VIII

El teléfono le sacó del ensimismamiento. Lo atendió, dispuesto a arrancarle la cabeza a quien llamara, a cualquiera que fuese. Pero era Valerie.

—Ya casi es la hora del descanso —dijo. Evitaba mirarle a los ojos—. ¿Podrías…, te importaría…?

—¿Ahora, en el mismo sitio?

—¡Oh, gracias, Ruano!

Emitió un gruñido afectuoso y cortó la comunicación.

Valerie no estaba en las platrans de Grosvenor cuando llegó, así que se dirigió hacia el parque. Estaba esperándole allí. Se dejó caer junto a ella y apoyó la cabeza en las manos, y al infierno con los que pasaran. ¿Es que nunca le han visto las manos a un hombre?

De todos modos, al rato se irguió; el silencio de Valerie era casi físico. Se preguntó si debía contarle lo del hombre en su sueño, y casi se rió, pero no podía reírse de Valerie. Ahora no. En el sueño hubo amor. Valerie se había enamorado a su modesta y tímida manera. De acuerdo, dile que todavía no has encontrado al tipo y comparte con ella su aflicción y acaba con el asunto. Ahora tienes otras cosas en las que pensar.

—No he podido… —le dijo, volviéndose hacia ella.

—Se llama Prester. —Se pegó más a la separación y habló en susurros—. Oh, Ruano, me viste así, en el estanque. No se suponía que fueras a verme. ¡Oh, lo que debes estar pensando!

—No me he permitido creerlo —dijo, con el mismo tono.

—Lo sé —dijo ella desesperada—. Me ha sorprendido que vinieras.

—¿A qué te refieres…? Ah, el estanque. Sabes que hasta ahora no me había dado cuenta que estabas…, que estuvieses…, oh, olvídalo, Val. Me alegro que lo encontraras. Prester, ¿eh? Un tipo apuesto.

Su cara se iluminó como si fuera un segundo sol.

—¿De verdad? ¿No te parezco una… desvergonzada?

—Eres alguien grande y la única persona que conozco en todo este estéril y almidonado mundo que se las ha sabido arreglar para vivir algo. ¡Me alegro, Val! No sabes, no puedes saber por lo que he pasado. Lo bastante como para una docena de sueños. Y todo empezó como un sueño…, me refiero a partes y retazos de cosas reales…, cosas de las que me habló Abuela, cosas que he visto, una chica que conocí al equivocarme de número de platrans…, ¡un accidente, puritano estúpido! Creí que era un sueño, supongo que tenía que creer que lo era. Tenía que creer lo que decía Flor y ella me dijo que lo era.

Dios, había dicho esa palabra en voz alta y ante su hermana.

Pero ella no mostraba contrariedad alguna, con las mejillas sonrojadas por la excitación, con sus ojos brillantes y distantes.

—Es encantadora, Ruano, preciosa. Y te quiere. Lo sé.

—¿De verdad lo crees? —Sonrió tanto que le dolió—. Oh, Val, Val…, la marmita para el azúcar de arce.

—Mmmm…, el campo de avena.

—La mesa y los cantos.

—Sí, y los niños…, ¡todos esos niños!

—¿Qué ha pasado? —gritó él—. ¿Cómo pudo pasar algo semejante?

—Podemos estar los dos locos —susurró ella fervientemente—. O se está desmoronando el mundo entero y nos hemos colado por una grieta, o quizá fuese un sueño, y lo tuvimos juntos. No me importa, fue algo hermoso y…, y si hubieras dicho que soy una…, porque…, lo habrías arruinado todo y también me habrías matado. Entonces, ¿te parece bien, Ruano? ¿De verdad te parece bien? ¿De verdad?

—Tú también eres hermosa. Para ser una hermana, claro.

—¡Ooooooh! —gimió, sonrojada y enormemente complacida. Añadiendo luego—: Me alegro de no ser tú.

—Uhh… ¿Por qué?

—¿Cómo funciona, por qué pasa, es un sueño, y, si no lo es, qué puede ser? Sé como yo, Ruano. Pasó…, para el resto de mi vida, habrá pasado. Pero…, tengo la esperanza que haya más.

—Si descubro cómo funciona, cómo funciona y todo el resto, habrá más. Así que, en ese aspecto, alégrate que sea como soy.

