Nunca contarle la verdad a los humanos.
No recuerdo haber formulado este precepto; sé que lo he seguido toda mi vida.
Pero ¿a Henry?
Con Henry no importaría.
Podría decirse que Henry no contaba.
¿Y quién podría culparme? Descubrí que ser yo resultaba un trabajo solitario. Hacer mejores cosas que el resto de la gente —y para colmo hacerlas mejor— lleva implícita su propia recompensa, hasta cierto punto. Pero descubrir lo de esos asesinatos, esas decenas y decenas de hermosos asesinatos impunes, y no poder contárselo a nadie…, bueno, me comporto como un ser humano de tantas otras formas…
Y además, sólo era Henry.
Cuando yo era niño, tenía que recorrer cuatro kilómetros para ir a la escuela y, menos cuando nevaba, usaba patines. A veces hacía mucho frío, en ocasiones demasiado calor, y muy a menudo llovía, pero diluviara o chispeara, Henry siempre estaba allí cuando yo llegaba. Esto fue hace veinte años, pero sólo tengo que cerrar los ojos para recuperarlo todo, a él y su cara perruna y hogareña, su boca rara y flexible contorsionada por la risa y la bienvenida. Me tomaría los libros y los pondría junto a la pared, y de hacer frío frotaría una de mis manos entre las dos suyas, o de llover, o hacer mucho calor me tiraría una toalla del vestuario.
Nunca pude imaginar por qué lo hacía. Era mucho más que una simple adoración al héroe, y bien sabe el Señor que sacaba más bien poco de mí.
Eso se prolongó durante muchos años, hasta que se graduó. Yo no lo hice tan bien y me llevó más tiempo aprobar. No creo que tuviera muchas ganas de graduarme después que Henry lo hizo; la escuela me parecía repentinamente desierta, así que trabajé algo y conseguí librarme de ella.
Después de eso, pasé un buen montón de tiempo intentando alcanzar unos ingresos regulares sin especializarme en nada, y lo conseguí escribiendo artículos para el suplemento dominical de uno de esos periódicos cuya política editorial resulta aborrecible para la gente decente, pero no importa; no los lee nadie decente.
Escribo sobre inundaciones, describiendo convincentemente la segura tumba acuática que será Norteamérica, y escribo sobre sequías y la evaporación del agua potable, visualizando cómo expirarán nuestros nietos sobre desoladas llanuras tan secas como una patata frita. También tenemos la perenne colisión con un planeta errante, y reportajes sobre chiflados que predicen el fin del mundo, y biografías de grandes patriotas cuya grandeza no entra en conflicto con la página editorial. Hay que vivir, y nada de todo esto acaba molestándote, cuando lo encierras en un compartimiento lejos de lo que piensas.
Así que pasaron un montón de cosas, y con ellas se fueron veinte años, y un día me encontré con Henry.
La primera cosa de él que tenía gracia fue que no había cambiado. No creo que hubiera crecido mucho. Seguía teniendo ese pelo ordinario y esa boca grande y fea y esos ojos ardientes y felices. La segunda cosa con gracia era la manera en que iba vestido; con ropas de segunda mano, como siempre: el cuello de la camisa cuatro tallas demasiado grande, un traje que le hacía bolsas por todas partes y un jersey raído que habría contrastado amargamente con sus viejos pantalones de cheviot de no estar ambos tan gastados.
Se acercó hasta mí, jadeando con la lengua fuera de ese temprano día otoñal, y en el que, a excepción de Henry, toda la gente que había a la vista llevaba abrigo. Le reconocí en seguida y no pude evitarlo: me paré y me reí de él. Él también se rió, alegre hasta el punto de casi arrodillarse, sin importarle de lo que estuviera riéndome, dando la bienvenida a la risa por sí misma. Dijo mi nombre confusamente, una y otra vez; Henry siempre habla de forma confusa por esa sonrisa que le recorre media cabeza.
—¡Vamos! —bramé, empujándole luego. Eso siempre le hacía guiñar un ojo, y lo hizo ahora—. Te invito a una copa. ¡A nueve copas!
—No —dijo, sonriente, retrocediendo un poco, y meneó la cabeza de forma muy graciosa, como si fuera a agacharse—. Ahora no puedo.
Me dio la impresión que miraba mi traje a medida, o puede que la perla de mi pasador de corbata. O puede que se sorprendiera de la forma en que yo miraba sus harapos. Agitó las manos desatinadamente delante de él, como una vieja a la que pillan desnuda y no sabe con qué taparse.
—No bebo.
—Beberás —dije.
Le agarré por la muñeca y le arrastré hasta doblar la esquina, para meterle luego en el local de Molson, donde tironeó inútilmente de mí y murmuró cosas entre sus encajados y sólidos dientes. Yo quería una copa y necesitaba unas risas, y las necesitaba ahora, y no pensaba arrastrarle hasta Skid Row para que Henry no se sintiera fuera de lugar.
Había alguien sentado en el reservado, alguien a quien precisamente no quería ver. Ser visto por. Pero, no creo que mi paso vacilara ni un ápice al verla. Qué diablos, todavía tiene que llegar el día en que no pueda manejar a las tipas como ella…
—Siéntate —dije, y Henry tuvo que hacerlo; le empujé y el borde de la silla chocó con la parte de atrás de sus rodillas.
Me senté yo también, empujándole con la cadera lo bastante como para que los bordes de sus viejas y gastadas ropas se colaran por el hueco entre silla y pared y quedaran lo bastante pillados como para que no pudiera levantarse si yo no me movía antes.
—¡Steve! —grité, como si no me importara que los que estaban en el local supieran que estaba allí.
Steve ya venía a atendernos, pero siempre le grito así; le molesta. Steve también es un tipo gracioso.
—Yavá, yavá —se quejó—. ¿Qué van a tomar?
—¿Qué bebes, Henry?
—Oh, nada…, yo, nada.
Le bufé y miré a Steve.
—Dos whiskies con un toque de soda.
Steve gruñó y se alejó.
—De verdad —dijo Henry, con su gesto de quizá-será-mejor-que-me-agache—. No quiero. No bebo.
—Sí bebes —le dije—. ¿Qué ha sido de ti? Vamos, cuéntamelo todo desde el principio. Desde que dejaste la escuela. Quiero la historia de tu vida, conflictos y triunfos, faenas y tragedias.
—¿Mi vida? —preguntó, y creo que estaba sorprendido de verdad—. Oh, no he hecho nada. Trabajo en una tienda —añadió.
Cuando me quedé quieto negando con la cabeza, se miró las manos y las escondió en el regazo como si se avergonzara de las uñas.
—Lo sé, lo sé, no es gran cosa. —Me miró con esa peculiar mirada enrojecida que tenía—. No como tú, con un artículo a la semana en el periódico y todo eso.
Steve apareció con las bebidas. Me callé hasta que se fue. Me gusta aparentar ante Steve que tengo negocios importantes y que no confío en él lo bastante como para que los escuche. Les juro que hay veces en que se puede oír como le rechinan los dientes. Pero nunca ha dicho nada al respecto. Un buen cliente tiene más derechos que cualquier otra persona, así que no puede hacer nada por evitarlo. Sólo trabaja ahí.
—Brindo por el giro que no existe —dije, cuando se marchó—, y la partida que dijo que no podía jugarse. Y brindo por las mentiras que…
—De verdad que no quiero —dijo Henry.
—Si yo voy a ser hospitalario, tú tendrás que ser paciente —le dije, y tomé su vaso y lo planté ante su cara.
Puso los labios en él justo a tiempo de evitar que se le colara por el cuello tamaño gigante del jersey. No hizo más que tomar un sorbo, y esa enorme bocaza suya se encogió hasta adquirir el tamaño de un lunar, como si estuviera chupando por una pajita. Se le desorbitaron los ojos y se le llenaron de lágrimas; intentó contener el licor con la lengua, pero estornudó por la nariz y tragó y empezó a toser.
¿Reírme? Recuperé el aliento cuando estaba a punto de herniarme. Algún día tomaré una cámara y lo repetiré y haré inmortal al viejo Henry.
—¡Dios! —jadeó cuando pudo.
Se secó los ojos con las raídas mangas. Supongo que no tenía pañuelo.
—Eso ha dolido. —Pero volvía a sonreír con su vieja sonrisa de siempre—. ¿Bebes siempre esto? —medio tartamudeó.
