VI

Al anochecer del segundo día, Ruano y Flor caminaban por un sendero del bosque que estaba a cubierto del sol. La ropa de dormir de Ruano estaba desgarrada y descosida por las junturas, porque no se había desprendido de ellas pese a no estar diseñadas para las brutalidades a que habían sido sometidas. Pero no le importaron jirones y agujeros pues a nadie le importaban. Hacía bastante que se había deshecho de las pantuflas y sentía que se moriría si alguien le decía que nunca volvería a sentir el frescor de la hierba bajo sus pies desnudos. Ahora conocía a la Tierra como algo más que un sitio donde hacer flotar herméticas ciudades. Había trabajado hasta hacerse daño, reído hasta llorar, dormido hasta sanar. Había ayudado con un serrucho, con una piedra, con una canción. Fue de maravilla en maravilla, hasta encontrar la mayor de todas las maravillas: los niños.

Nunca antes había visto uno. No sabía de dónde venían los niños a excepción que iban a las familias directamente del jardín de infancia, cuando cumplían doce años. No sabía cómo nacían. No sabía que cada niño era educado para ocupar un lugar específico en la Familia y el Estasis, y que la mayor parte de su educación consistía en restregarlos, empaparlos y frotarlos con la presencia del padre; con su voz, rasgos, formas de vida, habla y trabajo. Cuando el niño aparecía, lo hacía teniendo un lugar en el hogar, muy poco diferente a esas alturas al que tenía en el jardín de infancia, y siendo adecuado para ese lugar, no por la accidental autoridad del parentesco, sino mediante la labor constante de un grupo de especialistas.

Cada familia tenía un chico y una chica; un trabajador, un pasivo. Así era como podía equilibrarse la economía y así continuaba equilibrada. Así era como la comunidad podía educar a sus jóvenes y así seguía manteniendo la unidad familiar.

Pero aquí, en este sueño…

Los niños parloteaban y cantaban y se quemaban los dedos. Corrían descalzos gritando y nadaban como focas en la piscina. Se peleaban y, luego, se querían. Se cansaban y sudaban, tenían su música y sus errores. Todo era caótico y desconcertante y sabían cuándo reír y cuándo aprovechar una discusión. Era bárbaro y muy hermoso.

Y tenía fuerza, pues esa gente hacía casualmente lo que Ruano le había visto hacer a Flor. Parecían tener una platrans interna que podía enviar y recibir de cualquier parte a cualquier parte. Podían alargar un brazo a la nada y tomar pan, o un hacha, o un libro. Podían permanecer inmóviles y en silencio durante un tiempo y luego saber lo que una esposa iba a servir de nutriente —y comían todos juntos, mientras que recurrían a la intimidad para efectuar otras funciones no más desagradables—, o la melodía de una nueva canción, o la noticia de un hallazgo de moras.

Parecían lo bastante abiertos como para decirle cómo hacían todo esto, pero sus preguntas no le conducían a ninguna parte. Era como si necesitara un nuevo idioma, o puede que una nueva manera de pensar, antes de poder asimilar los principios básicos. Pero, pese a todo su poder, tenían callos en las manos. Quemaban madera como carburante y comían el producto de los campos que les rodeaban. Para dejarlo más claro, hacían que sus cuerpos funcionaran al máximo de sus posibilidades porque eso les divertía. Nunca dejaron que el aspecto psíquico pasase de conveniencia a lujo, como si fuera un cáncer.

Así que, al anochecer, Ruano caminaba en silencio con Flor a su lado, pensando en esas cosas e intentando que se ajustaran a algún patrón determinado.

—Pues claro, pero si esto no es real —dijo de pronto.

—Es sólo un sueño —asintió Flor.

—Despertaré.

—Muy pronto. —Ella rió y le tomó las manos—. No te pongas triste. ¡Nunca estaremos muy lejos!

No podía reír con ella.

—Lo sé, pero siento como si esto fuera… No puedo decirlo, Flor. ¡No sé cómo!

—Entonces no lo intentes, de momento.

