Privado Whelan Quinn
Quinn y Cristal
Nivel 4
Matriz 124-10-9783
Honorable Privado:
Según la suya del instante decimoséptimo, lamentamos tener que comunicarle que su pedido de chicas de ventilador plateadas al cromo es, de momento, insuficiente para completar la masa mínima requerida para el envío por platrans, que debería totalizar dos dedos. No obstante, y considerando que ustedes utilizan paneles prefab en considerables cantidades, estamos dispuestos a completar el peso con planchas estándares si ello le parece casadero. Los tenemos en las variedades de blanco, oro, sueño y marfil. Le ruego que informe lo antes posible al que suscribe en caso que llegase a necesitar un doctor.
Suyo en la Intimidad
Ruano miró embotado las palabras que brillaban en la pantalla del dictáfono, su mano flotando sobre el botón de envío del telefax. Se preguntaba dentro de una nebulosa si estaba clara la frase sobre las rejillas de ventilador cuando el anunciador zumbó.
—¿Sí?
—Acaba de llamar Greenbaum Grofast —emergió la risueña voz de Corsonmayo—. Pregunta por la transmisión fax de la 1013 proveniente de su matriz. Quiere saber lo que significa la mercancía número once.
—¿Cuál es la mercancía número once?
—Aquí pone «sonrientes dedos de pies».
—Está mal, signifique lo que signifique. ¿Qué precio tiene?
—Está en blanco.
—Entonces no tiene importancia. Dígale que la cancele y que corrija la numeración de las otras mercancías. Podría haberlo pensado usted.
—Lo sieennto —dijo en un tono tan irritante que de haberla tenido en esa misma habitación, le habría dado un golpe en el dormitorio; no, en el espinazo.
—Escúcheme, ahora —dijo él de repente—. Tome las copias de todos los fax enviados desde que llegué esta mañana y tráigamelas.
Ruano gruñó. La inyección de adrenalina que suponía su irritación le aclaró la mente y la visión, y miró consternado la carta de la pantalla. La borró con un escalofrío. Podía imaginarse al viejo Quinn intentando descifrar lo de «si le parece casadero». Y, más aún, podía ver el agitarse de las barbas de su padre, si, por alguna casualidad, a Quinn se le ocurría comprobar el mensaje con él.
Corsonmayo entró con un manojo de copias.
—Ésta dice…
—Démelas. Puede irse —dijo monótonamente.
—Bueno, adiós. —Se detuvo junto al panel y dijo en tono amable—. Tiene cara de… ¿Hay alguna cosa en la que…?
—¡Puede irse! —rugió.
Ella tragó saliva.
—¡No tiene por qué ponerse así!
Y sus ojos se desorbitaron al verle la cara. Esa parte de sí mismo, extraña e imparcial, que se cuestionaba inevitablemente todas las cosas, se preguntó cuál sería la expresión que estaba poniendo. Fuese la que fuera, echó a la mujer del despacho como si la habitación fuera un cañón y ella la bala.
Miró la primera copia: «… Su cuestión referente al soporte de un cargamento de una tonelada. La persona encargada de la comunicación puede informarle. ¿Cuál será su número?». Luego había otra referencia al oro, esta vez «visto al trasluz» y una frase fantástica referente al envío de un generador «completo con tobillos incluidos».
Repasó las hojas empezando por la más reciente, y sintió alivio al ver que su preocupación sólo se traslucía en los últimos cuatro mensajes. Enunció unas correcciones austeras y cuidadosas, repletas de disculpas pero sin explicación alguna, las comprobó cuidadosamente y las envió. A continuación destruyó las copias que había corregido.
Cuando se incorporó, tenía el rostro acalorado y la cabeza le daba vueltas. Ya era mediodía. Gracias a los poderes por eso.
Entonces vio la nota en el escritorio, en la esquina donde apareció la visión. Contenía un número de platrans escrito con caligrafía firme y hermosa. Nada más.
¡Pícara!
Pero se la metió en el bolsillo.
—Hoy no volveré. Tengo que hacer unas visitas —le dijo a Corsonmayo al salir, sin mirarla.
—Pero si no tiene prevista ninguna…
Él dio media vuelta y la miró antes que pudiera terminar. La mujer tragó saliva con tanta fuerza que Ruano tuvo la enloquecida convicción que estuvo a punto de tragarse los labios. Dio una zancada hasta el dial, marcó un número y se fue de allí.
