Fue directamente a su cubículo, y pasó junto a su hermana, que estaba en pie junto al atrio. Le pareció que ella iba a hablar, pero le dio la espalda deliberadamente y apresuró el paso. Esa presunción suya, esos interminables y plácidos recitales sobre en qué había ocupado el día eran la primera cosa de la que podía prescindir en ese momento. Necesitaba intimidad, montones de ella, y la necesitaba en ese preciso instante.
Se apoyó contra el entrepaño cuando éste se cerró. La cabeza le daba vueltas. Era una cabeza con la capacidad de almacenar ideas indigeribles en compartimientos separados, donde las guardaba hasta tener tiempo de examinarlas. Así era como podía manejar tantos asuntos de negocios concurrentes. Por eso había podido soportar hasta entonces este extraordinario día. Pero los compartimientos ya estaban llenos; no podía pasar nada más.
Había despertado antes de la luz diurna para ver, en el suave brillo de las paredes, a una chica que le miraba con gesto grave, envuelta en flotantes ropas. Su pelo había sido dorado y sus manos estaban cruzadas sobre una rodilla. No había podido verle los pies, no entonces.
Había subido a la platrans para llegar a la oficina y, en vez de eso, llegó hasta un lugar inmencionable con cortinajes y esa misma chica. Ella le habló.
La había vuelto a ver, sentada en su escritorio.
Había perdido dos horas en un inusitado examen de sí mismo que le había dejado perplejo e inseguro, y había acudido muy respetablemente a ver a su muy respetable Abuela, que le había expuesto a las conjeturas más escalofriantes que había experimentado nunca, incluyendo una que cerraba en círculo toda esta locura. Pues le había sugerido la existencia de gente que, merced a una fuerza llamada tele-lo-que-sea, podía aparecer en cualquier parte, con platrans o sin platrans.
Lanzó un bufido. ¡No necesitas una platrans para poder soñar! Había soñado que la chica estaba aquí y en el atrio con cortinajes. Había soñado que estuvo en su despacho.
—¡Ahí lo tienes! —se dijo—. ¿Ya te sientes mejor?
No.
Todo el que tuviera sueños como ésos tenía que estar fuera de sí.
De acuerdo: no eran sueños.
En cuyo caso la Abuela tenía razón; había alguien con algo tan superior a la platrans que podría terminar con el mundo, su mundo. Si tan sólo fuera un adelanto tecnológico, podríamos detenerlo, destruirlo, mantener el Estasis. Pero no lo era; era una especie de misterio extraño, ilógico e incontrolable conocido sólo por unas personas determinadas y él, Ruano, no era una de ellas.
Era impensable, insoportable. ¡Indecente!
Entró en su floristería y alargó la mano para tomar su ración de comida. Gruñó de sorpresa, pues en vez de las cuatro tabletas y el tentetieso de vitacaldo, su mano encontró algo caliente, ligeramente grasiento y fibroso. Lo levantó, le dio la vuelta. Nunca había visto antes un comestible semejante. Claro que, por otra parte, el Servicio de Nutrientes efectuaba innovaciones de cuando en cuando, ajustándose a este o aquel cambio del medio ambiente, o al aislamiento de la bacterias mutágenas y sus antibióticos, como resultado del inventario continuo de los elementos básicos.
Pero esto era demasiado grande como para poder tragarlo. Quizá sea una mezcla de forraje y nutrientes, se le ocurrió pensar.
Clavó los dientes en él. Un jugo rojizo y caliente le resbaló por la barbilla y un sabor insufriblemente delicioso le llenó boca y garganta, llegándole a la nariz y, le pareció, hasta los ojos. Estaba tan bueno que le dolieron las mandíbulas.
Demolió la porción entera antes que tuviera oportunidad de enfriarse, y emitió luego un suspiro maravillado. Buscó en el cajón de la comida con la vana esperanza de encontrar más, pero no había más, y halló sólo el acostumbrado caldo. Levantó el tazón, dándose luego media vuelta, y lo vació cuidadosamente por el inodoro. Nada iba a limpiarle ese increíble sabor de la boca, mientras pudiera evitarlo.
Se deslizó hasta el biombo y se cambió rápidamente. Cuando cambiaba de lugar la cartera, hizo una pausa para ver si tenía que tomar más dinero.
