzó un resoplido, avergonzado, de negación.
—Si pudiera creer eso, yo…, yo…, podría creer todo lo demás que me has contado.
Ella esbozó una sonrisa muy especial.
—¿Por qué no lo piensas, entonces, y descubres quién tiene razón?
Lo pensó, durante un largo momento, en silencio.
—Lo haré —susurró finalmente—. Lo haré. —Se enderezó y la miró—. Gerda, ¿de dónde eres?
Ella se levantó, y se estiró en forma espectacular.
—De un pueblo llamado Port Elizabeth —dijo—. No muy lejos de aquí. En Nueva Jersey.
—Oh.
Volvió a reírse de él y le tomó la mano.
—Buenas noches, Chris. ¿Volveremos a hablar de esto?
Él meneó la cabeza.
—No hasta que no piense en ello. Que piense de verdad.
—Lo harás.
Observó como ella cruzaba el recibidor para llegar a la escalera. Puso una mano en la barandilla y le dijo adiós con la otra mano, agitando las pestañas de un modo tan inolvidable como ese girar y agitar y descubrir de cuando ella se echó atrás el pelo para poder mirarle cara a cara. Descubrió que era incapaz de devolver el saludo o de hacer cualquier otra cosa.
Siguió inmóvil en el salón, mirando a la escalera mucho tiempo después que oyera cerrarse la puerta. Por fin salió de su ensimismamiento, apagó las luces del salón y todas las demás, a excepción de la lámpara que había en el recibidor. Encendió la luz del porche para Billy y subió a la habitación que compartía con él.
Se desvistió con lentitud y sin darse cuenta, mirando por toda su habitación como si fuera la primera vez que la veía.
El planetario que empezó a construir cuando tenía diez años, y que Billy le quitó para terminarlo del todo, menos la pintura, de la que tuvo que encargarse él porque Billy se había cansado del asunto.
Los mapas del Sistema Solar visto desde el norte celestial (sobre la cama de Billy) y desde el sur (sobre la suya). El mapa fotográfico de la Luna del museo Smithsoniano, cuidadosamente pegado al techo, y que Billy cambió de sitio por no haber sido consultado, así que Chris tuvo que enyesar el primer sitio. Las naves y el casco espacial de juguete de Billy. (¿No se lo habían regalado a Chris en su duodécimo cumpleaños?). De algún modo «tu» casco se había convertido en «nuestro» casco y luego en «mío». Todo, todo lo que estaba a la vista eran cosas relacionadas con el espacio, y espacio significaba Billy, así que, de algún modo, todo era Billy. Y Billy no se había quedado lo bastante como para deshacer el equipaje.
Chris captó de pronto la pauta, pero muy tarde. Años tarde. Estaba tumbado en la cama y sonrió, entonces se levantó y encendió la luz del escritorio. Entró al lavabo y tomó una pastilla de jabón blanco. Luego extendió periódicos viejos sobre el escritorio y empezó a trabajar en el jabón con un cortaplumas, tallando una cabeza de gato.
Billy llegó cerca de las dos, pisando con fuerza, y bostezó con estrépito en la escalera. Llamó a la puerta y la abrió de una patada.
—No tenías por qué esperarme sentado, camarada —dijo jocosamente.
—No lo hacía.
Chris se levantó del escritorio, dejó el cortaplumas y fue hasta su cama.
Billy se quitó la capa y la arrojó a la mecedora.
—He puesto a esa chica en órbita, camarada. Ya puedes bajar los escudos antimeteoros. No creo que ahora piense en levantar polvo a tu alrededor.
—¿Por qué me haces un favor así? —preguntó Chris cansino.
—Querrás decir a mamá y a ti —dijo Billy, quitándose las botas espaciales—. No tenías que preocupar así a mamá.
—¿Cómo?
—Les había computado a ti y a la pequeña Heartburn en órbita de colisión. Bueno, pues Billy lo ha arreglado. A partir de ahora no tendrá en los visores nada que no sea el azul de la Academia del Espacio. —Fue hasta su capa y la dobló con cuidado sobre el respaldo de la silla—. No es cosa mía, compréndelo, camarada, no es nada personal. Lo que pasa es que nadie puede competir contra los Cuerpos Espaciales. Al menos no en lo relacionado con una Venus —dijo con elaborada modestia. Chris podía ver cómo su mente vagaba lejos del tema incluso antes que terminara la frase—. ¿Cómo te ha ido a ti?