—Constantemente, así —dije, y me bebí el resto de su copa—, y así —y me bebí la mía—. ¡Steve! —Steve ya tenía preparada la siguiente ronda y yo lo sabía, que era por lo que le gritaba—. Volvamos a lo que estabas contándome… —y volví a interrumpirme mientras Steve llegaba a nuestra mesa, ponía la nueva ronda, recogía los vasos vacíos y se marchaba—, a la historia de tu vida. Estabas aquí sentado y me decías: «Oh, nada», y dijiste que trabajabas en una tienda, punto. Ahora, yo te contaré a ti la historia de tu vida. Lo primero será decirte quién eres. Eres Henry, nadie más de este universo gris verdoso de Dios ha sido nunca este Henry en particular. Empezaremos por ahí. Ningún…
—Pero, yo… —dijo Henry.
—Ninguna montaña —continué—, ninguna supernova, ningún núcleo atómico, en pleno estado de fisión es más notable que el simple hecho que tú, Henry, seas simplemente Henry. Nómbrame un terremoto, un roble, un caballo de carreras o una tesis de medicina y, por Dios, que yo te nombraré uno semejante que se haya dado con anterioridad. Tú —dije, inclinándome hacia adelante y clavando mi dedo índice en su esternón—, Henry, eres único y sin precedentes en este planeta y galaxia.
—No, no lo soy —rió, apartándose del dedo, lo cual no le sirvió de mucho cuando le tuve clavado contra la pared de detrás de él.
—Ninguna supernova —repetí, al descubrir que la frase era un modo maravilloso de hacer subir por la nariz el aroma del licor—. Nos limitaremos a empezar por ahí —continué—. Eres un milagro por el simple hecho de existir, aparte de todo lo que hayas podido decir, hacer o soñar.
Aparté el dedo y volví a sentarme para mirarle fijamente.
—Ah —dijo; te juro que se sonrojó—. Ah, hay muchos más que son como yo.
—Ni uno solo. —Sopesé el vaso, descubrí que estaba vacío y bebí del suyo porque tenía la boca preparada para beber algo—. ¡Steve! —Esperé en silencio, observando como Henry se frotaba el esternón mientras llegaban los vasos llenos y se iban los vacíos—. Así que hemos empezado con un milagro. ¿Por dónde seguimos a partir de ahí? ¿Cómo capear eso?
Él soltó una especie de risita. Significaba «no sé».
—Nunca oíste a nadie hablar de este modo de ti, ¿verdad?
—No.
—Muy bien.
Volví a mostrar el índice, pero no le toqué con él porque esperaba que lo hiciera.
Podía ver por encima de su hombro, en el espejo de la pared, a la mujer que estaba sola en el reservado, llorando. Siempre fue una buena llorona, sí.
—Te diré por qué hablo así, Henry —dije—. Lo hago por tu propio bien, porque no sabes lo que eres. Vas por ahí diciéndole a la gente «oh, nada» cuando te piden la historia de tu vida, y para empezar eres un milagro ambulante. ¿Por dónde continuamos ahora?
Se encogió de hombros.
—¿Te sientes mejor, ahora que sabes lo que eres?
—Yo no…, nunca se me ocurrió. —Me miró de pronto, como si hubiera descubierto lo que yo quería que dijera—. Supongo que sí.
—Muy bien, entonces. Eso facilita las cosas. Te las facilita, porque ahora voy a decirte lo que eres, Henry. ¿Qué eres, Henry?
—Bueno, tú dijiste que… —tragó saliva— un milagro.
Bajé el puño dando un golpe que sobresaltó a todo el mundo, incluso a la del espejo, pero especialmente a Henry.
—¡No! Yo te diré lo que eres. Eres un don nadie, ¡una nulidad tipo nada! —Me incliné hacia adelante. Él se encogió ante el dedo como un caracol ante la sal—. Y ahora me dirás que eso es una paradoja. Vas a decir que me contradigo.
—No, yo no.
Su voz temblaba y ahora volvía a sonreír.
—Bueno, de acuerdo, pero es lo que estás pensando, niño. —Alcé mi vaso—. Brindo por los ojos, azul castaño y leonados, y por los fuegos que esos ojos han caldeado; no me refiero a los fuegos que queman chozas, sino a los que…
—No, gracias —dijo.
Apuré mi bebida.
—Y quiero decir —inquirí en voz alta para mí— una nada de verdad. —Tomé su vaso y lo alcé; le miré—. ¿Quieres hacer el favor de no pisarme las frases?
—Lo siento. No me había dado cuenta. —Señaló vagamente—. No sabía que alguien pudiese aguantar tanto de este…, este whisky.
—Tengo noticias para ti, niño —dije, y le guiñé un ojo—. Ya va siendo hora de irse a casa y este whisky es lo único que he tomado para comer, y es lo que he tenido de merienda, té de alto octanaje, ¿captas?, y es lo que voy a tener de cena, y bien puedes envidiar esta capacidad mía. Entre otras cosas. Y ahora te diré por qué no he proferido paradoja alguna al describirte como un milagro y una simultánea, coexistente y concurrente nada.
Olí su bebida y la bajé.
—Empezaste siendo todo lo que describí, único y sin precedentes. Si piensas en ello, cosa que dudo, creerás que naciste desnudo e indefenso, y que no has hecho otra cosa que ganar, desde entonces, la capacidad del habla, la habilidad de leer, cierta educación (el que la llame así te indica el buen humor en que me encuentro) y, últimamente, alguna clase de trabajo en alguna clase de tienda, el derecho al voto y este…, bueno, traje inusual que llevas. Por muy modesto que seas acerca de esas realizaciones, y lo eres, lo eres de verdad, te parece que sólo son ganancias añadidas a lo que tenías al empezar. Bueno, pues no lo son. Has perdido desde el mismo día en que naciste. ¿Qué diablos estás mirando?
—A esa chica. Está llorando. Pero estoy escuchando lo que estás diciéndome.
—Es lo mejor que puedes hacer. Esto lo hago por ti, por tu propio bien. Deja que llore. Si llora lo bastante, acabará descubriendo que llorar no sirve para nada. Entonces lo dejará.
—¿Sabes por qué está llorando?
¡Claro que lo sabía!
—Sí, y es un sistema bastante inútil. ¿Dónde estaba?
—Estoy perdiendo desde que nací —me recordó Henry, obediente.
—Sí, sí. Lo que has perdido es potencial, Henry. Empezaste con capacidad para hacerlo casi todo, y has llegado a un punto donde apenas eres capaz de hacer nada. Y, por otra parte, yo empecé siendo incapaz de hacer prácticamente nada y ahora puedo nacerlo casi todo.
—¡Eso es maravilloso! —dijo cálidamente.
—No tienes ni idea —le dije—. Ahora, recuerda que estamos hablando de ti. Ya verás la relación. Sólo quiero ponerte un ejemplo… En estos días, la gente se especializa en algo o no consigue llegar a nada; es lo uno o lo otro. Si eres lo bastante afortunado como para tener un talento determinado y encontrar un trabajo donde utilizarlo, llegarás lejos. Si tu trabajo no tiene nada que ver con tu talento, todavía podrás hacer algo. Si careces de talento, tienes un buen sustituto en trabajar con dureza en una sola cosa. Pero en cada caso, lo bueno que eres depende de cuánto te especialices y de cuánto trabajes dentro de tu especialidad. Yo, en cambio, soy diferente. ¡Steve!
—Nada para mí —insistió Henry, suplicante.
—Otra ronda, Steve. Henry, deja de interrumpirme cuando estoy haciéndote un favor. Lo que yo soy es lo que podrías llamar un especialista no especializado. Somos pocos y dispersos, Henry. Los que son como yo, quiero decir. En cuanto a lo concerniente al trabajo, tengo una brillante luz roja aquí… —me toqué la frente— que se enciende si permanezco demasiado tiempo en un mismo tipo de trabajo. Cada vez que sucede, dejo rápidamente lo que estoy haciendo y me pongo a hacer otra cosa. En cuanto al talento, lo tengo, supongo. Pero no lo uso. Lo evito. Es la única cosa que puede atraparme en la especialización y no pienso verme atrapado, ni por nadie ni por nada. ¡Yo no!
—Tienes mucho talento para escribir —dijo Henry, inseguro.
