III

Saltó hasta los campos de LaFarge y a Kimberley, Danbury Marble y Krasniak, comprobando inventarios y consultando contables. Lo hizo todo sin notas, pues se las había dejado en la oficina cuando se fue al mediodía. Con eficiencia y con el mejor estilo del saltavías, sin saber al principio ni por qué ni cómo, y sí, ahorrando tiempo, a la oficina le costaría demasiado trabajo, tanto que no valía la pena descubrir que había utilizado en sí mismo las dos primeras horas de la tarde.

Esta pequeña falta de honradez le molestaba bastante. El honor era parte del conjunto decencia-intimidad-perfección, pero hasta cierto punto, le parecía que el operar sin él estaba del lado de los buenos negocios y la máxima eficiencia. ¿Querría decir esto que no era ni podía ser lo que su padre llamaba un caballero? ¿Cuánto importaba si no lo era?

Decidió que no importaba, maldijo silenciosa y jovialmente a la voz interior que se burlaba de él, y fue a ver a su Abuela.

Había poca diferencia entre un atrio de platrans y otro. Una empresa tendrá una recepcionista y las casas tendrán mayores o menores medios, pero nunca había notado especial diferencia entre los atrios, con la notable excepción del apartamento de la rubia de su sueño —porque es obvio que era un sueño—, donde encontró paredes cubiertas con cortinajes.

De todas formas, el de la Abuela siempre le produjo un especial sentimiento de reverencia. De todos los lugares de la Tierra, aquí, en este atrio, se concretaba la cumbre y el símbolo de toda su cultura: era limpio, decente, correcto.

Salió de la platrans y fue hasta el dial para comprobar la hora, y se sintió complacido. Difícilmente habría podido ser más puntual.

Se oyó un sonido suave y la pared se abrió. Era la misma de siempre y, como había hecho muchas veces, se preguntó por las otras habitaciones de la casa. No le habría sorprendido descubrir que estaban vacías. ¿Qué otra cosa podía necesitar la Abuela, además de su rectitud, su soledad y una sola habitación?

Entró y se detuvo con aire reverente. La Abuela, todo marfil y cera blanca, hizo un ligero movimiento con los ojos y él se sentó frente a ella. Entre los dos había una mesa baja y desnuda.

—Gran Mam —dijo con formalidad—, te deseo un buen Estasis.

—Hola —dijo ella con extravagancia—. ¿Cómo te va, chico? —Pese a toda su paciente irritación con la Abuela, siempre sintió el encanto de su habla precisa y arcaica. Su voz siempre era bastante potente, bastante clara, pero siempre retuvo la cualidad de un viento lejano—. Parece que vienes de cavar una buena zanja.

Ruano la comprendió, pero sólo por llevar mucho tiempo acostumbrado a su extraña forma de hablar.

—No tan malo. Negocios.

—Háblame de ello.

La anciana vivía en un mundo silencioso y oscuro, incalculablemente separado en tiempo y espacio del aquí y el ahora, pero nunca dejaba de hacer esta misma pregunta.

—Es lo de siempre —dijo él—. Te he traído algo.

Sacó del bolsillo interior de la capa las decoraciones que había comprado, dobló el tubo que las contenía y le entregó la explosión de rosas y narcisos. El otro envoltorio resonó contra la mesa.

Hubo un recatado relámpago de un guante nevado y ella tomó los tallos. Puso el rostro en la fragante masa y él oyó el susurro de su respiración.

—Has sido muy amable —dijo ella—. ¿Y esto qué es? —Abrió los cierres y miró entre el extremo de la mesa y el borde de su capa—. ¡Tejido! No sabía que hubiera alguien que se acordase de esto. Solía ser algo que hacían los viejos cuando yo era un retoño como tú. Se sentaban al sol y hacían tejido, esperando su fin.

—Pensé que te gustaría.

Captó el ligero movimiento de sus hombros y oyó el chasquido de los cierres cuando cerró el envoltorio y lo deslizó hasta el cajón de la mesa.

—¿No estarás trabajando demasiado? —preguntó ella tras mirarse mutuamente—. Pareces…, bueno, ibas a hablarme del negocio.

—Es lo de siempre —dijo—. Oh, esta mañana tuve una idea y se la conté al Privado. Creo que va a utilizarla. Estaba complacido. Habló de asociarme.

—Eso está muy bien, chico. ¿Qué idea era ésa?

No conseguiría comprenderla, pero de todos modos habló de su plan para eliminar a los operadores de la platrans, eligiendo cuidadosamente las palabras. Ella asentía con gravedad a medida que él hablaba, y Ruano sintió el loco impulso de utilizar terminología técnica inventada sobre la marcha, sólo para ver si seguía asintiendo. Lo haría; para ella todo era lo mismo. Sólo estaba siendo educada.