—¿Ido? Oh, la señorita Stein.
—Oh, la señorita Stein. Te aviso como amigo, camarada. Ése es el siguiente objetivo.
Chris se recostó y cerró los ojos.
—¿Nunca estás satisfecho?
—Mira, camarada —dijo Billy por encima del hombro—. «Satisfecho» es una palabra que no existe a bordo. Yo planteo las cosas bien claras y evidentes, los giróscopos tienen que estar situados en el eje de la nave y mirando a la tobera principal. Así que infórmate: la misión de esta noche iba por mamá y por ti. La de mañana va por mí. Corto. —Abrió su bolsa y sacó su pijama con cremallera. Fue entonces cuando el jabón tallado atrajo su atención—. ¿Qué hacías con eso, camarada?
—Nada —dijo Chris, tan desganado como antes, pero atento como un lince.
—Tallas jabón. He oído hablar de eso. Me lo he planteado alguna vez. —Se inclinó a examinar el trabajo y, de pronto, se echó a reír. Con esa risa—. Hey, ya va siendo hora para que tenga un nuevo hobby. Esto no está mal para un principiante. —Movió la pantalla de la lámpara adelante y atrás para provocar sombras—. Creo que voy a arreglártelo un poco. ¿Te parece bien, Chris?
—Estaba a punto de ter…
—De acuerdo. No te preocupes. Ni te darás cuenta que lo he tocado.
Había dejado de escuchar a Chris mientras Chris hablaba, dejado de escucharse a sí mismo antes que él mismo terminara. Se inclinó y tanteó el jabón con la punta del cortaplumas, repitió el movimiento. Se acercó más aún, pensativo. Se sentó con gesto brusco, plantó sólidamente los codos en el escritorio, acercó la luz y se puso a trabajar.
Detrás suyo, Chris asintió una vez, sonriendo luego a sus pensamientos, bajando de un nivel a otro, hasta llegar al básico, donde estaba el conocimiento de quién empezaba (y habitualmente terminaba) cosas… hasta que se durmió.
El señor Magruder tenía el hábito de no desayunar en casa; subía a su solemne y despampanante Buick y se dirigía con él a la ciudad, donde ordenaba que le subieran un té al despacho. Esas cosas solía hacerlas a una hora tan insoportablemente temprana que su tácita oferta de transporte a todo el que quisiera acompañarle era siempre rechazada.
Pero esta vez fue una excepción. La señora Binns encajó el cambio con educadas protestas e interna satisfacción; Billy se había acostado tarde, por haberse quedado hasta tan tarde haciendo algo en su cuarto, y ahora podría tomarse su tiempo para preparar un desayuno realmente espléndido. Y Chris, con un aspecto desacostumbradamente animado y alegre, sostenía el codo de Gerda Stein mientras ésta se las arreglaba con los escalones del frente y le abría la vieja puerta cromada del Buick.
Una vez que pasaron la curva, Chris respiró profundamente y dijo:
—Estoy seguro que hoy no necesitará a la señorita Stein, señor Magruder.
El anciano no dijo nada y se limitó a conducir con su ritmo inmutable y al límite de lo legal.
Gerda Stein clavó sus atentos e inexpresivos ojos en la cara de Chris. Nadie dijo nada durante las próximas dos manzanas.
—Del mismo modo —dijo Chris con firmeza— le agradecería que llamara a mi trabajo a eso de las 9.15 para informarles que hoy no iré. Podría hacerlo yo, pero quiero quitármelo de la cabeza cuanto antes.
El señor Magruder apartó el pie del acelerador y dejó que el coche llegara hasta una señal de «Pare» antes de pisar el freno. Empleó en ello un largo y silencioso momento. Chris abrió la puerta y ayudó a salir a Gerda Stein. Luego cerró la puerta.
—Gracias, señor Magruder.
En cuanto el coche desapareció de la vista, Chris Binns rompió a reír como un loco. Gerda Stein se apoyaba en él, o le ayudaba a incorporarse, y al poco también se echó a reír.
—¿A qué viene esto? —preguntó cuando pudo.
Chris se secó las lágrimas.
—Maldita sea si lo sé. Demasiado de…, demasiadas cosas al mismo tiempo, supongo.
