Ruano sintió un aleteo de negrura, casi demasiado breve para percibirlo, y llegó a su destino. Bajó de la platrans y dio tres preocupados pasos antes de darse cuenta, sobresaltado, que no se había materializado en las oficinas de J. & D. Walsh, sino en un pequeño plat-atrio situado tras unos pesados y recargados cortinajes. En el aire demasiado cálido se respiraba un aroma fresco y turbador.
Miró preocupado a su alrededor, buscando el dial que le enviaría a la oficina de su padre. No estaba donde debería estar, en el centro del atrio. ¡Pétalos! Llegaba tarde, y la tardanza significaba problemas.
—¿Y bie-e-nnn? —desgranó entre susurrando y cantando.
Ruano giró, golpeándose con dolor un pie con la esquina de la platrans. Eso le hizo saltar. Nunca se había sentido tan irremediablemente estúpido.
—Lo siento —balbuceó—. He debido equivocarme de número.
Localizó el origen de la voz; frente a él tenía una puerta abierta y en el pequeño espacio que era el entrepaño superior había una cara…
¡La cara!
Si sueñas con caras, sueñas con ellas después de haberlas visto, ¡no antes! El pensamiento restalló ante él, haciéndole pestañear, y volvió a pestañear ante la nube de pelo dorado y los sonrientes ojos verdes.
—… el número, sabe —terminó débilmente—, equivocado.
—Puede que lo fuera y puede que no —dijo ella, con tonos que podrían haberse orquestado en una partitura musical. Su mano apareció para echarse atrás un lado de la nube dorada.
Una mano desnuda.
Apartó rápidamente la mirada, temblando por la impresión que le causaba tan injustificable exhibición.
—Tengo que…, er…, ¿puedo usar su platrans?
—Es mejor que caminar —dijo ella, y sonrió—. Está ahí. —Apareció un largo brazo desnudo, portando un índice que señalaba. El brazo se retrajo y hubo un ligero forcejeo con el pomo de la puerta—. Se lo mostraré.
—¡No! —¿Cómo podía olvidar esta criatura que…, que no estaba decentemente tapada?—. La encontraré. —Se volvió para buscar en las cortinas, tanteando en ellas, y por fin apartó una de la base del dial—. No llevo fichas conmigo —dijo, dándole la espalda a la chica.
—¿Tiene que marcharse?
—¡Sí!
—Bueno, de todas formas, le invito —rió ella.
—Gracias —consiguió decir—. Le…, eh…, devolveré —empezó a marcar con mucho cuidado, para evitar equivocarse de número—, se lo devolveré en cuanto yo lo antes posible de sus tres cinco.
Se enderezó en la platrans, escondiendo la mirada. Gracias a los poderes, ella seguía en su cubículo. Entonces se dio cuenta que no tenía ni la más remota idea del número que había marcado por error; aunque lo había visto claramente en el dial, había estado demasiado distraído para leerlo.
—Oh, no tengo su número —dijo roncamente, pero el familiar aleteo de absoluta negrura llegó y desapareció, y estuvo en la platrans de las oficinas de J. & D. Walsh, agitando estúpidamente su mano a Corsonmayo, la vieja recepcionista de juvenil peinado.
—¿Mi número? —repitió Corsonmayo, lanzando una espantosa risita—. Vaya, vaya, Ruano Walsh, nunca lo habría imaginado.
Sus manos se movieron bajo la caperuza privada. Cuando Ruano pasó junto a su escritorio, ella le deslizó un trozo de papel.
—Es muy fácil de recordar —dijo sonriendo tontamente.
Ruano se deslizó en silencio hasta su puerta. Ésta se abrió, y la franqueó, arrojando con violencia el papel a la ranura de eliminación, mientras la puerta se cerraba.
—¡Pétalos! —maldijo, y se dejó caer en el sillón.
—Ruano, ven aquí un momento —ladró el altavoz sobre él.
—¡Sí, Privado! —boqueó Ruano.
Siguió sentado un momento, respirando profundamente como si el oxígeno extra pudiera proporcionarle las palabras adecuadas para la ocasión. Se levantó y se acercó a una pared, que se abrió para él. Su padre se hallaba sentado al otro lado, mirándole con detenimiento. Estaba vestido exactamente igual que él, igual que Hallmayo y Corsonmayo y Walshmam y que cualquier otra persona en el mundo, excepto… ¡Pase lo que pase, no pienses ahora en ella!
El Privado Walsh paseó la mirada por el despacho hasta llegar a Ruano, deslizó las enguantadas manos bajo la caperuza privada y se las contempló, pensativo. Pese a que Ruano no podía verlas, sabía que mantenían los dedos decentemente unidos, y todo lo inertes que era posible.
—No estoy contento —dijo el Privado Walsh.
«¿Qué pasa ahora?», se preguntó Ruano inútilmente.
