V

La Sala Familiar era el corazón de la casa, como lo era en todas las casas de la Tierra. Una silla, en la práctica un trono, dominaba una pared. Contenía los controles de vídeo y los emisores sonoros que sólo podían oírse en los lugares adecuados del lugar. En la pared de la derecha había un trono en miniatura, que era el sitio reservado al hijo de la casa. A la izquierda había un banco de madera, para la hija. Y a los pies del trono había un pequeño taburete donde se sentaba la madre.

La habitación era silenciosa, debido a las vigas y el suelo enmoquetado y a las paredes y techo acústicamente aislados, y era costumbre que cada familia se congregara ahí durante dos horas diarias. Se recitaban oraciones, se leía lo que eligiera el Privado, se conversaba de lo que él decidiera y, cuando estaba especialmente conmovido, obsequiaba a todo el clan con un entretenimiento de su elección.

Cuando entraron Valerie y Ruano, el silencio original estaba compuesto de creciente desaprobación. La mano del Privado descansaba en los controles del vídeo, que acababa de apagar. La cabeza de la Mam estaba caída a un lado, debido a lo enfrascada que estaba en el programa; parecía como si le hubieran quitado una prótesis.

Hijo e hija se separaron y fueron a sus respectivos lugares. Cuando el Privado paseó la mirada por sus arrugadas ropas como si le picara con una espuela, Ruano sintió una punzada del terror de siempre. Se sentó y miró a su hermana. Ésta se encogió mucho en su banco, interiorizando tanto lo que pasaba que ni siquiera su ropa sin arrugas ni pliegues pudo ocultar su aire desamparado. Ruano tragó saliva con aprensión, con manos correctamente recogidas.

—Tarde —dijo el Privado—. Los dos. Es el tipo de cosas que difícilmente incluiría en una recomendación, Valerie, criatura indeseable. —Era una forma de hablar que se utilizaba para castigar a todas las Mayos y no afectó a Valerie. Luego se dirigió a Ruano—. Uno habría supuesto que mi generosidad —esto podría ser un toque de atención sobre la posible sociedad— y mi perdón habrían provocado un mínimo esfuerzo en no repetir la ofensa. Ya tienes treinta años, bastantes como para reconocer la diferencia entre Estasis y Caos. Te confinarás en tu cubículo durante las próximas cuarenta y ocho horas, donde podrás reflexionar sobre las consecuencias inherentes a la desorganización. ¡Valerie!

Ella se sobresaltó y reaccionó del modo adecuado, que era mirándole a los ojos. Ruano no dijo nada. En un momento como éste no había apelación posible.

—Valerie, ¿estabas con tu hermano en alguna escapada que ha llevado la organización de esta casa al naufragio?

—Sí, Privado, pero todo fue mi…

—Entonces deberás sufrir el mismo castigo, pero no primariamente por haber llegado tarde, cosa que no está entre tus defectos habituales, sino por no haber sabido influir en tu irresponsable hermano. Asumo que fracasaste en tu intento, ya que me resultaría demasiado doloroso concluir que toda mi progenie carece de la más elemental decencia.

A esto le siguió otro impresionante silencio. La madre, sentada a sus pies, alzaba los ojos hacia los cojines donde debía descansar su enguantada mano. Con un movimiento inconsciente, su oreja buscó el punto focal de la inexistente, en ese momento, emisión sonora. La barba del Privado se movió al centrar la atención en la mujer.

—Y dado que debo adherirme al más mínimo retazo de satisfacción —dijo— que ésta sea mi fe en que tú sí sepas cuál habría sido la conducta correcta, Mam. Así que, asumiendo que exista ese conocimiento, las circunstancias indican claramente que tú tampoco has sabido aplicarlo. Por tanto, esta noche no tendrás vídeo. —Les dedicó una mirada semicircular en que la barba acarició sus presencias como el dorso de una mano—. Déjenme.

Se levantaron y salieron fuera. El entrepaño se deslizó cerrándose tras ellos.