—Muchas gracias, Henry, pero te equivocas. Escribir no es un talento. Es una habilidad. Hay formas de pensamiento, tipos de pensamiento, que podríamos considerar basados en el talento; pero escribir sólo es una verbalización, una forma de poner en un código aceptado lo que ya tienes en la cabeza. Aprender a escribir es como aprender a mecanografiar, la transformación de una clase de energía en un símbolo. Lo que cuenta es lo que se escribe, no cómo lo haces. ¿Qué pasa? ¿Voy demasiado de prisa?
Estaba mirando al interior del local por encima de mi hombro mientras sonreía.
—Todavía sigue llorando.
—Olvídalo. Todos los días hay mujeres que pierden maridos. Acaban superándolo.
—Perder… ¿Ha muerto su marido?
—Ambas cosas.
Volvió a mirar y observé su boca abierta, la exhibición de dientes fuertes y desiguales. No le culpaba. Era una chica desacostumbradamente atractiva y no había moros en la costa. Me pregunté qué podría decírsele a Henry para que no sonriera.
Entonces volvió a mirarme.
—Estabas hablando de lo que escribes —dijo.
—Ah. Ahora, Henry, supón que te encargan escribir un artículo todas las semanas y que escribes todas y cada una de las frases para que se las crea el hombre que las lee. Y supón que un artículo dice: «El mundo se acaba». Y otro dice: «El mundo no se acaba». Uno dice: «Ningún hombre es bueno. Sólo se limita a luchar contra su maldad innata». Y otro dice: «Ningún grado de maldad puede alterar la bondad intrínseca de los seres humanos». ¿Ves a lo que me refiero? Cada una de las palabras de este artículo surge como si fuera una revelación. Todos los artículos rezuman sinceridad. ¿Dirías que el escritor de toda esa basura cree, o no, en lo que escribe?
—Bueno, supongo… No lo sé. Yo… —Miró fugazmente a mis ojos, intentando otra vez descubrir lo que quería que dijera—. Bueno —dijo torpemente, cuando me limité a guardar silencio sin ayudarle—. Si tú, o sea, yo, escribiera así, si yo digo que el blanco es blanco y luego que es azul…, bueno, supongo, ¿no puedo creer las dos cosas?
Su voz puso tímidamente el signo de interrogación al final y pretendió encogerse.
—Quieres decir que esa clase de escritor no cree en nada de lo que escribe. Bueno, sabía que ibas a decir eso, y has errado en un ciento tres por ciento.
Y me incliné hacia adelante y le miré.
Él se miró el regazo.
—Lo siento. —Y luego—: ¿Lo cree en parte?
—¡No!
—Oh —dijo Henry.
Desplazó su vaso un centímetro a la izquierda con gesto miserable. Se lo quité.
—Un escritor así —dije— aprende a creer en todo lo que escribe. Claro que el blanco es blanco. Pero fíjate, mira hasta donde llega un microscopio, y más lejos aún, ¿qué es lo que tienes? Medidas que sólo pueden ser aproximativas; partículas que no son ni partículas, sino lugares con probabilidades de contener cargas eléctricas…; en otras palabras, un área donde nada es un hecho, donde nada sigue las reglas que hemos establecido para el adecuado comportamiento de los hechos.
»Ahora vayamos en dirección contraria, hacia el espacio, más lejos de donde alcanzan los telescopios más grandes, ¿y qué encuentras? ¡Lo mismo! Lo inconmensurable, el área de posibilidad y probabilidad, donde la computación teórica (o jerga científica para especulación a ciegas) se convierte en matemáticas aceptables. Por lo tanto, hemos vivido todos estos años pensando que el blanco es blanco y que un sencillo a más b equivale a un respetable c.
»Puede que tuviéramos excusa para pensar así cuando no sabíamos que todos los micrómetros del microcosmos y el macrocosmos estaban hechos de caucho y que las cintas métricas estaban impresas en macarrones mojados. Pero ahora lo sabemos; así que, ¿con qué derecho asumimos que todo lo de arriba es nebuloso y lo de abajo embarrado, pero que todo lo de aquí es reluciente como un alfiler y se le quita el polvo todos los días? Yo sostengo que ninguna cosa es al mismo tiempo cualquier cosa; que ninguna cosa prueba cualquier cosa, y que ninguna cosa sigue a cualquier cosa; ninguna cosa es realmente real, y que la idea que vivimos en el confortable relleno de un confuso sandwich no es más que una ilusión.
»Pero no puedes ir por ahí sin creer en la realidad mientras haces tu trabajo y te pagan por ello. Así que la única alternativa que te queda es la de creer en todo con lo que te tropiezas, en todo lo que oigas y, especialmente, en todo lo que piensas.
—Pero yo… —dijo Henry.
—Cállate. Ahora bien, la creencia (la fe, si lo prefieres) es algo peculiar. El conocimiento también ayuda, pero al mismo tiempo sólo puede existir en presencia de la ignorancia. Mantengo como axioma que toda información completa, realmente completa, sobre cualquier tema acabará destruyendo toda creencia en él. Las distancias que separan las piedras de la lógica son las únicas que dan pie a esa especie de ignorancia llamada intuición, sin la cual no puede moverse la mente. Así que volvemos a donde empezamos; al no especializarme en nada, me limito a salvaguardar mi ignorancia, y mientras mantenga esta ignorancia a un determinado nivel crítico, podré decir cualquier cosa u oír cualquier cosa y creérmelas. Así, vivir resulta toda una diversión y yo me divierto más que nadie.
Henry sonrió ampliamente y afirmó con la cabeza en señal de profunda admiración.
—Me alegro si es así, o sea, si eres feliz.
—¿Qué quieres decir con ese si? Obtengo todo lo que quiero, Henry; siempre consigo lo que quiero. Si esto no es ser feliz, ¿qué lo es?
—No lo sé —Henry cerró un momento los ojos y luego añadió—: No lo sé… Déjame salir, ¿quieres?
—¿Vas a alguna parte? Todavía no he acabado contigo, Henry, chico. Ni siquiera he empezado a acabar contigo.
Miró ansioso a la puerta y, sin moverse, pareció suspirar. Luego volvió a sonreír.
—Sólo quiero ir al, eh…, ya sabes.
—Ah, eso. El departamento de la cerveza usada está bajando esa escalera de allí.
Me levanté y le dejé pasar. No había modo de salir de Molson como no fuera pasando delante de mí; no podría largarse.
¿Por qué no debía largarse?
Porque hacía que me sintiera bien, por eso. Había algo en Henry, una especie de delicado efecto encandilador, que me era de lo más atrayente. Recítale el abecedario y te juro que parecerá encandilado. Y no es que lo que estaba largándole no pudiera encandilar a cualquiera.
Fue entonces cuando decidí contarle lo del asesino.
La habitación se tambaleó de pronto y me agarré al borde de la mesa y la detuve. Reconocí el síntoma. Sería mejor que consiguiera algo de comer antes de seguir empapándome en bebida. No quería ponerme ofensivo.
Fue entonces cuando sentí, más que oí, una especie de conmoción. Levanté la mirada. Ese maldito imbécil de Henry estaba inclinado, apoyando las manos en la mesa donde estaba sentada esa como-se-llame, la que lloraba todo el rato. Vi como ella alzaba la mirada y luego se le retorció toda la cara. Se levantó de golpe y le plantó una en la mejilla que le hizo dar media vuelta. De lo siguiente que te dabas cuenta era que estaba saliendo por la puerta, con Henry mirándola y sonriendo y frotándose lentamente la cara.
—¡Henry!
Henry se dio la vuelta, volvió a mirar la puerta, y se tambaleó hacia mí.
—Henry, viejo lobo; qué callado te lo tenías —dije—. ¿Desde cuándo recoges tomates?
Se limitó a sentarse pesadamente y a frotarse la mejilla.
—¡Dios!
—¿Por qué no me dijiste que querías intentar algo con ella? Te habría evitado la molestia. No será buena para nada hasta dentro de varias semanas. No puede pensar en nada que no sea…
—No era nada de eso. Sólo le pregunté si podía hacer algo por ella. No pareció oírme, así que repetí la pregunta. Entonces se levantó y me pegó. Eso es todo.
Me reí de él.
—Bueno, probablemente le hiciste un favor. Está mejor enfadada con alguien que ahí sentada deshaciéndose en lágrimas. Por cierto, ¿qué es lo que te hizo pensar que podrías llegar con ella a la primera base?
Sonrió y negó con la cabeza.