Gruñó al recordar. Acababa de dejar la oficina del Privado cuando se topó cara a cara con su…, con este…, bueno, sueño o no, allí estaba ella. Y había desaparecido. Y en la esquina del escritorio, justo donde había estado sentada, estaba el número de platrans. Este número que ahora tenía en la mano.
Como el sueño que había sido —¿o no lo había sido?—, la chica no le habló ni aquí, en su cubículo, ni en la oficina. Pero sí lo había hecho en el tapizado atrio. Por muy improbable que pareciera, ese momento difícilmente habría podido ser un sueño. Tuvo que marcar un número de platrans para llegar hasta allí. Podía haberse equivocado, pero estaba totalmente despierto cuando lo hizo. Decidió que esa mujer debía ser uno de esos…, de esos monstruos del-siguiente-escalón a los que se refería la Abuela. Naturalmente, ni su pelo ni los desvergonzados ropajes tenían nada que ver en ello. Lo hacía por la platrans, por el Estasis que mantenía a la sociedad unida y que tanto trabajo había costado alcanzar. Era un deber básico que todo ciudadano se debía a sus rosados dedos. No, a sí mismo.
Se ajustó un par de guantes nuevos y se dirigió al atrio. Valerie seguía allí, con aire ansioso.
—¡Ruano!
—Luego —ladró, marcando ya el número.
—¡Por favor! ¡Sólo será un momento!
—No tengo ni un momento —dijo bruscamente, y subió a la plataforma. El aleteo de negrura interrumpió la súplica de su hermana.
Bajó de la plataforma de llegada y se detuvo en seco.
¡No había cortinas! ¡No había perfume! No…, oh, Santa Intimidad que estás en los cielos.
—¡Ruano Walsh! —chirrió Corsonmayo.
Los globos oculares de la secretaria hicieron cualquier cosa menos quedarse quietos en las secas mejillas. Sus manos —gracias a los poderes, estaban decentemente enguantadas— presionaban bajo los pómulos, y un peine colgaba obscenamente de su pelo, por lo que dedujo que la había interrumpido a medio peinarse. Se dio cuenta al instante de lo que había pasado, y un remolino de furia y vergüenza giró vertiginosamente en su interior.
La secretaria debió ver como tiraba el número que ella le había escrito, y le debió pasar otro. Y a él se le ocurrió pensar que…, oh, esperar los cortinajes, los brazos, los…, todo eso, ¡y venir a toparse con esto!
—¡Privado! —chilló ella—. ¡Mam! ¡Mam!
Llamaba a sus padres. Bueno pues, claro. Es lo que haría cualquier chica decente.
Corrió hasta el dial. Ella también lo hizo, pero él llegó antes.
—No se vaya, Ruano Walsh —jadeó ella—. Corsonmam y mi padre no están aquí. Lo habrían estado de haberlo sabido, pero volverán pronto, así que no se vaya, por favor.
—Encontré el número en mi escritorio y pensé que lo había dejado Grig Labine. Tengo cita con él y ya llego tarde. Lamento haber invadido su intimidad, pero ha sido por error. Lo siento. Sólo ha sido un error.
La ansiedad se desvaneció del rostro semiarrugado y de los soñolientos ojos. Pareció encogerse diez centímetros en una décima de segundo, hizo húmedos y patéticos pucheros con la boca y aparecieron titubeantes hoyuelos a los lados. «Oh, cerdo apestoso, ¿qué te ha hecho ella?», se dijo.
—Serénese —balbuceó.
Marcó el número de su casa.
—Oh-h-h-h…
La platrans interrumpió su gemido.
Se quedó inmóvil donde estaba, cerrando los ojos con fuerza por la vergüenza, y respirando en forma agitada.
Y entonces oyó un lloriqueante «Por favor…» y, por un terrible momento, pensó que la platrans de Corsonmayo no había funcionado. Abrió los ojos con cuidado, suspiró y bajó los escalones. Estaba en casa. La que lloraba era Valerie.
—Bueno, ¿qué es lo que te pasa? —preguntó.
—Ruano —gimió—, no te enfades conmigo, por favor. Ya sé que soy un animal. Es que era…, oh, quería decir eso, pero no tenía por qué ser tan…
—¿De qué estás hablando?
—De cuando me llamaste para que yo viera a la Abuela.
Parecía hacer tanto tiempo de eso y ser tan trivial.
—Olvídalo, Val. Tenías toda la razón. Fui yo, así que olvídalo.