—Lo siento.

Val apenas susurró su disculpa.

—¡Silencio! —rugió la rejilla que había sobre la puerta.

Inclinaron las cabezas y esperaron. Walshmam se alejó de puntillas y volvió un momento después con dos cubos pequeños. Condujo a Valerie hasta su cubículo y esperó a un lado. Valerie miró un momento a Ruano, que consiguió dedicarle una sonrisa melancólica. A continuación, el entrepaño se cerró tras ella y Walshmam colocó uno de los cubos en un alvéolo, dejando cerrada la puerta hasta que no se quitara el cubo. Ruano permaneció fiel a la costumbre y esperó a que la Mam pasara junto a él para seguirla luego hasta su propio cubículo.

—Y lo que es más —enunció la rejilla de la puerta—, a partir de este momento rehuso considerar los méritos inherentes a tu sugerencia de esta mañana. Porque, en caso de ser buena, proviene de una fuente indigna y, por tanto, está contaminada; y de ser mala, no merecería consideración alguna.

Walshmam parecía muy triste, pero había pocas Mam que no lo estuvieran. Sus vidas transcurrían entre la paciencia silenciosa y la lamentación silenciosa, con sólo ocasionales momentos de acción preventiva. Ruano sonrió intentando mostrar cierta camaradería, pero ella no le comprendió y miró a otra parte, y su hijo supo que había sido mal interpretado y que ella lo había tomado como una expresión rebelde o carente de arrepentimiento.

Cuando el biombo cayó sobre su cabeza, se preguntó qué pasaría si se levantaba y tiraba de la barba del Privado.

«Apuesto a que no encontraría nada en su libro de normas que cubriera eso. Y nunca fue muy bueno en las cosas nuevas», pensó, poniéndose el camisón, los pantalones cortos y las pantuflas.

Eso le recordó lo que había dicho la Abuela: el Privado «nunca ha comprendido cómo funciona nada. Se limita a manejarlo». «Al menos maneja a su familia», pensó.

Algún día él también sería un Privado, tendría una familia y entonces le daría su merecido, pensó soñoliento, y se hundió más y más en la inconsciencia hasta un lugar donde estaba sentado en un monstruoso trono, con una barba que le llegaba a las rodillas, y miraba fijamente a su padre, que estaba sentado en la silla del niño, y lloraba. Y a sus pies estaba…, vaya, por el amor del cielo, ¡estaba la Abuela!

En algún momento debió convertirse en una pesadilla…, una parte horrorosa de ella estaba relacionada con perderse en ese aleteo de negrura definitiva que se experimenta en la platrans. En ese momento se vio inmerso en ella, con un espacio inconmensurable detrás de su congelada espalda y la invicta superficie «interior» de la realidad presionándole en el rostro. Gritó y forcejeó…, y se golpeó la mejilla con roca sólida. Se sobresaltó, y se alejó de la roca y se sentó.

El dintel rectangular de una rielante roca se encontraba a menos de un centímetro por encima de su cabeza. Más allá de ella se abría un cielo extraño, verde pálido, que se iluminaba por momentos.

Miró detrás suyo y no vio nada que no fuera una explanada púrpura, resquebrajada y seca, donde florecían grotescas plantas alargadas semejantes a cactus.

Se dirigió hacia la entrada y, unos metros más allá, la desolación desaparecía de forma abrupta. Ante él se extendía un parque circular y un perfil de árboles que bordeaban un arroyo. Al otro lado del arroyo había campos —uno marrón, otro tostado y otro de un verde suave— y, a esta distancia, parecían tan delicados como la superficie de una taza de leche. A la derecha había montañas, y una con una cumbre tan brillante que hizo que le dolieran los ojos. Lo reconoció como un amanecer reflejándose en la nieve. A la izquierda se extendía un ancho valle. El aire era cálido pero refrescante.