—Te lo digo en serio, de verdad que no quería nada, sólo ver si podía ayudarla. —Se encogió de hombros—. Estaba llorando —dijo, como si eso explicara algo.
—¿Y a ti qué te importaba?
Él negó con la cabeza.
—¡Ya me parecía! —le palmeé en la espalda—. Por ahí es por donde empezaremos, Henry. Vamos a rehacerte del todo, eso es lo que vamos a hacer. Vamos a liberarte de tus camisas gigantes de segunda mano y de tus ideas enanas de niño explorador. Vamos a descubrir qué es lo que quieres de verdad y luego veremos cómo aprendes a conseguírtelo.
—Pero yo estoy…, o sea, la verdad no…
—¡Cállate! Y la primera piedra angular y cosa importante que tienes que meterte en la cabeza hasta que se te ponga la cara azul es: nunca hagas nada por nada. En otras palabras, pregúntate: «¿Qué gano yo con esto?», y no hagas nada sobre nada hasta que no recibas un «¡Mucho!», por respuesta. ¡Steve! ¡La cuenta! Así siempre tendrás una cartera nueva acompañando a tu nuevo traje, y nadie, mucho menos las chicas, te abofeteará en un mugriento tugurio como éste.
La verdad es que no era un mugriento tugurio, pero Steve llegaba en ese momento y quería que me oyera decirlo. Le di lo que indicaba la cuenta, al centavo, y le dije que se guardara el cambio. Suelo darle propina a Steve de vez en cuando —no muy a menudo—, y entonces lo hago con uno de veinte o más. Lo que no sabe es que si totalizara todas las cuentas y todas las propinas, éstas acabarían sumando exactamente un nueve por ciento. O lo descubre algún día por su cuenta o yo mismo se lo contaré; de una forma u otra, la cosa será divertida. El secreto para divertirse a gusto es prestarle atención a los detalles.
Ya en la calle, Henry se detuvo e hizo dar vueltas a sus pies.
—Bueno, adiós.
—Bueno para nada. Te vienes a casa conmigo.
—Oh —dijo—. No puedo. Tengo que…
—¿Tienes que qué? Vamos, Henry, necesitas ayuda, lo sepas o no; y vas a recibirla, te guste o no. ¿Es que no te he dicho que iba a desmontarte y rehacerte del todo?
Dio un paso a la derecha y luego otro a la izquierda.
—No puedo malgastar tu tiempo. Será mejor que me vaya a casa.
De repente me di cuenta que si no podía convencerle que cambiara de opinión, la única manera para que se viniera conmigo sería arrastrándole. Podía hacerlo, pero no tenía ganas. Siempre hay alguna alternativa al trabajo duro.
—Henry —dije, e hice una pausa.
Él esperó, sin moverse de modo nervioso, erguido y aparentemente tranquilo. Los tipos como Henry no pueden ni luchar ni correr; puedes hacer lo que quieras con ellos. Así que…, piensa. Piensa qué es lo que debes decir en ese momento. Yo lo hice.
—Henry —dije, muy de pronto, muy suavemente, con sinceridad, y el cambio debió sorprenderle más que un grito—. Tengo un problema terrible y eres la única persona del mundo en la que puedo confiar.
—Dios. —Se me acercó un poco más y me miró en el creciente crepúsculo—. ¿Por qué no lo dijiste antes?
Todo hombre tiene una hembrilla sobresaliendo en lo más hondo de su alma. Todo lo que tienes que hacer es encontrarla y colocar ahí tu gancho. Éste era el de Henry. Estuve a punto de reírme, pero no lo hice. Aparté la cara y suspiré.
—Es una larga historia…, pero no debería molestarte con ella. Quizá sea mejor que te…
—No. Oh, no. Iré contigo.
—Eres un amigo, Henry —murmuré, y tragué saliva tan ruidosamente como pude.
Caminamos hasta el parque y empezamos a cruzarlo. Yo caminaba lentamente y mantenía la mirada fija en el vacío, como una plañidera alquilada, mientras Henry trotaba junto a mí, mirándome ansiosamente a la cara de cuando en cuando.
—¿Es por esa chica? —me preguntó al rato.
—No —dije—. Ésa no es ningún problema.
—Su marido. ¿Qué le pasó?
—Lo mismo que al carnero que no se fijó en las curvas de la oveja. —Le di un codazo—. Las curvas, ¿lo atrapas? Es igual, siguió de largo y se tiró por un barranco. —Pasábamos bajo una farola y vi el rostro de Henry—. Algún día se te va a partir la cabeza en dos de tanto sonreír. ¿Por qué vas todo el rato exhibiendo de esa manera los dientes?
—Lo siento —dijo, y cuando casi habíamos atravesado el parque—: ¿Por qué?
—¿Por qué, qué? —pregunté, distraído.
—El marido… por el barranco.
—Ah. Bueno, ella se revolcó en un pajar con alguien y, cuando se lo dijo, él fue y se largó al otro mundo. Hay gente que se toma a sí mismo muy en serio. Hemos llegado.
Le llevé por el camino y a través de las puertas de herculita. En el ascensor, tragó saliva ante la visión de las paredes forradas de madera.
—Esto es muy bonito.
—Resguarda de la lluvia —dije modestamente. Las puertas se abrieron, le guié hasta el descansillo y abrí—. Vamos, entra.
Y entramos y allí, naturalmente, estaba Loretta con La Mirada en su cara, la maldita rabia siempre manifestándose como dolor. Así que empujé a Henry para que pasara adelante y observé cómo La Mirada era reemplazada por Los Modales Hospitalarios.
—Mi mujer —le dije a Henry.
Él retrocedió y volví a empujarle hacia adelante. Sonrió y agitó la cabeza y meneó su figurada cola.
—Oh-oho-ho… —dijo, tragó, y volvió a intentarlo—. Ho-hola, ¿cómo está?
—Es Henry, el viejo compañero de la escuela del que no te he hablado nunca, Loretta. —Nunca le decía nada—. Tiene hambre. Tengo hambre. ¿Qué hay de comida? —Antes que pudiera responder, pregunté—: Unos platos de papel en el estudio ocasionarán menos problema que poner la mesa, ¿eh? —Y debió asentir a esto, así que empujé a Henry hacia el estudio, mientras decía un—: Estupendo, y gracias, oh, mujer entre las mujeres —que la hizo asentir con una promesa.
Entramos y cerré las puertas dobles y me apoyé contra ellas, riéndome.
—¡Dios! —dijo Henry, con ojos cada vez más ardientes—. Nunca me dijiste que…, eh, estabas casado.
La sonrisa titubeó, y luego resplandeció.
—Supongo que no. Es una de esas cosas, Henry. Como el aire que respiras, un moqueo de la nariz, el camino que recorres para ir a la oficina…, todo es lo mismo. Parte de tu entorno. ¿Para qué hablar de ello?
—Sí, pero puede que…, puede que le estemos molestando. ¿Por qué te ríes?
Me reía por el cambio en la cara de Loretta al ver que veníamos. Llegaba tarde y la cena se había echado a perder, y para colmo bebido; y esperaba poder desahogarse montándome una cabalgata de sentimientos heridos por todo el apartamento, y no esperaba que llevara a nadie a casa. Ah, Loretta, tan afectada, tan educada. Se habría muerto antes que mostrar sus sentimientos ante un extraño, y ver cómo pasaba de la hostilidad a la hospitalidad en tres segundos y cinco décimas resultaba, para mí, muy divertido. Siempre hay una manera de resolver las cosas. Todo lo que tienes que hacer es pensar en ella. A tiempo.
—Me río —le dije a Henry— ante la idea que Loretta tenga molestias.
—¿Quieres decir que no molesto?
—Quiero decir que has hecho que todo vaya bien. Siéntate.
Lo hizo.
—Es guapa.
—¿Q…? Ah, Loretta. Sí, sólo tengo de lo mejor. Henry, soy un hombre diferente a los demás hombres.
Tanteó con algunas expresiones faciales y se decidió por una de lerda confusión sonriente.
—¿No lo es todo el mundo? —preguntó tímidamente.
—Sí, idiota. Pero con diferente, me refiero a realmente diferente. No necesariamente mejor —añadí con modestia—. Sólo diferente.
—¿Qué quieres decir con diferente?
El bueno de Henry. ¡Qué hombre más constante!
Como respuesta, tomé mi llavero, saqué la llave plana que abría el archivador y la balanceé.
—Te lo mostraré, en cuanto tengamos algo en el estómago y ninguna interrupción.