—Si lo descubres…, ¿no me dejarás fuera?

—Si no puedo llevarte conmigo —dijo cariñosamente—, no podría ir. ¿Te sientes mejor ahora?

—¡Voy a darte un beso!

Ruano rugió de risa ante la idea que lo hiciera en un sitio como éste, ante las miradas que atraería.

—Tranquilo, trueno en los pies —exclamó ella.

Su corazón dio un vuelco al oír esa frase de la cancioncilla de Flor.

—Lo siento, Ruano —dijo, tras mirarle a la cara.

—No lo sientas —dijo roncamente—. Por un instante la tuve aquí, conmigo. —Sacó las manos, convertidas en puños, se las miró, volvió a ocultarlas a la vista. Flor…, bueno, tendría tiempo de sobra para buscarla después de las 16.00—. Val…

—¡No sabía que se pudiera ser tan feliz! —dijo ella—. ¿Qué?

—Nada. Sólo que voy con retraso —dijo, cambiando de idea bruscamente.

No tenía por qué contarle sus problemas ahora; el servicio de noticias se encargaría de ello a eso de las 16.12. Que sea feliz, mientras.

Caminaron de vuelta a la platrans.

—Vengamos todos los días a hablar de ello. No sé nada de lo que hiciste y tú no sabes lo que hice yo. Como cuando…

—Sí, claro, claro —dijo—. Se necesita algo muy grande para detenerme.

Ella se contuvo de golpe.

—Pasa alguna cosa.

—Sube a la plataforma. Todo va bien. Apresúrate.

Ella marcó, y subió y se fue. Ruano se quedó mirando al vacío, adonde había estado su ansiosa cara, hasta que lo llenó otro pasajero. Esperaba no haberle preocupado.

Caminó lentamente de vuelta hasta el banco y se sentó, y fue entonces cuando tuvo una gran idea.

—¿Quién está ahí? —la anciana voz estaba indignada.

—Yo, Ruano —dijo desde el atrio.

El antepaño de una puerta se movió y la voz flotó hasta él, esta vez amable y firme.

—Ya sabes que eres bienvenido, hijo, pero también sabes que debes llamar antes. Vuelve a marcar y desaparece durante una hora. Entonces podrás volver y quedarte todo el tiempo que quieras.

—Y un pétalo. No tengo una hora. O sales aquí o entro yo.

—No uses ese lenguaje conmigo, cabeza de chorlito, o te arrancaré el cuero cabelludo con una lima de uñas.

En el instante que ella empezó a gritar, él empezó a rugir.

—Sal aquí, estés decente o no. ¡Y si cierras esa boca monofónica durante doce malditos segundos, no perderás nada de tiempo!

Los dos dejaron de chillar al unísono y el silencio fue ensordecedor. De pronto, la Abuela se echó a reír.

—Muchacho, ¿quién te ha enseñado ese lenguaje?

—Llevo años oyéndote hablar, Gran Mam —dijo tímidamente—. Pero sólo ahora se me ha ocurrido pensar que nunca te escuché de verdad. Y en cuanto a lo de estar decente, ven como estás, si te sientes a gusto así.

—¡Ditaseasino!

Entró en la habitación y cerró la puerta con un golpe de tacón. Vestía un inmenso envoltorio de un azul agonizante y parecía ir descalza. Su pelo, en vez de estar dividido a partir del centro en dos partes controladas, estaba libre como el de una Mayo. Ruano se quedó inmóvil un momento y, luego, ella se echó atrás el cabello con un furioso gesto de cabeza.

—¿Y bien? —estalló ella.

No parecía quedar nada de ese tono suave que solía haber en su voz.

Poco a poco, Ruano sonrió.

—Ditaseasino, te prefiero más así.

Ella bufó, pero estaba complacida.

—Lo único que tienes que hacer es apartar los ojos de la moqueta. En fin, has descubierto mi secreto. ¿Acaso no soy lo bastante vieja como para permitirme una excentricidad? —preguntó desafiadora.

—Has vivido lo bastante como para ganarte ese privilegio.

—Ven por aquí —dijo, apartándose del atrio—. La mayoría de la gente no se da cuenta que he pasado poco tiempo de mi vida llevando ese traje a conos. Prácticamente todo el mundo ha nacido en él. A mí, sencillamente, no me gusta. Acolchar el pecho de los hombres para que no se diferencien de las mujeres —bufó—. A mí no me educaron así. —Abrió la puerta manual que había en el rincón—. Ya hemos llegado.