Permaneció un momento inmóvil bajo el cielo —bueno, bajo la bóveda de metal cristalizado— bebiendo del paisaje que era el Centro Grosvenor. Se veían tiendas, un restaurante y una biblioteca, y también un cine; una inmensa estructura colmenar de abajo arriba con celdillas individuales, con una pantalla en cada una. Se pasaba algo titulado La gloria del Estasis. Recordaba las críticas: era un poema en prosa de dos horas dedicado a la fantasía de tardes eternas, rosas permanentes y juventud imperecedera. Pensó que debía verla. ¿Acaso no era lo que necesitaba? ¿Una reafirmación de la permanencia de las cosas y de su lugar en esta sociedad eterna?
¡Qué reconfortante era el Centro! Personas que se movían de una tienda a otra, sin apresurarse, sin entretenerse, todas ellas seguras tanto de a dónde iban como de dónde venían. Todas ellas vestidas de la misma manera, caminando de la misma manera, con seguros pies rectangulares, con alternantes piernas tubulares, con ropas cónicas que no tenían vuelo, que no eran envolventes, que no se ceñían a los cuerpos…
Se obligó a reaccionar.
… con enguantadas y recogidas manos, ocultas bajo decentes capas, que no se usarían hasta que no fuese necesario —tal y como Dios hizo las alas de los pájaros— y escondidas mientras funcionaban, tal y como se ocultan todos los mecanismos en funcionamiento. Y hasta donde alcanzaba la vista, toda esa gente sana era identificable, correcta. Nunca había dudas, pues ese de rostro liso era un Soltero como él, y la de largos cabellos de más allá era una Mayo, y la de pelo recogido una Mam, y los de barba eran Privados.
Noble título el de Privado, constante recordatorio del gran principio de la Intimidad, que era la esencia de todo orden. Según le habían enseñado, nació de la misma gente cuando, en tiempos de barbarie, se juntó formando grandes ejércitos —millones y millones de gente buena en una sola organización— y a la mayoría se les llamaba Privados. (1). Magníficos entonces y magníficos hoy.
Vio la hilera de platrans y sintió una oleada de orgullo. Alguien había utilizado el término «piedra angular». Era adecuado. Pues el platrans cubría la Tierra como una gran capa aséptica, igualando lenguajes, ropas, costumbres y ambiciones. Cualquier punto de la Tierra estaba a sólo un paso y una décima de segundo de distancia de cualquier otro, y todos sus recursos al alcance del guante inquisitivo. Hubo un tiempo en que era lo bastante curioso como para intentar orientarse con las distancias geográficas. Pronto lo dejó por no considerarlo de provecho. ¿Qué importaba que las oficinas de la compañía estuvieran en Nuevo México y su casa cerca de lo que se llamó Filadelfia? ¿Acaso era importante que Corsonmayo llegara todas las mañanas de Alemania y que Hallmayo, la secretaria del Privado, durmiera por las noches en Karachi?
La población se había estabilizado por debajo de sus recursos. Había bastante cobre como para producir energía durante los próximos siete siglos —cobre que en tiempos, según se decía, se usó para transportar los débiles impulsos de la electricidad—. Y cuando se acabara el cobre, resultaría bastante sencillo sintetizar más. La comida —esa materia secreta, necesaria, sucia— ya no era un problema. Y había cohetes para las necesidades del corazón y de la mente, cohetes que se alejaban rugiendo hacia las estrellas para volver años después, trayendo fósiles extraños y piedras raras, tras haber recorrido trabajosamente cada metro de ida y cada metro de vuelta, envejeciendo a sus tripulaciones y enriqueciendo al mundo.
Estaba al tanto que, en ocasiones, se había especulado sobre una platrans interplanetaria, pero había quedado sólidamente establecido el hecho que sólo era viable dentro del campo gravitatorio de la «viscosidad» planetaria. Una vez que se llevaba a cabo la inmensa labor que era establecer el dial central, el sistema podía extenderse a cualquier parte de un planeta, pero nunca fuera de él. Y esto también era bueno, según le explicó su padre. Pues, ¿qué pasaría con esta estructura cultural hermosamente equilibrada si la Humanidad fuera libre de dispersarse por el Universo como ahora se había dispersado por la Tierra? ¿Y para qué abandonarla? ¿Qué podía haber de interés fuera de la Tierra para cualquiera que no fuese un astronauta loco?