—¿Es ése el…, el problema en que me dijiste que estabas, para el que querías mi ayuda?
—Lo es, pero es tan privado y confidencial que no quiero que pienses en él hasta que no cierre la puerta y entre en detalles.
—Oh —dijo—. Muy bien. —Buscó visiblemente alguna cosa de lo que hablar—. ¿Puedo preguntarte algo sobre esa chica que estaba…, la que su marido…?
—Dispara —dije—. No tiene importancia. Henry, tienes un don de lo más condenado para mezclar lo horrendo con lo trivial.
—Lo siento. Parecía tan…, bueno, triste. ¿Qué fue lo que dijiste? No creo haberlo comprendido. —Su voz colocó el signo de interrogación a su extraña sintaxis—. Que ella y alguien… —Sus palabras se salieron del carril y se volvió rosa—. Y su marido descubrió…
—Vaya, si ella y alguien. Y él no lo descubrió, exactamente; ella se lo dijo. La tipa estaba metida en algo de investigaciones, sabes. Probando una droga nueva, de esas que llaman hipnóticas. Y allí estaba ella, despierta y consciente y totalmente receptiva a cualquier clase de sugestiones. Y ya pudiste darte cuenta que no es fea, no está nada mal. Así que la naturaleza siguió su curso. Carpe diem, como decían los romanos, que significa que si no haces un agujero no encontrarás petróleo.
Me miró, nebuloso, pero también sonriendo ampliamente.
—El investigador fue quien le dio la droga. Pero no fue culpa suya. Quiero decir que su marido no tenía por qué…
—Su marido tenía que hacerlo —imité—, al ser como era. Uno de esos idealistas, tipo el-amor-es-sagrado, que, además de todo esto, era muy sensible acerca de la parte de su cara que dejó en Corea. El amor —dije, volviendo a arponear las clavículas de Henry con mi índice— no es más que una ración de copos de avena.
Me eché hacia atrás.
—Además, no tenía ningún modo de saber cómo había pasado todo. Esa droga es algo así como el amytal sódico, aunque sin la menor relación química. Ya sabes, «¡el suero de la verdad!». La diferencia básica es que no te deja atontado o colocado. La tipa se fue directamente a casa, caminando y hablando como siempre, incapaz de ocultar lo que había pasado. Ni siquiera sabía que la habían, eh…, medicado. Lo tomó con el café. Todo lo que podía decir era que había pasado esto-y-aquello y que todo había sido tan sencillo que, a partir de ahora, nunca sabría cuándo podría volver a ocurrirle. El marido lo meditó casi toda la noche y luego se levantó, se metió en su coche y se tiró por el barranco.
Henry sonrió dos veces, superponiendo una sonrisa a la otra.
—¿Y ahora se pasa el tiempo emborrachándose en los bares?
—No se emborracha. ¿Has leído un libro de William Irish titulado Mujer fantasma, Henry? Trata de una chica que acaba con el protagonista rondándole todo el tiempo, que está siempre donde está él, día y noche, durante semanas. A su fracasada manera, esa chica del bar intenta hacer lo mismo conmigo. Se sienta donde puedo verla y me odia. Y llora.
—¿Tú?
Le guiñé un ojo y le dediqué unos chasquidos que hice con la lengua como si le diera el arre a un caballo.
—Investigación, Henry. Un proyecto científico acoge multitudes. Y cubrir multitudes es un buen hobby, especialmente si lo haces de una en una. Pues claro que sé química. No te dije que era un no especialista especializado. Ahora borra esa sonrisa de la cara o no serás capaz de masticar: aquí viene la comida.
Loretta entró con una bandeja. Camarones fritos en mantequilla con salsa picante de naranja, una ensalada verde con cebollitas y nueces gratinadas, y un pastel árabe de miel.
—¡Oh! —jadeó Henry, dando un salto para ponerse en pie—. Oh, esto es espléndido, seño…
—No nos has traído nada para tomar antes una copa, pero supongo que podemos tomarla con la comida —dije.
—Yo no quiero nada, de verdad —dijo Henry.
—Está siendo educado. No dejemos que nuestros huéspedes se muestren educados, ¿eh, Lorrie?
Por un momento, Lorrie sólo tuvo un labio por haberse aspirado el inferior para mordérselo.
—Lo siento. Prepararé… —dijo.
—No prepares nada —le dije—. Trae la botella. No queremos molestarte más, ¿verdad, Henry?
—De verdad que no quiero…
—Vamos, querida. —Dos de cada cinco veces que digo querida, lo hago con un rugido. Puso la bandeja en la mesita de café y se deslizó afuera. Me reí—. Maravilloso, maravilloso. No es que me niegue la bebida, pero desde luego sí que me la esconde. Y ahora, por Dios, que me la va a traer.
Pude oír el sonido viscoso que hicieron las comisuras de la boca de Henry cuando su sonrisa la estiró.
Loretta volvió y le quité la botella.
—Sin sifón; aquí sólo hay hombres. Muy bien, querida, no hace falta que vengas a recoger los platos.
No podía volverse para ir hacia la puerta y no podía apartar los ojos de mí —puede que estuviera asustada—, así que salió de lado, sin olvidarse de dedicarle a Henry el derruido fragmento de una sonrisa de azafata.
—Muchas gracias, seño… —estaba diciendo Henry, pero para cuando consiguió balbucearlo todo, yo había cerrado ya la puerta.
Fui hasta el sofá frotándome las manos.
—Trae la botella, Henry.
La trajo, y se sentó a mi lado, y comimos. Todo estaba muy bueno, que es lo mínimo que puede esperar un hombre. Jugueteé con la idea de gritar pidiendo tabasco, pero de momento ya había disfrutado bastante a costa de Loretta. Mi estómago se sintió a gusto consigo mismo, una vez que envolvió esta comida. Henry absorbía lo que tenía en el plato, en silencio, sin sonreír y enfrascado en ello.
Le eché un trago a Henry, sabiendo que podía permitirme el ser generoso, y me eché otro. Me recosté y disfruté de un buen eructo, lo que sobresaltó a Henry, vacié el bourbon, volví a llenar el vaso y fui hasta el escritorio.
En mi escritorio hay una máquina de escribir, y bajo la máquina de escribir una esterilla para absorber el ruido, y en la esterilla guardo una aguja de máquina de coser, el mejor mondadientes que ha fabricado el hombre. Es fuerte y afilado y tiene un soporte por el que poder agarrarlo sin que se rompa. Me senté en la silla giratoria, apoyé los codos en la máquina de escribir y me hurgué los dientes y contemplé a Henry rebañando con un pedazo de pan la miel del plato de postre…
—Esto estaba…, desde luego, tu mujer sabe…
—Ya te lo dije, Henry, sólo de lo mejor. Siéntate aquí. Tráete el vaso.
Dudó un momento, y luego lo trajo y lo dejó sobre el escritorio y a mi alcance. Se sentó en el borde de la poltrona. Parecía un gatito preocupado en su primer intento de sentarse en una valla. Me reí en sus narices y me sonrió.
—Lo que voy a hacer, Henry —le dije, le dije al vulgar, estúpido, pusilánime, cara de perro de Henry—, es ponerte al corriente de algunas cosas que no conoce ningún ser humano de la Tierra. Y al mismo tiempo voy a decirte que esas cosas son conocidas por cierta cantidad de gente. No es una cantidad muy grande, pero es una cantidad. ¿Pueden ser ciertas ambas afirmaciones?
—Bueno, yo… —dijo, y se sonrojó.
—Eres algo lerdo, así que te pondré las cosas fáciles y sencillas. Acabo de formular una paradoja. Pero no es una paradoja. No te quedes ahí sentado sonriendo y meneando la cabeza. Limítate a escuchar. Acabarás cazándolo. Dime, tú y yo…, ¿somos diferentes el uno del otro?
—Oh, sí —respiró.
—Bien. Y al mismo tiempo todos los seres humanos son semejantes. ¿Y sabes algo? Aquí tampoco hay paradoja.
—¿No?
—No. Este es el porqué. Tú eres como mi mujer y el cantinero y mi editor y todos los millones de reptiles y animales de la Tierra que se hacen llamar seres humanos. Y, como tú mismo has puntualizado tan perceptiblemente, yo no soy como tú. Y, para tu información, no soy como Loretta o Steve o mi editor. ¿Ves ahora por qué no hay paradoja?