Se detuvo y respiró profundamente, buscando comprensión, viendo luego, a su derecha, un peñón tan grande como la silla de un Privado. Una chica de dorados cabellos y extraños ojos estaba sentada en el peñón. Vestía una camiseta y un cinturón que descubrían más de una chica de lo que Ruano había visto nunca. Se sujetaba con las manos una rodilla desnuda, delicadamente bronceada. Sus pies desnudos recibían el rosado amanecer nevado y estaban húmedos por el rocío.

Le saludó con una sonrisa, y se levantó y se acercó a él.

—Vamos —dijo.

Él se encogió y ocultó sus manos desnudas. Ella las tomó con las suyas con un movimiento rápido y seguro.

—Vamos arriba —cantó ella y, antes de lo que él pudiera pensar, ya estaba arrastrándole.

Las mejillas de Ruano tocaron su hombro desnudo. Olió su perfume y su suave aliento y los ojos se le pusieron en blanco y le temblaron las rodillas. Su brazo le rodeó los hombros y volvió a sonreír.

—No pasa nada, sólo es un sueño —le dijo ella.

—¿Un sue… —tosió— ño?

—¿Tienes sed? —Alargó la mano, y él volvió a toser cuando apareció una copa en ella—. Aquí tienes.

Él la tomó, dudó un momento y la alzó. Ella seguía mirándole, sonriéndole. Él le dio la espalda con modestia y bebió. Era de un naranja brillante, frío, agridulce y delicioso. Se secó cuidadosamente los labios y se volvió, agitando la copa sin saber qué hacer con ella.

—Tírala —dijo ella.

—Ti…, ¿qué?

Ella gesticuló. Obediente, tiró la copa hacia arriba. Desapareció.

—¿Te sientes mejor? Vamos ya. Están esperándote.

—Quiero irme a casa —dijo Ruano, mirando hacia donde había desaparecido la copa.

—No puedes. No hasta que no termine el sueño.

Dejó caer los brazos y agitó las manos hasta que las mangas las ocultaron.

—Quiero irme a casa —dijo con tozudez.

—¿Por qué?

—Sólo…

Miró ansiosamente por encima del hombro hasta la puerta. Cuando volvió la cabeza, ella no estaba. Y de pronto, la necesitó a su lado con urgencia. Dio un paso adelante.

—¡Buuu! —gritó ella, y sus labios le rozaron la nuca.

Ruano giró, y allí estaba ella.

—¿Dónde estabas?

—Aquí, allí, en cualquier parte —dijo, desapareciendo y reapareciendo a su derecha al instante.

—No lo hagas más, por favor —dijo él—. Y deja que me quede aquí un momento.

—De acuerdo.

Se alejó, tomó una campanilla invernal y una extraña flor verde púrpura, le añadió un helecho y volvió junto a él moviendo con destreza los dedos. Mostró las flores, entrelazadas en un pequeño círculo formado alrededor de un dedo. Luego las colocó en sus dorados cabellos.

—¿Bonito?

—Sí. —Apartó los ojos pero tuvo que volver a fijarlos en ella—. ¿Por qué no te cubres los brazos? —balbuceó.

—Aquí nos vestimos como queremos.

—¿Dónde es aquí?

—Algo parecido a otro mundo. —Ruano miró hacia la puerta—. No te serviría de nada —explicó ella—. Ahora no hay más que negrura. El camino de salida es un tiempo, no un lugar. No te asustes. Volverás cuando sea el momento.

—¿Cuándo?

—¿Cuánto tiempo tienes que dormir?

—Cuarenta y ocho horas, aunque nunca…

—Quizá puedas quedarte todo ese tiempo. ¿Quién va a saberlo?

—¿Estás… segura que volveré a tiempo?

—Pues claro. ¿Está todo bien ahora?

Sonrió con timidez.

—Estupendo. Todo va estupendamente.

Ella le tomó la mano y avanzó dos pasos, por lo que él tuvo que seguirla. Ruano intentó soltarse educadamente, pero ella le sujetaba con fuerza y no parecía notar nada. Una risa, un sonrojo, la señal más mínima de falta de naturalidad en ella, y habría encontrado insoportable el contacto con la mujer.