Era una habitación de forma extraña, como un triángulo isósceles. No la había visto nunca antes.

—¿Qué le ha pasado a tu voz, Abuela? ¿Te encuentras bien?

—¿Quieres decir que echas de menos esta vocecita? —dijo, con el familiar tono que se perdía en la distancia, añadiendo luego, con estridencia—. Es algo que utilizo para tener compañía. No tuve más remedio. Nadie me tomaba en serio cuando hablaba de forma natural. Me clasificaron como un frágil pilar de respetabilidad y, por Dios, que tuve que aguantarme. Hace calor aquí.

Ruano no captó la indirecta, esperó a que ella se sentara, y luego la imitó.

—¿Sabes por qué estoy aquí?

Ella le miró con atención.

—¿Duermes bien?

—Eso no fue un sueño.

—¿No? ¿Qué, entonces?

—Vine a descubrir lo que era. Dónde está.

Ella agitó el borde de su envoltorio.

—Me has sacado esta parte de mi vida secreta, pero eso no te garantiza todo lo demás. ¿Qué te hace estar tan seguro que no fue un sueño?

—¡Uno no se va a la cama perfectamente saludable y duerme durante dos días! Además, también está Valerie. La vi allí, justo en el último segundo.

—Me lo temía —gruñó—. Nadie estaba seguro. —Se rió—. Debió ser toda una juerga cuando se lo contaron. ¿Has venido a matarme?

—¿Qué?

—Hermano ultrajado y todo eso.

—Valerie es más feliz de lo que ha sido en toda su vida y tan enamorada que no se da cuenta de nada. Estoy tan feliz por ella como ella lo está por sí misma.

—¡Bien! —sonrió—. Esto lo cambia todo. Así que quieres recoger a tu hermana y pasar el resto de sus vidas en un país de ensueño.

—Es algo más que eso —dijo—. Necesito uno de tus operadores de telequinesis. Y lo necesito ahora.

—Lo mejor que puedo conseguirte es una niña que puede tumbarte una regla puesta en pie a menos de ocho metros.

Ruano no se esforzó en disimular su desdén.

Ella frunció los labios, pensativa.

—Por cierto, ¿cómo me relacionaste con todo esto?

—Estamos perdiendo el tiempo —dijo él—. Pero si quieres saberlo, fueron tus comentarios de la última vez que estuve aquí, eso que la platrans era obsoleta, gente que aparece en cualquier parte de una habitación, comunicación sin teléfono. Cuando me contaste todo eso, ya había visto actuar por dos veces la telequinesis. Y desde entonces… —Se encogió de hombros—. Tenías que ver en ello. Quizá te gustaría decirme por qué estoy yo relacionado con ello.

—No tenía pensado hacerlo durante un tiempo. Quizá adelantamos el asunto. ¿A qué vienen ahora estas prisas?

—Tengo una reunión en… —lo comprobó— menos de dos horas que acabará conmigo bajo tierra a menos que consiga ayuda.

Le contó, rápidamente, todo lo relativo al tiempo perdido y a la amenaza de su padre.

—Tienes toda la razón —dijo, al cabo de un momento—. Te tiene miedo. No sé por qué tiene que estar así de asustado. Es como su padre, el viejo gordinflón…

Se interrumpió, sorprendida, cuando una mano se cerró en su muñeca.

—No debo escuchar eso.

—De acuerdo —dijo con sorprendente rapidez—. Lo siento. Supongamos que consigues un TQ, ¿qué harías entonces?

Él se inclinó hacia adelante, apoyó los codos en las rodillas, y dejó a la vista las enguantadas manos.

—¿Qué haría? Voy a tomar esta civilización sin arrugas y la voy a devolver a la selva. Voy a abarrotar las Habitaciones de la Familia con los mismos niños de la familia. Voy a poner cabeza abajo al mismísimo Estasis y a sacudirle hasta que la sangre le llegue e la cabeza y redescubra cómo sudar.

Los ojos de la Abuela se animaron.

—¿Por qué?