Henry se agitó incómodo. Me dejaba totalmente asombrado. ¿Cómo era posible que un tipo como Henry, sin farolear, sin habilidad, sin siquiera, hasta donde yo podía ver, la habilidad para mentir un poquito…, cómo podía vivir tres días consecutivos en un mundo como éste? Fíjense en él, concentrándose en mi pregunta, deseando tanto encontrar la respuesta acertada.
Lo que encontró fue una abyecta disculpa.
—No, no lo veo. No lo sé. —Sus ojos parpadearon, el avergonzado sonrojo crepitó y se desvaneció—. A no ser que quieras decir que no eres un ser humano.
Soltó una débil risita y volvió a hacer ese gesto suyo, medio protección, medio encogerse.
Me eché hacia atrás y le miré fijo.
—¿Verdad que es un alivio saber que, después de todo, no eres tan tonto?
—¿Es eso lo que quieres decir? Que no eres…, ¡pero yo creía que todo el mundo era un ser humano! —gritó patéticamente.
—No dejes que se te revuelvan las ideas —le dije con amabilidad.
Me eché bruscamente hacia adelante para sobresaltarle, sobresaltándome a mi vez. Metí el dedo en mi bourbon, alcé el vaso con la otra mano, y dibujé un húmedo círculo en la superficie del escritorio, de unos diez centímetros de diámetro.
—Supongamos que en cualquier parte dentro de este círculo —moví el vaso dentro de sus límites—, este vaso es lo que tú llamarías humano. Cuando está aquí o un poco más hacia allá, sigue siendo humano; pero no es el mismo humano, la misma clase de humano. Tú eres diferente de Steve el cantinero porque todo lo que es él está aquí, y todo lo que eres tú está al otro lado, aquí. Eres diferente porque estás colocado en un lugar diferente del círculo, pero son lo mismo porque ambos están dentro de él. ¡Abracadabra!, no hay paradoja.
Moví el vaso lo bastante lejos como para vaciarlo, lo dejé aparte y puse la mano en el círculo. La madera húmeda estaba empapándose lentamente, lo cual estaba bien; ya lo limpiaría Loretta al día siguiente.
—Dentro del círculo —dije— un hombre puede ser listo o estúpido, melómano, agresivo, alto, afeminado, dotado para la mecánica, yugoslavo, genio matemático o pastelero, pero siempre será humano. Ahora bien, ¿qué es lo que nos obliga a pensar que un hombre tiene que vivir forzosamente dentro del círculo? ¿Y si hubiera alguien que naciese aquí, en el exterior del círculo? ¿Y por qué no aquí, justo en la línea delimitatoria? ¿Quién dice que no puede vivir aquí fuera?
Y golpeé la mesa a veinte centímetros del círculo.
—Yo… —dijo Henry.
—Cállate. Respuesta: hay gente al otro lado de esta frontera. No muchos, pero sí algunos. Y si a los de dentro los consideras «humanos», los de afuera tienen que ser… otra cosa.
—¿Es eso lo que eres tú? —susurró Henry.
—Eso soy yo.
—Eres lo que llaman una mot…, mut…
—¿Mutación? ¡No! Bueno, maldita sea, sí; es un hombre tan bueno como cualquier otro. Pero no tiene nada que ver con nada de lo que has podido pensar. Nada de polvo atómico, rayos cósmicos, o algo así. Sólo es una variación vulgar y corriente. Fíjate en que hay más distancia entre un extremo y otro del círculo que en salir de dentro a fuera de él. O sea que la distancia está dentro de la variación permisible; de las diferencias entre seres humanos que hace que los seres humanos sigan siendo seres humanos. Pero una pequeña variación hacia aquí —moví mi dedo fuera el círculo— y tendrás algo muy nuevo.
—¿Cómo…, de nuevo?
Me encogí de hombros.
—De cualquier modo y de infinitas maneras. Elige una especie. Pongamos gatos de la misma camada. Descubres que uno tiene garras más afiladas, otro, ojos más penetrantes. ¿Cuál es el mejor?
—Bueno, supongo que el…
—No, balbuceante Neanderthal. —Eso le hizo sonreír—. Ninguno es mejor. Sólo son diferentes, cada uno a su manera para ser un poco mejor cazador. Ahora supongamos que otro de la camada tiene plaquetas superpuestas como un armadillo, ahí tendrías tu…
—¿Supergato? —aventuró.
—Llamémosle «ingato».
—Eres…, eres, eh, in…
—Inhumano —asentí.
—Pero pareces…
—Sí, un gato con glándulas sudoríparas en la piel también parecería un gato…, la mayor parte del tiempo. Yo soy diferente, Henry. Siempre he sabido que era diferente. —Proyecté mi índice hacia adelante y él se encogió ante mi imaginario toque—. Tú, por ejemplo, tienes, más que nadie a quien haya conocido, esa cosa llamada «empatía».
—¿La tengo?
—Siempre sientes con el tacto de los demás, ves con los ojos de los demás. Ríes con ellos, lloras con ellos. Empatía.
—Oh. Sí, supongo…
—En cuanto a mí, tengo tanto de eso como pelo tiene mi gato-armadillo. Simplemente no tengo. En vez de eso tengo otras cosas. ¿Sabías que no me he enfadado en la vida? Por eso es por lo que me lo paso tan bien. Por eso puedo manejar a los que me rodean. Puedo hacer que cualquiera haga lo que sea, porque siempre me mantengo sereno y controlado. Puedo rugir como un león y golpear la pared con los puños y dar un espectáculo, pero siempre sé exactamente lo que estoy haciendo. Me conociste en tiempos, Henry. Has leído mi trabajo. Me has visto funcionar. ¿Llamarías humano a un hombre así?
Se humedeció los labios, juntó las manos, hizo restallar los nudillos con aire ausente. ¡Pobre Henry! Le proporcionas una idea totalmente nueva y ésta le parte el cráneo por las junturas.
—¿No podrías tener —aventuró por fin— algo como una especie de talento, y no ser en absoluto diferente?
—Ah, ahora llegamos a donde yo quería. Ahora presentaremos la prueba definitiva. Hablando de prueba, ¿dónde está la botella? Ah, aquí. —Llené el vaso—. Verás, Henry, yo soy un chico de lo más modesto. Cuando descubrí todo esto, no hice lo que sería humano y llegar a la conclusión que era el único super…, eh, inhumano en cautividad. Nace demasiada gente, hay demasiada variación de este y aquel modo. Es la ley del porcentaje. Tenía que haber más como yo.
—Quieres decir como…
—¡No! Hablo de inhumanos…, de todas clases, de cualquier clase. Así que, como pienso igual que un inhumano, pensé en la manera de localizar a los de mi clase.
Intenté levantarme de la silla, renuncié y me dejé caer de vuelta a ella.
—Maldita sea. Sabes que tengo tanta hambre como un…, figúrate, con una cena como ésta. ¿Por qué no podrá cocinar algo que llene las costillas de un hombre? Te juro que estoy tan vacío como una bolsa de papel. Henry, comprueba esa puerta por mí, fíjate si está cerrada.
Fue hasta la puerta y tiró de ella. Estaba cerrada. Cuando volvió, tomé la llave plana.
—Esto te abrirá los ojos, Henry, viejo amigo, viejo amigo —dije.
Saqué el expediente «Justicia» y lo posé con un golpe junto a la máquina de escribir.
—Así que me encontré otro inhumano. Se necesita a uno para encontrar otro. Ahora escucha y dime a qué ser humano se le habría ocurrido plantearse esta línea de pensamiento, por no hablar de seguirla.
Abrí el expediente.
—Todo esto empezó —dije— cuando iba a escribir un artículo sobre asesinatos sin resolver. Ya sabes que ninguna ciudad publica su cantidad de asesinatos sin resolver; bueno, al menos, no fácilmente. Tendrías que ver los porcentajes: sesenta y nueve por ciento en una ciudad, setenta y tres en otra. Hay algunas que consiguen reducirlos hasta un cuarenta; nuestra ciudad llegó a un treinta y ocho en un año. Pero esto nos deja un montón de asesinatos impunes, ¿ajá? Por todo el país. ¡Imagínate!
»Así pues, lo que hice para escribir el artículo fue desenterrar todo lo que pude encontrar de esos casos en un archivador entero. Lo que buscaba era un enfoque. ¿Cuál era el más obvio? Quién lo hizo, claro. Así que eliminé ése. ¿Y luego? Quién podría haberlo hecho, pero no lo hizo. También eliminado.