Siguiendo un impulso, Chris deslizó suavemente la mano desde su frente hasta el borde de su mandíbula, sin llegar a tomarle la barbilla.
Ella permaneció inmóvil mientras él hacía esto, y cuando dejó caer la mano, le dijo:
—Bueno, hola.
Él deseó tener algo que decir pero, tras dos intentos, lo único que pudo articular fue:
—¿De-desayunamos? —Así que los dos se echaron a reír y empezaron a caminar, con Chris tomándola del brazo. Ella caminaba sin problemas a su lado, con pasos largos y mensurados—. ¿Se puede bailar en una nave espacial?
—Sólo lentos —dijo, guiñando un ojo.
Tomaron tortitas con almíbar de fresa y el mejor café del mundo. Tuvo cuidado con lo que pensaba y sonrió. Ella le miró a la cara.
—Y ahora, unas preguntas —dijo él cuando terminaron y pidieron otro café.
—Adelante.
—Dijiste que la nave colonizadora se estrelló aquí hace unos veinticinco mil años. ¿Qué me dices del Hombre de Pekín y el australopiteco y los demás?
—Eran indígenas.
Ella le tocó para añadir énfasis.
—Chris, te quedarás tranquilo si piensas en términos galácticos, u otros mayores. Cuando uno de esos mecanismos buscadores está programado con un planeta de este tipo, no se conforma con un casi. Y en términos multigalácticos hay mucho donde elegir. El Homo Sapiens, o algo muy semejante, se da en muchos de esos planetas, por no decir en la mayoría. En el caso de la Tierra, debieron llegar a mezclarse. No podemos estar seguros, pero existen precedentes. El caso es que, pasara o no, la presencia aquí de los hombres del espacio no era ninguna juerga para las demás razas. En su elemento resulta un buen tipo, pero se encamina muy rápidamente a la masa crítica cuando permites que se amontone.
»Ahora bien. Volvamos a esa cuestión de las neurosis. ¿Por qué el hombre del espacio se siente tan fuera de lugar en un planeta? Siempre se le ha considerado muy adaptable.
»¡Y desde luego lo es! ¿Acaso no ha sobrevivido aquí durante veinticinco mil años? Pero qué me dices de las neurosis. Son bastantes como para tenerlas en cuenta, una vez asimilados los impulsos básicos. Míralo así:
»Hay algo característico que ha sido tema de más preocupaciones, burlas y chistes malos que cualquier otra cosa, exceptuando el sexo. Hablo del culto a la vuelta al útero. Introspección e introversión y agorafobia y Dios sabe qué más, yendo del ridículo, como el hombre que no puede trabajar en una oficina donde no tiene una pared detrás de sí, a lo sublime, como el concepto del Nirvana; todo se reduce a un deseo de retornar al útero, a un útero cerrado, sustentador y virtualmente ingrávido. En cuanto descubres que ese útero no es más que un símbolo de esa otra herencia, ¿qué otra explicación necesitas?
—Que me condenen —susurró Chris.
—La otra tensión interna casi universal tiene que ver con la gente, aunque algunos de nosotros lo compensamos admirablemente. ¿Cuál es el estado ideal para la mayoría de la gente? La familia. La unidad familiar cerrada, autocontenida y mutuamente responsable. Sólo los extraños acaban con la comunicación; sólo los forasteros son impredecibles. De ahí nuestras locuras culturales, las que te mencioné antes, la xenofobia, el miedo al forastero. Los hombres del espacio viajan en pequeñas unidades familiares sexualmente equilibradas, los jóvenes van adquiriendo naves y compañeros propios a medida que sus naves se encuentran y recorren todo el Universo.
—Que me condenen otra vez —dijo Chris.
—Planteémonos ahora el hombre del espacio ideal: tiene que ser un neurótico en la Tierra, como lo estaría sobre terreno firme una persona educada desde la cuna para caminar sobre cables y cuerdas, si es que puedes concebir algo así. Se agotaría rápidamente por los reflejos compensatorios que ahora le son innecesarios. Tu auténtico hombre del espacio querría conocimientos, no pasatiempos. Su reacción ante las tensiones externas sería la de retraerse a sus propios recursos; primero a su nave (como tú, a tu trabajo), y luego a sus propios pensamientos y a donde puedan llevarle éstos (como haces tú en tu tiempo libre). Y querría una…
Chris la miró a los ojos.
—Adelante —dijo con suavidad.
