Ruano Walsh llegó al Edificio Walsh a las 14.51. La cabeza le daba vueltas por el peso de los consejos, los datos técnicos y las estrategias. Llegó al almacén, no a las oficinas, pues llevaba una larga caja de madera en una carretilla. Él mismo la empujó por el largo pasillo que conducía al ala de oficinas.
—¿Puedo ayudarle, Ruano Walsh?
—No, Corsonmayo. Bueno, sí, venga aquí. —Puso las manos en un extremo de la caja y le hizo a la vacilante secretaria una seña con la cabeza—. Tome por ahí.
Ella se acercó, titubeó, y dejó que las puntas de sus guantes se vieran un momento antes de deslizarlos torpemente bajo el borde de la caja.
Ese extremo no, atontado.
Ruano se sobresaltó y soltó la caja. Corsonmayo, que ahora soportaba la mayor parte de un peso nada despreciable, empezó a gemir. Ruano, sentado en el suelo, jadeó:
—¿Quién ha dicho eso?
—¡Eeeeep! —graznó Corsonmayo—. ¡Espesado!
—Déjelo en el suelo. Por Dios, Corsonmayo, es usted tan fuerte como un caballo.
—Es la cosa más bonita que me ha dicho usted nunca —repuso la mujer sin sarcasmo.
Ruano se volvió hacia ella, encontrándose cara a cara con su arrugada vehemencia.
—¿Qué dijo acerca que lo levantaba por el lado equivocado?
—Yo no dije nada.
Fui yo.
—Adiosmayo —dijo y, anticipándose a ella, añadió—: En serio… Eso es todo, Adiosmayo.
Ella se marchó y él giró sobre sus talones, buscando inútilmente en el aire de la habitación.
—¡Abuela! ¿Dónde estás?
El atareado extremo de un proyector de audio del tamaño de una aguja apareció por un momento a la altura de sus ojos. Ruano le dio unas palmaditas de contento y éste desapareció. Bendita sea, estaría controlándolo todo mediante su máquina, con el audio continuamente dirigido a su oído medio.
A las 15.59,5, el techo dijo:
—Puede entrar ya, Ruano Walsh.
—Voy, Privado.
Al oír su propia voz reaccionó de cualquier forma menos sobresaltándose. ¿Cómo era que, pese a que cada vez parecía más capaz de enfrentarse con cualquier cosa o persona, la voz de su padre seguía haciéndole puré?
Pero eso podía esperar. Avanzó hasta entrar en la habitación.
—Entra, entra. Acércate más. Pretendo hacer varias cosas contigo, pero morderte no está entre ellas.
Ruano se quedó donde estaba.
—¿Puedo solicitar el permiso del Privado para traer una máquina?
—Tienes mi permiso para traer los informes pedidos, revisados o no. Nada más.
—El Privado me impide utilizar la evidencia que me pidió que trajera —dijo Ruano débilmente.
—¿Lo hago? —La barba, el extremo inferior invisible bajo la caperuza de intimidad, fue mesada pensativamente—. Muy bien. Pero te advierto que no tienes escapatoria, jovencito. ¡Ninguna!
Ruano empujó la caja a través de la puerta. Temblaba por la aprensión, pero la voz de la Abuela le consolaba inaudible.
Confía en mí.
Casi sonrió, incluso frente a su padre. Puso el tope de las ruedas y, con un gran esfuerzo, levantó la caja. Esta vez, por el lado correcto.
—¿Qué diablos es eso? —preguntó la barba.
—Mi evidencia, Privado.
Aparentando una gran calma, pero temblando en su interior, levantó la sección superior de la caja con sus dos pomos y sus dos juegos de trompetillas. Estaban huecos y tenían una bombilla en su interior. Ruano las encendió.
—Te he hecho una pregunta —retumbó el Privado.
—Tenga paciencia —respondió Ruano.
¿Qué paciencia?
La chanza de la Abuela le hizo mejor a Ruano que una semana de retraso.
—Ya está listo, Privado. ¿Puedo utilizar algún objeto pequeño…, como su pluma o una cajita?
—Me has quitado dinero y ahora me quitas mi tiempo. ¿Tienes intención de quitarme mis propiedades?