—Esto no se basa sólo en la obtención de beneficios —dijo el hombre con barba—. Esta empresa no se basa sólo en el transporte de mercancías. No es una gran empresa, como la clave de un arco no tiene por qué ser una gran piedra. La plataforma de transporte… —haraganeó, utilizando el nombre oficial de la máquina como si el servicio llevara incluido una mitra—, es la piedra angular de toda nuestra cultura, y esta firma es la piedra angular de la industria del platrans. Tenemos una gran responsabilidad. Tienes una gran responsabilidad. Una posición como la tuya lleva implícitas ciertas cualidades intangibles que están mucho más allá de tu capacidad para manifestarlas. Integridad, muchacho; que seas de confianza…, que seas respetuoso con la intimidad. Y honor y decencia, por encima de todas las cosas.
Lo había oído muchas veces, y Ruano hizo que sus rasgos formaran una expresión de penitencia.
—Uno de los primeros indicios de un caballero —y para ser un buen hombre de negocios, se debe ser un buen hombre, y el mejor de los hombres es un caballero—, una de las maneras de detectar entre nosotros la presencia de un caballero, afirmo, es preguntándose lo siguiente: «¿Es puntual?». —El Privado Walsh se echó tan hacia adelante que su barba rozó audiblemente la caperuza privada. El sonido le puso la piel de gallina a Ruano—. ¡Esta mañana has llegado tarde!
Ruano tuvo el histérico impulso de balbucear: «Bueno, verá, cuando venía hacia aquí me detuve en casa de una chica y charlé con ella mientras agitaba un brazo desnudo…». Pero hasta la histeria se sometió a su acondicionamiento, y la mente volvió a funcionarle.
—Privado —dijo con tristeza—. Llegué tarde. Puedo explicarlo… —oyó cómo contenía el aliento y alzó ligeramente la voz—, pero no puedo excusarme y ni siquiera lo intentaré. —Oyó como expulsaba el aire. Ruano retrocedió un paso—. Así que, con su permiso, adiós.
—De adiós nada. ¿Cuál es esa explicación?
Será mejor que sea buena, se dijo Ruano. Se llevó una mano a la espalda. Sabía que esto, junto a la cabeza baja, aumentaba su aspecto penitente.
—Esta mañana desperté con una gran idea en la mente —dijo—. Creo que he encontrado una economía.
—Si lo has hecho —retumbó la barba— es una que se me ha escapado.
—Cada cargamento que enviamos por platrans lleva un hombre consigo. Este hombre no hace más que llevar la orden en la mano y buscar al encargado del receptor en el punto de llegada. Mi plan consiste en eliminar a este hombre.
—¿Despertaste con eso en la mente?
—Sí, Privado —mintió Ruano, maravillándose aún por sus recursos mentales.
—¿Y el pensar en eso te retrasó?
—Sí, Privado.
—Dado que en cualquier caso parecías predestinado a llegar tarde —dijo el anciano con acidez— habrías hecho mejor quedándote dormido. Habrías malgastado menos tu tiempo…, y el mío.
Ruano sabía bastante bien que debía mantener la boca cerrada.
—A lo largo de la historia de la transmisión de materia —dijo su padre— sólo se han extraviado nueve envíos. Las consecuencias fueron impresionantes. Te recomiendo que leas el historial de esos nueve casos, y memorices las cifras. Uno de ellos, la llegada de ciento doce metros cúbicos de lingotes de hierro a una casa privada que medía ochenta y cuatro metros, tuvo unos resultados espectacularmente costosos.
—¡Pero eso no puede pasar ahora!
—No, no puede —admitió el Privado Walsh—. No desde que existe el seguro de capacidad, que impide el envío de un volumen determinado a otro que sea menor. Pero sigue habiendo lugar para desagradables posibilidades, como en el caso de los Padres de Leander, cuando se enviaron, por error, doscientos trabajadores femeninos a un monasterio de esta orden de clausura. Los daños (violación de la intimidad en primer grado, ya sabes) se cuadruplicaron por cada agravio personalizado y se multiplicaron por el número de padres y novicios. Ochocientos catorce, si recuerdo correctamente, y es así.
»Ahora bien, el empleo de un operario adecuadamente entrenado habría reducido la presencia de esas mujeres en el edificio a cuestión de décimas de segundo e igualmente los daños. El envío habría vuelto a su origen casi antes que hubiera llegado. Mientras puedan ocurrir esas cosas, el sueldo que se pague a esos operadores es un seguro barato. —Hizo una pausa irónica—. ¿Quieres sugerir alguna otra cosa?
—Si el Privado me lo permite —dijo Ruano con formalidad—. Estoy al corriente de esas cuestiones. Mi sugerencia es que se contacte telefónicamente con la parte receptora cuando esté listo el envío, que nuestro operario de platrans marque siete de los ocho dígitos necesarios, y que el impulso final sea activado desde el lugar receptor por audio o vídeo, o por una onda de radio paralela, cosa de la que podríamos proveer a nuestros clientes regulares o entregarlo por mensajero unos minutos antes del envío principal.
El despacho quedó muy silencioso.