Antes de darse cuenta, estaba rodeándola con los brazos.

—Flor, deja que me quede, por favor.

Ella tembló en sus brazos.

—No me pongas triste —susurró.

—¿Por qué no puedo? ¿Por qué?

—Porque es tu sueño, no el mío.

—No dejaré que te vayas. Seguiré agarrado a ti y no me despertaré.

Se tambaleó y cayó pesadamente al suelo. Flor siguió con tranquilidad en pie a unos tres metros de distancia.

—No me pongas triste —volvió a decir—. Me duele tener que empujarte así.

Se puso lentamente en pie y alargó la mano.

—No volveré a estropear nada —dijo con tristeza.

Caminaron silenciosos en la penumbra, hacia el rayo de luz con que el sol bañaba el valle y el poblado todas las tardes de esta época del año.

—¿Cuándo será? —preguntó, sin poder evitarlo.

—Cuando sea el momento —dijo.

Ella le soltó la mano, puso el brazo de él alrededor del suyo y volvió a tomarle la mano. Salieron a la luz.

Ruano miró lentamente de un extremo al otro del claro, intentando verlo como si fuera por primera vez, y luego con la familiaridad que le daban estos dos días. Allí estaba la marmita que decían usar para extraer azúcar del arce, y pretendió haber visto cómo hervía, haber visto cómo los perros recogían el jugo acaramelado de la nieve y corrían en frenéticos círculos hasta que se derretía y podían volver a abrir sus estúpidas bocas. Allí estaba el campo de trigo sarraceno que un cálido día cubriría con un manto esmeralda la nieve primaveral. Allí estaba el estanque, y los patos con telas de mármol viejo y madreperlas en sus cuellos. Vio…

—¡Allí! —gritó y apartó a Flor para salir corriendo por el claro—. ¡Tú! ¡Alto! ¡El del estanque!

Pero el hombre no reaccionó. Era alto, tan alto como Ruano; su pelo era muy largo, sus ojos eran verdes y a un lado de la barbilla tenía una cicatriz. En el agua había risas, un fogonazo de blanco.

—El de la cicatriz —jadeó Ruano—. Tu nombre… Tengo que saber tu…

Cuando el hombre se volvió, Ruano pudo ver más allá de su hombro, al agua, a los sorprendidos ojos de su hermana Valerie.

Y ése fue el final del sueño.

Sólo había pasado una cosa buena desde que su madre quitó el bloqueo de la puerta de su cubículo. El propio cubículo había resultado ser el lugar más deprimente que se podía concebir para despertar; las paredes le aplastaban, el aire filtrado le hizo toser. No tenía espacio, no tenía ventanas. El biombo le provocó un latir en la frente y lo arrojó al suelo, alejándose violentamente de él, tanto física como mentalmente. Sintió que si pormenorizaba todo el simbolismo de este horror tubular acabaría enloqueciendo y destrozando esta cultura ataúd, cadáver por cadáver. El desayuno fue algo aborrecible. Las ropas…, bueno, se las puso, teniendo miedo a enfurecerse por ellas, o nunca habría podido llegar a la oficina.

Corsonmayo le miró sólo lo necesario para identificarle, metiendo luego su estúpida y fláccida cara en un archivador hasta que estuvo a salvo en su despacho. Miró el escritorio, su eficiente equipo, a los cepos que llamaba paredes y al talón que llamaba techo, y se estremeció de furia. Pero fue débil cuando la pesada voz surgió de la rejilla.

—Ven aquí, Ruano Walsh.

Otra vez problemas. Saltaba de la prisión a la sala de audiencias.

Respiró profundamente cuatro veces; tres para recuperar la compostura, una para suspirar. Fue hasta la pared y ésta le admitió. Su padre estaba sentado, su cabeza y barba eran textura contra textura. Ante él había un montón de informes dispersos, y parecía como si hubiera levantado la esquina de uno encontrándolo inesperadamente bueno.

—Feliz Estasis, Privado.

El anciano asintió cortésmente.