Se contuvo y concluyó:

—De este modo, si funciona, será toda una economía. No habría posibilidades que se extravíe algún cargamento como… —estuvo a punto de contar la historia del cargamento de pasajeras al monasterio, pero se dio cuenta a tiempo; la anciana se habría escandalizado hasta morirse—, como ha pasado alguna vez.

—Seguro que no —concedió, asintiendo como si comprendiera.

—¿Y en qué estás ocupada ahora, Gran Mam? —dijo, pensando que debía devolverle la cortesía.

—Preferiría que siguieras llamándome Abuela —repuso ella, con una sombra de petulancia arrastrándose por el cansado susurro de su voz—. ¿Que qué he estado haciendo? ¿Qué podría estar haciendo a mi edad? ¿Sabes cuántos años tengo, Ruano?

Él asintió.

—Ciento ochenta y tres la próxima primavera —dijo, ignorándole—. Vi mucho en mis tiempos. Las cosas que podría contarte… ¿Sabías que nací en la Colonia de África?

Él volvió a asentir, y ella volvió a ignorarle.

—Sí, yo tenía tu edad cuando empezó todo esto, cuando la platrans rompió la burbuja en la que vivíamos y nos dispersó por todo el mundo.

«¡Sí, tú viste cómo sucedió! —pensó Ruano, dándose cuenta por primera vez de algo que antes sólo conocía estadísticamente—. Viste a gente bailando pecho con pecho y comiendo juntos y sin que nadie se molestara por ello. Conocías la cultura que hubo antes que existiera cualquier clase de intimidad o decencia… Tú, que eres la persona más reservada y decente que existe. ¿Las cosas que podrías contar…? Oh, sí, sí que podrías. ¿Cómo las llamaban antes de llamarlas “floristerías”?».

No resultaba concebible que adivinara sus motivaciones.

—¿Qué hacía entonces la gente, Abuela? Quiero decir que…, si mencionas un solo trabajo que cualquiera tenga que hacer en la actualidad, ése sería el de mantener la perfección que tenemos. ¿Podrías decirme si había alguna cosa semejante?

Sus ojos se iluminaron. La Abuela tenía los ojos más brillantes y los dientes más sólidos y blancos que había visto nunca.

—Claro que sí lo había. —Cerró los ojos—. No puedo decir que nos preocupara mucho la perfección, al menos no al principio. Creo que el trabajo de todos era el de ascender al siguiente peldaño evolutivo. El siguiente peldaño evolutivo —repitió, saboreando la frase—. Sabes que lo que tenemos hoy…, bueno, somos las primeras personas en la historia del hombre que, de una forma u otra, no están ocupadas en eso. Deberían enseñar historia. Sí, deberían hacerlo. Pero supongo que a mucha gente no le gustaría. En aquellos tiempos la gente siempre quería ser un poco mejor.

»Hubo veces en que se detuvieron en seco durante un par de centenares de años e intentaron mejorar sus almas, y hubo veces en que olvidaron todo lo referente a sus almas y se lanzaron hacia adelante, haciéndose más grandes y rápidos y fuertes y ruidosos. Hubo veces en que se equivocaron del todo y hubo veces en que acertaron por accidente; pero siempre se esforzaban y se esforzaban para subir al siguiente peldaño. Ahora no —terminó abruptamente.

—Claro que no. ¿Qué ganaríamos con subirlo? ¿Hacia dónde subiríamos?

—Eso solía pasar cuando decían que no podías detener el progreso. Una brizna de hierba puede partir un bloque de granito por la mitad. También puede hacerlo un vaso de agua si lo congelas en el sitio adecuado.

—Nosotros somos diferentes —dijo él, triste—. Puede que sea la diferencia que hay entre nosotros y otras clases de vida. No podemos detenernos.

—Ya puedes decirlo. —Ruano no comprendió la inflexión en su voz—. ¿Qué sabes de lo psíquico, Ruano? —añadió, antes que pudiera reflexionar sobre ello.

—¿Psíquico? —Tuvo que hacer memoria—. Oh, ya lo recuerdo. Estilo y Moda lo comercializó hace un par de años. Me pareció algo bastante tonto.

—¡Eso! —dijo, con todo el desdén que podía cargar su frágil voz de viento lejano—. Eso era un tablero ouija. Esa cosa es más vieja de lo que podría pensar cualquiera. No se merece el apelativo de psíquico. Ahora, presta atención… Hace diez mil años ya había gente que creía que la mente contenía toda clase de poderes: telepatía, telequinesis, teleportación, clarividencia…, y muchos más. No te preocupes, no voy a darte una conferencia —dijo, con ojos repentinamente centelleantes.

Él se dio cuenta que se le había escapado un bostezo —sólo uno pequeño—, y que ella se había percatado. Se sonrojó, pero ella continuó hablando.