¿Por qué no le escupes en un ojo?
Ruano dirigió hacia arriba una mirada tan molesta que la voz inaudible se disculpó.
Perdona. Es que estoy de tu parte, querido.
¡Querido! Su primer querido lo saboreó en su «sueño». Era una bonita manera de llamar a alguien. Se preguntó si alguien lo habría pensado alguna vez.
—Si utilizo mis propiedades, podría haber sospecha de algún preparativo anterior —le dijo al Privado.
—Sospecho de los preparativos anteriores con los que ya has llenado mi despacho —gruñó el viejo—. Aquí tienes este pisapapeles. Es de la época en que los edificios tenían partes que se abrían al aire del exterior. Si le pasa alguna cosa…
—Servirá —dijo Ruano, tomándolo sin dar las gracias. Las cejas del Privado se movieron un momento—. ¿Sería tan amable de señalarme también un punto en el suelo?
El Privado sacó su pluma y la arrojó al suelo con una expresión de santa paciencia. Cayó cerca de la pared. Ruano colocó el pisapapeles en la moqueta, cerca de la punta de la pluma.
—Una cosa más. Un punto en su escritorio, uno donde pueda ponerse el pisapapeles.
—¡No, maldición! Trae esos informes y resolveremos este asunto. No veo que…
No le dejes hablar. Busca tú mismo el punto y pregúntale si le gusta.
Ruano avanzó por entre las aullantes y sibilantes sílabas como un hombre en medio de un tornado, y señaló:
—¿Le parece bien éste? —gritó, lo bastante fuerte como para ser oído por encima de la tormenta.
El Privado calló en ese momento, y la voz de Ruano fue como la de un reactor rompiendo la barrera del sonido. Los dos hombres retrocedieron violentamente; Ruano descubrió, para su sorpresa, que fue él quien se recobró primero. El viejo seguía hundido en su sillón, con la punta de la barba temblándole aún. Granny lanzó una carcajada en el oído de Ruano.
Ruano tomó las dos trompetillas que sobresalían de una de las dos esferas de la máquina y las movió hasta que la luz que salía de cada una descansó en el centro del pisapapeles.
—El modelo definitivo puede tener otro modo de apuntar —explicó mientras trabajaba—. Esto es sólo para la demostración. —Apuntó los otros dos rayos de luz al punto del escritorio—. Prepárese, Privado.
—¿Para qué? —ladró el Privado, atragantándose luego como si se hubiera tragado una ración triple de forraje, pues cuando Ruano tocó los controles se oyó un suave chasquido y el pisapapeles apareció sobre la mesa, exactamente en el pequeño estanque de luz formado por los dos rayos. El viejo alargó una mano, titubeó y la dejó caer en su silla—. Repítelo.
Ruano accionó el interruptor en la otra dirección. El pisapapeles descansó en la moqueta.
—Llevo dos años usando cada minuto de tiempo libre en diseñar y construir este aparato. Si el Privado cree que la máquina no tiene ninguna utilidad para esta firma o para la industria, entonces el tiempo empleado en ella se ha desperdiciado o se ha robado, así que estaré conforme con lo que sugirió previamente…
—Cállate ya, hijo —dijo la barba. Se levantó y se acercó a Ruano, pero mantuvo los ojos fijos en la máquina—. Ya sabes que el viejo sólo intentaba meterte miedo.
¡Le tenemos!
—¿Puede construirse un modelo mayor?
—Mayor que una platrans —dijo Ruano.
—¿Has construido alguno más grande que éste?
¡Dile que sí!
—Sí, Privado.
Los ojos del Privado abandonaron lentamente la máquina y viajaron hasta enfocar la cara de Ruano. A Ruano le habría gustado batirse en retirada, pero tenía la espalda contra la caja de madera.
¡Cuidado!
—¿Piensas que esto puede ser mejor que la platrans?
¡Sí! ¡Dile que sí…, díselo, aunque duela!
Ruano descubrió que no podía hablar. Asintió temblorosamente con la cabeza.
—Mmmm —El Privado dio vueltas alrededor de la máquina, pero ésta no tenía nada especial—. Y dime —dijo con suavidad—, ¿se basa en el mismo principio que la platrans?