Pero ella se comportaba tan espontáneamente que la revulsión no llegó, y le hablaba de forma tan alegre, obligándole a responder, manteniéndole tan ocupado, que en ningún momento tuvo opción para decir que le dejara, de haber querido decirlo, ni de pronunciar las palabras implícitas en ese deseo.

—Estuviste en mi cubículo —dijo él sin aliento, mientras ella le arrastraba ladera abajo.

—Oh, sí. Más de lo que piensas. Te veía dormir. Duermes muy tranquilo. Ahí hay una tanagra. —Se detuvo un momento, balanceándose, algo fluía de su brillante rostro hasta el resplandeciente pájaro y volvía a ella—. También fui a verte a tu oficina. Allí todo es rígido y severo, y algo solitario. Pero todos ustedes se sienten solos.

—¡No es cierto!

—Espera a que se termine el sueño y no dirás eso. ¿Quieres que te haga un truco?

Se agachó sin dejar de caminar y rozó con sus largos dedos una mata de afiladas hojas. Todas se cerraron como minúsculos puños verdes.

—¿Por qué viniste? —preguntó.

—Porque estabas listo para hacerte preguntas.

—¿Preguntarme qué?

No debió considerar esto como digno de respuesta, pero le soltó la mano y saltó como un ciervo una vez, dos veces, y atravesó un arroyuelo. Él lo vadeó mojándose las pantuflas.

Cuando la alcanzó, ella le tocó el pecho.

—¡Shhh!

En el viento vibraba una nota, luego otra y, fuerte y dulce, otra, convirtiéndose así en un acorde. Luego cambió una nota, y otra, y otra, y el coro de voces entonaba con suavidad, como la aurora, que siempre es la misma mientras la miras, pero cambia si uno aparta la vista y vuelve a mirarla.

—¿Cómo te llamas? —preguntó de pronto él.

—¿Cómo quieres que me llame?

—¡Flor! —gritó, haciendo que encajaran las extrañas presiones de un sueño; y con ello sintió que se liberaba de toda la suciedad con que las costumbres habían vestido al mundo.

—Y tú eres Ruano, y un ruano es un caballo con viento en la crin y trueno en los pies, de dulce boca y fieros ojos, todo valor y velocidad.

Le pareció la estrofa de una canción, pero podía haber sido una forma de hablar, su forma de hablar. Escurrió el agua de sus embarradas pantuflas y casi gimió de placer pensando en el trueno de sus pies. Ella volvió a tomarle la mano y saltaron juntos hasta la cresta del pie de una colina. Delante de ellos, la canción concluyó con un estruendo de carcajadas.

—¿Quiénes son? —quiso saber él.

—Ahora lo verás. Ahí… ¡Ahí!

Donde la colina lindaba con el bosque había una laguna limpia y profunda. En el bosque y las laderas de la colina anidaban edificios. Sus paredes eran de leños y sus techos de paja. Eran bajos y anchos, y formaban parte de la colina y del bosque. En el claro que había entre árboles y ladera, estaba la gente que había cantado. Podías adivinarlo por el sonido de sus risas.

—No puedo… ¡No puedo! —gruñó Ruano miserablemente.

—¿Por qué? ¿Qué pasa? —preguntó Flor.

—¡No tienen decencia!

—Sólo hay dos cosas indecentes, el miedo y el exceso, y aquí no verás ninguna de ellas. Vuelve a mirar.

—Demasiados miembros —respiró—. Y esos colores…, un hombre rojo y verde, una mujer azul…

—Un vestido azul y un traje de arlequín. Es estupendo vestir de colores.

—Hay cosas en las que uno no debería soñar.

—¡Oh, no! No hay nada que no puedas soñar. Ven a verlo por ti mismo.

Y fueron a ver. Y fueron muy bien recibidos.