»Entonces se me ocurrió mirar a ver si había en ellos algún mínimo común denominador. Aquí había un publicista de segunda fila sin enemigos, ahí un matón adolescente con un cuchillo clavado, más allá un niño rico al que encontraron flotando junto a su yate…, matan a toda clase de gente, sabes.
»Te recuerdo que seguía buscando un enfoque.
»Luego eliminé todos los casos donde la gente tenía un montón de enemigos, y todos los casos donde había un montón de gente con oportunidad además de motivo. Esto me dejaba un grupo bastante extraño. Todos ellos eran asesinatos, aparentemente sin motivo, sin finalidad alguna, todos efectuados de diferentes maneras en diferentes lugares.
»Bueno, pues telefoneé y caminé y me senté y pensé, y entrevisté a Dios sabe cuánta gente. Hasta hubo un par de veces en que estuve a punto de descubrir algo, pero ¿a quién le importa quién lo hizo? A mí no. No buscaba crímenes que tuvieran una racionalización detrás. Buscaba asesinatos carentes de motivación. Cada vez que las pistas se caldeaban, lo abandonaba. A estas alturas ya había un artículo tomando forma. Lo llamaría “Asesinar por…, ¿qué?”. Serviría para un par de artículos a doble página, puede que hasta para una serie.
Le di unos golpecitos al expediente.
—Supongo que tenía la respuesta varias semanas antes de ser consciente de ella. Una noche, me senté aquí y lo releí todo de una vez. Y, ¿sabes algo?, en todos y cada uno de estos casos había alguien que era feliz por el asesinato. O, al menos, más feliz. Y no me refiero a gente que heredaría el botín de la víctima, o de pobres viudas y niños maltratados que ya no tendrían que soportar las borracheras del padre el día de la paga. Alcánzame la botella, Henry.
»Ni uno solo de los que quedaban en este grupo mostraban motivación u oportunidad para los…, llamémosles “beneficiarios”, de esos asesinatos. Como éste, donde una anciana, con la constitución de un búfalo, se tiró ocho meses en cama simulando estar enferma para que su hija no se casara. La chica estaba a cuatro kilómetros de distancia cuando alguien le cortó la garganta a la vieja.
»Y este otro de aquí, un estudiante de ingeniería, de los buenos, que trabajaba para pagarse los estudios y que tuvo que volver a casa porque su viejo había ampliado la ancestral empresa familiar por ningún motivo que no fuera el de ser lo bastante pequeña para poder controlarla él solo. Así que un cálido domingo, el chico, sin chistar, está en la iglesia frente a ochenta testigos mientras, al otro lado de la calle, alguien le parte la cabeza al viejo con una barra de hierro. Nunca descubrieron quién lo hizo.
»Y este otro, éste casi es el mejor: un tipo que lleva siglos manejando un circo de pulgas, pegándoles vestiditos y haciendo que monten en tiovivos y todas esas cosas. Solía darles de comer de su propio brazo. Un buen día alguien le quita uno de sus bichitos y lo sustituye con Pulez cheopis —para ti, pulga de rata— cargada hasta los ojos, o el cefalotórax, sea cual sea el caso, con peste bubónica. Primer y único caso de peste negra que se daba en la región desde hacía ciento ochenta años
—¿Hubo alguien más feliz? —preguntó Henry intrigado.
—Bueno, lo fueron las otras pulgas. Y, además, el tipo solía buscar los aplausos a base de aplastarlas con las pinzas ante las narices de las mujeres más delicadas del público. Ya sabes lo que hacen…, ¡blep!
Henry sonrió.
—Blep —medió susurró.
—Hace calor aquí —dije incómodo—. Bueno, a esta parte es adonde quería llegar. Me refiero a lo de pensar de manera inhumana. Me dije a mí mismo: supongamos ahora que existe este tipo, o sea, una especie de mutante, una ligera variante de fuera del círculo, y que piensa así, de esta manera en particular; va por ahí matando gente que se interpone en el camino de otra gente. Nunca mata de la misma manera o a la misma clase de persona o en el mismo lugar. Así que, ¿cómo poder localizarle?
»Entonces, empecé a mirar en otras muertes, las que eran “por causas naturales”. ¿Por qué? Bueno, quienquiera que fuese, podría cometer asesinatos que parecieran asesinatos, pero también cometería otros que parecieran causas naturales; tenía que haberlos cometido; hay tantas maneras de matar a la gente, y este ocupado, ocupadísimo, nene debía haberlas probado todas. Así que empecé a olfatear buscando, no un asesino, sino gente feliz, gente inocente, que hubiera podido beneficiarse de esas muertes.
»Cada vez que encontraba una situación así, comprobaba la muerte. A veces era una muerte totalmente genuina, pero una y otra vez encontraba lo que podrías encontrar de saber lo que estabas buscando…, como, por ejemplo, la fiebre escarlata. La gente no muere de fiebre escarlata, pero ¿sabes una cosa? Dale bastante belladona a alguien y un médico te redactará, todo lo amablemente que quieras, un certificado de defunción por fiebre escarlata para el triste finado, siempre y cuando no tenga motivos para sospechar algo. Y en esas muertes, quiero decir, en el trabajo de mi ocupado nene, nunca hay motivos para sospechar algo. ¿Dónde está…? Lléname tú el vaso por una vez, Henry.
»Vaya, Henry, creo que empiezo a embriagarme un poco.
»Claro que a esas alturas, lo del artículo se había ido al garete: había pensado cosas mejores para la situación que un apestoso artículo o una serie de ellos. Sí. Llevo semanas siguiendo a los funerarios y dando paseos por la morgue. Me limito a anotar todo lo que me parece raro. Me lo guardo para mí; todo lo tengo aquí, en estos archivos, todos y cada uno de ellos. Oh, muchacho, ¡menudo jaleo se montaría si los periódicos o el forense o cualquiera le echara un vistazo a estas notas! ¡Desenterrarían los huertos de mármol como si fueran cultivos de patatas! ¡Descubrirían mucho más que vulgares embolias y postsíncopes!
»¿Sabías que el Acontium Napellus, o sea la luparia, o sea el acónito, tiene una raíz con la que, una vez pulverizada, puede prepararse una salsa picante para los que les gusta muy fuerte durante unos instantes? Al final de la calle hay una mujer que estiró la pata el martes pasado y dijeron que fue un ataque cardíaco; su hija ya está camino de Hollywood, donde no conseguirá llegar a ser más que una camarera de segunda, pero al fin y al cabo es lo que desea.
»Tomando las notas que tomo y en la manera que las tomo en cada una de las muertes que investigo, tarde o temprano, este nene, este ocupado, ocupadísimo amigo que está proveyendo tanta luz a tantas vidas inocentes brutalizadas, este nene vendrá hasta mí y dirá: “Qué hay, hombre, ¿buscabas a alguien?”.
—Y qué es lo que harás —jadeó Henry sin el signo de interrogación.
—¿Tú qué crees? —le pinché.
—¿Una recompensa, quizá? O una gran panorámica de su vida. ¿Es así como lo llaman en los periódicos?
—Y en el cine. Atrápala, Hen. Eh, gracias. Es la primera vez que tiro una botella en los últimos nueve años, así que échame una mano. Se me ha mojado el expediente «Justicia»…, le llamo «Justicia»; ¿te gusta, muchacho? Ooh…, ooh. Voy a la deriva, chico, ¿y sabes algo? Me encanta. Ponme otro trago. Lo haría yo mismo, pero ya ves que no estoy muy en mí…, mmm. Dios.
»¿Por dónde andaba? Ah, sí, decías que atraparía al nene ocupado y conseguiría una recompensa. Ves, ahí estás pensando como un ser humano. Yo, Henry, no haría nada semejante. No sé exactamente por qué este nene hace lo que hace y no me importa, mientras pueda hacerlo por mí. Si sólo quiere derribar obstáculos del camino de pobres almas aprisionadas, tengo algo para él. Sólo un poco de justicia.
»¿Te fijaste en ese conejo asustado que entró hace un rato con una bandeja, la Loretta? Bueno, pues las cosas con Loretta fueron estupendas mientras duraron, y duraron hasta hace cuatro meses. Está continuamente en plan “oh, por favor, no bebas tanto, dónde has estado, estaba preocupada…”, ya conoces la rutina, Henry. Podría encargarme yo mismo de esto, pero ni siquiera yo puedo pensar en un modo que no sea caro o complicado.