—Querría, no mujeres, sino una compañera —dijo.
—Sí.
Le llevó un tiempo, pero al final pudo sonreír.
—¿Alguna pregunta más? —dijo.
—Sí… ¿Qué pasará con Billy?
—Oh, estará bien —dijo con seguridad—. Él y los que son como él. Se graduará, y recibirá algo más de entrenamiento, y se graduará otra vez. Quizá se quede donde está, y entrene a otros. O consiga un buen trabajo. Puede que de capitán en un transbordador lunar, o de segundo oficial en la primera nave a Marte. El espacio hará que se ponga enfermo, que esté tenso, aprensivo, siempre a disgusto, pero lo resistirá y aguantará hasta el final. Al cabo del tiempo, se retirará con honores y una pensión.
—¿Y no lo sabrá nunca?
—Eso sería demasiado cruel… ¿Alguna pregunta más?
—Sólo una que no he sido capaz de contestar. Uno de los miedos más constantes de la Humanidad, algunos dicen que es el único con el que nacemos y que no tenemos que descubrirlo, es el miedo a caer. ¿Cómo lo encajas con lo del hombre del espacio?
Ella se rió.
—¿No has podido adivinarlo?
Negó con la cabeza.
Ella se inclinó hacia adelante, capturándole con su mirada y su urgencia.
—Tú estás en casa, a la que perteneces, en el espacio, con toda esa acogedora inmensidad a tu alrededor, y así es como vives, y trabajas, y duermes…, y de pronto, justamente ahí, tienes un planeta debajo.
Eso le golpeó tan bruscamente que boqueó y se tensó, retrayéndose para alejarse del suelo, de la enorme y opresiva masa de la Tierra.
—No estás cayendo —le susurró ella al corazón de su terror—. ¡Va a caerte encima!
Él cerró los ojos y se agarró a la mesa y se obligó a reorientarse. Entonces, con lentitud, la miró y consiguió sonreír.
—Has conseguido a tu hombre —dijo—. Salgamos de aquí, capitán.
Queridos Chris y Gerda: Les aseguro que mi vida jamás estuvo tan agitada. El que se casaran así de rápido y que luego el señor Magruder te encontrara ese maravilloso trabajo, aunque no sé qué es lo que tiene de maravilloso eso de Nueva Zelanda. Sin embargo, si eres feliz…
Y encima Billy fue corriendo a casarse con Tess Milburn así de esa manera porque lo hicieran ustedes y no lo entiendo, siempre pensé que Billy tenía sus propias ideas y que no podía ser dirigido por nadie, es como si alguien hubiera apretado un botón y bang, lo hubiera hecho, ahora que lo pienso es así como decidió ir a eso de la Academia y dice que fuiste tú quien le inició en lo de tallar jabón. Te aseguro que ya no sé ni dónde estoy con esto de mantener en secreto la boda hasta que se gradúe e intentando encontrar en la casa una nueva pastilla de jabón.
Hablando del señor Magruder, ya no está conmigo, se limitó a pagarme este mes y a dejarme sin decir más. Me han dicho que está en casa de la señora Burnett en Cecil Street, la que sólo tiene esa casita y ese hijo suyo sin remedio que se dedica a hacer cámaras y qué sé yo y que se encierra en su habitación todo el tiempo, lo cual resulta de lo más insultante después de lo que he hecho por él durante estos ocho años.
Bueno, queridos, cuídense mucho y envíenme fotos de ustedes con las ovejas o cabras o lo que sea que tengan sus hijos por mascota.
Les quiere,
mamá.
Envío por Radio Etérica
Operatorio Grout X 3115
CAPITÁN GERDA STEIN
SEGUNDO CHRISTOPHER STEIN
LA TERCERA CARTA PREPARADA HA SIDO ENVIADA A LA SEÑORA BINNS SEGÚN LAS INSTRUCCIONES INCLUYENDO FOTOS DE LA GRANJA DE OVEJAS. MAGRUDER ENVÍA SALUDOS Y DICE QUE TIENE UN CANDIDATO SEGURO EN EL CHICO BURNETT. PASE EL DATO. NOS VEMOS EN DIEZ AÑOS O ALGO ASÍ.
GROUT
AUCKLAND NUEVA ZELANDA
TERRA (SOL 3).
TERC 345
CUAD 196887
OCT384
(Intraducible).
13996462597