—¿No estás enfadado?
—Pues claro que no.
—Estupendo, me alegro, porque quería hablar contigo. ¿Puedo? —suplicó.
Eso resultaba inusual.
—¿Sobre qué?
—¿Podemos salir fuera?
—¿Dónde están los padres?
—En la Sala Familiar. Volveremos en seguida. Por favor, Ruano —suplicó.
Cedió. Dentro de su mundo personal, Val no era más que una irritación perenne e inofensiva; probablemente ésta era la primera vez que fue consciente que también podía ser una persona, con problemas personales.
—¿El Centro Grosvenor? —preguntó él.
Ella asintió. Marcó el número, subió a la plataforma y apareció en Grosvenor. Seguía siendo de día y se preguntó en qué parte de la Tierra podía estar. El mar era de un azul crepuscular, y la cima de la montaña, una gloria.
Val apareció en la platrans y bajó. Caminaron en silencio dejando atrás el decorador y el Moda y Estilo y el restaurante hasta llegar al parque. Se sentaron el uno junto al otro, en un banco con separaciones a la altura del hombro en cada asiento, y miraron a la fuente.
Su hermana estaba muy pálida y sus hombros se movían bajo la capa, un movimiento complejo que era parte sollozos contenidos y parte frotar de manos.
—¿Qué pasa? —dijo, todo lo suavemente que pudo.
—No te caigo bien.
—Pues claro que sí. Me caes bien.
—No, por favor, no te gusto. No quiero gustarte. Acudí a ti porque no te gusto.
Era algo completamente incomprensible para Ruano. Decidió que el escuchar le proporcionaría más datos que el hablar.
—Tengo que decirte algo que hará que me odies si es que no lo haces ya. Oh, Ruano, no soy buena.
Abrió la boca para negarlo, pero la cerró en silencio. También fue lo bastante listo como para no estar de acuerdo con ella.
—Hay alguien que… he visto. Tengo que volver a verle, hablar con él. Es…, quiero…, ¡oh! —gritó, y rompió a llorar.
Ruano buscó un pañuelo limpio y se lo entregó sorteando hábilmente la separación de los bancos, por debajo. Notó como se lo retiraban de los dedos.
—Se supone que una Mayo tiene que esperar —dijo con voz rota— y que un día la buscará un Privado, y él será su Privado, y ella le ayudará y servirá hasta el fin. Pero no quiero ayudar y servir al Privado que venga. Puede aparecer uno en cualquier momento. ¡Quiero que venga éste!
—Puede que lo haga —la reconfortó Ruano—. ¿Quién es?
—¡No lo sé! —dijo agónicamente—. Sólo lo he visto. Tienes que encontrármelo, Ruano.
—Bueno, ¿dónde…?
—Es alto, tan alto como tú —dijo apresuradamente—. Sus ojos son verdes. Tiene… —tragó saliva y la voz se le ahogó—, el pelo largo, pero no como una Mayo. Y justo bajo la barbilla tiene una herida y a un lado…, sí, en el izquierdo…, hay restos de una cicatriz.
—¿Pelo? ¡Los nombres no tienen el pelo largo!
—Éste sí.
—Ahora escucha —dijo, conteniendo la risa por un concepto tan inconcebible—. Todo el mundo sabría quién es, de existir un hombre así, con pelo largo y todo eso.
—Sí —dijo miserablemente.
—Así que está claro. No existe un hombre semejante.
—¡Pero sí existe! ¡Lo he visto!
—¿Dónde? —Ella guardó silencio—. ¿Cómo voy a encontrarlo si no me dices dónde? —dijo impaciente.
—No puedo decírtelo —dijo por fin, dolorosamente—. No importa. Nunca le encontrarías… ahí. —Se sonrojó—. Debe estar en cualquier otra parte. Encuéntralo, por favor. Cómo se llama. Dónde está. Aunque nunca…, me gustaría saber cómo se llama —terminó, anhelante. Se levantó—. El Privado nos echará de menos.
»Debes pensar que soy horrible, ¿verdad? —le dijo al aire que tenía ante sí, cuando caminaban de vuelta a la platrans.
—¡No! —dijo él con amabilidad—. A veces pienso que todos somos algo diferentes a lo que el Estasis espera de nosotros. No es «horrible» ser algo diferente.
Y su subconsciente, en vez de objetar algo, se quedó con la boca abierta por la sorpresa.