—Podría decirte que es por el bien de todo el mundo, porque eres la Gran Mam y lo has vivido y has tenido la oportunidad de pensar en cosas así. Pero no pienso decirte nada de eso. No. Lo haré porque yo quiero vivir así, siendo cabeza de familia de una gente con manos encallecidas, descalza y que se alegra de levantarse por la mañana.

»He pensado en buscar a la gente de mi sueño. Hasta pensé en recorrer la espesura que separa las ciudades y vivir así por mi cuenta. Pero si lo hago, siempre tendría miedo a que me encontrase algún equipo de búsqueda de recursos, me localizase y me trajese de vuelta. El Estasis nunca permitirá que haya gente viviendo así, por lo tanto hagamos que el Estasis viva a nuestra manera.

Respiró profundamente.

—El Estasis se ha desarrollado alrededor de la platrans. No puede haber una máquina mejor. Pero si hoy voy y digo que llevo años construyendo una…, si hago que alguien de tu gente empiece a transmitir cosas por toda la oficina y digo que tengo una nueva máquina con la que hacerlo…, el Privado no tendrá más remedio que escucharme. Eso salvará mi puesto de trabajo y haremos que tu gente aparezca una y otra vez hasta que toda esta cultura se derrumbe. Y puede que un día me convierta en el Privado de Walsh & Co…, y, entonces, que el Estasis se ande con cuidado.

—Sabes una cosa —dijo ella—. Me gustas.

—Ayúdame —dijo bruscamente—. Tú también me gustas.

Ella se levantó y pinchó el brazo de Ruano con agudos nudillos.

—Tengo que pensar. Si consigues salir de esto desorientándole con tu charla, sólo conseguirás retrasar un poco las cosas. El viejo, tu padre, no se tragará ningún juego de manos. Querrá ver la máquina.

—Retrasémoslo entonces. ¿Puedes conseguirme un telequi…, telequinecista? ¿Es así como los llamas?

—TQ —dijo con aire ausente—. Tengo algo mucho mejor que cualquier TQ. ¿Qué me dirías de un platrans móvil, un transmisor de materia que puede transportar lo que sea desde donde sea sin necesidad de centrales o depósitos?

—No existe tal cosa, Abuela.

—¿Por qué dices eso?

—Porque he pasado toda mi vida entre platrans. Hay un factor límite en la transmisión de materia. Debe haber un campo planetario, debe tener una central controladora; debe tener plataformas construidas de material no transmisible y…

—No me cuentes a mí cómo funciona una platrans —replicó—. Supón que se trata de una máquina construida según principios totalmente diferentes. Una bomba de inducción en vez de una bomba de succión. O una hélice arquimediana.

—No hay ningún otro principio. ¿No te parece que lo conocería?

—¡Te mostraré la maldita máquina!

Se dirigió hacia el vértice de la pequeña habitación y golpeó una baldosa. La pared entera se deslizó rápida y silenciosamente hacia el techo. Se encendieron unas luces.

Era todo un laboratorio. Siempre pensó que la mayoría de ese equipo sólo existía en las factorías. Casi todo le resultaba incomprensible.

La Abuela caminó vivamente hasta la pared más lejana y se detuvo allí. Ante ella había una fila de apretada y resplandeciente maquinaria bajo un panel de controles semejante a un escritorio. La superficie del escritorio parecía ser la de una pantalla de televisión, a pesar que tenía bisagras en la parte superior. En un lateral se veía lo que parecían ser controles de manipulación de los que se utilizan en laboratorios de radiación.

—Hay un servorrobot de este tamaño en una colina situada a veinte kilómetros de aquí —dijo la Abuela.

Conectó un interruptor, se sentó frente a la pantalla e hizo girar dos controles.

—Te diré cómo lo hace —dijo abstraída mientras trabajaba—, aunque no es la manera exacta en que lo hace. Traza una línea recta desde esta máquina y otra desde la otra. Tu punto de transmisión está allí donde se cruzan éstas. Ahora dibuja dos líneas más desde la maquinaria y desde donde se cruzan. Ése es el punto de llegada. Cuando todo está dispuesto, le das a este interruptor y lo que estaba aquí ahora está allí. Las cosas no van más allá de donde irían con una platrans. Dejan de existir en un punto y la conservación de la materia hace que aparezcan en el otro.

»Pero eres tú quien ha creado esa tensión espacial que hace que aparezca allí donde quieres.