—Sólo te diré una cosa: hay muchas pruebas indicando que existen si uno sabe dónde mirar. Una mente le habla a otra, una persona se mueve de un lugar a otro con sólo parpadear y sin platrans, una mente que mueve cosas materiales, alguien sabe por adelantado lo que va a pasar…, todo ello por poder mental. Existe desde hace miles de años. Durante todo este tiempo nadie lo ha comprendido, y ahora nadie necesita hacerlo. Pero sigue existiendo.

Ruano se preguntó qué tenía que ver todo esto con el tema que les ocupaba.

—Y tú quieres saber cuál podría ser el siguiente peldaño, por si acaso le interesa a alguien —dijo, como si le hubiera oído preguntárselo—. Bueno, pues es éste.

—No veo cómo puede ser un peldaño hacia adelante —dijo respetuoso, pero tajantemente—. Ya hacemos que se muevan cosas a distancia, y todo eso que has mencionado. Hasta sabemos lo que pasará a continuación. Todo está dispuesto de esta manera. ¿Para qué serviría eso?

—¿Para qué sirve eliminar a los operarios de la platrans?

—Oh, eso es una economía.

—¿Cómo lo llamarías si la telequinesis y la teleportación movieran gentes y mercancías sin la platrans?

—¿Sin la platrans? —estuvo a punto de gritar—. Pero tú…, nosotros…

—Todos estamos en el mismo barco que esos operarios que estás sustituyendo.

—Los op… ¡Nunca se me ocurrió pensar en ellos!

Ella asintió.

—Me preguntó por qué no se le ocurrió al Privado cuando se lo sugerí esta mañana —murmuró, impresionado.

De lo más hondo del anciano pecho surgió un sonido encantado y seco.

—No puede. Nunca ha comprendido cómo funciona nada. Se limita a manejarlo.

Ruano se controló. No se debe prestar atención cuando se critica a tus padres. Pero esto venía de la mismísima Gran Mam. El esfuerzo por controlarse ayudó a situar toda esta extraña conversación en la perspectiva adecuada y se rió débilmente.

—Bueno, dudo que vayamos a hacer una economía semejante.

La mujer alzó las cejas.

—Estamos hablando de progreso. Hasta en mis tiempos había gente que consideraba que el progreso humano estaba determinado por los hombres. Pero si te pones a pensarlo, el primer ser humano que caminó erecto no lo hizo porque quisiera hacerlo. Lo hizo porque ya podía. —Continuó hablando al no ver reacción en su rostro—. Lo que quiero decir es que si los antiguos tenían razón y el progreso no puede bloquearse, entonces acabará desparramándose libremente. Y si se desparrama, lo hará tanto si eres el dueño de la J. & D. Walsh como si eres un mendigo harapiento, tanto si te gusta como si no.

—Bueno, no creo que eso suceda.

—¿Es que no me has estado escuchando? Ha sucedido siempre.

—Entonces, ¿por qué…, por qué tiene que pasar ahora en vez de dentro de mil años?

—Nunca antes habíamos dejado de progresar…, al menos no así —dijo, paseando la mirada por las paredes y el techo, refiriéndose claramente al planeta entero.

—¿Tú quieres que pase esto, Abuela? ¿Tú?

—Lo que yo quiera carece de importancia. Siempre ha habido gente con… poderes. Lo que estoy diciendo es que, de todas las épocas, ésta es la más adecuada para que los desarrollen; ahora que no nos desarrollamos de ninguna otra forma.

—Entonces, ¿te parece que es algo bueno? —insistió.

Ella dudó un momento.

—Fíjate en mí, en lo vieja que soy. ¿Es eso algo bueno? Carece de importancia si lo es o no. Ha sucedido. Tenía que suceder.

—¿Por qué me cuentas todo esto? —inquirió él.

—Porque me has preguntado en qué ocupaba mi tiempo —respondió—, y para variar decidí contártelo. ¿Te he asustado?

Él asintió, dócilmente.

Ella también lo hizo, y se rió.

—Te hará bien. En mis tiempos estuvimos muy asustados. Nos llevó lejos.

Él asintió con la cabeza. «¿Te hará bien?». No conseguía ver cuál era el bien que podía sobrevenir de cualquier cosa llamada «progreso» y que amenazase a la platrans. ¿Qué es lo que pasaría con todo? ¿Qué le pasaría a su forma de vida, a la misma intimidad, si alguien podía —cómo lo llamó, ¿teleportarse?—, teleportarse hasta el despacho o el cubículo de un hombre…?

—Mira, chico, no tienes por qué esperar a que te toque el turno de venir a hablar con tu Abuelita. Puedes venir siempre que quieras hablar sobre algo. Bastará con que llames antes.

En su vida no había ninguna otra cosa que quisiera menos que otra sesión como ésta, pero se acordó de agradecérselo.

—Adiosmam.

—Adioschico.

Se apresuró para llegar hasta el dial y marcó febrilmente el número de casa. Subió a la plataforma y lo último que vio de la cara de la Abuela a través del entrepaño abierto fue una expresión de… ¿piedad?

Quizá compasión fuese la palabra más adecuada.