»Cuando a uno le entran ganas es justo cuando la tienes cerca.
»Loretta no trae muchos problemas. Me deja solo bastante tiempo y suele aparecer por aquí cuando estoy embriagado por las noches y me mete en la cama, hablando tan alegre y animada como si nada, como si no estuviera enganchado a este escritorio, tan verde como un pepinillo y tañido…
»La razón, la auténtica razón por la que quiero presentar a mi encantadora mujer a este otro inhumano es porque será todo un punto, más de lo que te puedes figurar, el hacer que se encargue él. Puedo manejar a los humanos; este nene será todo un desafío. Puedes convencer a cualquiera para que haga lo que sea, y librarte a ti mismo de lo que sea, si consigues decir lo adecuado…, y yo soy el chico que puede hacerlo. ¿Le tenía tu madre miedo a los teclados?
—¿Qué? —preguntó, sorprendido.
—Esa sonrisa. Lo que me gustaría saber; me gustaría saber cómo es posible que ese nene ocupado pueda cubrir tanto territorio. Primero tiene que encontrarlos, luego planear cómo cargárselos, luego esperar su oportunidad… ¡Demasiados, Henry! Ya lleva cinco esta semana y estamos a jueves.
—Puede que haya más de uno —sugirió Henry, tentativo.
—¡Jamás se me ocurrió eso! —exclamé—. Supongo que es porque sólo hay uno como yo. Dios, qué idea más estupenda…, escuadrones de inhumanos pensando de modo inhumano, haciendo todo lo que les pida su inhumanidad. Pero ¿por qué querrían los de su clase arriesgarse para hacer felices a los humanos?
—No les importa si son felices o no —dijo Henry—. ¿Por qué susurras?
—Deben acercarse demasiado, supongo; no parece que les vayan mejor las cosas. ¡Guaaauuu! ¡Qué gente más estupenda! ¿Qué? ¿Qué es lo que has dicho sobre los inhumanos? ¿Quién es el experto aquí? Te digo que cada vez que se cargan a alguien, hay alguien cercano que deja de ser maltratado. Estos expedientes de aquí…
—Expedientes acertados, conclusiones erróneas. Te preocupas constantemente sobre lo que eres; nosotros no. Sólo somos.
—¿Nosotros? ¿Estás poniéndote a la misma altura que yo?
—No lo estoy —dijo Henry, sin sonreír—. Humano o no, no sé lo que eres y no me importa. Pero eres un fanfarrón.
Lancé un rugido y me lancé hacia adelante. Pero no se consigue mucho con un rugido susurrado, y puedes lanzarte todo lo que quieras y no ir a ninguna parte cuando tus brazos parecen de madera y tus piernas responden tanto como las tuberías que tu vecino tiene desperdigadas por el patio.
—¿Qué es lo que me pasa? —chirrié.
—Sólo que estás nueve décimas partes muerto.
—Nueve… ¿Qué quieres decir, Henry? ¿De qué estás hablando? Sólo estoy borracho, no…
—Dicoumarin —dijo—. ¿Sabes lo que es?
—Claro que lo sé. Es un veneno capilar. Revienta todos los vasos sanguíneos pequeños y te desangras internamente hasta morir antes de darte cuenta que estás enfermo. Henry, ¡me has envenenado!
—Bueno, sí.
Forcejeé por levantarme, pero no pude.
—¡No se suponía que tenías que matarme a mí! ¡Era a Loretta! Por eso te traje a casa… Supuse que el asesino sería todo lo opuesto posible a los de mi clase y tú eres más opuesto de lo que podría serlo cualquiera. Y ya sabes que no puedo soportarla y que matarla me hará feliz. ¡Es a ella a quien se supone que tienes que matar, Henry!
—No —respondió testarudo—. No podía ser ella. Ya te dije que no nos importa si alguien acaba siendo más feliz. Tienes que ser tú.
—¿Por qué? ¡Por qué!
—Para que se acabe el ruido.
Le miré, fruncí nebulosamente el ceño, negué con la cabeza.
—Defensa propia —se explicó con paciencia—. Soy un…, supongo que tú me llamarías un telépata, pese a que no se trata de ninguna clase de telepatía sobre la que hayas podido leer. No hay palabras, no hay imágenes. Sólo un ruido. Creo que es la palabra más adecuada. Hay cierta clase de mente, ¿qué importa que sea humana, o no?, que no puede enfurecerse, y que disfruta degradando a otra gente y humillándola, y cuando disfruta de esas cosas, emite ese… ruido. No podemos soportar el ruido. Tú…, tú eres especial. Se te oye a kilómetros de distancia. Claro que hacemos feliz a un humano cuando nos deshacemos de alguien como tú; a quien se estuviera humillando. —Luego volvió a repetirlo—: No podemos soportar el ruido.
—Ayúdame, Henry —susurré—. Lo pararé, sea lo que sea. Te prometo que lo pararé.
—No puedes pararlo —dijo—. No mientras sigas vivo… Oh, maldito, maldito seas, ¡disfrutas hasta muriéndote!
Se puso los antebrazos en la cabeza —no en los oídos— y se balanceó adelante y atrás, y sonrió y sonrió.
—Sonríes constantemente —siseé—. Hasta ahora. Disfrutas matando.
—No es una sonrisa y sólo mato para detener el ruido. —Jadeaba con fuerza—. ¿Cómo podría explicárselo a alguien como tú? Ese ruido…, es como…, hay gente que no puede soportar el arañar de una uña en una pizarra; otros, el golpear de una pala en un camino de cemento; la mayoría no soporta el raspar de una lima sobre el metal.
—A mí no me molestan nada —dije.
—¡Mira esto, maldita sea, mira esto! —Tomó mi aguja de máquina de coser y se la clavó bajo la uña del pulgar. Sus labios se abrieron más—. Es dolor…, ¡dolor! Pero, contigo, ¡es una agonía! ¡No puedo soportar tu ruido! ¡Me irrita los dientes! ¡Me duele la cabeza! ¡Me ensordece!
Recordé todas las veces que había sonreído desde que le traje a casa. Y cada vez era como la uña en la pizarra, como la pala, como el raspar de la lima, como la aguja en la uña…
Solté algo que parecía una risa.
—Tú vendrás conmigo. Descubrirán el veneno.
—¿Dicoumarin? Sabes más que eso. Y por si lo estás pensando no te lo he puesto en el vaso de bourbon. Te lo di hace tres horas, en Molson, en la copa que no quise y que tú te tomaste.
—Se lo diré a Lorrie.
—Dímelo a mí —se burló, inclinándose hacia mí, con su sonrisa que era tan enorme como la boca de una boa a punto de morder.
Tenía la lengua pastosa, atontada y bamboleante.
—¡No! —jadeé—. No me… ataques… ahora, Henry.
Volvió a encoger la cabeza.
—¡Enfurécete! Si te enfadas, harás desaparecer el ruido. Argh, son unos reptiles, unos monstruos… ¡Todos los que disfrutan odiando! ¿Recuerdas a la chica del bar? Ella también estaba haciendo este ruido hasta que la enfurecí…, estará mejor ahora que estás muerto.
Iba a decir no estoy muerto, aún no, pero mi boca no funcionaba.
—Me llevaré esto —dijo Henry. Vi como tomaba los expedientes ante mis narices—. Todo ha quedado limpio y pulcro —me dijo—. De todos modos ibas a morir por la bebida, y estás aquí, como todas las noches. La diferencia está en que esta vez no despertarás… Me hubiera gustado que estuvieras sobrio.
Contemplé cómo abría la puerta, vi cómo salía, oí cómo hablaba un poco con Lorrie. Luego la puerta de la calle dio un portazo.
Loretta entró en la habitación y se detuvo. Lanzó un suspiro.
—Oh, querido, esta noche estamos especialmente destrozados, ¿eh? —dijo con animación.
Intenté…, cuánto intenté chillar, gritarle, pero no podía, y estaba oscureciendo.
Loretta se inclinó y se puso mi brazo alrededor del cuello.
—Tendrás que ayudarme un poco ahora. ¡Aa-upa! —Unos hombros fuertes y una acostumbrada cadera me alzaron hacia arriba, recostándome—. ¿Sabes?, me gusta tu amigo Henry. La manera en que sonreía al marcharse…, bueno, me hizo sentir que todas las cosas van a ir bien.