También había leído lo siguiente: «Una especie capaz de alcanzar la perfección tan rápidamente como hemos hecho nosotros es una especie capaz de mantener la perfección eternamente». Llevó quince mil años poblar la Tierra para que luego estallara en una gran guerra. Llevó quinientos años concentrar a los pocos centenares de millares de supervivientes en África, el único continente que quedaba donde podían vivir los hombres. Llevó seiscientos años que la Colonia Africana adquiriera la tecnología del platrans. Pero eso fue hace sólo ciento cincuenta años. El platrans edificó ciudades en días, las hizo flotar sobre seguros cimientos y, cuando fue necesario, las protegió con cúpulas a prueba de radiación. La gente pudo establecerse en cualquier parte, y eso es lo que hizo. La gente pudo trabajar en cualquier parte de la Tierra para poder extraerle sus recursos, y eso es lo que hizo.
Ruano suspiró sintiéndose mucho mejor. Apartó la mirada del tranquilo pero ajetreado Centro y la dejó vagar ociosamente por lo que se veía en el horizonte: una montaña de cumbres nevadas, flotando como una nube, y más allá había agua azul extendiéndose hasta donde llegaba la vista. Se preguntó qué montaña podría ser, qué mar; y luego se rió. Era algo indiferente al hombre, algo indiferente a la Humanidad.
Caminó por el Centro, recorriéndolo de un extremo a otro, maravillado, orgulloso. Era joven, lleno de vida y casadero… Puede que todos los que fueran como él padecieran el equivalente a su aparición rubia cuando llegaban a esta época de sus vidas. Al fin y al cabo, el matrimonio no dejaba de tener misterios animales que no debían comentarse, al igual que los de la floristería, donde se limpiaban cuerpo y dientes y podía aprovisionarse de alimentos concentrados. Esperaría y vería; los misterios le serían revelados cuando llegara el momento, igual que sucedió con los otros.
Abandonó el paseo amando a todo el mundo, y hasta, por un momento, a la Abuela.
¡La Abuela! Se detuvo y cerró los ojos, con rostro congestionado. Casi se había olvidado de ella. Bueno, pues que esperara sentada. Esa mañana había pasado un mal momento y el simple pensamiento de la Abuela le resultaba insoportable. ¿Quién querría reunirse con un auténtico monumento a la respetabilidad cuando se está en las garras de la autohumillación? ¿Y quién necesitaría el monolito, una vez recuperado el respeto en uno mismo? La visita resultaba insoportable de un modo u otro. Haría que fuera su hermana Valerie. No sabía por qué ni lo había preguntado nunca, pero alguien de la familia tenía que visitar a la Abuela una vez por semana. Que lo haga Valerie. ¿De qué sirve tener una hermana si no consigues que te solucione de vez en cuando el trabajo sucio?
Cruzó el paseo, fue hasta las hileras de teléfonos y marcó el número de Valerie después de mirar al reloj. Debía haber vuelto ya del descanso de mediodía y estaría en el trabajo.
Estaba. En cuanto vio su cara dijo:
—Ruano Walsh, si me llamas para colocarme esa visita a la Abuela, ya puedes ir pensando en otra cosa. Cumplo mis deberes con la familia y que me bendigan si sé por qué tengo que hacer más de lo que me exige el deber, o por qué tienes que hacer tú menos, así que no digas ni una sola palabra al respecto. —Ruano abrió la boca, pero ella prosiguió antes que pudiera decir algo—. Y procura no llegar tarde. Ni estar demasiado pronto.
Volvió a abrir la boca, pero la pantalla se quedó en blanco.
Una vez volvió a salir a la filtrada luz del sol, dejó que se desvaneciera el disgusto y que creciera su alegría. Creció desarrollándose en algo raro en Ruano, en una creciente oleada de impetuoso resentimiento y conscientes exigencias. ¿Cómo era posible que estos magníficos seres humanos hubieran llegado a ser tan magníficos? Pues, preguntándose si todo estaba bien o no, y, si no lo estaba, lo cambiaban hasta que lo estuviese. En este momento todo estaba bien en él, a excepción de ese asunto de la Abuela. Se hizo una pregunta: ¿por qué debía ir a ver a la Abuela? Porque siempre tenía que hacerlo alguien. Eso no era una respuesta. Planteémoslo, entonces, de otra forma: ¿qué pasaba si no iba?
Caminó alegremente por el paseo, mirando desafiador a todos los que pasaban junto a él, y el maravilloso pensamiento le derrotó en siete minutos y veinte segundos exactos. Porque la respuesta a «¿qué pasaba si no iba?», era:
De Mam, esa mirada herida y una avalancha de «comprensión».
De Val, una irritación silenciosa y más-virtuosa-que-la-tuya, día tras día.