—Tu ausencia hizo necesario que tomara las riendas tanto de tu trabajo como del mío. Los subsiguientes informes te pondrán al tanto de lo que he hecho. —Apiló cuidadosamente los informes y volvió a dispersarlos—. Al revisar estos de aquí, he descubierto para mi sorpresa —mi placentera sorpresa, debo añadir para ser ecuánime— que has realizado una asombrosa cantidad de trabajo. Kimberley, Krasniak, ese conflicto de almacenaje en Polska. Y un buen trabajo, a pesar de la rapidez. Lo he investigado detalladamente.

«Esto suena realmente mal», pensó Ruano. Puso las manos detrás, bajó la barbilla adquiriendo La Pose y apretó los dientes.

—La investigación ha sacado a la luz —continuó pesada e inexorablemente el monstruo vocal— que el trabajo se llevó a cabo en cuatro horas con tres minutos y medio, hablando en términos aproximados. Muy bien. Pero, parece ser que el tiempo transcurrido fue de cinco horas con cuarenta y ocho minutos y unos segundos. Aproximadamente, claro está. —Golpeó la mesa con el borde del mazo de informes, miró fugazmente a Ruano, se inclinó bruscamente hacia delante y rugió—: ¡Aquí parece haber desaparecido una hora con cuarenta y cinco minutos!

—¿Has contado el tiempo de descanso, Privado? —graznó Ruano, tras humedecerse los labios.

El Privado volvió a echarse hacia atrás y se estiró jovialmente.

—Espléndido, mi eficiente y joven bergante. ¡Soberbio! ¿Y cuál es el tiempo de descanso con que nos autorizamos en el presente escalafón de la organización?

—Cuarenta minutos, Privado.

—Bien. Eso nos deja una hora y cinco minutos. Sesenta y cinco preciosos e irreemplazables minutos, que no podrán recuperar ni todos los recursos del mismísimo Estasis. Más de una hora en blanco, lo que significa que no se han incluido todas tus gestiones. O puede que sí se hayan incluido, y se me hayan pasado en mi apresuramiento.

—No, Privado…

—Entonces, o esa tarde se llevaron a cabo una o más transacciones de la compañía y no se informaron, lo cual es de flagrante deficiencia, o el tiempo se usó en holganza e indulgencia personales, y con la intención de aceptar por parte de la compañía un pago por ese tiempo, lo cual sería un robo.

Ruano no dijo nada, excepto a sí mismo, y, más o menos, fue lo siguiente: «Creo que podré aguantar, aproximadamente, unos cuatro minutos treinta y dos segundos con tres décimas más de esto».

—El resultado es difícilmente satisfactorio —dijo el Privado como si conversara, y sonrió—. Los informes me proporcionan tres caminos a seguir. Primero, que se compense el tiempo debido. Segundo, devolver el importe de esas horas. Tercero, puedo entregarte a la Corte Central con una acusación completa, y lavarme las manos sobre tu persona. Puede que te den un arco y flechas y te abandonen en la espesura para que sobrevivas como puedas entre segmentos de Estasis. Con tus conocimientos podrías sobrevivir bastante tiempo. Días. Puede que hasta semanas.

«Dieciocho, diecisiete, dieciséis…», contaba Ruano en silencio.

—No obstante, voy a darte la oportunidad para que purgues este…, este espantoso crimen. Llévate estos informes a tu despacho. Tienes hasta las 16.00 —las 16.00 en punto, claro está— para revisar todos los errores que hayas podido cometer y para refrescar la memoria por si se da el eventual caso que hicieses algo útil para la firma en cualquiera de esos minutos perdidos. Naturalmente, cualquier alteración que incluyas será comprobada a la décima de segundo. Puedes estar tranquilo hasta las 16.00.

Ruano, bastante entumecido, se acercó, tomó los informes, murmuró «Adiosfavor», y se retiró con torpeza.

«¿Por qué lo había aguantado?», se preguntó.

Porque no había ningún sitio adonde ir, claro.

Había…

No, no lo había. Había sido un sueño.

Se hundió en una negra parálisis de rabia.