—Así —dijo Ruano, aprovechando su ventaja—, si la última orden del envío proviene del propio receptor, resulta difícil imaginar cómo podría recibir el cargamento cualquier otra persona.
Este silencio fue más largo aún, y terminó con un sonido proveniente de la barba, como si el anciano hubiera mordido el hueso de una aceituna.
—Has mencionado un mensajero para el aparato de envío. ¿Dónde está tu economía?
—La mayor parte de nuestro comercio es con clientes habituales. Se les puede entregar a cada uno su propio emisor de señales.
Silencio.
—Un servicio exclusivo de J. & D. Walsh —dijo Ruano sin titubear.
—¡Bueno! —dijo el Privado Walsh. Fueron las sílabas más inescrutables que Ruano había oído en su vida—. Esto no es una sugerencia, ni la consecuencia de nada específico que pueda haber pasado o no; es un simple pedir una opinión privada. ¿Qué te parece mejor, en el aspecto eufónico: J. & D. Walsh & hijo, o J., D. & R. Walsh?
Cuando se tomó las manos por detrás, Ruano sintió cómo se le clavaba una uña, atravesando el guante. Esperó que la voz no le temblara para responder.
—No puedo tener la presunción de expresar lo que opino en semejante asunto cuando alguien tan familiarizado con… —y su voz no quiso continuar más allá.
Miró un instante a su padre, y se le ocurrió pensar que si el anciano sonreía alguna vez, la barba le impediría darse cuenta de ello. Era una ventaja más que añadirle al envidiable estátus de cabeza de familia.
Por un momento le pareció que su padre iba a decir algo placentero, pero la imposibilidad permaneció siendo imposible, y el anciano se limitó a asentir en dirección a la puerta.
—Esta tarde se te espera en casa de mi Mam —dijo cortésmente—. Al menos sé puntual allí.
Eso dio en el blanco, y el anciano continuó en esa onda.
—Estar inmerso en los problemas de la compañía, aunque sean de dudosa valía, habla en favor de la devoción que siente el empleado hacia su trabajo. La falta de puntualidad habla mal de él. Un Privado… —cuadró los hombros— tiene que ser puntual, y estar inspirado.
Ruano bajó la barbilla otro grado y arrastró los pies hacia atrás, en dirección a la puerta. Ésta se abrió. Pasó al otro lado. Cuando la puerta volvió a cerrarse, Ruano dio un salto en el aire, con todo su ser exultando un silencioso grito. «¡La sociedad! ¡Iba a compartir esta maravillosa, bonita y próspera sociedad!». Sus manos enguantadas se agarraron silenciosas y alegres. «Ah, Ruano, viejo bribón, ¿cómo lo haces? ¿Qué hace que esta peluda cabeza tuya se ponga en marcha cuando estás en un aprieto? Eres un…».
Se interrumpió, se le abrió la boca y se le desorbitaron los ojos. En su escritorio, y exactamente en la misma posee, estaba sentada la visión de cabellos dorados que había visto por la noche y cuyo número marcó por error esa mañana.
Vestía, si a eso se le puede llamar vestir, una larga túnica que caía desde su garganta formando una suave cascada de envolventes pliegues a su alrededor, totalmente distinta a los inarrugables conos dentro de conos de la ropa convencional. Tenía los brazos completamente desnudos e, increíble, también lo estaban los pies que asomaban debajo del caudal de dobleces. Se sentaba con las manos cruzadas sobre una pierna y le miraba con gravedad. Sonrió y durante un segundo fue transparente, y luego desapareció.
Ruano veía desaparecer diariamente personas y enormes cargamentos, ¡pero no a sesenta metros de la platrans más próxima! ¡Y menos a gente indecentemente cubierta con extraños tejidos que se ceñían al cuerpo en vez de mantenerse correctamente alejados de él!
Notaba el rostro acalorado, y fue consciente de no haber respirado desde hacía…, ¿cuánto? Notaba un lacerante dolor en él y se dio cuenta que, en el transcurso de esta extraordinaria experiencia, había dado con sus rodillas en la moqueta.
Se puso en pie con debilidad y se dejó llevar por el reflejo de arreglarse los pantalones. Estaban limpios y brillantes y perfectamente cilíndricos, a diferencia de la ahusada forma rosa de su…, de su pierna. También tenía dedos. ¿Se le había ocurrido alguna vez pensar si las mujeres tenían dedos? ¡Pues claro que no! Pero los tenían. Ella los tenía.
Entonces la reacción llegó hasta él y se tambaleó hasta el escritorio.
Su primer pensamiento lúcido fue preguntarse cuál sería el aspecto de esta visión de estar correctamente vestida y descubrir que no podía imaginárselo. Además, descubrió que no quería imaginárselo, y sintió una turbadora vergüenza ante el descubrimiento. Oh, gritó dentro de él cada onza de su educación, el Privado tenía razón en retrasar tanto tiempo la asociación; ¡qué error habría cometido confiándomela! ¿Qué es lo que soy, sollozó en silencio, qué horrible cosa soy?