El sudor empezó a deslizarse por la frente de Ruano. Le hubiera gustado poder secárselo, pero alzar el guante habría sido una grosería. Dejó que resbalara por su rostro.
—No —murmuró.
—¡Estás diciéndome que es una máquina totalmente nueva y mejor que la platrans! —Cuando Ruano no se movió ni habló, el Privado gritó repentinamente—: ¡Mentiroso!
Ruano, pálido, con la boca seca, alzó la mirada con gran esfuerzo para poder enfrentarla a la del lívido Privado.
—Una platrans no puede hacer eso —dijo, señalando el pisapapeles con la cabeza.
—¡Tienes que estar mintiendo! Si existiera una máquina así, tú no podrías haberla construido. ¡Ni tan siquiera concebirla! ¿Dónde la conseguiste?
Dile que la construiste tú. ¡Rápido!
—La construí yo —afirmó Ruano.
—No lo entiendo —murmuró el Privado.
Ruano nunca le había visto tan nervioso y la curiosidad se llevó la mayor parte de su tensión.
—¿Qué quiere que le diga, Privado?
El Privado dio media vuelta, poniéndose cara a cara con su hijo.
—Estás ocultándome algo. ¿Qué es?
¡Eso es! Manténte firme ahora, querido. Dile que funciona con PQ.
Ruano meneó la cabeza y se humedeció los labios, y el Privado le rugió:
—¿Rehusas contestarme?
Cuéntaselo. Cuéntale lo del PQ. ¡Cuéntaselo!
Ruano nunca se había sentido tan destrozado. En todo esto debía haber algo que no conocía. ¿Qué era lo que le contenía? ¿Qué era lo que le ataba la lengua, le anudaba el estómago y ahogaba su garganta?
Confía en mí, Ruano. Confía en mí, pase lo que pase.
Eso le liberó.
—Sólo es un buscador —balbuceó—. Funciona con energía psicoquinética.
—¿Mediante qué? ¿Qué? —El Privado casi dio botes por el ansia.
—Lo llamo PQ. Poder mental.
—¡Entonces no se trata de ninguna máquina!
—Bueno…, sí, podría decirse eso. Al menos, ésa es mi teoría.
¿Dónde estaba la lengua atada, la garganta dolorida? ¡Habían desaparecido!
—¿Y tú crees en eso?
Ruano se descubrió sonriendo.
—Funciona.
—¿Por qué lo mantenías oculto?
—¿Habría creído en algo así, Privado?
—Confieso que no lo habría hecho.
—Bueno, pues eso…, quería tenerlo terminado y probado, eso es todo.
—¿Y entonces?
Dáselo. Lo digo en serio…, ¡dáselo!
—Bueno, es suyo. Nuestro. De la compañía. ¿Para qué, si no?
El sonido seco que se oyó fue el lento frotar de dos manos enguantadas. El otro, que sólo oyó Ruano, fue la ácida risa de la Abuela.
Y ni siquiera preguntó dónde estaba el operador psíquico. ¿Te fijaste? Y nunca lo hará.
—¿Te gustaría trabajar en esto con el Departamento de Investigación?
Claro, querido. Nunca te dejaré en la estacada.
—Desde luego —dijo Ruano.
—No sabes… No tienes ni idea de lo que esto significa —dijo el Privado. Por un momento, Ruano estuvo seguro que iba a darle una palmada en la espalda o algo igualmente impensable—. Todo ha sido culpa mía. Debiste dedicarte desde el principio a las tuercas y los tornillos. Y en vez de eso te tenía metido en pedidos e inventarios. Bueno, le has demostrado al viejo lo que vales. A partir de ahora, tu tiempo es tuyo. Podrás trabajar en lo que quieras que te divierta.
—No puedo hacer eso.
¡Por Dios, sí que puedes!, interrumpió la voz en su oído. Vuelve a pegarle ahora que tiene la guardia baja. Consíguete una casa propia.
¡Su propia casa! Con una de estas máquinas PQ, podía ir a cualquier parte, en cualquier momento. Podía llevarse a Val…, ¡y volver a ver a Flor!