Y del Privado, rayos y truenos. Y ninguna sociedad. ¡Al cogollo con la sociedad!
Dejó de caminar al llegar a este punto. ¿Qué es lo que haces al abandonar el negocio familiar?
Nunca conoció a nadie que lo hubiera hecho. ¿Adónde vas? ¿Qué es lo que haces?
Su otro yo, el interior, le dijo: «¡Anda, ya! ¿Estás dispuesto a vagabundear por el mundo sólo para ahorrarte sesenta minutos con la vieja?».
Ruano no respondió a eso. Así que la voz añadió: «Además, ¿qué tienes contra la Abuela?».
—Me molesta —dijo Ruano en voz alta.
Dio media vuelta y entró en un decorador.
«¿Para qué?», preguntó el Ruano interior.
—A comprar algo para la Abuela —replicó.
Y la voz interior, malditas sean sus apestosas entrañas, se rió y dijo: «¿Sabes una cosa, Ruano? No eres más que un asqueroso cobarde».
—¿Por qué no puedes ponerte a mi lado, aunque sólo sea por una vez? —preguntó, pero la única respuesta que obtuvo fue una risita tan hueca que habría sido la envidia de su hermana Valerie.
El decorador era un viejo soltero de fiero talante. Ruano compró rosas y junquillos híbridos, pagó por todo y salió fuera. De repente dio media vuelta, acuciado por su extraño ánimo inquisitivo.
—¿Cómo llamaban a los sitios donde se compraban rosas antes de ser llamados decoradores?
El hombre profirió un relincho de soprano que Ruano dedujo era una risa, se inclinó sobre el mostrador y miró por encima de uno y otro hombro.
—Floristerías —dijo con un susurro penetrante.
Se aferró al mostrador y alzó la cabeza hasta que asomaron las lágrimas.
Ruano esperó pacientemente a que el hombre se calmara.
—Bueno, entonces, ¿por qué llaman floristería a lo que usted ya sabe? —preguntó.
Eso pareció serenar al hombre. Se rascó la pálida y pelada cabeza.
—No lo sé. Supongo que porque la gente solía gastar bromas y chistes sobre cómo lo llamaban antes. Como ahora con lo de… tiendas de flores.
Ruano sintió un escalofrío. El porqué estaba más allá de lo que podía concretar, pero al escalofrío le acompañó la sensación de haber tomado un sendero absurdo que le llevaría a una gran verdad, y, de algún modo, supo que nunca volvería a bromear o jurar con las floristerías. O, lo que es lo mismo, sobre cualquier nombre nuevo que le dieran a la fontanería cuando terminaran de enfangar el nombre actual.
—Debería haber alguna otra cosa sobre la que jurar o hacer chistes —pudo decir en voz alta, por todo ello.
El rostro fiero del hombre dio paso al asombro por un momento, encogiéndose luego de hombros. A Ruano le pareció un gesto molesto y alarmante, similar al que hizo su padre años antes, cuando la lengua de Ruano estaba más unida a su curiosidad que como lo estaba últimamente. Todo era platrans por aquí y platrans por acá, hasta que le preguntó a su padre cómo funcionaba. El Privado se detuvo en seco, dudó, y luego se encogió de hombros de esa manera. Era un gesto que significaba: «Las cosas son así, y basta».
Cuando iba hacia las platrans, Ruano se detuvo en un lugar donde se amontonaba la gente. Había una tienda donde, según rezaba un letrero, vendían Estilo y Moda. Se detuvo a ver lo que compraba la gente, ya que había pasado en su vida por varias y fascinantes modas; peonzas y mimbre cincelado y, una vez, un pequeño telar manual donde tejió una tira de tela completamente inútil con dos dedos de ancho y que le doblaba en longitud.
Se exhibía una película de unas enguantadas manos blancas que manipulaban dos agujas gruesas y una especie de hilo grueso y suave. Nadie osaría hacer algo semejante al descubierto, pero la película era aceptable, aunque provocaba risitas.
En un mostrador a la altura del pecho se veían muchos ejemplos de la tela que parecía el producto resultante del ejercicio. Avanzó hacia adelante hasta que su capa cubrió el cajón lo bastante como para tomar un trozo de tela.
Estaba tejida de manera muy suelta, con una textura paradójica, muy burda, pero muy suave. Caía en y alrededor de su mano, y la envolvía como…, como…
—¿Qué es esto? ¿Cómo se llama? —balbuceó.
—Le llaman hacer tejido —dijo una mujer a su lado.