—Hazme una demostración.

—De acuerdo. Dime.

—Mi cartera. Está en el cajón superior de mi despacho. Los cajones están cerrados, por cierto —dijo.

—¿Cuál es la matriz?

Desgranó las coordenadas de la dirección. Ella las pasó al teclado y se inclinó sobre la pantalla. Mostraba una unidad del Estasis. Giró un dial y los edificios se acercaron más. Su mano bajó hasta un botón y la imagen se aplacó, pareciendo atravesar el tejado y detenerse sobre un escritorio.

—¿Y bien?

—Adelante —dijo él—. Tienes un bonito rayo espía.

—¡No lo conoces bien!

Movió una mano y en el altavoz se oyó la tranquila agitación de la oficina. Volvió a los controles y la imagen se hundió en el escritorio. De repente, se vio el contenido del cajón. Enganchó diestramente la cartera con los manipuladores y lo levantó una fracción. Entonces la escena desapareció mientras ella se concentraba en otro grupo de controles.

—Localización del receptor —murmuró.

La apagada imagen se aclaró, convirtiéndose en una masa de parásitos y luego en una vista de pájaro de la habitación en que estaban, tan clara que Ruano miró hacia arriba sobresaltado. No podía ver nada.

—Mantén quietas las malditas manos —dijo la Abuela.

Obedeció y ella redujo la escena hasta que su imagen estuvo en el centro de la pantalla. Ruano movió los dedos. La Abuela volvió a la otra imagen, la comprobó, y accionó el interruptor que le indicó antes.

La cartera cayó en su mano.

Ella apagó la máquina, dio media vuelta y le miró.

—¿Y bien?

—¿A qué viene todo este teatro? —dijo.

—¿A qué te refieres?

—Esta cosa no hace lo que tú dices. Me has traído la cartera, desde luego, pero no con eso.

—Lo que tú digas. Muy bien, ¿cómo es que tienes la cartera?

Él contempló atentamente el instrumental.

—Es una especie de amplificador, sí, y también un localizador. Sirve para darle una localización a tu TQ, ¿verdad?

—¿De verdad piensas que tengo a un vidente superpoderoso aquí escondido y que funciona una vez que le he localizado el objetivo?

—¡Tú eres el TQ!

Ella se derrumbó pesadamente junto a los controles.

—Si no puedes convencerles, únete a ellos. Viejo refrán romano. Si eso es lo que tú dices, entonces es lo que es.

—¿Por qué no me lo dijiste desde un principio? —gruñó, mirando el reloj—. ¿Qué hacemos ahora?

—Espera un momento, tengo que asimilar algo—. Se apoyó en los controles y luego le miró con brillo en los ojos—. Te prepararé el modelo piloto. No puedes cargar con todo esto bajo el brazo.

La Abuela fue hasta una pared de almacenaje y sacó un baúl. En él había una caja alargada. Ruano le ayudó a abrirla y a sacar la variada colección de cables y barras, colocando el conjunto sobre un banco.

—Te enseñaré a manejar esto. —Se despojó de la ropa que la envolvía y avanzó hacia la máquina—. Ponlo de este lado, por favor —dijo—. ¿Qué estás mirando? ¡Ah! —Se miró los pantalones cortos y el sostén y se rió—. Ya te dije que hacía demasiado calor aquí dentro.

No es que la edad no hubiera dejado señales en el macizo cuerpo, pero desde luego no las equivalentes a doscientos años. Mientras sostenía un soplete junto a una mejilla, se dio una palmada en el desnudo vientre.

—Una cosa que deberás tener en cuenta sobre las mujeres, a medida que vayas conociéndolas, Ruano, es que las partes que la gente decente deja a la vista son precisamente las primeras que envejecen. Esta cara mía se fue a paseo a los setenta y cinco, pero el resto aún puede aguantar otros cien años. —Se inclinó sobre el aparato—. Quizá sea mejor así, o no, ¿quién puede saberlo? Pásame el milivoltímetro.

Poco después, el trabajo con la máquina tomó prioridad sobre cualquier otra cosa del mundo personal de Ruano.

—Seguro que aún te queda mucho con nosotros —dijo él, tímidamente, mientras le sostenía la luz.

—¿De verdad lo crees? —gruñó ella, y siguió trabajando, incansable.